50

Una semana después de la llegada de Hacha, el Pelotón 53 pasó del décimo al séptimo lugar. La tercera semana ya habíamos adelantado al Pelotón 19 y estábamos los quintos. Entonces, cuando solo quedaban dos semanas, nos dimos contra un muro: nos faltaban dieciséis puntos para llegar al cuarto puesto, un déficit prácticamente insalvable.

Aunque no le van mucho las palabras, Bizcocho es un crack con los números y se encarga de desglosar la puntuación.

En todas las categorías, salvo en una, hay poco margen de mejora.

Somos segundos en la pista de obstáculos, terceros en simulacro de ataque aéreo y primeros en «otras tareas asignadas», un cajón de sastre que incluye puntos por inspección matutina y «conducta apropiada para una unidad de las fuerzas armadas». Nuestra ruina es la puntería: a pesar de contar con tiradores de lujo como Hacha y Bizcocho, estamos en el puesto número dieciséis. A no ser que mejoremos esa puntuación durante las próximas dos semanas, estamos condenados.

Por supuesto, no hay que ser un crack con los números para saber por qué tenemos una puntuación tan baja: el líder del pelotón es un manta con las armas. Así que el manta del líder del pelotón se dirige al instructor jefe y solicita tiempo adicional para practicar; a pesar de ello, su puntuación no varía. Mi técnica no es mala, hago todo lo correcto en el orden correcto. Sin embargo, solo consigo acertar a la cabeza una vez de cada treinta, y eso con suerte. Hacha está de acuerdo conmigo: acierto por pura suerte. Dice que incluso Frijol podría darle al blanco una vez de cada treinta. Intenta que no se le note, pero mi ineptitud con las armas la cabrea. Su antiguo pelotón va segundo. De no haber sido reasignada, tendría garantizada la graduación con el primer grupo y estaría la primera de la lista para los galones de sargento.

—Tengo una propuesta para ti —me dice una mañana cuando llegamos al patio para la carrera. Lleva puesta una cinta en la cabeza para que no le caiga en la frente ese sedoso flequillo que tiene. Tampoco es que me haya fijado en lo sedoso que lo tiene, claro—. Te ayudaré, con una condición.

—¿Tiene algo que ver con el ajedrez?

—Que dimitas como líder.

Me quedo mirándola fijamente. El frío le ha teñido de rojo intenso las mejillas de marfil. Hacha es una persona callada, aunque no al estilo de Bizcocho: ella lo es de un modo más intenso e inquietante, con esos ojos que parecen diseccionarte con la precisión de uno de los bisturís de Dumbo.

—No pediste el puesto. En realidad no te importa. Así que ¿por qué no me lo dejas a mí? —pregunta sin apartar la mirada del camino.

—¿Por qué tienes tanto empeño?

—Si yo doy las órdenes, tengo más posibilidades de seguir con vida.

Me echo a reír. Quiero contarle lo que he aprendido. Me lo dijo Vosch, aunque, en el fondo de mi alma, yo ya lo sabía: «Vas a morir». Nada de aquello tenía que ver con la supervivencia, sino con la venganza.

Seguimos el camino que sale serpenteando del patio para cruzar el aparcamiento del hospital y meterse en la carretera de acceso al aeródromo.

Delante de nosotros está la central eléctrica que vomita humo negro y gris.

—A ver qué te parece esto —le sugiero—: Tú me ayudas, ganamos, y yo cedo el puesto.

Es una oferta absurda, ya que somos reclutas y no es cosa nuestra decidir quién lidera el pelotón, sino de Reznik. Además, sé que, en realidad, esto no tiene nada que ver con quién sea o deje de ser el jefe del pelotón, sino con llegar a sargento cuando nos aprueben para el servicio activo. Ser el líder del pelotón no garantiza la promoción, pero sin duda no está de más.

Un Black Hawk que vuelve de la patrulla nocturna ruge sobre nuestras cabezas.

—¿Alguna vez te preguntas cómo lo hicieron? —quiere saber mientras observa al helicóptero virar hacia nuestra derecha para dirigirse a la zona de aterrizaje—. Lo de volver a ponerlo todo en funcionamiento después del pulso electromagnético, me refiero.

—No —respondí con sinceridad—. ¿Cuál es tu teoría?

Su aliento parece compuesto de diminutos estallidos blancos que se pierden en el aire glacial.

—Búnkeres subterráneos: no se me ocurre otra opción. Eso o…

—O ¿qué?

Sacude la cabeza mientras hincha sus mejillas tensas de frío; sus cabellos negros se mueven adelante y atrás al correr, acariciados por el reluciente sol de la mañana.

—Olvídalo: es una locura, Zombi —dice al fin—. Venga, veamos de lo que eres capaz, estrella del fútbol.

Soy diez centímetros más alto que ella. Por cada paso que doy, ella tiene que dar dos. Así que gano. Por poco.

Por la tarde vamos al campo de tiro y nos llevamos a Umpa para que accione las dianas. Hacha me observa disparar unas cuantas veces y después me ofrece su opinión de experta:

—Eres horriblemente malo.

—Ese es el problema, lo horripilante que soy.

Esbozo mi mejor sonrisa: antes del Armagedón alienígena, era famoso por ella. No me gusta fardar demasiado, pero la verdad es que, cuando conducía, tenía que tratar de no sonreír para no cegar a los coches que circulaban en dirección contraria. Sin embargo, mi sonrisa no tiene ningún efecto en Hacha. No entorna los ojos para protegerlos de mi arrasadora luminiscencia. Ni siquiera pestañea.

—Tu técnica es buena. ¿Qué pasa cuando disparas?

—En términos generales, fallo.

Sacude la cabeza.

Hablando de sonrisas, todavía no he visto en su rostro ni siquiera la sombra de una sonrisita. Decido que mi misión será arrancarle una. Ese es un pensamiento más propio de Ben que de Zombi, pero cuesta perder las viejas costumbres.

—Me refiero a qué pasa entre el blanco y tú.

«¿Ein?».

—Bueno, cuando sale…

—No, te estoy hablando de lo que pasa entre aquí —dice, poniéndome las puntas de los dedos en la mano derecha— y aquí —añade, señalando a la diana, que está a veinte metros.

—Me he perdido, Hacha.

—Tienes que pensar que el arma forma parte de ti. El que dispara no es el M16, sino tú. Es como cuando soplas un diente de león. Tú eres el que dispara las balas con tu aliento.

Se aparta el fusil del hombro, mira a Umpa y asiente. No sabe por dónde aparecerá la diana, pero la cabeza del objetivo estalla en una lluvia de astillas cuando todavía no se ha enderezado del todo.

—Es como si entre el objetivo y el arma no hubiera espacio, nada que no seas tú. Eres el fusil. Eres la bala. Eres el blanco. No hay nada que no seas tú.

—Entonces, básicamente, me estás diciendo que me vuele la cabeza.

Casi consigo una sonrisa. Le tiembla la comisura de los labios.

—Eso es muy zen —pruebo de nuevo.

Junta las cejas. Un empujoncito más.

—Es más como mecánica cuántica —dice.

—Sí, claro —respondo, muy serio—. Eso es lo que quería decir. Mecánica cuántica.

Vuelve la cabeza… ¿Para ocultar una sonrisa? ¿Para que no vea que pone los ojos en blanco, harta de mí? Cuando se vuelve de nuevo para mirarme, solo distingo una expresión intensa que me deja con un nudo en el estómago.

—¿Quieres graduarte?

—Quiero alejarme todo lo posible de Reznik.

—Eso no basta —afirma, y apunta a una de las siluetas, al otro lado del campo. El viento juega con su flequillo—. ¿Qué ves cuando apuntas a un objetivo?

—Veo la silueta de una persona en contrachapado.

—Vale, pero ¿a quién ves?

—Sé a lo que te refieres. A veces me imagino la cara de Reznik.

—¿Te ayuda?

—Dímelo tú.

—Lo importante es la conexión —dice, y me hace un gesto para que me siente. Ella se sienta frente a mí y me coge las manos. Las suyas están heladas, tan frías como los cadáveres de P&E—. Cierra los ojos. Venga, Zombi, ¿te ha funcionado tu sistema? Bien. Vale, recuerda que no estáis el blanco y tú. La clave no es lo que hay entre vosotros, sino lo que os conecta. Piensa en el león y en la gacela. ¿Qué los conecta?

—Ummm, ¿el hambre?

—Eso es el león. Te pregunto por lo que comparten.

Esto es profundo. A lo mejor ha sido mala idea aceptar su oferta. No solo la tengo convencida de que soy un soldado penoso, sino que ahora existe una posibilidad tangible de que descubra que soy imbécil.

—El miedo —me susurra al oído, como si me contara un secreto—. Para la gacela, el miedo a que se la coman. Para el león, el miedo a morir de hambre. El miedo es la cadena que los une.

La cadena. Llevo una en el bolsillo y de ella cuelga un medallón de plata. Mi hermana murió una noche hace mil años; y murió anoche. Se acabó. No se acaba nunca.

De aquella noche a este día no hay una línea recta, sino un círculo. Aprieto los dedos de Hacha.

—No sé cuál es tu cadena —sigue diciendo su aliento cálido en mi oído—. Cada persona tiene la suya. Ellos lo saben. El País de las Maravillas se lo dice. Por eso te ponen una pistola en la mano. Y eso mismo es lo que te une al blanco. —Entonces, como si me leyera la mente, añade—: No es una línea, Zombi, es un círculo.

Abro los ojos.

El sol, al ponerse, ha dibujado un halo de luz dorada alrededor de Hacha.

—No hay distancia.

Ella asiente con la cabeza y me urge a levantarme.

—Ya casi ha oscurecido.

Levanto el fusil y apoyo la culata en el hombro. No sabes por dónde aparecerá el blanco, solo sabes que lo hará. Hacha le hace una señal a Umpa, y la alta hierba muerta se agita a mi derecha un milisegundo antes de que emerja la diana; es tiempo más que suficiente: es una eternidad.

No hay distancia. Nada entre lo que soy y lo que no soy.

La cabeza del blanco se desintegra con un satisfactorio crujido. Umpa deja escapar un grito y levanta un puño en el aire. Me olvido de todo, agarro a Hacha por la cintura para levantarla del suelo y me pongo a dar vueltas mientras la sostengo en el aire. Estoy a un tris de besarla, qué peligro. Cuando la suelto, ella retrocede un par de pasos y se mete el pelo detrás de las orejas con mucha parsimonia.

—Eso ha estado fuera de lugar —le digo.

No sé quién está más avergonzado. Los dos intentamos recuperar el aliento, puede que por razones distintas.

—Hazlo otra vez —me dice.

—¿Disparar o darte vueltas en el aire?

Le tiemblan los labios. Ay, casi lo consigo.

—Lo que tiene algún sentido.

La quinta ola
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