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Después de tres días por la carretera ya tengo claro que los coches son como animales gregarios.

Vagan en grupo. Mueren en grupo. Hay aglomeraciones de coches destrozados, aglomeraciones de atascos. De lejos brillan como gemas. Y, de repente, el grupo termina. La carretera permanece vacía durante varios kilómetros. Solo estamos el río de asfalto que atraviesa un desfiladero de árboles medio desnudos, cuyas hojas arrugadas se aferran desesperadamente a las oscuras ramas, y yo. Estamos la carretera, el cielo desnudo, la alta hierba marrón y yo.

Estos tramos vacíos son los peores. Los coches sirven de protección y de refugio. Duermo en los que siguen indemnes (todavía no he encontrado ninguno cerrado con llave), si a eso se le puede llamar dormir. Aire rancio y sofocante; no se pueden bajar las ventanillas, y dejar la puerta abierta queda descartado. Las punzadas del hambre y los pensamientos nocturnos. «Sola, sola, sola».

Y los peores de entre todos los pensamientos nocturnos.

No soy diseñadora de teledirigidos alienígenas, pero, si hiciera uno, me aseguraría de ponerle un dispositivo de detección lo bastante sensible como para distinguir el calor corporal de un cuerpo a través del techo de un coche. Nunca falla, en cuanto empiezo a dormirme, me imagino que las cuatro puertas se abren de golpe y decenas de manos van a por mí, manos unidas a brazos que a su vez están unidos a lo que sea que tengan ellos. Entonces me despierto, busco mi M16, me asomo por encima del asiento de atrás, y examino todo lo que me rodea sintiéndome atrapada y bastante ciega detrás de las ventanas empañadas.

Llega el alba. Espero a que se disipe la niebla de la mañana, bebo un poco de agua, me lavo los dientes, compruebo mis armas, hago inventario de suministros y vuelvo a la carretera. Miro arriba, miro abajo, miro alrededor. No me detengo en las salidas: por ahora tengo agua. Ni de cachondeo pienso acercarme a una ciudad a no ser que no me quede más remedio.

Por un montón de razones.

¿Sabes cómo te das cuenta de que te acercas a una? Por el olor. Las ciudades se huelen a kilómetros de distancia.

Huelen a humo, a aguas residuales y a muerte.

En la ciudad cuesta dar dos pasos sin topar con un cadáver. Es curioso: la gente también muere en grupos.

Empiezo a oler Cincinnati más o menos kilómetro y medio antes de ver la señal de salida. Una gruesa columna de humo sube perezosamente hacia el cielo sin nubes.

Cincinnati arde.

No me sorprende. Tras la tercera ola, lo que más abunda en las ciudades, después de los cadáveres, son los incendios. Un solo rayo puede cargarse diez manzanas. No queda nadie para apagar el fuego.

Me lagrimean los ojos y el hedor de Cincinnati me provoca arcadas. Me detengo lo suficiente para atarme un trapo alrededor de la boca y la nariz; después, acelero el paso. Me quito el fusil del hombro y lo sostengo entre los brazos mientras avanzo a paso ligero. Tengo un mal presentimiento con Cincinnati. Se ha despertado la vieja voz de mi cabeza: «Deprisa, Cassie, deprisa». Entonces, en algún punto entre la salida 17 y la 18, encuentro los cadáveres.

La quinta ola
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