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La doctora Pam desabrocha las correas y lo ayuda a bajar del sillón. A Sammy le ceden las rodillas. Ella le sostiene los brazos para evitar que caiga. Sammy tiene arcadas y vomita en el suelo blanco. Mire adonde mire, ve manchas negras que se retuercen y rebotan. La enfermera grandota y seria lo lleva de vuelta a la sala de reconocimiento, lo sube a la mesa, le dice que no pasa nada y le pregunta si quiere que le lleve algo.

—¡Quiero a mi oso! —grita él—. ¡Quiero a mi papá, a mi Cassie, y quiero irme a casa!

La doctora Pam aparece detrás de él, y su cálida mirada le deja claro que lo entiende. Ella sabe cómo se siente. La doctora le dice que es muy valiente, que ha sido muy valiente y listo, y que ha tenido mucha suerte de llegar hasta aquí. Ha pasado el último examen con nota. Está sano como una manzana y completamente a salvo. Lo peor ya ha pasado.

—Eso es lo que decía mi padre cada vez que ocurría algo malo, y siempre acababa sucediendo algo peor —responde Sammy, reprimiendo las lágrimas.

Le llevan un mono blanco para que se lo ponga. Le recuerda al traje de un piloto de caza, con cremallera delante y una tela resbaladiza. Le queda demasiado grande: las mangas le tapan las manos.

—¿Sabes por qué eres tan importante para nosotros, Sammy? —pregunta la doctora Pam—. Porque eres el futuro. Sin ti y sin todos esos otros niños, no tendremos ninguna oportunidad contra ellos. Por eso os hemos buscado y os hemos traído aquí, y por eso hacemos todo esto. Ya sabes algunas de las cosas que nos han hecho, y son terribles. Cosas terribles y horrorosas, pero eso no es lo peor, no es lo único que han hecho.

—¿Qué más han hecho? —susurra Sammy.

—¿De verdad quieres saberlo? Puedo enseñártelo, pero solo si quieres saberlo.

En el cuarto blanco acaba de revivir la muerte de su madre, ha vuelto a sentir el olor a cobre de su sangre, ha visto a su padre lavándose las manos manchadas con esa sangre. Sin embargo, según la doctora, eso no es lo peor que han hecho los Otros. ¿De verdad quiere saberlo?

—Quiero saberlo —responde.

La doctora levanta el disquito plateado que la enfermera ha utilizado para tomarle la temperatura, el mismo dispositivo que Parker había apretado contra la frente de Megan y la suya en el autobús.

—Esto no es un termómetro, Sammy —dice la doctora Pam—. Detecta una cosa, pero no es tu temperatura. Nos dice quién eres. O, mejor dicho, nos dice qué eres. Dime una cosa, Sam, ¿has visto ya a alguno de ellos? ¿Has visto a un alienígena?

Sammy niega con la cabeza. Tiembla bajo el mono blanco. Está hecho un ovillo en la pequeña sala de reconocimiento. Con el estómago revuelto, la cabeza como un bombo, débil por culpa del hambre y el cansancio. Algo en su interior quiere que la doctora pare y está a punto de gritar: «¡Pare! ¡No quiero saberlo!». Sin embargo, se muerde el labio. No quiere saberlo, pero tiene que saberlo.

—Siento mucho informarte de que sí que has visto uno —dice la doctora en un tono de voz amable y triste—. Todos lo hemos visto. Desde la Llegada hemos estado esperando a que vengan, pero lo cierto es que llevan aquí mucho tiempo, delante de nuestras narices.

Sammy sacude la cabeza una y otra vez: la doctora Pam se equivoca. Él no ha visto a ninguno. Se pasó horas escuchando a su padre especular sobre su aspecto. Le oyó decir que tal vez nunca averiguaría cómo eran. No habían recibido ningún mensaje suyo, no habían aterrizado, no había ni rastro de su existencia, salvo por la nave nodriza verde grisáceo que estaba en órbita y los teledirigidos. ¿Cómo podía decir la doctora Pam que él había visto a uno?

Ella le ofrece la mano.

—Si quieres verlo, te lo puedo enseñar.

La quinta ola
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