54

El día siguiente es un suplicio.

Sé que no puedo enfrentarme a él: es demasiado peligroso. ¿Y si es cierto lo peor? Que Evan Walker, el granjero, no existe, que solo existe Evan Walker, el traidor humano… O lo impensable (una palabra que, por otro lado, resume perfectamente esta invasión alienígena): Evan Walker, el Silenciador. Me repito que esa posibilidad es ridícula, que un Silenciador no me ayudaría a recuperar la salud… y mucho menos se dedicaría a ponerme apodos y a jugar a mimitos en la oscuridad. Un Silenciador solo…, bueno, me silenciaría.

Una vez tome la irrevocable decisión de enfrentarme a él, se acabó. Si no es lo que asegura ser, no le dejaré otra opción. Sea cual sea su razón para mantenerme con vida, no creo que siga viva mucho tiempo si él se entera de que he descubierto la verdad.

«Despacio, planéalo bien. No entres como un elefante en una cacharrería, que es lo que haces siempre, Sullivan. Aunque no pegue con tu estilo, sé metódica por una vez en tu vida».

Así que finjo que va todo bien. Sin embargo, mientras desayunamos desvío la conversación hacia los días previos a la Llegada. ¿Qué trabajos hacía en la granja? Todos los que se te ocurran, responde. Conducía el tractor, cargaba balas de heno, daba de comer a los animales, reparaba el equipo, colocaba alambre de espino. Le miro las manos mientras le busco excusas. La mejor es que siempre se ponía los guantes, aunque no sé cómo preguntárselo de un modo natural: «Bueno, Evan, tienes las manos muy suaves para haberte criado en una granja. Estarías con los guantes puestos todo el día y usarías más crema de manos que la mayoría de los chicos, ¿eh?».

No quiere hablar del pasado: lo que le preocupa es el futuro. Quiere los detalles de la misión. Necesita tomar nota de cada paso que demos entre la granja y Wright-Patterson, tener en cuenta todos y cada uno de los posibles imprevistos. ¿Qué pasa si no esperamos a la primavera y nos sorprende otra tormenta de nieve? ¿Qué pasa si encontramos la base abandonada? ¿Cómo seguiremos el rastro de Sammy si pasa eso? ¿Cuándo decidiremos que ya basta y nos rendiremos?

—No me rendiré nunca —le digo.

Espero a la noche. Nunca se me ha dado bien esperar, y él se percata de que estoy inquieta.

—¿Estarás bien? —pregunta junto a la puerta de la cocina, con el fusil colgado del hombro, mientras me sujeta con ternura la cara entre sus suaves manos.

Y yo miro sus ojos de cachorro, la valiente Cassie, la confiada Cassie, la efímera Cassie. «Claro que estaré bien. Tú ve a cargarte a unas cuantas personas, que yo prepararé palomitas».

Y cierra la puerta al salir. Lo veo bajar tranquilamente del porche y alejarse trotando entre los árboles, en dirección al oeste, hacia la autovía, que, como todo el mundo sabe, es una zona perfecta para la caza mayor: allí es donde se congregan los ciervos, los conejos, los Homo sapiens.

Recorro todas las habitaciones. Después de cuatro semanas encerrada, como si estuviera en arresto domiciliario, lo normal sería haberlas registrado ya.

¿Qué encuentro? Nada. Y mucho.

Álbumes de fotos familiares. Está el bebé Evan en el hospital, con su gorrito de rayas de recién nacido. El pequeño Evan empujando un cortacésped de plástico. El Evan de cinco años montado en un poni. El Evan de diez años en el tractor. El Evan de doce años con uniforme de béisbol…

Y el resto de la familia, incluida Val. La distingo a la primera, y verle el rostro a la chica que murió en sus brazos y cuya ropa he estado vistiendo me hace pensar de nuevo en toda la mierda, y, de repente, soy la persona más horrible que queda en el planeta. Ver a su familia delante del árbol de Navidad, reunida en torno a tartas de cumpleaños, recorriendo senderos de montaña…, me obliga a recordarlo todo: el final de los árboles de Navidad, de las tartas de cumpleaños, de las vacaciones en familia y diez mil cosas más que antes daba por sentadas. Cada fotografía es un tañido de campana, un cronómetro que marca el tiempo que falta para el fin de la normalidad.

Y ella también aparece en algunas fotos. Lauren: alta, atlética, ah, y rubia. Por supuesto, tenía que ser rubia. Son una pareja muy atractiva. En más de la mitad de las imágenes, ella no mira a la cámara, lo mira a él. No como yo miraría a Ben Parish, con ñoñería. Lo mira con osadía, como diciendo: «¿Ves a este chico? Pues es mío».

Dejo a un lado los álbumes, notando que se disipa la paranoia.

«Bueno, tiene las manos suaves, ¿y qué? Es agradable que tenga las manos suaves».

Enciendo un buen fuego para calentar el cuarto y espanto las sombras que se me echan encima.

«Vale, los dedos le huelen a pólvora después de visitar su tumba: ¿y qué? Hay animales salvajes por todas partes, y no era el momento más adecuado para explicar: “Sí, fui a visitar su tumba. Ah, por cierto, también maté a un perro rabioso en el camino de vuelta”. Desde que te encontró te ha cuidado, te ha mantenido a salvo, ha estado a tu lado para todo».

Pero por mucho que me sermonee, no me tranquilizo, se me escapa algo, algo importante. Empiezo a pasearme por delante de la chimenea y tiemblo a pesar de las llamas. Es como cuando te pica y no te puedes rascar. Pero ¿por qué? Noto en las tripas que no encontraré nada que lo incrimine por mucho que registre cada centímetro de la casa.

«Pero no has buscado por todas partes, Cassie. No has mirado en el único lugar en el que no espera que mires».

Corro a la cocina; ya no me queda mucho tiempo. Cojo una chaqueta gruesa que hay colgada del gancho, junto a la puerta, y una linterna del armario, me meto la Luger en la cinturilla del pantalón y salgo. Hace un frío glacial. El cielo está despejado y la luz de las estrellas baña el patio. Mientras corro hacia el granero, intento no pensar en la nave nodriza que flota sobre mi cabeza, a unos cuantos cientos de kilómetros de aquí. No enciendo la luz hasta que entro.

Huele a estiércol rancio y a heno mohoso. Oigo las patitas de las ratas que corren por los tablones podridos del techo. Muevo el haz de la linterna de un lado a otro: pasa por encima de las casillas vacías, se pasea por el suelo sucio e ilumina el interior del pajar. No sé muy bien qué busco, pero sigo buscando. Ocurre en todas las películas de miedo de la historia: el granero es el lugar en el que se ocultan las cosas que no sabes que estás buscando y que, al final, te arrepientes de haber encontrado.

Encuentro lo que no buscaba bajo una pila de mantas raídas, contra la pared del fondo. Algo largo y oscuro que refleja el haz de luz. No lo toco. Lo destapo, echando a un lado tres mantas para llegar hasta él.

Es mi M16.

Sé que es el mío porque veo mis iniciales en la culata: C. S. Las raspé una tarde que pasé escondida en mi pequeña tienda de campaña del bosque. C. S., iniciales de «Completamente Subnormal».

Lo había perdido en la mediana, cuando el Silenciador atacó desde el bosque. Presa del pánico, se me olvidó allí y decidí que no podía volver a por él. Ahora está aquí, en el granero de Evan Walker. Mi mejor amigo había encontrado el camino a casa.

«¿Sabes cómo averiguar quién es tu enemigo en tiempos de guerra, Cassie?».

Retrocedo para alejarme del fusil. Para alejarme del mensaje que envía. Retrocedo hasta la puerta sin dejar de iluminar la reluciente culata negra con la linterna.

Entonces me vuelvo y me doy de bruces contra su pecho de acero.

La quinta ola
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