58

Tacita ha perdido los nervios. Se abraza las piernas, con la frente apoyada en las rodillas. Llamo a Picapiedra para que le eche un ojo. Me preocupan Hacha y Bizcocho. Picapiedra tiene cara de querer matarme con sus propias manos.

—Tú diste la orden —me gruñe—. Cuídala tú.

Dumbo se está limpiando la sangre de Umpa (no, de Kenny) de las manos.

—Yo me encargo, sargento —dice con calma, aunque le tiemblan las manos.

—Sargento —escupe Picapiedra—. Es verdad. ¿Ahora qué, sargento?

No le hago caso y me arrastro hasta la pared, donde me encuentro con Bizcocho en cuclillas, al lado de Hacha. Ella está de rodillas, asomada al borde de la pared para controlar el edificio del otro lado de la calle. Me agacho a su lado y evito la pregunta implícita en la mirada de Bizcocho.

—Umpa ya no grita —dice Hacha sin quitarle la vista de encima al edificio.

—Se llamaba Kenny —respondo.

Hacha asiente con la cabeza: lo entiende a la primera, pero Bizcocho tarda un minuto o dos.

Se aleja a gatas a toda prisa, apoya ambas manos en el hormigón y deja escapar un suspiro tembloroso.

—Tenías que hacerlo, Zombi —dice Hacha—. De no haberlo hecho, todos estaríamos como Kenny.

Eso suena muy bien. Sonó bien cuando me lo repetí en silencio. Me quedo mirando su rostro de perfil y me pregunto en qué estaría pensando Vosch al ponerme los galones. El comandante había ascendido al miembro equivocado del pelotón.

—¿Y bien? —le pregunto.

—Ahí asoma la comadreja —responde, señalando con la cabeza al otro lado de la calle.

Me levanto despacio. Veo el edificio a la luz del fuego casi extinto: una fachada de ventanas rotas, pintura blanca descascarillada y una planta más alto que el nuestro. En el tejado distingo una tenue sombra que podría ser una torre de agua, pero nada más.

—¿Dónde está? —susurro.

—Acaba de agacharse otra vez. Es lo que ha estado haciendo: arriba, abajo, arriba, abajo, como una caja sorpresa.

—¿Solo uno?

—Solo uno, que yo haya visto.

—¿Se enciende?

—Negativo, Zombi, no se detecta infestación —responde Hacha, sacudiendo la cabeza.

—¿Bizcocho también lo ha visto? —pregunto mientras me muerdo el labio inferior.

—Nada de verde —responde, asintiendo y observándome con esos oscuros ojos suyos que cortan como cuchillos.

—A lo mejor no es el tirador… —conjeturo.

—He visto su arma. Fusil de francotirador.

Entonces, ¿por qué no hay luz verde?

Los que había en la calle sí se iluminaban, y estaban más lejos de nosotros que él. Entonces pienso que nos trae sin cuidado que se ilumine con luz verde, morada o que siga apagado: el caso es que está intentando matarnos y no podremos movernos hasta neutralizarlo. Y tenemos que salir de aquí antes de que el infestado que huyó vuelva con refuerzos.

—Son listos, ¿verdad? —masculla Hacha, como si me leyera el pensamiento—. Se ponen cara humana para que no podamos confiar en ninguna cara humana. La única respuesta: matar a cualquiera o arriesgarse a morir.

—¿Cree que somos uno de ellos?

—O ha decidido que le da lo mismo. Es el único modo de estar a salvo.

—Pero nos ha disparado a nosotros…, no a los tres que tenía justo debajo. ¿Por qué iba a pasar de los blancos fáciles para atacar a los imposibles?

Como yo, ella tampoco tiene respuesta. A diferencia de mí, no es el mayor de sus problemas ahora mismo.

—Es el único modo de estar a salvo —repite con convicción.

Miro a Bizcocho, que me devuelve la mirada. Espera mi decisión, pero, en realidad, no hay decisión que tomar.

—¿Puedes acertarle desde aquí? —pregunto a Hacha.

—Demasiado lejos, revelaría nuestra posición.

Me arrastro hacia Bizcocho.

—Quédate aquí. Dentro de diez minutos, dispara para cubrirnos. —Bizcocho me mira con ojos de corderito, confiado—. Ya sabe, soldado, que es costumbre responder a las órdenes de su oficial al mando. —Bizcocho asiente con la cabeza, así que lo intento otra vez—. Con un «sí, señor». —Asiente de nuevo—. Vamos, en voz alta. Con palabras.

Asiente de nuevo. Bueno, por lo menos lo he intentado.

Cuando Hacha y yo nos unimos a los demás, el cuerpo de Umpa ha desaparecido. Lo han metido en uno de los coches. Idea de Picapiedra. Muy similar a su idea sobre lo que hacer con los demás.

—Aquí estamos protegidos. Yo digo que nos escondamos en los coches hasta la recogida.

—En esta unidad solo cuenta el voto de una persona, Picapiedra —le digo.

—Sí, y ¿cómo está saliendo eso? —dice, levantando su barbilla hacia mí y con una mueca en sus labios—. Ah, espera, ya lo sé: ¡vamos a preguntárselo a Umpa!

—Picapiedra —dice Hacha—. Relájate. Zombi tiene razón.

—Hasta que los dos caigáis en una emboscada, y entonces supongo que no la tendrá.

—En cuyo caso tú pasarías a ser el oficial al mando y tomarías la decisión —le suelto—. Dumbo, tú te encargas de Tacita. —Si es que conseguimos soltarla de Hacha. Se ha pegado de nuevo a su pierna—. Si no volvemos dentro de treinta minutos, es que no volvemos.

Y entonces, Hacha, como es Hacha, dice:

—Volveremos.

La quinta ola
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