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Así es un día típico en la atípica realidad del Campo Asilo.

5:00 A.M.: Toque de diana y lavarse. Vestirse y ordenar los catres para la inspección.

5:10 A.M.: Formar. Reznik inspecciona los barracones. Encuentra una arruga en las sábanas de alguien. Grita durante veinte minutos. Después elige a otro recluta al azar y grita durante otros veinte minutos más sin razón aparente. Luego, tres vueltas alrededor del patio, helándonos el culo, mientras yo meto prisa a Umpa y a Frijol para que sigan el ritmo; de lo contrario, me toca correr otra vuelta por ser el último. El suelo helado bajo las botas. El aliento escarchándose en el aire. Las columnas gemelas de humo negro de la central eléctrica elevándose hacia el cielo más allá del aeródromo y el estruendo de los autobuses que llegan a la puerta principal.

6:30 A.M.: Rancho en un comedor atestado que huele un poco a leche agria, lo que me recuerda a la plaga y al hecho de que hubo una vez en que solo pensaba en tres cosas: coches, fútbol americano y chicas, por ese orden. Ayudo a Frijol con su bandeja y le meto prisa para que coma, porque, si no lo hace, el campo de entrenamiento lo matará. Esas son mis palabras exactas: «El campo de entrenamiento te matará». Tanque y Picapiedra se ríen de mí por cuidar de Frijol como si fuera su madre. Ya me llaman la niñera de Frijol. Que les den. Después del rancho, echamos un vistazo al tablero de puntuaciones. Todas las mañanas anuncian las clasificaciones del día anterior en un gran tablero que está junto a las puertas de entrada al comedor. Puntos por puntería. Puntos por los mejores tiempos en la pista de obstáculos, los simulacros de ataque aéreo y las carreras de tres kilómetros. Los cuatro primeros pelotones se graduarán cuando acabe noviembre, así que la competición es feroz. Nuestro pelotón lleva semanas atascado en el décimo puesto. El décimo no está mal, pero no es lo bastante bueno.

7:30 A.M.: Instrucción. Armas. Combate cuerpo a cuerpo. Tácticas básicas de supervivencia en la naturaleza. Tácticas básicas de supervivencia en la ciudad. Reconocimiento. Comunicaciones. Mis favoritas son las tácticas de supervivencia. Esa memorable sesión en la que nos obligaron a beber nuestra propia orina.

12:00 P.M.: Rancho de mediodía. Una carne misteriosa entre dos cortezas de pan duro. Dumbo, cuyo mal gusto es tan grande como sus orejas, suelta la broma de que no están incinerando cadáveres infestados, sino picándolos para alimentar a las tropas. Tengo que quitarle a Tacita de encima para que no le aplaste la cabeza con una bandeja. Frijol se queda mirando su hamburguesa como si fuera a saltar del plato para morderle la cara. Gracias, Dumbo. Con lo escuchimizado que está el crío, solo le faltaba eso.

1:00 P.M.: Más instrucción. Sobre todo, en el campo de tiro. A Frijol le dan un palo a modo de fusil y dispara balas de mentira mientras nosotros apuntamos a siluetas de tamaño real de contrachapado y les disparamos con balas de verdad. El ruido de los M16. El rechinar del contrachapado al hacerse pedazos. Bizcocho tiene una puntuación perfecta; yo soy el peor del pelotón. Me imagino que la silueta es Reznik con la esperanza de mejorar mi puntería. No funciona.

5:00 P.M.: Rancho de la cena. Carne en lata, guisantes en lata, fruta en lata. Frijol mueve la comida en el plato y se echa a llorar. El pelotón me mira con rabia. Frijol es mi responsabilidad. Si nos la cargamos con Reznik por conducta inapropiada, nos iremos al infierno, yo el primero: aumentará el número de flexiones, disminuirá la cantidad de las raciones y puede que incluso nos quiten puntos. Lo único que importa es superar la iniciación con los puntos suficientes para graduarnos, salir al terreno, librarnos de Reznik. Al otro lado de la mesa, Picapiedra me lanza una mirada asesina por debajo de su única ceja. Está cabreado con Frijol, pero aún lo está más conmigo por haberle quitado el puesto, aunque no fui yo el que pidió ser el líder del pelotón. Después de aquello se me acercó y me dijo: «Me da igual lo que seas ahora, llegaré a sargento cuando nos graduemos». Y yo respondí algo así como: «Bien dicho, Picapiedra». La idea de que yo acabe dirigiendo una unidad en combate es ridícula. Mientras tanto, no consigo calmar a Frijol de ninguna forma. No deja de hablar de su hermana, de que le prometió que iría a buscarlo. Me pregunto por qué el comandante metería en nuestra unidad a un niño pequeño que ni siquiera puede levantar un fusil. Si El País de las Maravillas cribaba a los mejores guerreros, ¿qué clase de perfil habría dado este crío?

6:00 P.M.: Preguntas y respuestas con el instructor en los barracones, mi momento favorito del día, ya que puedo disfrutar de una agradable conversación con la persona que más me gusta del mundo. Después de informarnos de que no somos más que un montón inservible de heces secas de rata, Reznik abre el turno de preguntas y dudas.

Casi todas nuestras preguntas tienen que ver con la competición: reglas, procedimientos en caso de empate, rumores sobre las trampas que ha hecho tal o cual pelotón.

Solo pensamos en conseguir clasificarnos. La clasificación implica actividad, una lucha real, una manera de demostrar a los que murieron que no habíamos sobrevivido en vano.

Otros temas: el estado de la operación de rescate y criba (nombre en clave: Pastorcita. No es broma). ¿Qué noticias nos llegan del exterior? ¿Cuándo nos ocultaremos en el búnker subterráneo a tiempo completo? Porque, obviamente, el enemigo puede ver lo que hacemos aquí y es cuestión de tiempo que nos vaporice. Siempre obtenemos la respuesta estándar: el comandante Vosch sabe lo que hace. Nuestro trabajo no es preocuparnos de estrategia y logística, sino matar al enemigo.

8:30 P.M.: Tiempo libre. Por fin sin Reznik. Lavamos los monos, sacamos brillo a las botas, fregamos el suelo de los barracones y las letrinas, limpiamos los fusiles, nos pasamos revistas guarras e intercambiamos otros objetos de contrabando, como caramelos y chicles. Jugamos a las cartas, nos tomamos el pelo y nos quejamos de Reznik. Cotilleamos sobre los rumores del día, nos contamos chistes malos y luchamos contra el silencio del interior de nuestras cabezas, ese lugar en que los interminables gritos mudos se levantan como el aire caliente sobre un río de lava. Al final siempre surge alguna pelea que se detiene justo antes de llegar a las manos. Nos come por dentro. Sabemos demasiado. No sabemos lo suficiente. ¿Por qué todo nuestro regimiento está compuesto por críos como nosotros y no hay nadie mayor de diecisiete años? ¿Qué ha pasado con todos los adultos? ¿Se los llevan a otra parte? Y, si es así, ¿adónde y por qué? ¿Son los infestados la última ola o queda otra por venir, una quinta ola junto a la que las otras parecerán un juego de niños? Pensar en una quinta ola acaba con las conversaciones.

9:30 P.M.: Se apagan las luces. Hora de tumbarse en la cama y pensar en más formas creativas de acabar con el sargento Reznik. Al cabo de un rato me canso de eso y me pongo a pensar en las chicas con las que he salido y a clasificarlas en distintas categorías. Las que estaban más buenas. Las más listas. Las más divertidas. Las rubias. Las morenas. Hasta dónde llegué con ellas. Empiezan a fundirse en una única chica, La Chica Que Ya no Existe, y, en sus ojos, Ben Parish, el dios de los pasillos del instituto, vuelve a vivir. Saco el medallón de Sissy del escondite bajo mi colchón y me lo llevo al pecho. Se acabó la culpa, se acabó la pena. Convertiré toda la lástima que siento por mí en odio. Mi culpa, en astucia. Mi tristeza, en espíritu de venganza.

—¿Zombi?

Es Frijol, que duerme en el catre de al lado.

—No se habla cuando se apagan las luces —le susurro.

—No puedo dormir.

—Cierra los ojos y piensa en algo bonito.

—¿Podemos rezar? ¿Va contra las normas?

—Claro que puedes rezar, pero no en voz alta.

Lo oigo respirar, oigo el crujido de la estructura metálica cuando da vueltas en la cama.

—Cassie siempre rezaba conmigo —confiesa.

—¿Quién es Cassie?

—Ya te lo dije.

—Se me ha olvidado.

—Cassie es mi hermana. Va a venir a buscarme.

—Ah, claro.

No le digo que, si no ha aparecido ya, seguramente estará muerta. No es cosa mía romperle el corazón; el tiempo lo hará por mí.

—Me lo prometió. Lo prometió.

Oigo un diminuto sollozo en forma de hipo. Genial. Nadie lo sabe con certeza, pero aceptamos como un hecho que los barracones están pinchados, que Reznik nos espía cada segundo a la espera de que alguno de nosotros rompa las normas para poder abalanzarse sobre él.

Si violamos la regla de no hablar cuando se han apagado las luces, podemos ganarnos una semana entera de turno de cocina.

—Eh, no pasa nada, Frijol…

Alargo la mano para consolarlo, doy con la coronilla de su cabeza recién afeitada y le acaricio el cuero cabelludo. A Sissy le gustaba que le acariciara la cabeza cuando se sentía mal… A lo mejor a Frijol también le gusta.

—¡Eh! ¡Cerrad el pico! —dice Picapiedra en voz baja.

—Sí —añade Tanque—. ¿Quieres que nos la carguemos, Zombi?

—Ven aquí —le susurro a Frijol mientras me hago a un lado y doy unas palmaditas en el colchón—. Rezaré contigo y después te vas a dormir, ¿vale?

El colchón se hunde un poco con su peso. Dios mío, ¿qué estoy haciendo? Si Reznik entra para hacer una inspección sorpresa, me pondrá a pelar patatas durante un mes. Frijol se tumba de lado, mirándome, y, cuando se lleva los puños a la barbilla, me roza el brazo con ellos.

—¿Qué oración reza contigo? —pregunto.

—Ángel de la guarda —me susurra.

—Que alguien le ponga una almohada en la cara a ese frijol —dice Dumbo desde su catre.

Veo la luz ambiental reflejada en sus grandes ojos marrones. El medallón de Sissy apretado contra el pecho y los ojos de Frijol, que brillan como dos faros en la oscuridad. Oraciones y promesas. La que le hizo la hermana de Frijol. La promesa silenciosa que le hice yo a mi hermana. Las oraciones también son promesas, y estos son los días de las promesas rotas. De repente quiero pegarle un puñetazo a la pared.

—Ángel de la guarda, dulce compañía.

Se une a mí en el siguiente verso.

—No me desampares, ni de noche ni de día.

Los siseos y chitones aumentan con el siguiente verso. Alguien nos arroja una almohada, pero seguimos rezando.

—Si me dejas solo, qué será de mí.

Con el «qué será de mí», todos dejan de hacer ruido y cae el silencio sobre los barracones.

Nuestras voces se ralentizan en la última estrofa, como si temiéramos terminarla, porque, al final de la oración, no hay más que la nada de otra noche de sueño exhausto y después otro día esperando a que llegue el último, el día en que muramos. Incluso Tacita sabe que seguramente no llegará a cumplir los ocho años. Sin embargo, nos levantamos y soportamos diecisiete horas de infierno. Porque moriremos, pero, al menos, moriremos imbatidos.

—Angelito mío, ruega a Dios por mí.

La quinta ola
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