71

Evan me deja patalear y forcejear hasta que me canso. Después me suelta junto a un árbol y retrocede unos pasos.

—Ya sabes lo que pasa si huyes —me advierte.

Está rojo y le cuesta recuperar el aliento. Cuando se vuelve para recuperar mis armas, sus movimientos son rígidos y robóticos. Atraparme (después de recibir el impacto de la granada en mi lugar) ha tenido su precio. Lleva la chaqueta abierta y la camisa vaquera al aire, y los pantalones que le ha quitado al niño muerto son dos tallas más pequeñas de la cuenta y le aprietan donde no deben. Es como si llevara pantalones pirata.

—Me dispararás en la nuca —respondo.

Se mete mi Luger en el cinturón y se echa el M16 al hombro.

—Eso podría haberlo hecho hace tiempo.

Supongo que habla de la primera vez que nos encontramos.

—Eres un Silenciador —digo.

Tengo que emplear toda mi fuerza de voluntad para no levantarme de un salto y volver a salir corriendo entre los árboles. Por supuesto, huir de él no tiene sentido. Luchar contra él, tampoco. Así que tengo que ser más lista. Es como estar de vuelta bajo aquel coche: no puedo esconderme de él, no puedo huir de él. Se sienta a unos metros de mí y se apoya el fusil en los muslos. Está temblando.

—Si tu trabajo consiste en matarnos, ¿por qué no me mataste? —pregunto.

Él responde sin vacilar, como si hubiera decidido lo que responder mucho antes de oír la pregunta.

—Porque te quiero.

Echo la cabeza atrás y la apoyo en la basta corteza del árbol. Los bordes de las ramas desnudas de la copa resaltan sobre el reluciente cielo azul.

—Vaya, esto es una trágica historia de amor, ¿no? Invasor alienígena se enamora de chica humana. El cazador y su presa.

—Soy humano.

—«Soy humano, pero…». Termina ya la frase, Evan.

«Porque yo ya he terminado, Evan. Eras el último, mi único amigo en el mundo, y ahora ya no te tengo. Sí, estás aquí, seas lo que seas, pero Evan, mi Evan, ya no está».

—Sin peros, Cassie, solo hay un añadido. Soy humano y no lo soy. No soy ninguna de las dos cosas y soy ambas. Soy Otro y soy tú.

—¿Quieres que vomite? —pregunto mientras lo miro a los ojos.

Los tiene hundidos y entre las sombras parecen muy oscuros.

—¿Cómo iba a contarte la verdad, cuando la verdad te habría empujado a marcharte, y si te marchabas, morirías?

—No me sermonees sobre la muerte, Evan —le digo, agitando un dedo frente a su rostro—. Vi morir a mi madre. Vi cómo uno de los tuyos mataba a mi padre. He visto más muerte en seis meses que cualquier otro ser humano de la historia.

Entonces me aparta la mano y me responde entre dientes:

—Y si hubieses podido hacer algo para proteger a tu padre, para salvar a tu madre, ¿no lo habrías hecho? Si supieras que una mentira salvaría a Sammy, ¿no mentirías?

Claro que lo haría, incluso fingiría confiar en el enemigo para salvar a Sammy. Todavía intento hacerme a la idea de ese «porque te quiero», intento encontrar otra razón para explicar que haya traicionado a su especie.

Da igual, da igual. Lo único que importa es una cosa. El día en que Sammy subió a ese autobús, una puerta se cerró tras él, una puerta con mil candados, y me doy cuenta de que tengo frente a mí al tío que guarda las llaves.

—Tú sabes lo que es Wright-Patterson, ¿verdad? —pregunto—. Sabes muy bien lo que le pasó a Sam.

No responde, ni siquiera asiente con la cabeza, pero tampoco la sacude. ¿En qué piensa? ¿Que una cosa es perdonarle la vida a una mísera humana al azar, y otra muy distinta confesar el plan maestro? ¿Acaso he puesto a Evan Walker debajo del Buick, en una de esas situaciones en las que no puedes huir ni esconderte, en las que tu única opción es dar la cara?

—¿Está vivo? —pregunto, y me echo hacia delante; la basta corteza del árbol se me está clavando en la columna.

—Seguramente —responde tras vacilar medio segundo.

—¿Por qué se lo…? ¿Por qué os lo llevasteis allí?

—Para prepararlo.

—¿Para prepararlo para qué?

Esta vez espera un segundo completo antes de responder.

—Para la quinta ola.

Cierro los ojos. Por primera vez me resulta demasiado difícil contemplar su bello rostro. Dios, qué cansada estoy. Estoy tan cansada que podría dormir mil años. Si durmiera mil años, a lo mejor me despertaría, los Otros ya se habrían ido, y habría niños felices correteando por este bosque. «Soy Otro y soy tú». ¿Qué narices significa eso? Estoy demasiado cansada para seguir ese hilo de pensamiento.

Abro los ojos y me obligo a mirarlo.

—Tú puedes meternos dentro —le digo, pero sacude la cabeza—. ¿Por qué no? Eres uno de ellos, puedes contarles que me has capturado.

—Wright-Patterson no es un campo de prisioneros, Cassie.

—Entonces ¿qué es?

—¿Para ti? —pregunta, acercando su cara a la mía, calentándome con su aliento—. Una trampa mortal. No durarías ni cinco segundos. ¿Por qué crees que he intentado todo lo que se me ha ocurrido para evitar que fueras?

—¿Todo? ¿En serio? ¿Y contarme la verdad? ¿Qué tal algo como: «Oye, Cass, sobre ese rescate tuyo, resulta que soy alienígena, como los tíos que se llevaron a Sam, así que sé que lo que pretendes es un caso perdido»?

—¿Habría supuesto alguna diferencia?

—Esa no es la cuestión.

—No, la cuestión es que tu hermano está retenido en la base más importante que hemos…, quiero decir, que los Otros han establecido desde que empezó la purga…

—¿Desde que qué? ¿Cómo lo has llamado? ¿La purga?

—O la limpieza —responde, y aparta la mirada—. A veces lo llaman así.

—Ah, ¿eso es lo que hacéis? ¿Limpiar la porquería humana?

—Yo no uso esa palabra, y no fue decisión mía lo de purgar, limpiar o como quieras llamarlo —protesta—. Si eso te hace sentir mejor, siempre pensé que no debíamos…

—¡No quiero sentirme mejor! Lo único que necesito es el odio que siento en estos momentos, Evan. No necesito nada más.

«Vale —pienso—, eso ha sido sincero, pero no te pases. Es el tío que guarda las llaves: que siga hablando».

—¿Que siempre pensaste que no debíais qué? —añado.

Le da un buen trago a la cantimplora y me la ofrece. Yo sacudo la cabeza.

—Wright-Patterson no es una simple base: es la base —dice, midiendo con cautela sus palabras—. Y Vosch no es un simple comandante: es el comandante, el líder de todas las operaciones de campo y el artífice de las limpiezas… El que diseñó los ataques.

—Vosch asesinó a siete mil millones de personas.

Es curioso, el número me suena a hueco. Después de la Llegada, uno de los temas favoritos de mi padre era lo avanzados que debían de estar los Otros, lo alto que debían de haber subido en la escala evolutiva para alcanzar la etapa del viaje intergaláctico. ¿Y esta es su solución para el «problema» humano?

—Algunos no creían que la aniquilación fuese la respuesta —dice Evan—. Yo era uno de ellos, Cassie, pero mi bando perdió el debate.

—No, Evan, mi bando fue el que perdió.

Es más de lo que puedo soportar. Me levanto, esperando que él también lo haga, pero se queda donde está y me mira.

—Él no os ve como os vemos algunos de nosotros… Como os veo yo —dice—. Para él sois una enfermedad que matará a su anfitrión, a no ser que se os elimine.

—Soy una enfermedad. Eso soy para ti.

No puedo seguir mirándolo. Si miro a Evan Walker un segundo más, vomitaré.

Lo oigo hablar detrás de mí, en voz baja, tranquila, casi triste.

—Cassie, te enfrentas a algo que está mucho más allá de tus posibilidades. Wright-Patterson no es un campo de limpieza cualquiera. El complejo que hay bajo tierra es el centro que coordina todos los teledirigidos de este hemisferio. Son los ojos de Vosch, Cassie, así os ve. Entrar para rescatar a Sammy no es simplemente arriesgado: es un suicidio. Para ti y para mí.

—¿Para ti y para mí? —pregunto, mirándolo con el rabillo del ojo. No se ha movido.

—No puedo fingir que eres mi prisionera. Mi misión no es capturar prisioneros, sino matar. Si intento entrar contigo como prisionera, te matarán. Y después me matarán a mí por no haberte matado. Y no puedo meterte a escondidas. Hay teledirigidos patrullando la base, además de una valla electrificada de seis metros de altura, cámaras de infrarrojos, detectores de movimiento… Y cien personas como yo, y ya sabes lo que soy capaz de hacer.

—Pues entraré sin ti.

—Es la única forma —dice, asintiendo con la cabeza—, pero que algo sea posible no significa que no sea un suicidio. Todas las personas que recogen (salvo las que matan directamente) pasan por un programa de análisis que traza un mapa de toda su psique, recuerdos incluidos. Sabrán quién eres y por qué estás allí… Y después te matarán.

—Tiene que haber algún escenario que no acaba con mi asesinato —insisto.

—Lo hay. El escenario en el que buscamos un punto seguro para escondernos y esperamos a que sea Sammy el que venga a por nosotros.

Abro la boca y pienso: «¿Eh?». Y después lo digo:

—¿Eh?

—Puede que tarde un par de años. ¿Cuántos tiene? ¿Cinco? La edad mínima permitida son siete.

—¿La edad mínima permitida para qué?

—Ya lo has visto —responde, apartando la mirada.

El niño al que le cortó el cuello en el Campo Pozo de Ceniza, el que llevaba uniforme y cargaba con un fusil casi tan grande como él. Ahora sí que quiero beber algo. Me acerco a él, y él se queda muy quieto mientras me agacho para recoger la cantimplora. Después de cuatro largos tragos, sigo teniendo la boca seca.

—Sam es la quinta ola —digo, y las palabras saben mal, así que bebo otro trago.

—Si pasó el análisis, está vivo y lo habrán… —Deja la frase en el aire, en busca de la palabra correcta—. Procesado.

—Que le habrán lavado el cerebro, querrás decir.

—Es más bien un adoctrinamiento. Lo convencen de que los alienígenas han estado usando cuerpos humanos, y que nosotros (quiero decir, los humanos) hemos averiguado cómo detectarlos. Y si puedes detectarlos, puedes…

—Pero eso es verdad —lo interrumpo—: Estáis usando cuerpos humanos.

—No como cree Sammy.

—¿Qué significa eso? O los usáis o no.

—Sammy cree que somos una especie de infestación pegada a los cerebros humanos, pero…

—Qué gracia, así es como te imagino, Evan, como una infestación —digo sin poder contenerme.

Levanta una mano. Como no se la aparto ni salgo corriendo por el bosque, me rodea lentamente la muñeca con los dedos y tira de mí para que me siente en el suelo, a su lado. Aunque hace un frío cortante, sudo un poco. ¿Ahora qué?

—Había un chico, un chico humano real, llamado Evan Walker —dice, mirándome fijamente a los ojos—. Como cualquier niño, tenía una mamá y un papá, y hermanos, completamente humano. Antes de que naciera me introdujeron en él mientras su madre dormía. Mientras los dos dormíamos. Durante trece años he dormido dentro de Evan Walker, mientras él aprendía a sentarse, a comer alimentos sólidos, a caminar, a hablar, a correr y a montar en bici, yo estaba allí, esperando a despertar. Como miles de nosotros en miles de otros Evan Walker del mundo. Algunos ya estábamos despiertos y preparando nuestras vidas para encontrarnos en el sitio correcto cuando llegara el momento.

Asiento, aunque no sé por qué. ¿Se despertó dentro de un cuerpo humano? ¿Qué narices significa eso?

—La cuarta ola —dice, intentando ayudarme a entender—. Silenciadores. Es un buen nombre para nosotros. Guardábamos silencio, ocultos dentro de cuerpos humanos, ocultos dentro de vidas humanas. No hacía falta fingir que éramos vosotros, porque lo éramos, humanos y Otros. Evan no murió cuando me desperté, sino que… lo absorbí.

Evan, el que se fija en todo, se da cuenta de que todo esto me pone los nervios de punta. Intenta tocarme, pero da un respingo cuando me aparto.

—Entonces ¿qué, Evan? —susurro—. ¿Dónde estás? Dijiste que te… ¿Cómo era? —pregunto. La cabeza me va a un trillón de kilómetros por hora—. Que te introdujeron. ¿Que te introdujeron dónde?

—Puede que no sea la mejor palabra. Supongo que el concepto que se acerca más es «descargado». Me descargaron en Evan cuando su cerebro todavía estaba en desarrollo.

Sacudo la cabeza. Para ser alguien que está varios siglos más avanzado que yo, le cuesta una barbaridad responder a una sencilla pregunta.

—Pero ¿qué eres? ¿Qué aspecto tienes?

—Ya lo sabes —responde, frunciendo el ceño.

—¡No! Dios, a veces eres tan…

«Cuidado, Cassie —pienso—, no sigas por ahí. Recuerda lo importante».

—Antes de que vinieras, Evan —pruebo de nuevo—. Antes de que llegaras aquí, cuando estabas de camino a la Tierra desde donde quiera que salieras, ¿qué aspecto tenías?

—Ninguno. Llevamos decenas de miles de años sin cuerpo. Tuvimos que renunciar a ellos cuando abandonamos nuestro hogar.

—Mientes de nuevo. ¿Es que tienes pinta de sapo, de jabalí, de babosa o algo así? Todos los seres vivos tienen algún aspecto.

—Somos pura consciencia. Seres puros. La única forma de hacer el viaje era abandonar nuestros cuerpos y descargar nuestras psiques en el ordenador central de la nave nodriza —explica, y me toma de las manos para hacer un puño con mis dedos—. Este soy yo —dice en voz baja, y después me cubre el puño con sus manos, rodeándolo—. Este es Evan. No es una analogía perfecta, ya que no existe un punto en el que yo acabe y él empiece —añade, y sonríe—. No lo explico demasiado bien, ¿verdad? ¿Quieres que te enseñe quién soy?

«¡Joder!».

—No. Sí. ¿Qué quieres decir? —pregunto, imaginándomelo pelándose la cara como una criatura salida de una peli de terror.

—Puedo enseñarte lo que soy —responde con voz algo temblorosa.

—El proceso no implicará ningún tipo de inserción, ¿verdad?

—Supongo que sí —responde, riéndose—. Te lo enseñaré, Cassie, si quieres verlo.

Claro que quiero verlo, y claro que no quiero verlo. Es obvio que desea enseñármelo… ¿Eso me acercará más a Sams? Sin embargo, esto no es del todo por Sammy. Puede que si Evan me lo enseña, comprenda por qué me salvó cuando debería haberme matado. Por qué me abrazó en la oscuridad, noche tras noche, para mantenerme a salvo… y cuerda.

Todavía sonríe, seguramente está encantado porque no me he abalanzado sobre él para arrancarle los ojos ni me he reído en su cara, cosa que a lo mejor le habría dolido más. Mi mano está perdida dentro de la suya, unida a ella suavemente, como el tierno corazón de una rosa dentro del capullo, esperando a la lluvia.

—¿Qué tengo que hacer? —susurro.

Me suelta la mano y me acerca la suya a la cara. Doy un respingo.

—Nunca te haría daño, Cassie.

Respiro hondo. Asiento. Respiro de nuevo.

—Cierra los ojos —me pide, y me toca con delicadeza los párpados, con tanta delicadeza como las alas de una mariposa.

—Relájate, respira hondo. Vacía la mente. Si no lo haces, no puedo entrar. ¿Quieres que entre, Cassie?

«Sí. No. Dios mío, ¿hasta dónde tengo que llegar para cumplir mi promesa?».

—Sí —susurro.

No empieza dentro de mi cabeza, como esperaba, sino que una cálida sensación me recorre el cuerpo, expandiéndose desde mi corazón, y huesos, músculos y piel se disuelven en ese calor que sale de mí, hasta que el calor sobrepasa la Tierra y las fronteras del universo. El calor está en todas partes y lo es todo. Mi cuerpo y todo lo que hay fuera de él le pertenecen. Y entonces lo siento a él; él también está en el calor, y no hay separación entre los dos, no hay un punto en el que yo acabe y él empiece, y me abro como una flor a la lluvia, con una lentitud dolorosa y vertiginosa a la vez, me disuelvo en el calor, me disuelvo en él, y no hay nada que «ver», eso no era más que una palabra conveniente que empleó porque no hay palabras que describan a Evan, él no es más que existencia.

Y me abro a él como una flor a la lluvia.

La quinta ola
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