7

Rodrigo había descansado intranquilo en la fría oscuridad. En ese preciso momento acababa de oír un ruido en el pasillo, así que se esforzó por abrir los ojos, por prepararse para lo que venía. Alzó la pistola y apoyó la muñeca en la mesa cuando se dio cuenta de que no le quedaban fuerzas para sostenerla en alto.

Mataré al que intente joderme, pensó, más por costumbre que por otra cosa. Se sentía alegre por tener la pistola, a pesar de saber que era hombre muerto. Un guardia convertido en zombi había caído por las escaleras y había entrado a rastras en el cuarto de la celda poco después de que la muchacha se fuera, pero Rodrigo lo había matado de un patadón en la cabeza y le había quitado el arma, que todavía llevaba metida en la funda de la cadera que se había roto.

Se mantuvo a la espera, deseando volverse a dormir mientras se esforzaba por mantenerse alerta. La pistola lo tranquilizaba y apagaba buena parte de sus temores. Iba a morir en muy poco tiempo, aquello era inevitable…, pero no quería convertirse en una de esas criaturas, sin importar lo que hiciera falta para evitarlo. Se suponía que el suicidio era un pecado muy, pero que muy grave, pero también sabía que si no lograba acabar con uno de los portadores del virus que se le echara encima, se metería un balazo en la boca antes de permitir que lo tocase. De todas maneras, lo más probable es que fuese al infierno directamente.

Resonaron pisadas y alguien entró en la estancia, pero demasiado deprisa. ¿Un zombi? Los sentidos no le funcionaban bien. No tenía muy claro si todo se movía con mayor lentitud o con mayor rapidez, pero sabía que tendría que disparar en breve o perdería su oportunidad.

De repente apareció una luz, pequeña pero penetrante…, y allí estaba ella, de pie delante de él como si surgiera de un sueño. La chica Redfield, viva y coleando, que sostenía un mechero en el aire. Lo dejó encendido y lo puso sobre la mesa, como si fuera una linterna diminuta.

—¿Qué estás haciendo aquí? —murmuró Rodrigo, pero ella estaba rebuscando en una riñonera que llevaba en la cintura y no le estaba mirando siquiera. Él dejó caer la pistola y cerró los ojos durante un segundo, o quizá fueron varios. Cuando los abrió de nuevo, ella estaba agarrándolo de un brazo y tenía una jeringuilla en la otra mano.

—Es esa medicina hemostática —le explicó. Su voz y sus manos eran suaves y tranquilas, y el pinchazo de la jeringuilla fue rápido y apenas lo sintió—. No te preocupes. No se parará la sangre ni nada parecido. Alguien escribió las dosis en la parte de atrás de la botella. Dice que reducirá cualquier hemorragia interna, así que estarás más o menos bien hasta que llegue la ayuda. Te dejaré el encendedor aquí… Mi hermano me lo regaló, y trae buena suerte.

Rodrigo se concentró en despertarse mientras ella le hablaba. Se esforzó por superar la apatía que se había apoderado de él. Lo que le estaba diciendo no tenía sentido. Él la había dejado marchar, había permitido que se escapara. ¿Por qué había regresado para ayudarlo?

Porque la dejé escapar. Al darse cuenta de aquello, sintió que le embargaban unos sentimientos de vergüenza y de gratitud.

—Eres… Eres muy amable —susurró.

Deseó tener la oportunidad de hacer algo por ella, decir algo que compensara aquella generosidad. Rebuscó en su memoria datos, hechos y rumores sobre la isla.

Quizá pueda escapar…

—La guillotina —dijo parpadeando con fuerza. Se esforzó para que la voz no sonara demasiado pastosa—. La enfermería está detrás de ella, tengo la llave en el bolsillo… Se supone que allí hay secretos. Él sabe cosas, las piezas del rompecabezas… ¿Sabes dónde está la guillotina?

Claire asintió.

—Sí. Gracias, Rodrigo. Eso me ayudará mucho. Ahora descansa, ¿vale?

Ella alargó una mano y le quitó un mechón de cabello de la frente con un gesto tan sencillo, tan dulce, que a él le entraron ganas de llorar.

—Descansa —le dijo de nuevo.

Él cerró los ojos, más tranquilo, con la mayor sensación de paz que jamás había sentido en toda su vida. Su último pensamiento antes de dormirse fue que si ella era capaz de perdonarlo con todo lo que le había hecho, de mostrar tanta compasión, como si se la mereciera, quizá al final no iría al infierno, después de todo.

Rodrigo estaba en lo cierto cuando mencionó lo de los secretos. Claire había llegado al final de un pasillo oculto en el subsuelo, preparándose para enfrentarse a lo que hubiera detrás de la puerta sin letrero alguno que estaba a punto de abrir.

La enfermería en sí era pequeña y desagradable, en nada parecida a lo que se hubiera esperado en una clínica de Umbrella. No había ninguna clase de equipo médico a la vista, nada moderno en absoluto. Tan sólo había a la vista una mesa de reconocimiento en la sala principal, con el suelo de madera astillada a su alrededor manchado de sangre, y una bandeja repleta de instrumentos de aspecto medieval cerca de ella. La estancia que había al lado se había quemado hasta quedar irreconocible. No había forma de estar segura de para qué había servido, pero parecía un cruce entre una sala de recuperación y un crematorio, por lo menos olía como uno de éstos.

Había una oficina pequeña y abarrotada al salir de la primera habitación, y justo delante de ella, un cadáver. Se trataba de un hombre que llevaba puesta una bata de laboratorio manchada de sangre que había muerto con una expresión de horror en su delgada cara de color ceniciento. No parecía que hubiese sido infectado, y puesto que no había portadores del virus en la estancia y no mostraba ninguna herida evidente, supuso que había muerto de un ataque cardíaco o algo parecido. La expresión contorsionada que mostraban los rasgos de su rostro, los ojos a punto de salírsele de las órbitas y la boca abierta y torcida en gesto jadeante sugerían que había muerto de miedo.

Claire pasó con cuidado por encima de él y descubrió el primer secreto de la pequeña oficina casi por casualidad. La suela de la bota se le deformó al pisar algo duro, y pensó que se trataba de una piedra o de un trozo de mármol hasta que lo vio: era una llave de lo más rara. En realidad, era un ojo de cristal que pertenecía a la grotesca cara de plástico del muñeco anatómico de la oficina, que se encontraba en el suelo apoyado contra una esquina.

Claire recordó lo que Steve le había dicho sobre que nadie regresaba de la enfermería, y lo que ella ya sabía sobre el tipo de locos que Umbrella solía atraer y contratar, así que no se sorprendió cuando descubrió un pasadizo oculto detrás de la pared de la oficina. Un tramo de escalones de piedra desgastados quedaron al descubierto cuando colocó el ojo en el hueco que le correspondía, algo que tampoco la sorprendió. Era un secreto, un truco, y a los de Umbrella les encantaban los trucos y los secretos.

Así que abre ya la puerta. Acaba de una vez.

Vale. No tenía todo el día. Tampoco quería dejar solo a Steve durante demasiado tiempo. Estaba preocupada por él. Había tenido que matar a su propio padre. Claire no tenía ni idea de la clase de daño psicológico que algo como aquello podía provocar en una persona.

Meneó la cabeza, irritada por sus divagaciones. No importaba que estuviese en un lugar desolado donde al parecer había muerto mucha gente, donde todavía se podía percibir la atmósfera de terror que desprendían las frías paredes y que intentaba envolverla como un sudario en una tumba.

—No importa —se dijo a sí misma antes de abrir la puerta.

En cuanto lo hizo, tres portadores del virus tambaleantes se dirigieron hacia ella y atrajeron su atención, lo que le impidió fijarse en los detalles de la estancia de gran tamaño donde se encontraban encerrados. Los tres estaban muy desfigurados, les faltaban extremidades y la piel les colgaba en tiras largas, dejando al descubierto su carne en estado de putrefacción. Se movían con lentitud, arrastrando los pies con dificultad hacia ella, y gracias a ello pudo distinguir cicatrices antiguas en los tejidos musculares expuestos y podridos. El nudo de miedo que tenía en el estómago se hizo más patente mientras apuntaba con cuidado contra ellos, y eso la hizo sentirse enferma.

Al menos, todo acabó con rapidez, pero la terrible sospecha que le había ido creciendo en la mente y que había tenido la esperanza de que fuera errónea, se vio confirmada con un simple vistazo a su alrededor.

Oh, Dios.

La estancia, extrañamente elegante, estaba iluminada por una luz suave procedente de una lámpara de araña que colgaba del techo. El suelo estaba embaldosado, con una alfombra de evidente calidad que iba desde la puerta hasta una zona donde sentarse al otro lado de la habitación. Allí había una silla de adornos recargados y de tapicería de terciopelo y una mesa de madera de cerezo. La silla estaba encarada hacia el resto de la habitación para que quien se sentase allí pudiera verla por completo…, lo que era peor de lo que se había imaginado, peor que la sala privada subterránea del jefe Irons, oculta bajo las calles de Raccoon City.

Había dos pozos de agua artesanales, uno con un cepo para la cabeza y las manos construido sobre su borde, mientras que sobre el otro permanecía suspendida una jaula de acero. De las paredes colgaban varias cadenas, algunas con argollas de hierro con aspecto de haber sido bastante usadas y otras con collares de cuero con garfios en su interior. Había unos cuantos artefactos de aspecto más elaborado a los que no quiso mirar con detenimiento, y que incluían engranajes y pinchos de metal.

Claire tragó la bilis que amenazaba con subirle a la boca y se concentró en la zona preparada para estar sentado. La elegancia del mobiliario y de la propia estancia empeoraba en cierto modo la situación, pues añadía un toque de egocentrismo desaforado a la evidente psicopatología de su creador. Como si no le pareciera suficiente ver cómo se torturaba a la gente, lo quería observar rodeado de lujo, como si se tratara de un aristócrata enloquecido.

Vio un libro al extremo de la mesa y se acercó para recogerlo, sin apartar la vista de él. Los zombis creados por los virus, los monstruos y las muertes sin sentido eran algo horrible, situaciones trágicas, atemorizadoras, o ambas a la vez, pero el tipo de enfermedad mental que sugerían todas aquellas cadenas y artificios de tortura era algo que la afectaba en lo más profundo porque la hacía perder su fe en la humanidad.

El libro era en realidad un diario encuadernado en cuero y con un papel grueso de gran calidad. La anotación de la primera página indicaba que era propiedad del doctor Enoch Stoker, pero sin ninguna otra indicación.

Él sabe cosas, las piezas del rompecabezas…

Claire no quería ni tocar aquello, y mucho menos leerlo, pero Rodrigo estaba convencido al parecer de que a lo mejor le serviría de ayuda. Hojeó unas cuantas páginas y vio que no había anotaciones que indicaran la fecha, así que empezó a echarle un vistazo a las letras de trazos delgados con mayor detenimiento en busca de algún nombre o palabra familiar, algo que mencionase un rompecabezas… Allí estaba: una anotación en la que aparecía mencionado bastantes veces el nombre de Alfred Ashford. Inspiró profundamente y comenzó a leer.

Hoy hemos hablado por fin sobre los detalles relativos a mis preferencias y gustos. El señor Ashford no me comentó los suyos, pero se esforzó por animarme, lo mismo que ha hecho desde que llegué aquí hace seis semanas. Ya se le informó al comienzo que mis necesidades son muy poco convencionales, pero ahora ya lo sabe todo, incluso los detalles más pequeños. Al principio me sentí incómodo, pero el señor Ashford…, Alfred, insiste en que lo llame Alfred, demostró ser un oyente muy interesado. Me dijo que tanto él como su hermana están muy a favor de que se investigue en los límites de la experiencia. Me dijo que debía considerarlos almas gemelas, y que aquí puedo sentirme libre por completo.

Me sentí muy extraño describiendo en voz alta los sentimientos, las sensaciones y los pensamientos que jamás había compartido con nadie. Le conté cómo había empezado todo, cuando todavía no era más que un chiquillo. Le hablé de los animales con los que había experimentado al principio, para luego seguir con los demás niños. En aquel entonces no sabía que era capaz de matar, pero sí tenía muy claro que la visión de la sangre me emocionaba y me excitaba, que provocar dolor ajeno llenaba un vacío en mi interior con unos sentimientos de tremendo poder y control.

Creo que entiende la necesidad de los gritos, lo importante que es para mí que los gritos…

Fue suficiente. No era lo que estaba buscando, y estaba a punto de provocarle un ataque de vómitos. Pasó unas cuantas páginas más y encontró otra anotación sobre Alfred y su hermana, ojeó una referencia a una casa privada…, y retrocedió, frunciendo el entrecejo.

Alfred asistió a una de mis vivisecciones, mis autopsias en vivo, y después me comentó que Alexia había preguntado por mí, que quiere saber si tengo todo lo que necesito. Alfred adora a Alexia y no permite que nadie esté cerca de ella. Todavía no le he pedido conocerla, y no tengo intención de hacerlo. Alfred quiere que su residencia privada continúe siendo privada y tenerla sólo para él. Me dijo que la casa está detrás de la mansión común, y que la mayoría de la gente ni siquiera sabe que existe. Alfred me cuenta cosas que nadie más sabe. Creo que aprecia disponer de un conocido que comparte una serie de intereses comunes.

Me ha dicho que en Rockfort existen muchos lugares para los que se necesitan llaves muy poco comunes si se quiere entrar, parecidas al ojo que me entregó, y que algunas son nuevas y otras muy antiguas. Al parecer, Edward Ashford, el abuelo de Alfred, estaba obsesionado con la idea del secretismo, una obsesión que compartía con el otro fundador de Umbrella, o eso dice Alfred. Dice que él y Alexia son las únicas personas que conocen todos los escondrijos y rincones ocultos de Rockfort. Alfred tiene un juego de llaves completo que hicieron para ellos dos cuando él ocupó el puesto de su padre. Hice una broma sobre lo conveniente que es tener una copia de repuesto por si te las dejas dentro y no puedes volver a entrar, y él se echó a reír y me contestó que Alexia siempre lo dejaría entrar.

Estoy convencido de que los gemelos tienen a menudo una unión mucho más profunda que el resto de las clases de hermanos. Que, en un sentido figurado, si le das un corte a uno, el otro sangrará. Me gustaría poner a prueba esta teoría de un modo mucho más literal, sobre todo en relación a los niveles de dolor. He descubierto que si se rellena una herida abierta con cristales rotos y después se sutura…

Claire se sintió enferma y arrojó a un lado el libro antes de efectuar un gesto de limpiarse las manos en los vaqueros. Decidió que ya disponía de información más que suficiente para continuar. Deseó con todas sus fuerzas que el cadáver que se había encontrado en el piso de arriba fuese el doctor Stoker, que su negro corazón le hubiese fallado y que había sido la idea de que iba a ir derecho al infierno lo que le había provocado aquel gesto de terror…, y, de repente, se dio cuenta de que ya había tenido más que suficiente de todo aquel ambiente, de que si se quedaba en la enfermería un solo minuto más acabaría vomitando. Se dio la vuelta y se dirigió con rapidez hacia la puerta. Llegó corriendo a la escalera, subió los peldaños de dos en dos y pasó a toda carrera por la habitación de arriba sin mirar al cadáver, sin pensar en nada más que no fuera su necesidad de salir de allí.

Cuando por fin llegó al sendero que llevaba de regreso a la puerta de guillotina, se dejó caer contra una pared y respiró jadeante grandes bocanadas de aire mientras se concentraba en no vomitar. Tardó más de dos minutos antes de tranquilizarse lo suficiente.

Metió un nuevo cargador en la pistola cuando se encontró mejor y se dirigió de regreso a las instalaciones de entrenamiento. Se dio cuenta de que había perdido la segunda arma que le había entregado Steve en algún punto entre la cámara de tortura y la puerta delantera, pero no estaba dispuesta por nada del mundo a regresar y ponerse a buscarla. Iba a volver con Steve para encontrar las puñeteras llaves que les hacían falta y después se iban a marchar cagando leches de aquel manicomio que Umbrella había creado en Rockfort.

Steve lloró durante un rato, balanceándose adelante y atrás, apenas consciente de que había hecho algo «muy importante». Por lo que se refería a su experiencia en la vida, estaban las pequeñas cagadas, las grandes cagadas y por fin las cagadas muy importantes. Algunas cosas cambiaban a la gente para siempre, y ésa era una de ellas. Había tenido que matar a su propio padre. Su padre y su madre, buenas personas los dos, incapaces de hacer daño, estaban muertos. Eso significaba que ya no quedaba nadie en el mundo que lo quisiera y amara, y esa idea se repitió una y otra vez en su mente, haciéndole seguir llorando y balanceándose.

Pensar en las Lugers fue lo que le hizo salir de su pequeño infierno emocional, lo que le hizo recordar dónde se encontraba y lo que estaba ocurriendo. Todavía se sentía horrible, con el cuerpo y el alma llenos de dolor, pero comenzó a regresar a la realidad, deseando que Claire estuviese a su lado, deseando tener un vaso de agua a mano.

Las Lugers. Steve se frotó los párpados hinchados y después las sacó de la cintura del pantalón para mirarlas con mayor detenimiento. Era algo estúpido, sin importancia…, pero en algún rincón de su mente había relacionado por fin el hecho de que justo cuando había cogido las dos pistolas de la pared había sido el momento en que se había quedado encerrado y había comenzado a hacer aquel calor. Era una trampa, y por lo que él suponía, el único motivo para tener una trampa como aquélla era impedir que alguien se apoderara de las armas.

Lo que significa que a lo mejor sirven para algo más que para disparar. Sí, bueno, tenían adornos de oro y lo más seguro era que fuesen muy caras, pero también era obvio que a los Ashford no les faltaba el dinero…, y las armas tenían alguna clase de valor sentimental, ¿por qué utilizarlas como cebo de una trampa?

Decidió que sería mejor que regresara y que echara un vistazo más detenido al lugar donde habían estado colocadas, por si el hecho de ponerlas de nuevo en su sitio sirviera para algo. Tan sólo era un paseo de unos dos minutos como mucho hasta la mansión, así que podría ir y volver en cinco minutos a lo sumo. Seguro que Claire lo esperaría si llegaba antes de que él regresara.

Porque si me quedo aquí seguiré llorando. Quería, necesitaba hacer algo.

Se puso en pie, sintiéndose tembloroso y algo vacío mientras se sacudía la tierra húmeda de los pantalones, y fue incapaz de evitar echar una mirada hacia el lugar donde había muerto su padre. Sintió una oleada de alivio cuando se percató de que Claire había tapado el cadáver con una lona plástica. Era una muchacha excelente…, aunque por alguna extraña razón sentía algo raro con ella, con la idea de contarle todo aquello. No estaba seguro de cómo se sentía.

Salió afuera y se sorprendió un poco al ver que no se encontraba en el patio frontal de las instalaciones de entrenamiento. También se sintió sorprendido de que en el lugar rodeado de paredes al que había salido se hallaba lo que tenía todo el aspecto de ser un tanque Sherman de la segunda guerra mundial. Gigantesco, con las cadenas cubiertas de barro y la torreta giratoria con el tremendo cañón.

Quizá le hubiera interesado un rato antes, o se habría sentido algo más que simplemente un poco sorprendido, porque no se le ocurría ningún motivo para que hubiera un tanque en una isla como Rockfort, pero en ese momento lo único que quería era comprobar la trampa de las Lugers para ver si podía contribuir con algo al intento de ambos por salir de la isla. No se sentía muy a gusto con que Claire no hubiera tenido más remedio que encargarse de interrogar al tipo herido de Umbrella a solas, ya que había sido idea de él.

Al otro lado del tanque había una puerta que daba al patio de entrenamiento. Al menos, no había perdido del todo el sentido de la orientación. Todo parecía más oscuro que un rato antes. Steve alzó la mirada y vio que el cielo estaba encapotado de nuevo, y las nubes tapaban la luna y las estrellas. Estaba ya a mitad del patio cuando oyó el restallido de un trueno, lo bastante cercano y potente como para que el suelo pareciera estremecerse un poco bajo sus pies. Cuando llegó al otro lado ya había empezado a llover otra vez.

Steve apresuró el paso. Dobló a la derecha en la salida y marchó al trote ligero hacia la mansión. La lluvia caía con fuerza y era fría, pero le dio la bienvenida. Abrió la boca y alzó el rostro hacia el cielo, dejando que le mojara el cuerpo. Quedó empapado en pocos segundos.

—¡Steve!

Claire.

Sintió que el estómago se le encogía un poquito mientras se giraba para mirarla. Ella lo alcanzó en la puerta que llevaba a los terrenos de la mansión. Su rostro mostraba una expresión preocupada.

—¿Estás bien? —le preguntó mientras lo miraba con unos ojos llenos de incertidumbre que no dejaban de parpadear para protegerse de la lluvia.

Steve quiso contestar que sí, que se sentía estupendamente, que ya había pasado lo peor y que estaba preparado para enfrentarse de nuevo a decenas de zombis, pero cuando abrió la boca no salió nada de eso.

—No lo sé. Creo que sí —respondió con sinceridad. Logró sonreír a medias. No quería preocuparla, pero tampoco quería hablar demasiado sobre ello.

Ella pareció entenderlo, porque cambió de tema con rapidez.

—He descubierto que los gemelos Ashford tienen una casa privada y secreta escondida detrás de la mansión —le dijo—. Y no estoy segura al cien por cien, pero puede que las llaves que estamos buscando estén allí. Creo que es bastante probable.

—¿Has descubierto todo eso por…, cómo se llama, Rodrigo?

Steve lo preguntó con un tono de voz lleno de duda. Le resultaba difícil creer que un empleado de Umbrella proporcionase toda aquella información a un enemigo.

Claire dudó, pero luego asintió.

—Sí, en cierto modo —contestó, y a Steve le dio la impresión de que había algo de lo que ella no quería hablar. No insistió, y prefirió esperar.

—El problema es llegar hasta la casa —continuó diciendo ella—. De lo que estoy segura es de que está cerrada a cal y canto. Creo que lo mejor es dar unas cuantas vueltas más por la mansión para ver si podemos encontrar un mapa o un pasadizo…

Se quitó los mechones empapados de delante de los ojos y le sonrió.

—Y de paso, quitarnos de debajo de la lluvia antes de que pillemos algo malo.

Steve se mostró de acuerdo. Cruzaron la entrada y el cuidado jardín, pasando por encima de los cadáveres que encontraron en el camino. Él le contó lo que se le había ocurrido sobre las Lugers, y ella se mostró de acuerdo en que debían probar suerte…, aunque también comentó que con gente como la familia Ashford al mando de lo que ocurría en la isla, los pequeños y entretenidos rompecabezas de Umbrella no tenían necesariamente por qué ser lógicos.

Se detuvieron delante de la puerta para intentar secarse todo lo posible las ropas, que resultó no ser mucho. Ambos estaban empapados por completo, aunque hicieron lo que pudieron por sacudirse el exceso de agua. Por suerte para los dos, los pies se les habían mantenido secos. Andar con las ropas empapadas era un incordio, pero intentar andar en silencio con unas botas chorreantes era el colmo de la incomodidad y de lo imposible.

Steve abrió la puerta con las dos armas por delante. Entraron temblando…, y oyeron cómo se cerraba una puerta en el piso de arriba.

—Alfred —dijo Steve en voz baja—. Me apuesto algo. ¿Qué te parece si le abrimos unos cuantos agujeros más en su culo de mierda?

Empezó a acercarse a las escaleras: la pregunta había sido retórica. Ese loco cabrón merecía morir, y por más razones de las que Steve podía llegar a imaginarse.

Claire lo alcanzó y le puso una mano en el hombro.

—Escucha… Verás, parte de lo que encontré en la prisión… No es que esté loco, es que se trata de un maníaco peligroso. Como uno de esos psicópatas asesinos en serie.

—Sí, lo entiendo —contestó Steve—. Razón de más para cargárnoslo, y cuanto antes mejor.

—Vale, pero… ten cuidado. ¿De acuerdo?

Claire parecía preocupada, y Steve notó una enorme sensación protectora hacia ella.

No te preocupes, a éste me lo cargo, vaya que sí, pensó, pero asintió para tranquilizar a Claire.

—Entendido.

Subieron con rapidez las escaleras y se detuvieron al lado de la puerta que habían oído cerrarse. Steve se colocó delante, y Claire alzó una ceja, pero no dijo nada.

—A la de tres —susurró él. Giró con lentitud el pomo de la puerta y suspiró aliviado al comprobar que no estaba cerrada con llave—. Uno…, dos…, ¡tres!

Empujó con fuerza la puerta con el hombro y entró con la metralleta por delante, preparado para disparar contra lo primero que se moviera…, pero nada se movió. La estancia, una oficina apenas iluminada llena de estanterías repletas de libros, estaba vacía.

Claire había entrado detrás de él y había girado hacia la izquierda, pasando al lado de un sofá y una mesa de café situadas al lado de la pared norte. Steve, decepcionado y disgustado, se colocó a su espalda y la siguió, esperando encontrar otra puerta que diera a una nueva estancia, estaba tan harto ya de los estúpidos laberintos de aquel lugar que se iba a cagar en…

Se detuvo y se quedó mirando, lo mismo que había hecho Claire. A unos tres metros había una pared, un callejón sin salida…, con dos huecos en una placa situada a la altura del pecho: unos huecos con la forma de las Lugers.

Steve sintió una oleada de adrenalina recorrerle todo el cuerpo. No tenía un modo racional de saber que habían encontrado la forma de entrar en la residencia privada de los Ashford, pero lo creía con total seguridad. Por lo que parecía, Claire creía lo mismo.

—Me parece que la hemos encontrado —dijo ella en voz baja—. Te apuesto algo.