12

Supongo que ahora debería hablar de Sammy.

No sé otra forma de llegar hasta allí.

Y por «allí» me refiero a esos primeros centímetros al descubierto en los que la luz del sol me besó la mejilla arañada cuando salí a rastras de debajo del Buick. Esos primeros centímetros fueron los más difíciles. Los centímetros más largos del universo. Centímetros que me parecieron mil kilómetros.

Por «allí» me refiero a ese punto de la autopista en que me volví para enfrentarme a un enemigo al que no podía ver.

Por «allí» me refiero a lo único que ha evitado que me vuelva completamente loca, lo único que los Otros no han sido capaces de quitarme después de habérmelo arrebatado todo.

Sammy es la razón por la que no me rindo. La razón por la que no me quedé esperando el final debajo del coche.

La última vez que lo vi fue a través de la ventana de atrás de un autobús escolar. Tenía la frente apoyada en el cristal y me decía adiós con la mano. Sonreía. Como si fuera de excursión: emocionado, nervioso, sin miedo. Estar con todos aquellos niños ayudaba, y también el autobús escolar, por ser tan normal. ¿Acaso hay algo más cotidiano que un gran autobús escolar amarillo? De hecho, es tan corriente que al verlos aparecer en el campo de refugiados después de cuatro meses de horror nos quedamos pasmados. Fue como ver un McDonald’s en la Luna: un acontecimiento extraño y demencial, algo que, sencillamente, no debería estar ahí.

Solo llevábamos un par de semanas en el campo. Del grupo de aproximadamente cincuenta personas que estábamos allí, nosotros éramos la única familia. Todos los demás eran viudos o huérfanos, los últimos supervivientes de sus familias, y ninguno se conocía antes de llegar al campo. El mayor tendría unos sesenta años. Sammy era el más pequeño, pero había otros siete niños, todos menores de catorce años, salvo yo.

El campo de refugiados se encontraba a unos treinta kilómetros al este de donde vivíamos. Durante la tercera ola, se había abierto allí un claro en el bosque para construir un hospital de campo en cuanto los de la ciudad quedaron saturados. Los edificios, pegados unos a otros, estaban hechos de madera cortada a mano y hojalata recuperada. Había una sala principal para los infectados y una cabaña más pequeña para los dos médicos que, antes de ser también víctimas del Tsunami Rojo, atendían a los moribundos. Había un huerto y un sistema que recogía agua de lluvia para lavar, bañarse y beber.

Comíamos y dormíamos en el edificio grande. Allí se habían desangrado entre quinientas y seiscientas personas, pero blanquearon el suelo y las paredes, y quemaron los catres en los que habían muerto. Todavía olía ligeramente a la Peste (algo parecido a la leche agria), y la cal no había eliminado todas las manchas de sangre. Diminutos puntitos formaban patrones en las paredes, y se veían largas manchas con forma de hoz en el suelo. Era como vivir en un cuadro abstracto en 3D.

La cabaña era una mezcla de almacén y arsenal. Verduras en lata, carne empaquetada, carne procesada, telas y alimentos básicos, como la sal. Escopetas, pistolas, semiautomáticas e incluso un par de pistolas de bengalas. Todos los hombres iban armados hasta los dientes: era como volver al Salvaje Oeste.

A unos cientos de metros del campo, en el bosque, detrás del complejo, habían excavado un pozo poco profundo que se usaba para quemar cadáveres. No estaba permitido acercarse allí, así que, obviamente, algunos de los chicos mayores y yo lo hacíamos. Había un muchacho muy desagradable al que llamaban Pringoso, supongo que porque llevaba el pelo largo y engominado. Pringoso tenía trece años y se dedicaba a la búsqueda de trofeos. Se llegaba a sumergir en las cenizas para rescatar joyas, monedas y cualquier otra cosa que le pareciera valiosa o «interesante». Juraba que no lo hacía porque estaba mal de la olla.

«Esto es lo que marca ahora la diferencia», decía entre risas de satisfacción mientras clasificaba su último botín con aquellas uñas sucias, con aquellas manos cubiertas del polvo gris de los restos humanos.

¿La diferencia entre qué?

«Entre ser importante y no serlo. ¡El trueque ha vuelto, nena! —exclamaba, sosteniendo en alto un collar de diamantes—. Y cuando acabe todo, salvo los gritos, la gente con el mejor material será la que dirija el cotarro».

La idea de que querían matarnos a todos todavía no se le había ocurrido a nadie, ni siquiera a los adultos. Pringoso se veía como uno de los nativos americanos que vendieron Manhattan por un puñado de cuentas de colores, no como un dodo, una comparación mucho más acertada.

Mi padre había oído hablar del campo unas semanas antes, cuando mi madre había empezado a mostrar los primeros síntomas de la Peste. Intentó convencerla de que fuéramos, pero ella sabía que nadie podía ayudarla. Si iba a morir, quería hacerlo en su casa, no en un hospital de pega en medio del bosque. Después, en sus últimas horas, nos llegó el rumor de que el hospital se había convertido en un punto de encuentro, una especie de refugio para supervivientes lo bastante alejado de la ciudad para encontrarse razonablemente a salvo ante la siguiente ola, fuera lo que fuese (aunque casi todos apostaban por alguna especie de bombardeo aéreo), y lo bastante cerca para que nos encontrara la Gente al Mando cuando viniera al rescate… Si es que había Gente al Mando y si es que venía.

El jefe extraoficial del campo era un marine jubilado llamado Hutchfield. Era un LEGO humano: manos cuadradas, cabeza cuadrada, mandíbula cuadrada. Llevaba la misma camiseta sin mangas todos los días, siempre manchada de algo que podría haber sido sangre; las botas negras, en cambio, brillaban como un espejo. Se afeitaba la cabeza (aunque no el pecho ni la espalda, cosa que debería haberse planteado seriamente). Tenía tatuajes por todas partes y le gustaban las armas. Llevaba dos a la cadera, una a la espalda y otra colgada del hombro. Nadie llevaba más armas de fuego que Hutchfield. Puede que eso tuviera algo que ver con que fuera el jefe extraoficial.

Los centinelas nos habían visto venir y, cuando llegamos a la carretera de tierra que se introducía en el bosque para ir a morir al campo, Hutchfield estaba esperándonos con otro tío llamado Brogden. Estoy bastante segura de que pretendían que nos fijáramos en todo el armamento que llevaban encima. Hutchfield nos ordenó que nos separáramos. Iba a hablar con mi padre; Brogden se quedaría conmigo y con Sams. Le dije a Hutchfield lo que me parecía su idea. Ya sabes, en qué punto exacto de su trasero tatuado podía metérsela.

Acababa de perder a uno de mis padres, así que no me apetecía mucho la idea de perder al otro.

—No pasa nada, Cassie —me dijo mi padre.

—No conocemos a estos tíos —repliqué—. Podrían ser otro grupo de cabras, papá.

«Cabras» era el nombre que se empleaba en la calle para referirse a los «cabrones con armas», los asesinos, los violadores, los del mercado negro, los secuestradores y, en general, los vándalos que aparecieron en plena tercera ola. Ellos eran la razón por la que la gente se encerraba en casa tras barricadas, y almacenaba comida y armas. Los primeros que consiguieron que nos preparásemos para la guerra no fueron los alienígenas, sino nuestros congéneres humanos.

—Solo lo hacen por precaución —repuso mi padre—. Yo haría lo mismo en su lugar —añadió, dándome una palmadita con aire de condescendencia, mientras yo pensaba: «Joder, viejo, como me vuelvas a dar una de esas palmaditas…»—. No pasa nada, Cassie.

Se alejó con Hutchfield para que no los oyéramos, pero los seguíamos viendo. Eso me hizo sentir un poco mejor. Cogí en brazos a Sammy y me lo apoyé en la cadera mientras hacía todo lo que podía por responder las preguntas de Brogden sin reventarle la cara con la mano libre.

¿Cómo nos llamábamos?

¿De dónde veníamos?

¿Alguien del grupo estaba enfermo?

¿Podíamos contarle algo sobre lo que estaba pasando?

¿Qué habíamos visto?

¿Qué habíamos oído?

¿Por qué estábamos allí?

—¿Te refieres al campo o es una pregunta existencial? —pregunté yo.

El tío juntó las cejas en una sola y repuso:

—¿Eh?

—Si me hubieses preguntado eso antes de que empezara toda esta mierda, te habría contestado simplemente: «Estamos aquí para servir a nuestros congéneres o contribuir a la sociedad». Si me hubiese puesto en plan listilla, habría dicho: «Porque si no estuviéramos aquí, estaríamos en otra parte». Pero como ha pasado toda esta mierda, voy a decir que estamos aquí porque hemos tenido una suerte que te cagas.

—Eres una listilla —concluyó en tono mordaz después de observarme un segundo con los ojos entornados.

No sé cómo respondería mi padre a aquella pregunta, pero, al parecer, pasó el examen, ya que nos permitieron entrar en el campo con todos los privilegios, lo que significaba que mi padre (pero yo no) podía elegir armas del alijo. Mi padre tenía un problema con las armas: nunca le habían gustado. Decía que aunque no eran las armas las que mataban a la gente, sin duda facilitaban la tarea. Ahora más que considerarlas peligrosas le parecían una estupidez inútil.

«¿De qué van a servir nuestras pistolas contra una tecnología que está miles o puede que millones de años por delante de la nuestra? —le preguntó a Hutchfield—. Es como usar una porra y piedras contra un misil táctico».

Su argumento no hizo mella en Hutchfield. ¡Era un marine, por amor de Dios! Su fusil era su mejor amigo, su compañero más fiel, la respuesta a cualquier pregunta posible.

Entonces, yo no entendía ese sentimiento. Ahora, sí.

La quinta ola
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