30

El ala de convalecencia me gusta mucho más que la unidad de los zombis. Para empezar huele mejor, y tienes habitación propia: no estás tirado por los suelos con cien personas más. La habitación es tranquila y privada, y aquí no resulta difícil fingir que el mundo es como era antes de los ataques. Por primera vez en varias semanas, soy capaz de ingerir comida sólida y de ir solo al baño, aunque evito mirarme en el espejo. Los días parecen más alegres, pero las noches son malas. Cada vez que cierro los ojos veo a mi yo esquelético en la sala de ejecuciones, a Chris atado en la sala del otro lado y a mi dedo huesudo cayendo sobre el botón.

Chris se ha ido. Bueno, según la doctora Pam, Chris nunca estuvo ahí. Solo estaba la criatura del interior de Chris, la que lo controlaba, la que se le había metido en el cerebro (no saben cómo) en algún momento (no saben cuándo). Ningún alienígena descendió de la nave nodriza para atacar Wright-Patterson. El ataque vino del interior, de soldados infestados que se revolvieron contra sus camaradas. Lo que significaba que llevaban escondidos entre nosotros desde hacía mucho tiempo, esperando a que las tres primeras olas redujeran a la población a un tamaño manejable antes de revelarse.

¿Qué dijo Chris? «Saben cómo pensamos».

Sabían que nos sentiríamos más protegidos si nos manteníamos unidos. Sabían que buscaríamos cobijo con los tíos que tenían armas. Así que, señor alienígena, ¿cómo se vence ese obstáculo? Es sencillo, porque sabéis cómo pensamos, ¿no? Introdujisteis células durmientes allí donde estaban las armas. Aunque vuestras tropas fracasaran en el ataque inicial, como ocurrió en Wright-Patterson, al final alcanzasteis el objetivo final: hacer pedazos la sociedad. Si el enemigo es como tú, ¿cómo luchas contra él?

Llegados a ese punto, se acabó la partida. Hambre, enfermedad, animales salvajes: es cuestión de tiempo que mueran los últimos supervivientes aislados.

Desde mi ventana, veo las puertas principales, seis plantas más abajo. Al anochecer, sale del recinto un convoy de viejos autobuses escolares amarillos, acompañado por varios Humvees. Los autobuses regresan varias horas después cargados de gente, sobre todo de niños (aunque cuesta distinguirlos a oscuras); luego se los llevan al hangar para etiquetarlos y embolsarlos. Es decir, para detectar a los «infestados» y destruirlos. Al menos, eso me dicen las enfermeras. A mí me parece todo una locura, dado lo que sabemos de los ataques. ¿Cómo mataron a tantos de los nuestros tan deprisa? Ah, sí, ¡porque los humanos van siempre en grupo, como los borregos! Y aquí estamos ahora, reunidos de nuevo. A plena vista. Es como si hubiésemos pintado una enorme diana roja en la base: «¡Aquí estamos! Disparad cuando queráis».

Y no lo soporto más.

A medida que mi cuerpo va recuperando fuerzas, mi espíritu está más cerca de derrumbarse.

No lo entiendo, de verdad: ¿para qué sirve? No me refiero a para qué les sirve a ellos; eso ha estado muy claro desde el principio.

Me refiero a para qué nos sirve a nosotros. Estoy seguro de que si no nos volviéramos a agrupar, elaborarían otro plan, aunque consistiera en utilizar a asesinos infestados para matar de uno en uno a los estúpidos humanos aislados.

No hay forma de ganar. Si de algún modo hubiese podido salvar a mi hermana, no habría importado. Le habría conseguido otro mes de vida o dos, como mucho.

Somos los muertos. Ya no queda nadie más. Están los muertos pasados y los muertos futuros. Cadáveres y cadáveres en potencia.

En algún lugar entre la sala del sótano y esta habitación perdí el medallón de Sissy. Me despierto en plena noche agarrándome al aire vacío y la oigo gritar mi nombre como si estuviera a un metro de mí. Me pongo furioso, estoy muy cabreado, y le digo que se calle, que lo he perdido, que no lo tengo. Estoy muerto como ella, ¿es que no lo entiende? Un zombi, ese soy yo.

Dejo de comer y me niego a tomar los medicamentos. Me quedo tumbado en la cama hora tras hora, mirando el techo, esperando a que acabe, esperando para unirme a mi hermana y a los otros siete mil millones de afortunados. El virus que me comía se ha transformado en otra enfermedad distinta, pero más feroz. Una enfermedad con un índice de mortalidad del cien por cien. Y me digo: «¡No dejes que lo hagan, tío! Esto también forma parte de su plan», pero no funciona. Puedo pasarme el día entero intentando levantarme la moral, pero eso no cambia el hecho de que la partida se acabó en cuanto apareció la nave en el cielo. No hay vuelta de hoja; lo único que nos queda por saber es cuándo.

Y justo cuando alcanzo el punto sin retorno, cuando la última parte de mí capaz de luchar está a punto de morir, aparece mi salvador, como si hubiese estado esperando a que llegara ese momento.

La puerta se abre, y su sombra ocupa el espacio; es alta, delgada y angulosa, como si la hubiesen extraído con un cincel de una losa de mármol negro. Cuando su dueño se acerca a mi cama, la sombra me cubre. Quiero apartar la mirada, pero no lo consigo. Sus ojos (fríos y azules como un lago de montaña) me paralizan. Cuando la luz lo baña, veo que tiene el pelo rubio rojizo y que lo lleva muy corto, y contemplo su nariz afilada, y sus labios finos y apretados, que esbozan una sonrisa forzada. Uniforme nuevo. Botas negras relucientes. Insignia de oficial en el cuello.

Me mira en silencio durante un buen rato y me hace sentir incómodo. ¿Por qué no puedo apartar la mirada de esos ojos azul hielo? Tiene un rostro tan cincelado que no parece real, como una cara humana tallada en madera.

—¿Sabes quién soy? —pregunta.

Tiene una voz profunda, muy profunda, tanto como la que sale en los tráileres de las películas. Sacudo la cabeza: ¿cómo voy a saberlo? No lo había visto en la vida.

—Soy el teniente coronel Alexander Vosch, el comandante de la base.

No me ofrece la mano; solo me mira. Después rodea la cama hasta detenerse a los pies y le echa un vistazo a mi historial. El corazón me late con fuerza, como si me hubiesen llamado al despacho del director.

—Los pulmones, bien. La frecuencia cardiaca, la presión. Todo bien —comenta antes de volver a colgar el historial en el gancho—. Pero no va todo tan bien, ¿verdad? De hecho, todo va bastante mal.

Coge una silla y la acerca a la cama para sentarse. El movimiento es fluido y elegante, sin complicaciones, como si llevara horas practicando y hubiese convertido el acto de sentarse en una ciencia exacta. Antes de seguir, se ajusta la doblez de los pantalones para que forme una línea recta perfecta.

—He visto tu perfil en El País de las Maravillas. Muy interesante. Y muy instructivo.

Se mete la mano en el bolsillo —de nuevo con tanta elegancia que, más que un gesto, parece un movimiento de ballet— y saca el medallón de plata de Sissy.

—Creo que esto es tuyo.

Lo suelta en la cama, al lado de mi mano. Espera a que yo lo recoja, pero, sin saber muy bien por qué, me obligo a quedarme quieto.

Vuelve a introducir la mano en el bolsillo del pecho y me arroja una foto de tamaño carné al regazo. La cojo. Es de un niño rubio de unos seis años, puede que siete. Con los ojos de Vosch. En brazos de una mujer guapa aproximadamente de la misma edad de Vosch.

—¿Sabes quiénes son?

No es una pregunta difícil, así que asiento con la cabeza. Por algún motivo, la foto me inquieta. Se la devuelvo, pero él no la coge.

—Son mi medallón de plata —responde.

—Lo siento —digo, porque no sé qué más decir.

—No tenían por qué hacerlo así, ¿sabes? ¿Se te había ocurrido? Podrían haberse tomado su tiempo, así que ¿por qué decidieron matarnos tan deprisa? ¿Por qué enviar una plaga que acaba con nueve de cada diez personas? ¿Por qué no con siete de cada diez? ¿O con cinco? En otras palabras, ¿por qué tanta prisa? Tengo una teoría. ¿Quieres escucharla?

«No —pienso—. No quiero. ¿Quién es este tío y por qué está hablando conmigo?».

—Hay una cita de Stalin —sigue diciendo—: «Una sola muerte es una tragedia; un millón, una estadística». ¿Te imaginas siete mil millones de algo? A mí me cuesta. Nos pone al límite de nuestra capacidad de entendimiento. Y precisamente lo hicieron por eso. Es como cuando tienes el partido ganado, pero sigues a tope para aplastar al contrario. Has jugado al fútbol americano, ¿verdad? No se trata tanto de destruir nuestra capacidad de luchar, sino más bien nuestra voluntad de luchar.

Recoge la fotografía y se la mete otra vez en el bolsillo.

—Así que no pienso en los seis mil novecientos ochenta mil millones, sino en estos dos. —Después señala con la cabeza el medallón de Sissy—. La abandonaste. Cuando te necesitaba, huiste. Y sigues huyendo. ¿No crees que ha llegado el momento de dejar de huir y empezar a luchar por ella?

Abro la boca; no sé lo que pensaba decir, pero lo que sale es:

—Está muerta.

Él agita la mano, como diciendo que soy estúpido.

—Todos estamos muertos, hijo, solo que algunos lo están un poco más que otros. Te preguntas quién demonios soy y por qué estoy aquí. Bueno, ya te he dicho quién soy y ahora te diré por qué estoy aquí.

—Bien —susurré.

A lo mejor me deja en paz cuando me lo diga. Me está poniendo de los nervios. Es por la forma en que mira, con esos ojos helados, esa dureza (no hay otra forma de describirlo), como si fuera una estatua que ha cobrado vida.

—Estoy aquí porque nos han matado a casi todos, pero no a todos. Y ese ha sido su error, hijo. Ese es el defecto de su plan. Porque si no nos mata a todos de una vez, los que queden no serán los más débiles. Solo los fuertes sobrevivirán. Los que están tocados, pero no rotos, ya sabes de lo que hablo. La gente como yo. Y la gente como tú.

—Yo no soy fuerte —respondo sacudiendo la cabeza.

—Bueno, ahí no estamos de acuerdo. Verás, El País de las Maravillas no sirve solo para trazar un mapa de tus experiencias; traza un mapa de ti. No nos dice simplemente quién eres, sino qué eres. Tu pasado y tu potencial. Y no bromeo cuando te digo que tu potencial se sale de las gráficas. Eres justo lo que necesitamos, en el momento en que lo necesitamos.

Se pone en pie irguiéndose sobre mí.

—Levanta.

No es una petición. Su voz es tan dura como sus rasgos. Me bajo de la cama y él acerca su cara a la mía y me dice en voz baja y amenazadora:

—¿Qué quieres? Sé sincero.

—Quiero irme.

—No —responde sacudiendo la cabeza bruscamente—. ¿Qué quieres?

Noto que saco el labio inferior, como un niño pequeño a punto de derrumbarse por completo. Me arden los ojos. Me muerdo con fuerza los bordes de la lengua y me obligo a no apartar la mirada del fuego frío de sus ojos.

—¿Quieres morir?

¿Asiento con la cabeza? No me acuerdo. A lo mejor lo hice, porque dice:

—No te dejaré. Entonces ¿qué?

—Entonces supongo que viviré.

—No, morirás. Vas a morir y nadie, ni tú ni yo, puede hacer nada al respecto. Tú, yo, todos los que quedan en este precioso planeta azul moriremos para dejarles sitio a ellos.

Ha ido directo al grano. Es la frase perfecta en el momento perfecto, y, de repente, lo que trataba de sonsacarme sale de mis labios sin poder contenerlo.

—Entonces ¿de qué sirve, eh? —le grito a la cara—. ¿De qué sirve, joder? Si tiene todas las respuestas, dígamelas, ¡porque yo ya no sé por qué debería importarme una puta mierda!

Me agarra por el brazo y me arrastra hacia la ventana. Se coloca a mi lado en dos segundos y abre las cortinas de golpe. Veo los autobuses escolares parados junto al hangar y una cola de niños esperando para entrar.

—Estás preguntándoselo a la persona equivocada —ladra—. Pregúntales a ellos por qué debería importarte una mierda. Diles a ellos que no sirve de nada. Diles que quieres morir.

Me sujeta los hombros y me vuelve hacia él para que lo mire. Luego, dándome una fuerte palmada en el pecho, me dice:

—Nos han cambiado el orden natural de las cosas, chico. Es preferible morir que vivir, rendirse que luchar, esconderse que enfrentarse a ellos. Saben que la mejor forma de vencernos es matarnos primero aquí dentro. —Y, dándome de nuevo en el pecho, añade—: La batalla final por este planeta no se luchará ni en una llanura, ni en una montaña, ni tampoco en la jungla, el desierto o el océano. Se luchará aquí —insiste, dándome de nuevo. Con fuerza. Pam, pam, pam.

Para entonces ya me he dejado llevar por completo: me rindo a lo que llevo encerrado dentro desde la noche que murió mi hermana, lloro como no había llorado nunca, como si las lágrimas fuesen algo nuevo para mí y me gustara lo que se siente al derramarlas.

—Eres arcilla humana —me susurra ferozmente Vosch al oído—. Y yo soy Miguel Ángel. Soy el maestro albañil, y tú eres mi obra de arte. —Fuego azul pálido en sus ojos, que me quema el alma hasta el fondo—. Dios no llama a los preparados, hijo. Dios prepara a los llamados. Y a ti te ha llamado.

Me deja con una promesa. Las palabras me arden tanto dentro de la cabeza que la promesa me acompaña hasta altas horas de la madrugada y permanece ahí durante los días siguientes.

«Te enseñaré a amar la muerte. Te vaciaré de pena, de culpa y de autocompasión, y te llenaré de odio, astucia y espíritu de venganza. Esta será mi última contienda, Benjamin Thomas Parish».

Palmadas en el pecho una y otra vez, hasta que la piel me arde y el corazón se me enciende.

«Y tú serás mi campo de batalla».

La quinta ola
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