64

Me despierto donde comenzó todo: en una cama de hospital, vendado y flotando en un mar de analgésicos. Se ha cerrado el círculo.

Tardo varios minutos en darme cuenta de que no estoy solo. Hay alguien en el sillón, al otro lado del gotero intravenoso. Vuelvo la cabeza y, primero, le veo las botas, negras y tan brillantes como un espejo. El uniforme impecable, almidonado y planchado. Los rasgos marcados, los penetrantes ojos azules que me atravesaron hasta el fondo.

—Aquí estás —dice Vosch en voz baja—. No del todo sano, pero a salvo. Los médicos me cuentan que has tenido una suerte increíble, que no has sufrido daños importantes. La bala te atravesó limpiamente. Asombroso, la verdad, teniendo en cuenta que te dispararon a quemarropa.

¿Qué le vas a contar?

«Le voy a contar la verdad».

—Fue Hacha —le digo. Desgraciado. Hijo de puta, durante meses lo vi como mi salvador… incluso como el salvador de la humanidad, sus promesas me ofrecían el más cruel de los regalos: esperanza.

Él ladea la cabeza: me recuerda a un pájaro de ojos brillantes que ve una chuchería apetecible.

—¿Y por qué te disparó la soldado Hacha, Ben?

«No puedes contarle la verdad».

Vale, a la mierda la verdad, le daré los hechos.

—Por Reznik.

—¿Reznik?

—Señor, la soldado Hacha me disparó porque defendí la presencia de Reznik allí.

—¿Y por qué ibas a tener que defender la presencia de Reznik, sargento?

Cruza las piernas y se sostiene la rodilla de arriba con ambas manos. Cuesta mantener contacto visual con él durante más de tres o cuatro segundos seguidos.

—Se volvieron contra nosotros, señor. Bueno, no todos. Picapiedra y Hacha… Y Tacita, aunque solo porque lo hizo Hacha. Dijeron que el hecho de que Reznik estuviera allí demostraba que todo esto era mentira, y que usted…

Alza ligeramente la mano para interrumpirme y pregunta:

—¿Esto?

—El campo, los infestados. Que no nos han entrenado para matar alienígenas, sino que los alienígenas nos han entrenado para que nos matáramos entre nosotros.

Al principio no dice nada. Casi desearía que se hubiera echado a reír, que hubiera sonreído o sacudido la cabeza. Si hubiera hecho algo así, tal vez me habría quedado alguna duda, puede que me hubiera pensado mejor el tema este de la farsa alienígena y hubiera llegado a la conclusión de que estoy paranoico e histérico por culpa de la batalla.

En vez de eso, se me queda mirando con sus brillantes ojos de pájaro sin expresar emoción alguna.

—¿Y tú no querías tener nada que ver con su pequeña teoría de la conspiración?

Asiento con la cabeza, con la esperanza de que el gesto transmita decisión y seguridad.

—Se volvieron Dorothy, señor. Pusieron a todo el pelotón en mi contra —digo, y trato de esbozar una sonrisa adusta, de soldado—. Pero antes me encargué de Picapiedra.

—Hemos recuperado su cadáver —me dice Vosch—. Le dispararon a quemarropa, como a ti. Pero a él acertaron a darle algo más arriba.

«¿Estás seguro de esto, Zombi? ¿Por qué tenemos que dispararle en la cabeza?».

«Porque no pueden saber que fue el dispositivo. A lo mejor, si el destrozo es importante, ocultará las pruebas. Retrocede, Hacha, ya sabes que no tengo la mejor puntería del mundo».

—Habría acabado con los demás, pero me superaban en número, señor. Decidí que lo mejor era volver echando leches a la base e informar.

Sigue sin moverse. Se pasa un buen rato sin decir nada. Simplemente, me mira.

«¿Qué eres? —me pregunto—. ¿Eres humano? ¿Eres un infestado? ¿O eres… otra cosa? ¿Qué narices eres?».

—Se han esfumado, ¿sabes? —dice al fin, esperando mi respuesta.

Por suerte, he pensado en una. Bueno, la pensó Hacha. Valor a quien valor merece.

—Se extrajeron los dispositivos de rastreo.

—También te quitaron el tuyo —comenta, y espera.

Detrás de él veo celadores vestidos con batas verdes que se mueven entre las filas de camas y oigo el chirrido de sus zapatos al pisar el suelo de linóleo.

Un día más en el hospital de los malditos.

Estoy listo para su pregunta.

—Les seguí la corriente y esperé al momento oportuno. Después de quitármelo a mí, Dumbo se lo quitó a Hacha, y entonces aproveché la oportunidad.

—Para disparar a Picapiedra…

—Y después Hacha me disparó a mí.

—Y después…

Vosch tenía los brazos cruzados sobre el pecho y la barbilla baja. Me examinaba con ojos caídos, como un ave rapaz examina a su cena.

—Y después hui, señor.

«¿Así que puedo derribar a Reznik a oscuras en plena tormenta de nieve, pero no soy capaz de acabar contigo a medio metro de distancia? No se lo tragará, Zombi».

«No necesito que se lo trague, solo necesito que se lo piense durante unas cuantas horas».

Se aclara la garganta, se rasca debajo de la barbilla y se pasa un rato examinando los azulejos del techo hasta que me mira de nuevo.

—Ben, has tenido mucha suerte de llegar al punto de evacuación antes de desangrarte.

«Ya te digo, hombre o lo que seas. Una suerte del demonio».

El silencio cae como una losa.

Ojos azules. Labios apretados. Brazos cruzados.

—No me lo has contado todo.

—¿Señor?

—Te estás dejando algo.

Sacudo la cabeza despacio, y toda la habitación me da vueltas como si fuera un barco en plena tormenta. ¿Cuántos analgésicos me han dado?

—Tu antiguo sargento instructor. Seguro que algún miembro del equipo lo registró y encontró uno de estos dispositivos —explicó, enseñándome un disco plateado idéntico al que llevaba Reznik—. En cuyo momento, alguien, seguramente tú, por ser el oficial al mando, se preguntaría qué hacía Reznik con un mecanismo capaz de acabar con vuestras vidas con tan solo pulsar un botón.

Asiento con la cabeza, Hacha y yo ya nos habíamos imaginado que sacaría el tema, así que tenía preparada la respuesta. Que se la creyera o no, ya era otra historia.

—Solo hay una explicación que tenga sentido, señor. Era nuestra primera misión, nuestro primer combate real. Era necesario vigilarnos. Y necesitaban un dispositivo de seguridad por si alguno de nosotros se volvía Dorothy y atacaba a los demás…

Dejo la frase en el aire. Estoy sin aliento y contento de estarlo, ya que no me fío de lo que pueda soltar por culpa de las drogas. No pienso con claridad. Atravieso un campo de minas cubierto por una densa niebla.

Hacha se lo imaginaba, por eso me obligó a practicar esta parte una y otra vez mientras esperábamos a que el helicóptero llegara al parque, justo antes de pegarme la pistola al estómago y apretar el gatillo.

La silla araña el suelo y, de repente, el duro rostro de Vosch es todo lo que veo.

—Es realmente extraordinario, Ben. Has resistido la dinámica de combate del grupo y la enorme presión de seguir al rebaño. Es casi… Bueno, es casi inhumano, a falta de un término mejor.

—Soy humano —susurro, y el corazón me golpea el pecho tan fuerte que, por un momento, estoy convencido de que puede verlo latir a través de la fina bata de hospital que llevo puesta.

—¿Lo eres? Porque ese es el quid de la cuestión, ¿no, Ben? ¡A eso se reduce todo! A quién es humano… y quién no lo es. ¿Es que no tenemos ojos, Ben? ¿Es que no tenemos manos, órganos, proporción humana, sentidos, afectos, pasiones? Si nos pincháis, ¿no sangramos? Y si nos ultrajáis, ¿no nos vengaremos?

El duro ángulo de la mandíbula. La seriedad de los ojos azules. Los finos labios sobre el fondo de un rostro enrojecido.

—Shakespeare, El mercader de Venecia. Son palabras de una persona que pertenece a una raza despreciada y perseguida. Como la nuestra, Ben. La raza humana.

—No creo que nos odien, señor —digo, intentando mantener la calma en este giro tan raro e inesperado que han dado los acontecimientos en el campo de minas.

La cabeza me da vueltas. Me disparan en las tripas, me drogan y después me ponen a hablar de Shakespeare con el comandante de uno de los campos de exterminio más eficientes de la historia del planeta.

—Pues tienen una forma muy curiosa de demostrar su aprecio.

—Ni nos aman ni nos odian. Simplemente, estorbamos. A lo mejor, para ellos, nosotros somos la infestación.

—¿Somos la Periplaneta americana para su Homo sapiens? En esa competición, me quedo con la cucaracha. Es muy difícil erradicar.

Me da una palmadita en el hombro y se pone muy serio. Hemos llegado a la clave del asunto, al instante de vida o muerte, de aprobar o suspender; lo noto. Le da vueltas y más vueltas al disco plateado que tiene en la mano.

«Tu plan es un asco, Zombi. Y lo sabes».

«Vale, a ver, cuéntame el tuyo».

«Permanecemos juntos y nos arriesgamos con los que se esconden en el juzgado».

«¿Y Frijol?».

«No le harán daño. ¿Por qué te preocupa tanto Frijol? Por Dios, Zombi, hay cientos de niños…».

«Sí, pero la promesa solo se la hice a uno».

—Son unos hechos muy graves, Ben, muy graves. Los delirios de Hacha la empujarán a buscar cobijo con los mismos seres que debía destruir. Les contará todo lo que sabe sobre nuestras operaciones. Hemos enviado a otros tres pelotones para impedirlo, pero me temo que quizá sea demasiado tarde. Si lo es, no tendremos más remedio que llevar a cabo el plan de último recurso.

Los ojos le arden con un pálido fuego azul. Me estremezco, literalmente, cuando me da la espalda: de repente siento frío y mucho, mucho miedo.

«¿En qué consiste el último recurso?».

Puede que no se lo haya tragado, pero le está dando vueltas. Sigo vivo y, mientras sea así, Frijol tendrá una oportunidad.

Se vuelve de nuevo hacia mí, como si se le hubiera olvidado algo.

«Mierda, allá vamos».

—Ah, otra cosa. Siento ser el que te dé las malas noticias, pero vamos a quitarte los analgésicos para poder obtener un informe completo.

—¿Informe completo, señor?

—El combate es muy curioso, Ben: la memoria puede engañarte. Hemos descubierto que los medicamentos interfieren con el programa. Calculo que en unas seis horas estarás limpio.

«Sigo sin entenderlo, Zombi, ¿por qué tengo que dispararte? ¿Por qué no puedes contarles que nos mataste a todos? En mi opinión, esto es exagerar».

«Tengo que estar herido, Hacha».

«¿Por qué?».

«Para que me mediquen».

«¿Por qué?».

«Para ganar tiempo. Para que no me lleven allí nada más bajar del helicóptero».

«¿Adónde?».

Así que no necesito preguntarle a Vosch de qué está hablando, pero lo hago de todos modos:

—¿Me van a enchufar a El País de las Maravillas?

Él dobla un dedo para llamar a un celador, que se acerca con una bandeja. Una bandeja con una jeringa y una diminuta cápsula plateada.

—Te vamos a enchufar a El País de las Maravillas.

La quinta ola
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