8

Joder, vaya. Esto es… Joder, pensó Claire.

—Joder —susurró Steve, y Claire asintió, sintiéndose por completo ajena cuando estudió el entorno que los rodeaba. ¿Había dicho asesino en serie psicópata?

Más bien parece una convención de asesinos en serie psicópatas. Habían tenido que resolver otro rompecabezas después de que las Lugers hubieran abierto la pared, algo que tenía que ver con unos códigos numéricos y un pasadizo bloqueado, pero ellos habían hecho caso omiso por completo de aquello: ambos se habían puesto a empujar y el pasadizo no había permanecido bloqueado durante mucho rato. En cuanto salieron al exterior de nuevo, pudieron ver la residencia privada, que se alzaba sobre una colina baja, como un buitre ansioso bajo la lluvia espesa. Lo cierto es que se trataba de una mansión, pero no tenía nada que ver con la que acababan de dejar atrás: era mucho, mucho más antigua, más oscura y siniestra, rodeada por las ruinas decrépitas de lo que antaño había sido un jardín lleno de esculturas. Varios querubines de ojos ciegos y dedos rotos los observaban junto a las gárgolas de alas desgastadas mientras se dirigían hacia la casa, esquivando los trozos de mármol roto sembrados por doquier.

Inquietante, desde luego…, pero esto está tan más allá de inquietante que ni siquiera cae en la misma categoría.

Estaban en el vestíbulo, iluminado tan sólo por unas cuantas velas colocadas de forma estratégica. El aire estaba cargado de un olor a mustio, un olor viejo producido por el polvo y el pergamino que se deshacía. El suelo estaba cubierto de alfombras gruesas, pero eran tan viejas que en algunas partes la trama había quedado al descubierto por el exceso de uso. Además, era difícil determinar su color más allá del calificativo de «oscuro». Justo delante de ellos había lo que antaño había sido sin duda una escalera espectacular y que llevaba a las balconadas de los pisos segundo y tercero. Todavía quedaba algo de elegancia trasnochada en sus pasamanos ennegrecidos y en sus escalones desgastados, lo mismo que en la polvorienta biblioteca que había a la derecha de los dos intrusos y en los óleos de marcos dorados y recargados que colgaban de las paredes abarrotadas de ellos. La palabra «fantasmal» habría sido la más adecuada, si no hubiese sido por las muñecas.

Unos rostros pequeños los acechaban desde todos los rincones, frágiles muñecas de porcelana, muchas de ellas descascarilladas o descoloridas, vestidas para tomar el té con ropa de tafetán. Niños de plástico con ojos de plástico abiertos de par en par y boquitas fruncidas de color rosa. Muñecas de trapo con extraños rostros hechos con botones y restos del relleno saliéndoles por las extremidades rotas. Había montones de ellas, auténticas pilas, incluso unos cuantos bebés de trapo sin rasgos y que estaban empalados. Claire no pudo distinguir ninguna clase de orden en aquel batiburrillo sin sentido.

Steve le dio un leve codazo y señaló hacia arriba. Claire pensó por un momento que estaba mirando a Alexia, que colgaba de un alero, pero no se trataba más que de otra muñeca, de tamaño natural, y a la que habían vestido para su extraño ahorcamiento con un sencillo vestido de fiesta. El reborde floreado flotaba alrededor de sus delgados tobillos sintéticos.

—Quizá deberíamos… —empezó a decir Claire, pero se calló en seco y se puso a escuchar.

El sonido de alguien hablando les llegó procedente de arriba. Era la voz de una mujer. Parecía enfadada. La cadencia de su voz era rápida y áspera.

Alexia.

A la voz enfurecida le siguió el sonido de alguien que hablaba con un tono quejumbroso y lastimero, y que Claire reconoció inmediatamente como perteneciente a Alfred.

—¿Qué te parece si nos pasamos a charlar un rato? —susurró Steve, y sin esperar a que Claire le respondiera se dirigió hacia las escaleras.

Claire se apresuró a seguirlo, sin estar muy segura de que fuese una buena idea, pero sin querer tampoco que fuera solo.

Las muñecas los observaron en silencio mientras subían, mirándolos fijamente con sus ojos sin vida, manteniendo su vigilancia y su tranquilidad lo mismo que habían hecho durante muchos años.

Alfred jamás se sentía tan cerca de Alexia como cuando se encontraban en sus estancias privadas, donde habían reído y jugado cuando eran unos niños. También se sentía cerca de ella en aquellos momentos, pero al mismo tiempo incómodo por su enfado. Deseaba desesperadamente que fuera feliz de nuevo. Después de todo, era culpa suya que ella estuviera enfadada.

—Y es que no puedo entender por qué esa tal Claire Redfield y ese amigo suyo están suponiendo un desafío tan grande para ti —dijo Alexia, y a pesar de la vergüenza que estaba pasando, no pudo evitar mirarla con un sentimiento de adoración mientras recorría la estancia arriba y abajo con su bata de seda. Su gemela era extremadamente refinada, incluso en su enfado.

—No te fallaré de nuevo, Alexia, te lo prometo…

—Es cierto, no lo harás —lo cortó ella con brusquedad—, porque voy a ocuparme en persona de este asunto.

Alfred se quedó sorprendido.

—¡No! Querida, no debes arriesgarte de ese modo… ¡No lo permitiré!

Alexia lo miró fijamente por unos instantes…, y después dejó escapar un suspiro, meneando la cabeza. Se acercó a él mientras sus ojos mostraban de nuevo una mirada tierna y dulce.

—Te preocupas demasiado, querido hermano —dijo—. Debes recordar quiénes somos, debes recordar que tienes que enfrentarte siempre a las dificultades con orgullo y vigor. Al fin y al cabo, somos Ashford. Nosotros… —Alexia abrió los ojos de par en par y palideció. Se giró hacia la ventana que daba al pasillo central y se llevó una mano al cuello alto de su bata—. Hay alguien en el vestíbulo.

¡No!

Alexia debía mantenerse a salvo, nadie podía tocarla, ¡nadie! Se trataba de Claire Redfield, por supuesto, que había aparecido para cumplir su propósito y misión: asesinar a su amada hermana. Alfred se giró frenético y miró a su alrededor. Allí estaba: el rifle estaba apoyado contra la mesa de maquillaje de Alexia, donde lo había dejado antes de abrir la puerta que llevaba a la habitación del ático. Se dirigió hacia él, sintiendo el miedo de ella como suyo propio, con la ansiedad compartida como si fueran una única persona.

Alfred alargó la mano para empuñar el arma…, y dudó un momento, confundido. Alexia había insistido en encargarse de la situación. Podría enfadarse de nuevo si él interfería en aquello…, pero si algo le pasaba, si la perdía…

El pomo de la puerta giró de repente, justo en el mismo momento en que Alexia se adelantaba a Alfred y empuñaba el rifle. Apenas tuvo tiempo de alzarlo antes de que la puerta se abriera de un fuerte golpe. Era la primera vez en casi quince años que alguien entraba en su sacrosanta residencia privada, y Alexia se sintió tan confusa por aquella intrusión que no disparó inmediatamente. No quería que Alfred resultara herido, no quería morir. Los dos prisioneros estaban armados y los apuntaban con sus armas.

Alexia recuperó la compostura, negándose a sentirse atemorizada por dos chiquillos que la estaban mirando con expresión extrañada. Sus rostros plebeyos mostraban sorpresa y confusión. Al parecer, no estaban acostumbrados a la presencia de sus superiores, de aquellos que eran mejores que ellos.

Utilízalo para sacar ventaja. Que sigan sorprendidos y con la guardia bajada.

—Señorita Redfield, señor Burnside —dijo Alexia con la barbilla alzada y con un tono de voz tan digno como requería su ascendencia Ashford—. Por fin nos conocemos. Mi hermano me ha dicho que han causado bastantes problemas.

Claire avanzó hacia ella y bajó la pistola un poco mientras miraba con mayor atención el rostro de Alexia. Esta dio un paso atrás de forma involuntaria, asqueada por sus ropas empapadas y sus modales tan directos y rudos, pero no perdió de vista el arma de Claire. La chica estaba demasiado concentrada en mirarla, lo mismo que el joven, que se había colocado detrás de Redfield.

Alexia retrocedió otro paso. Estaba arrinconada, atrapada entre su mesa de maquillaje y los pies de la cama, pero una vez más, eso podía servirle para sacar ventaja.

Cuando estén convencidos de que no represento peligro alguno…

—¿Usted es Alexia Ashford? —preguntó el joven con un tono de voz asombrado, con la boca abierta.

—Lo soy.

No sería capaz de soportar aquella terrible falta de educación durante mucho tiempo más, no de alguien tan inferior a ella.

Claire asintió con lentitud, pero sin dejar de mirarla directamente a los ojos, con impertinencia.

—Alexia…, ¿dónde está tu hermano?

Alexia se giró para mirar a Alfred…, y dio un respingo. Su hermano no estaba en la habitación. Se había marchado y la había dejado sola para que se enfrentase a aquella gente sin ayuda alguna.

No, no puede ser, jamás me abandonaría de este modo… Notó un movimiento a su derecha…, pero se dio cuenta de que tan sólo era un espejo, y… y…

Alfred la estaba mirando. Era la cara de Alexia, con los labios pintados y las pestañas rizadas, pero era el cabello de Alfred, y su chaqueta. Se llevó la mano derecha a la boca, asombrada, y Alfred hizo lo mismo sin dejar de mirarla. Sintiendo el mismo asombro que ella. Como si fueran uno solo.

Alexia gritó y dejó caer el rifle haciendo caso omiso por completo de los dos intrusos mientras los empujaba para echarlos a un lado, sin importarle si disparaban o no contra ella. Corrió hacia la puerta que daba al cuarto de Alfred y lanzó un nuevo grito cuando vio la larga peluca rubia tirada en el suelo y la preciosa bata arrugada que había a su lado.

Cruzó otra puerta sin dejar de llorar y salió de la habitación de Alfred…, mi habitación…, sin estar segura de hacia dónde se dirigía mientras corría tambaleante por el pasillo en dirección a la gran escalera. Se había acabado, todo se había acabado, todo estaba perdido, todo era una mentira. Alexia se había marchado muy lejos y jamás regresaría, y él había…, ella era…

Los gemelos supieron de repente lo que debían hacer. La respuesta a todo aquello llegó con claridad a través del torbellino oscuro que eran sus mentes en ese momento, y les mostró el camino. Llegaron a las escaleras y las bajaron mientras formaban un plan en sus cabezas, comprendiendo que había llegado el momento en que pronto estarían juntos de nuevo y de verdad, porque por fin había llegado la hora para ello.

Pero antes de eso, debían destruirlo todo.

—Me cago… —soltó Steve, y al no ocurrírsele qué más decir, lo repitió.

—Así que Alexia jamás ha estado aquí —dijo Claire. Su rostro mostraba una expresión de asombro que Steve sospechaba era la misma que había en su propia cara. Ella se acercó hasta la peluca y la recogió del suelo mientras meneaba la cabeza—. ¿Crees que Alexia ha existido alguna vez de verdad?

—Quizá cuando era una niña —contestó Steve—. Uno de los guardias más antiguos de la prisión dijo que la había visto una vez, hace unos veinte años, cuando Alexander Ashford estaba a cargo de todo.

Se quedaron unos cuantos segundos mirando simplemente la habitación. Steve pensó en la expresión de la cara de Alfred cuando se había visto a sí mismo en el espejo. Había sido tan patético que casi sintió lástima por el tipo.

Siempre creyó que su hermana estaba aquí, con él, probablemente la única persona en el mundo que no pensaba que él era un capullo…, y resulta que ni siquiera tenía eso…

Claire se estremeció de repente, como si le hubiera dado un escalofrío, y los hizo volver a la realidad.

—Será mejor que nos pongamos a buscar las llaves antes de que uno de los gemelos regrese.

Señaló con un gesto de la cabeza la estrecha escalera que había en la cabecera de la cama. Llevaba hasta un recuadro abierto en el techo.

—Yo miraré ahí arriba. Tú échale un vistazo a estas habitaciones.

Steve asintió y comenzó a abrir cajones y a rebuscar en ellos mientras Claire desaparecía a través de la abertura en el techo.

—No te vas a creer lo que hay aquí arriba —gritó Claire justo en el momento en que Steve abría un cajón repleto de piezas de encaje de seda: sujetadores, bragas, medias y unas cuantas cosas más que ni siquiera tenía idea de para qué servían.

—Lo mismo digo —gritó a su vez, mientras se preguntaba hasta qué extremos había llegado Alfred para comportarse como Alexia. Decidió que en realidad no quería ni saberlo.

Se acercó a la mesa de maquillaje y oyó a Claire caminar por la estancia superior mientras él comenzaba a registrarla. Encontró muchos perfumes y piezas de joyería, pero ni pruebas ni emblemas, ni siquiera una llave normal.

—Nada todavía, pero…, ¡eh, hay otra escalera! —gritó Claire.

Eso es bueno, pensó Steve. Encontró una caja de sobres con el papel estampado con pequeñas flores blancas. Cada vez estaba más nervioso con la idea de que Alfred regresara, y quería salir de aquella habitación enloquecida con psicosis de hermana.

Había una pequeña tarjeta blanca encima de la pila de sobres. La recogió y se fijó en la caligrafía femenina de fuerte carácter al leerla:

«Queridísimo Alfred: eres un soldado valiente y brillante que siempre luchas por devolver a la familia Ashford su antiguo esplendor. Siempre pienso en ti, mi amado. Alexia».

Aagh… Steve dejó caer la tarjeta y puso cara de asco. ¿Se lo imaginaba, o era que Alfred había creado una relación muy antinatural con su hermana imaginaria?

Sí, pero no era real, no podían hacer nada… físico. Aagh y aagh. Steve decidió de nuevo que no quería ni saberlo.

—¡Steve! ¡Steve! ¡Creo que las he encontrado! ¡Bajo!

Steve se sintió inundado por una irrefrenable sensación de optimismo y esperanza. Se giró hacia la escalera con aquellas palabras mágicas resonándole todavía en los oídos.

—¿No te estás quedando conmigo? —le preguntó.

Lo primero que apareció fueron las atractivas piernas. Su voz era mucho más clara y Steve notó el mismo nerviosismo y emoción en su respuesta mientras descendía.

—No me estoy quedando contigo. Había un tiovivo ahí arriba, y un ático encima de la habitación… Mira esta llave en forma de libélula…

De repente, comenzó a sonar una alarma y el eco se extendió por todo el gigantesco edificio de forma insistente y con fuerza. Claire se bajó de un salto de la cama. Llevaba tres llaves y un objeto metálico estrecho y alargado en la mano. Se miraron el uno al otro e intercambiaron una expresión de temor, y Steve se dio cuenta de que la alarma también se oía en el exterior de la casa, acompañada del sonido metálico chirriante de unos altavoces potentes, pero de mala calidad. Parecía que el mensaje iba dirigido a todos los residentes en la isla.

Antes de que ninguno de los dos pudiera decir ni una sola palabra, una voz tranquila empezó a hablar al mismo tiempo que seguían sonando las sirenas. Era una voz femenina, suave, la voz de un mensaje grabado.

«Se ha activado el mecanismo de autodestrucción. Todo el personal debe marcharse inmediatamente. Se ha activado el mecanismo de autodestrucción. Todo el personal…»

—Ese cabrón —exclamó Claire, y Steve asintió con vehemencia mientras maldecía en silencio al psicópata pomposo, pero sólo durante un par de segundos. Tenían que llegar a aquel avión.

—Vámonos —dijo Steve.

Recogió el rifle de Alfred del suelo y le puso una mano en la espalda a Claire para urgirla a que se pusiera en marcha. El centro de detención y las instalaciones de entrenamiento de Umbrella en Rockfort, el lugar donde Steve había lamentado la muerte de su madre y donde había perdido a su padre, donde el último descendiente de la familia Ashford se había ido volviendo loco de un modo discreto y donde los enemigos de Umbrella habían desencadenado el principio del fin, estaba a punto de desaparecer, y no tenía ninguna intención de estar allí cuando eso ocurriera.

A Claire no le hacía falta que la aconsejara precisamente sobre ese tema en concreto. Salieron por la puerta casi a la vez y echaron a correr, dejando atrás los patéticos restos de la retorcida fantasía de Alfred.

Alfred y Alexia se dirigieron corriendo a la sala de control principal después de activar la secuencia de autodestrucción. Alexia se puso a trabajar con la consola de complicados mandos. A su alrededor, las luces parpadeaban y los ordenadores impartían órdenes por encima del ruido de las sirenas. Era todo un espectáculo, incómodo para ella, pero terrorífico sin duda para los asesinos.

Alexia tenía un plan de huida, que incluía una llave hasta el hangar subterráneo donde se encontraban los aviones a reacción de despegue vertical, pero antes tenía que estar segura de que los jóvenes plebeyos se quedaban en la isla. Hasta que no supiera con certeza que morirían, ni ella ni Alfred se podrían marchar.

Oh, sí, vaya si morirán, pensó Alexia sonriendo. Tenía la esperanza de que no les alcanzara ninguna explosión directa. Sería mejor que sufrieran alguna herida provocada por los cascotes y demás restos, que vivieran atormentados mientras sus existencias se iban apagando poco a poco…, o quizá los depredadores supervivientes de la isla los acecharían y los matarían, devorándolos a dolorosos mordiscos.

Alexia conectó las cámaras de seguridad de la mansión común y de los terrenos que la rodeaban, ansiosa por ver a Claire y a su pequeño caballero acobardados y agazapados en un rincón, o gritando de pánico. No vio nada de aquello: la mansión estaba vacía, y las alarmas y las sirenas que avisaban del desastre inminente seguían su tarea de forma inútil, alertando a los pasillos vacíos y a las habitaciones cerradas.

Puede que todavía estén en nuestra casa, que tengan demasiado miedo como para salir, con la patética esperanza de que la destrucción no les afectará si se quedan allí… No sería así, por supuesto. No había ningún sitio en la isla donde pudieran estar a salvo de las explosiones…

Alexia los vio en ese momento y sintió que su buen humor desaparecía por ensalmo y que su odio hervía de nuevo para convertirse en una rabia furibunda. La pantalla mostraba que los dos se encontraban en el atracadero del submarino y que el muchacho estaba haciendo girar la rueda. El cielo comenzaba a aclararse, pasando del negro al azul oscuro. La pálida luz de la luna que se estaba poniendo iluminó su plan furtivo y astuto. No. No tenían ninguna posibilidad. Sí, era cierto que el avión de carga vacío seguía en su sitio, con el puente elevado, pero Alfred había tirado las llaves maestras al mar después del comienzo del ataque aéreo. No creerían de verdad que tenían alguna posibilidad de…

¡Pero han estado en mis estancias privadas!

—¡No! —aulló Alexia, y lanzó un puñetazo contra la consola de mandos, poseída por la rabia. No lo permitiría. ¡No lo permitiría! ¡Los mataría ella misma, les sacaría los ojos con las uñas, los destrozaría!

No te olvides del Tirano, le susurró su hermano al oído. La furia de Alexia se convirtió en una alegría exultante. ¡Sí! ¡Sí! ¡El Tirano, que todavía estaba en su cámara de estasis! Y ya era lo bastante inteligente para poder obedecer órdenes, siempre que fueran sencillas y que indicaran con exactitud lo que se quería.

—¡No os escaparéis! —gritó Alexia entre carcajadas mientras bailaba para celebrar su victoria…, y, un momento después, Alfred se unió a ella, incapaz de resistirse a aceptar lo maravilloso, lo satisfactorio que iba a ser todo aquello, justo cuando la computadora central cambió su cantinela y comenzó la cuenta atrás.

Su huida hacia el avión fue como un borrón en la memoria: una carrera enloquecida para salir de la mansión de los Ashford y bajar por la superficie empapada de la colina hasta la siguiente mansión, para bajar luego las escaleras, a las que siguieron más escaleras hasta llegar por fin a un muelle diminuto donde Steve hizo aparecer el submarino. Con cada paso que daban, las alarmas sonaban más y más deprisa mientras el mensaje repetido una y otra vez les recordaba lo que era obvio.

La suave voz femenina cambió justo cuando estaban subiendo al submarino, y dejó de repetir el mensaje anterior para comenzar uno nuevo, y aunque las palabras no eran exactamente las mismas, Claire tuvo un vívido recuerdo de lo ocurrido en Raccoon City: estaba de pie en una estación de metro mientras otro mensaje de autodestrucción anunciaba que el final ya estaba cerca.

«Se ha activado la secuencia de autodestrucción. Quedan cinco minutos para la detonación inicial.»

—Más vale que salgamos volando de aquí —dijo Steve.

Era lo primero que decía desde que habían salido a la carrera de la mansión, y a pesar del miedo que sentía por la posibilidad de que no salieran de allí a tiempo, a pesar del agotamiento y de los horribles recuerdos que sin duda se llevaría con ella, el comentario de Steve le pareció hilarante.

Pero ¿es que nos vamos de aquí volando, o no?

Claire empezó a reírse, y aunque intentó parar de inmediato, no pudo lograrlo. Le pareció que ni siquiera su muerte inminente podría detener las risas. Era eso o que la histeria era mucho más divertida de lo que ella había esperado y la expresión que Steve tenía en la cara no la estaba ayudando mucho.

Histérica o no, sabía que tenían que seguir corriendo.

—Vámonos —dijo entre risas y casi ahogada, ayudándose de un gesto.

Steve, sin dejar de mirarla como si se hubiera vuelto loca, la agarró del brazo y tiró de ella. Después de dar unos cuantos pasos tambaleantes y de darse cuenta de que era posible que su ataque de risa acabara matándolos a los dos, Claire logró controlarse.

—Estoy bien —dijo, respirando profundamente, y Steve la soltó a la vez que un gesto de evidente alivio cruzaba por su cara.

Bajaron corriendo por otras escaleras y atravesaron un túnel que parecía estar bajo el agua. Cuando llegaron a la puerta que había al otro extremo, la voz del ordenador les informó de que había pasado otro minuto, y de que sólo les quedaban cuatro. Si antes había existido alguna posibilidad de que se le repitiera el ataque de risa, aquello la había hecho desaparecer.

Steve abrió la puerta de un empellón y giró hacia la izquierda, y los dos pasaron de varios saltos por encima de un trío de cadáveres, todos portadores del virus y todos vestidos con uniformes de Umbrella. Claire se acordó de Rodrigo de repente y sintió una punzada en el corazón. Deseó que estuviera a salvo donde se encontrara en ese momento, o que se encontrara lo suficientemente mejor como para alejarse de los edificios…, pero no pudo engañarse sobre las posibilidades que tenía. Le deseó suerte en silencio y luego procuró olvidarse de él para concentrarse en seguir a Steve y atravesar otra puerta.

Su carrera terminó en una caverna enorme y oscura cubierta de andamios de metal: un hangar para hidroaviones. Su esperanza de lograr huir estaba justo delante de ellos: una pequeña aeronave de carga que flotaba precisamente debajo de la plataforma de descarga sobre la que ellos estaban. A la derecha, no muy lejos, la luz previa al amanecer mostraba la enorme salida al mar.

—Por allí —dijo Steve, y se dirigió corriendo hacia un pequeño ascensor que había en el borde de la plataforma y que tenía una consola de mandos. Claire corrió detrás de él mientras rebuscaba en su riñonera para sacar las tres llaves poliédricas.

«Se ha activado la secuencia de autodestrucción. Quedan tres minutos para la detonación inicial.»

La consola de mandos tenía un panel en la parte superior con tres huecos de forma hexagonal. Steve agarró dos de las llaves y ambos introdujeron y empujaron a la vez las tres.

Oh, por favor, tío, por favor…

Se oyó un chasquido muy audible…, y los controles del panel de mandos se encendieron y surgió un zumbido profundo de debajo de la maquinaria que sobresalía. Steve soltó una carcajada y Claire se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración cuando por fin logró respirar de nuevo.

—Agárrate a algo —le dijo Steve, y pasó la mano por encima de los mandos encendiendo todos los controles.

El ascensor se puso en marcha con un pequeño salto y empezó a bajar en ángulo inclinado a la vez que la puerta redonda lateral del avión se abría hacia abajo hasta formar una especie de escalerilla. A Claire le pareció que todo pasaba a cámara lenta, envuelta en una especie de irrealidad mientras el ascensor llegaba a la base de los escalones y se detenía con una nueva sacudida. Era difícil creer que estuviera ocurriendo por fin, que estuvieran a punto de marcharse de aquella maldita isla de Umbrella.

¡A la mierda con creérselo! ¡Vámonos ya!

Subieron a bordo del avión y Steve se dirigió corriendo a la cabina de mando para poner en marcha el aparato mientras Claire echaba un vistazo al resto de la aeronave: el grueso del artefacto estaba constituido por un compartimento de carga separado de la cabina por una mampara de metal a prueba de ruido. No había comodidades de ninguna clase excepto un pequeño retrete con una puerta detrás del asiento del piloto, pero al menos había un armarito en la parte posterior de la cabina de mando con un par de bidones de agua de dos litros, para gran alivio de Claire.

Siguieron oyendo, aunque como un ruido apagado, la grabación que resonaba por todo el hangar mientras Steve pulsaba el mando que cerraba la puerta. La escotilla de entrada se alzó y se cerró sellando el avión cuando quedaban dos minutos. Claire se sentó a su lado, con el corazón a punto de sal írsele por la boca: dos minutos era apenas nada.

Quería ayudarlo, preguntarle qué podía hacer, pero Steve estaba concentrado por completo en el panel de instrumentos. Recordó que él había comentado que poseía «leves» nociones de pilotaje, pero puesto que ella no tenía ningunas en absoluto, no iba a quejarse. Los segundos fueron pasando y tuvo que esforzarse para no empezar a balbucear de puro nerviosismo, para no hacer nada que pudiera distraerlo.

Los motores del avión se encendieron con un rugido y el sonido fue creciendo y creciendo y haciéndose más agudo. Los nervios de Claire se tensaron a juego con el ruido…, y cuando la temida voz femenina del ordenador habló de nuevo, Claire se percató de que estaba agarrada con todas sus fuerzas a la parte posterior de la silla de Steve y de que tenía los nudillos blancos por la tensión.

«Queda un minuto para la detonación inicial. Cincuenta y nueve…, cincuenta y ocho…, cincuenta y siete…»

¿Qué pasará si es demasiado complicado, si no lo logra?, pensó Claire, bastante segura de que ella misma estaba a punto de explotar.

«Cuarenta y cuatro…, cuarenta y tres…»

Steve se enderezó de repente y empujó hacia adelante una palanca que tenía a la derecha antes de colocar las manos sobre el timón. El ruido de los motores se incrementó más y más todavía, y lenta, muy lentamente, el avión comenzó a avanzar.

—¿Estás lista? —le preguntó Steve con una sonrisa, y Claire casi se desmayó del alivio. Sintió las rodillas débiles y temblorosas.

«Treinta…, veintinueve…, veintiocho…»

El avión siguió avanzando y pasó por debajo de un puente metálico no demasiado elevado y lo bastante cerca de la puerta como para ver las olas romper contra sus costados de metal. Oyeron un fuerte golpe en el techo, como si el puente hubiese rozado la parte superior del avión, pero siguieron moviéndose de forma lenta pero incesante.

«Diecisiete…, dieciséis…»

Cuando Steve hizo que el avión entrara en aguas abiertas, la cuenta atrás había llegado a diez…, y después ya estuvo demasiado lejos como para oírla, ya que los motores rugieron a plena potencia y aceleraron. El suave avance se hizo más agitado cuando comenzaron a saltar por encima de las olas. Había la claridad suficiente en el cielo para que Claire pudiera ver la costa de la isla a su derecha, llena de rocas traicioneras. Buena parte de la costa de Rockfort eran acantilados que se alzaban sobre el agua como murallas rugosas de una fortaleza.

Claire vio las primeras explosiones justo en el momento en que Steve tiraba de la palanca de mando para hacer que el avión se elevara. El sonido les llegó un segundo después: una serie de estampidos rugientes y profundos que se quedaron atrás con rapidez cuando Steve elevó por fin el aparato.

Unas gigantescas nubes y columnas de humo negro se alzaron bajo la incipiente luz del amanecer mientras el avión de carga ascendía, y proyectaron unas largas sombras sobre los edificios que se derrumbaban. Las llamas surgieron por doquier, y aunque Claire no conocía la disposición exacta de las distintas partes del lugar que estaba observando, creyó ver la residencia privada de los Ashford consumida por un incendio, una inmensa luz anaranjada que surgía de detrás de lo que quedaba de la mansión. Todavía quedaban algunas estructuras en pie, pero les faltaban enormes trozos, convertidos en polvo y en escombros.

Claire inspiró profundamente y después dejó escapar el aire con lentitud, sintiendo cómo unos cuantos músculos agarrotados se destensaban. Ya había acabado. Otra instalación de Umbrella destruida, y todo debido al incumplimiento de la integridad científica, al vacío moral que parecía ser un componente fundamental en la política comercial de la compañía. Deseó que el alma retorcida y torturada de Alfred Ashford hubiera encontrado por fin alguna clase de paz…, o lo que mereciese de verdad.

—Bueno, ¿y adónde vamos? —preguntó Steve con despreocupación, y Claire, de vuelta a la realidad, se apartó de la ventanilla lateral sonriendo, dispuesta a besar al piloto.

Steve la miró a los ojos, también sonriendo, y ambos entrecruzaron sus miradas…, y a medida que los segundos se fueron alargando en ese intercambio visual, ella pensó por primera vez que Steve no era tan sólo un chaval. Ningún chaval la miraría del modo que lo estaba haciendo él…, y a pesar de la firme decisión que había tomado de no animarlo en absoluto, no apartó la mirada. Sin duda, era un individuo atractivo, pero había pasado la mayor parte de las doce horas anteriores considerándolo un hermano menor incordiante…, algo que no era fácil de olvidar, aunque hubiese querido hacerlo. Por otro lado, después de lo que habían pasado juntos, también se sentía muy unida a él de un modo sólido, fuerte, con un afecto que le parecía perfectamente natural y…

Claire fue la primera en apartar la vista. Llevaban a salvo tan sólo un minuto y medio: quería pensar un poco en todo aquello antes de seguir adelante.

Steve volvió a concentrarse en los mandos, aunque parecía un poco encendido…, y justo entonces oyeron otro golpe en el techo, como cuando habían salido del hangar.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Claire mirando hacia arriba, como si realmente esperase ver algo a través del metal.

—No tengo ni idea —contestó Steve frunciendo el entrecejo—. Ahí arriba no hay nada, así que…

¡CRAAAACCC!

El avión pareció dar un salto en el aire y Steve se apresuró a compensar la maniobra imprevista. Claire miró de forma instintiva hacia atrás. El tremendo crujido había sonado en el compartimento de carga.

—La puerta del compartimento de carga principal está abierta —dijo Steve golpeando con el dedo una pequeña luz parpadeante del panel de mandos, y apretó otro botón—. No puedo hacer que se cierre de nuevo.

—Echaré un vistazo —le contestó Claire, y sonrió por el gesto de incomodidad de Steve—. Tú procura que sigamos volando, ¿vale? Te prometo que no pienso saltar en marcha.

Se giró hacia el compartimento de carga y, en cuanto Steve apartó la vista, recogió el rifle de Alfred, que estaba apoyado en el respaldo del asiento del piloto. Todavía tenía la semiautomática, pero la mira láser del rifle implicaba disponer de una puntería precisa…, aparte de que, como no quería dejar el avión hecho un colador con agujeros de bala, lo mejor sería utilizar el arma de calibre veintidós. Sabía que existían uno o dos monstruos en la isla, y era posible que alguno de ellos hubiese acabado como polizón, pero no quería que Steve se preocupara o que se involucrara en aquello. Tanto ella como él mismo necesitaban que permaneciese a los mandos del avión.

Sea lo que sea, tendré que ser yo quien se encargue de ello, pensó, ceñuda, mientras se disponía a abrir la puerta. Le pareció que probablemente estaba reaccionando excesivamente ante lo que seguramente sería una avería menor, como un panel suelto y una bisagra rota. Abrió la puerta y pasó de un salto. La cerró de un portazo antes de que Steve pudiera oír con claridad aquel ruido.

Con que avería menor…

Toda la parte posterior del compartimento de carga había desaparecido por completo. Habían arrancado la compuerta y las nubes y el cielo azul pasaban a una velocidad increíble. Claire dio un paso adelante, confundida…, y vio cuál era el problema.

El señor X, pensó por un momento al recordar al ser monstruoso que había encontrado en Raccoon City, su perseguidor incansable vestido con un abrigo largo de color negro; pero la criatura que se encontraba sobre el montacargas hidráulico no era la misma. Tenía forma humanoide, de un tamaño gigantesco y sin un solo cabello, al igual que aquel monstruoso X, pero también era de mayor estatura, con unos hombros anchos hasta lo increíble y un abdomen de abultados músculos. No parecía tener sexo alguno, y su entrepierna no era más que un bulto sin forma. Las manos ya no eran humanas sino algo mucho más letal. Su puño izquierdo era una maza repleta de pinchos metálicos y de un tamaño mayor que la cabeza de la propia Claire, y su mano derecha era una extremidad híbrida, combinación de carne y cuchillos de aspecto afilado. Dos de ellos medían más de treinta centímetros.

Y no lleva abrigo, pensó de forma inopinada mientras el monstruo se giraba y centraba aquellos ojos blancos que parecían sufrir cataratas en ella antes de inclinar la cabeza hacia arriba y lanzar un rugido tremendo de rabia sangrienta y furia asesina.

Claire, aterrorizada pero decidida, alzó su arma, que de repente le pareció patética, cuando la criatura se dirigió hacia ella y colocó el punto rojo sobre el monstruoso ojo derecho monocolor. Apretó el gatillo…, y oyó el chasquido del percutor al golpear en la recámara vacía.

Fue un ruido ensordecedor que resonó incluso por encima del rugido del viento que llegaba desde el exterior.