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Tiene el cuello de un rojo ardiente allí donde lo apreté para ahogarla, y la cara cubierta de sangre. Sin embargo, las manos no le tiemblan lo más mínimo y ha perdido la calidez de la mirada. Está a punto de pulsar el botón verde que hay bajo un visualizador numérico.

—No lo pulse —le digo—, no voy a hacerle daño. —Me agacho y levanto las manos abiertas, mostrándole las palmas—. En serio, pulsar ese botón es una mala idea.

Pero lo pulsa.

La cabeza de la doctora cae hacia atrás, y ella se derrumba en el suelo. Se le mueven las piernas un par de veces y muere.

Me abalanzo sobre ella, le quito a Oso de las manos y corro de vuelta al cuarto de los monos para salir al pasillo. Evan no se molestó en contarme cuánto tiempo tarda en sonar la alarma antes de que movilicen a los soldados de asalto, cierren la base, y capturen, torturen y maten muy despacio al intruso. Seguro que no es mucho tiempo.

A la porra el Plan B. De todos modos, no me gustaba nada. Lo malo es que Evan y yo no llegamos a pensar en un Plan C.

«Estará en un pelotón con niños mayores que él, así que lo más probable es que lo encuentres en los barracones que rodean la plaza de armas».

Los barracones que rodean la plaza de armas. Dondequiera que esté eso. A lo mejor debería parar a alguien y preguntar por la dirección, porque solo sé una forma de salir de este edificio, y es hacerlo por el mismo sitio por el que entré, pasando por encima del cadáver de la doctora, y junto a la cruel enfermera gorda y la simpática enfermera delgada para caer en los amorosos brazos del comandante Bob.

Hay un ascensor al final del pasillo, y solo tiene un botón: es un viaje exprés de ida al complejo subterráneo, donde, según me dijo Evan, enseñan a Sammy y a los demás «reclutas» las falsas criaturas que se «pegan» a cerebros humanos reales. Está plagado de cámaras y de Silenciadores. Solo hay dos formas de salir de este pasillo: por la puerta de la derecha del ascensor y por la puerta de la que he salido.

Por fin una elección sencilla.

Abro la puerta de golpe y veo que da a unas escaleras. Como el ascensor, solo van en una dirección: hacia abajo.

Vacilo durante medio segundo.

El hueco de las escaleras parece tranquilo y pequeño, pero pequeño en el buen sentido, acogedor. A lo mejor debería quedarme aquí un rato, abrazada a mi oso, puede que chupándome el pulgar.

Me obligo a bajar despacio por los cinco tramos de escaleras hasta el fondo. Los escalones son de metal y voy descalza, así que noto lo fríos que están. Espero a que bramen las alarmas, retumben las pisadas de las botas y empiecen a lloverme balas por arriba y por abajo. Recuerdo a Evan en el Campo Pozo de Ceniza, recuerdo cómo se cargó prácticamente a oscuras a cuatro asesinos bien armados y entrenados, y me pregunto por qué me parecería buena idea meterme yo solita en la guarida del león cuando podría tener a un Silenciador a mi lado.

Bueno, no estoy sola del todo, tengo al oso.

Aprieto la oreja contra la puerta del pie de las escaleras y pongo la mano en la palanca. Oigo el latido de mi corazón y poco más.

La puerta se abre hacia dentro, lo que me obliga a aplastarme contra la pared, y entonces oigo las pisadas de las botas de un grupo de hombres que corren escaleras arriba, armados con semiautomáticas. La puerta empieza a cerrarse, así que sujeto la palanca para mantenerla frente a mí hasta que doblan la primera esquina y desaparecen de mi vista.

Me meto en el pasillo antes de que la puerta se cierre. En el techo hay unas luces rojas que dan vueltas, proyectan mi sombra sobre las paredes blancas, se la llevan y vuelven a proyectarla. ¿Derecha o izquierda? Estoy un poco desorientada, pero me parece que la parte delantera del hangar está a la derecha. Corro en esa dirección, pero me detengo. ¿Dónde es más probable que encuentre a la mayoría de los Silenciadores en caso de emergencia? Seguramente agrupados en la entrada principal de la escena del crimen.

Doy media vuelta y me choco con el pecho de un hombre muy alto de penetrantes ojos azules.

Nunca estuve suficientemente cerca para verle los ojos en el Campo Pozo de Ceniza.

Pero recuerdo la voz.

Profunda, cortante como un cuchillo.

—Bueno, bueno, hola, corderito —dice Vosch—. Debes de haberte perdido.

La quinta ola
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