Prólogo
A pesar de estar enfrentándose a su muerte, ya cercana, y de estar rodeado de enfermos y moribundos mientras los restos ardientes del helicóptero seguían cayendo a su alrededor, en lo único que Rodrigo Juan Raval pudo pensar fue en la chica. En ella, y en quitarse de en medio como fuese.
Ella también va a morir… ¡Lárgate!
Se lanzó de cabeza para ponerse a cubierto detrás de una lápida sin nombre mientras el pequeño cementerio se estremecía y retumbaba. Un enorme trozo del helicóptero humeante se estrelló contra el suelo en la parte más alejada del camposanto y roció a los soldados y a los prisioneros, todos en distintas fases de putrefacción, con chorros de combustible en llamas. Unos arroyos relucientes de gasolina ardiendo recorrieron el suelo como lava pegajosa, y cuando Rodrigo se estrelló contra el suelo, sintió un dolor tremendo en la boca del estómago: dos de sus costillas se partieron al chocar contra un trozo de mármol oscuro semienterrado y oculto bajo las malas hierbas que inundaban el cementerio. El dolor fue repentino y terrible, paralizante, pero de algún modo logró no desmayarse. No podía permitírselo.
La pala de un rotor se hundió en el suelo a menos de medio metro de él y lanzó un surtidor de tierra suelta al cielo del anochecer. Oyó un nuevo coro de gemidos cuando los portadores del virus protestaron sin palabras por aquella lluvia de fuego. Un guardia infectado pasó cerca de él arrastrando los pies, con el cabello envuelto en llamas y unos ojos sin vista que seguían buscando sin cesar.
No sienten nada, nada de nada, se recordó Rodrigo a sí mismo con cierta urgencia desesperada, y se concentró en su respiración, temeroso de moverse mientras el dolor pasaba del deseo de lanzar aullidos al de simplemente gritar. Ya no son humanos.
El aire estaba cargado de humo asfixiante y del hedor de cuerpos putrefactos y de carne quemada. Distinguió el estampido de unos cuantos disparos en el interior del edificio de la prisión, pero fueron muy pocos. La batalla se había acabado, y habían sido derrotados. Rodrigo cerró los ojos todo el tiempo que se atrevió, bastante seguro de que no volvería a ver amanecer. Vaya mierda de día.
Todo aquello había comenzado precisamente diez días antes en París. La chica, Redfield, había conseguido infiltrarse en la sede administrativa de Umbrella y había luchado con ferocidad antes de que el propio Rodrigo la hubiera capturado. La verdad es que había tenido bastante suerte: el arma de la chica ya no tenía balas cuando le había apuntado y apretado el gatillo.
Sí, vaya, mucha suerte, pensó con amargura. Si hubiese sabido lo que le esperaba, quizá hasta le hubiera recargado el arma él mismo.
La recompensa por capturarla con vida, la oportunidad de llevar a su unidad de seguridad de élite para que se entrenase con auténticos portadores del virus en las instalaciones de Rockfort, una isla situada en un lugar remoto del Atlántico Sur. La chica acabaría como otro espécimen para uso de los científicos, o quizá la mantuvieran con vida para que sirviera como cebo para atraer a su problemático hermano y a los demás protagonistas de aquella rebelión protagonizada por los antiguos miembros de los STARS de la que Rodrigo no dejaba de oír rumores. El resultado de la incursión de la chica en las oficinas había sido de diecisiete heridos y cinco muertos. La mayoría de ellos no eran más que ejecutivos inútiles, y a Rodrigo le importaban una mierda, pero atrapar a la muchacha significaba que podía esperar un buen aumento de paga. Por lo que a él se refería, Umbrella podía convertirla en una cucaracha gigante de neón. Seguro que habían hecho cosas peores.
Le pareció de nuevo que había tenido mucha suerte cuando le dijeron que disponía de diez días para preparar a sus tropas, diez días mientras los interrogadores de la sede central acribillaban a preguntas a la chica. El viaje de París a Rockfort con escala en Ciudad del Cabo había transcurrido sin problemas. Los pilotos eran unos profesionales de primera clase y la chica había mantenido la boca cerrada, lo que había sido muy inteligente por su parte. Todos sus hombres habían sido aleccionados para aprovechar aquella oportunidad. La moral era muy elevada cuando aterrizaron y comenzaron los preparativos para los primeros entrenamientos.
Sin embargo, menos de ocho horas después de que llegaran a la isla, y sólo era la segunda vez que estaba allí, todo el lugar había sido atacado con ferocidad por gente desconocida en una incursión aérea de precisión surgida de la nada. Sin duda lo había financiado alguna corporación empresarial, porque utilizaron tecnología avanzada y munición como si no se les fuera a acabar nunca. Los helicópteros y aviones los habían sobrevolado como una oscura tormenta de pesadilla. El ataque había sido bien planeado e inmisericorde. Por lo que él sabía, habían atacado todas las instalaciones de la isla: la prisión, los laboratorios, la zona de entrenamiento… Creía que la casa de los Ashford se había salvado, pero no estaba muy seguro de ello.
El ataque aéreo fue devastador de por sí, pero no fue nada comparado con lo que ocurrió a continuación: en algunas de las partes de la zona de los laboratorios se guardaban muestras de media docena de variantes del virus T, que se había propagado, además de la huida de unos cuantos especímenes de armas biológicas experimentales. Las muestras del virus T convirtieron a los humanos en caníbales con el cerebro achicharrado. Se trataba de un efecto secundario desafortunado, pero en realidad no había sido creado para utilizarlo en la gente. Gracias a los logros milagrosos más que cuestionables de la ciencia moderna, la mayoría de los organismos sujetos a la experimentación no eran humanos ni de forma remota, y el virus los transformó en máquinas de matar.
Se había producido un caos tremendo. El comandante de la base, aquel loco inquietante llamado Alfred Ashford, no había movido ni un dedo para organizar la resistencia, de modo que les había tocado a los soldados de la tropa encargarse de todo. Los prisioneros, como era evidente, no habían servido para nada, pero en el terreno había soldados suficientes para montar una defensa y un contraataque tremendamente ineficaces. Sus muchachos habían caído casi con la misma rapidez que todos los demás, aniquilados de camino al helipuerto por un trío de OR1, los ejemplares sobre los que los científicos estaban probando en ese momento el virus T.
Todo aquel entrenamiento perdido en poco más de un minuto o dos. Los OR1 eran especialmente feroces y agresivos, muy violentos y con una gran potencia muscular. Por suerte, tan sólo habían escapado unos pocos…, pero habían sido más que suficientes. Los soldados los habían bautizado como bandersnatches[1], por sus largas extremidades. Le pareció divertido que los miembros de su equipo hubieran tenido tanto cuidado en no quedar infectados por el virus —se colocaron las mascarillas respiratorias protectoras—, y al final, de todas maneras, habían muerto a manos de una forma del virus.
Al menos, todo ocurrió muy deprisa, antes incluso de que se dieran cuenta del problema en que estaban metidos, pensó, mientras los envidiaba por la esperanza que habían tenido. Estaba herido, agotado, y había visto cosas que sabía que lo perseguirían a lo largo de toda su vida, por muy corta que fuese. Ellos tuvieron suerte.
Rockfort se había convertido en una sucursal del infierno en la Tierra. Aquel virus creado por el hombre no duraba mucho en el aire, y sólo había infectado a la mitad de la población de la isla…, pero los que habían caído enfermos habían empezado a devorar a la otra mitad de forma casi inmediata, por lo que habían extendido la plaga. Algunos habían logrado escapar a todo aquello, pero entre los infectados y las armas biológicas, huir de la isla se había convertido en una opción casi imposible. Todo el lugar estaba patas arriba.
Quizá así es como debe ser. Quizá es lo que todos nosotros nos merecíamos.
Rodrigo sabía que no era un individuo del todo malo, pero no se engañaba: también sabía que no era uno de los chicos buenos. Había cerrado los ojos a ciertas situaciones infames de verdad a cambio de una buena paga, pero por mucho que le hubiese gustado achacar la culpa a todos los que lo rodeaban, no podía negar su pequeña participación en todo aquel pandemónium apocalíptico. Umbrella había jugado con fuego durante mucho tiempo…, pero incluso después de la desaparición de Raccoon City como ciudad, después de los desastres en la Ensenada de Calibán y en las instalaciones subterráneas, él jamás pensó que algo así pudiera pasarles a él y a su equipo.
Otro cadáver ambulante pasó al lado de su escondrijo provisional. Una descarga de escopeta bastante reciente le había arrancado la mandíbula inferior. Rodrigo se agachó más todavía de forma instintiva y tuvo que esforzarse de nuevo para no desmayarse. La nueva oleada de dolor fue sorprendentemente intensa. Ya se había roto varias costillas con anterioridad, pero aquello era algo distinto, alguna herida interna. Quizá era una perforación en el hígado, una herida letal si no lo operaban. Si continuaba su racha increíble de mala suerte, lo más probable era que se desangrara por dentro antes de que algo acabara comiéndoselo.
La cabeza se le iba y el dolor se había acentuado, pero, por mucho que quisiera descansar, todavía estaba el asunto de la chica: no podía olvidarse de aquello. Estaba cerca, muy cerca. Uno de los guardias la había dejado inconsciente de un golpe antes de que le hicieran un examen físico o le dieran las ropas de la prisión, y eso había ocurrido justo antes del ataque. Tenía que estar todavía en la celda de aislamiento, y la entrada subterránea se encontraba un poco más allá de donde estaban esparcidos los restos llameantes del helicóptero.
Ya casi he acabado. Después podré ponerme a descansar.
La mayoría de los humanos infectados con el virus se habían alejado de la zona en llamas. Quizá obedecían a alguna clase de instinto primario. Había perdido su arma en algún momento de su huida, pero si echaba a correr por detrás de las lápidas que había a lo largo de la pared oeste…
Rodrigo se colocó sentado sobre el suelo, y el dolor empeoró todavía más, haciéndole sentir débil y con ganas de vomitar. Sabía que tenía que haber una botella de líquido hemostático en el botiquín de la zona de espera, y eso al menos disminuiría y retrasaría cualquier clase de hemorragia interna que estuviese sufriendo, aunque se sentía preparado para aceptar la muerte; tanto como cualquiera pudiera estarlo.
Pero no hasta que llegue donde está la chica. Yo la capturé y yo la traje hasta aquí. Es culpa mía, y si muero ahora, ella también morirá.
A pesar de todas las escenas de horror que había contemplado aquel día, a los camaradas que había perdido y al terror constante y casi paralizante de sufrir una muerte realmente horrible, no podía dejar de pensar en ella. Claire Redfield tenía las manos manchadas de sangre, sí, pero no había sido a propósito, no como la gente de Umbrella. Como él. Ella no había matado por codicia, no había adormecido su conciencia y la había despreciado durante todos aquellos años, y después de ver cómo su escuadra de élite acababa convertida en carne picada a manos de unos monstruos auténticos, después de pasar toda la tarde luchando por su propia vida, le había quedado muy claro que lo que hacía la gente buena era intentar llevar a Umbrella ante la justicia por sus crímenes. La chica se merecía que la ayudara por eso, aunque sólo fuese para que no muriese sola y en la oscuridad. Rodrigo tenía un juego de llaves que había sacado del bolsillo de uno de los guardianes muertos, y seguro que una de ellas abría la puerta de la celda de aislamiento.
Las chispas procedentes del incendio del helicóptero destellaban en el aire cada vez más oscuro del anochecer, como insectos brillantes que refulgían antes de morir. Algunas de las de mayor tamaño caían sobre la piel de los zombis más cercanos y chisporroteaban con sonido de fritura sobre la carne gris antes de apagarse. No les importaba. Rodrigo apretó los dientes y se puso en pie tambaleándose, a sabiendas de que la joven Claire no lograría sobrevivir más allá de diez minutos sola y sin ayuda, pero sabiendo también que tenía que darle esa oportunidad. No es que fuera lo mínimo que podía hacer por ella: era lo único que podía hacer ya.