19

Enseguida supe quién era Vosch.

Estaba de pie justo a la entrada: era un tío muy alto, el único con traje de faena que no llevaba un fusil pegado al pecho.

Saludó con la cabeza a Hutchfield cuando entramos en el antiguo hospital/osario. Después, el cabo Branch saludó y ocupó su lugar en la apretujada fila de soldados que recorría las paredes.

Así fue: soldados de pie a lo largo de las cuatro paredes y refugiados en el centro.

La mano de mi padre buscó la mía. Yo tenía al osito de Sammy en una mano y a mi padre, en la otra.

¿Qué pasó, papá? ¿Acaso al ver a esos hombres armados en las paredes la vocecita gritó con más fuerza? ¿Por eso me diste la mano?

—De acuerdo, ¿nos van a dar ya alguna respuesta? —gritó alguien cuando entramos.

Todos se pusieron a hablar a la vez (todos menos los soldados) y a gritar preguntas.

—¿Han aterrizado?

—¿Cómo son?

—¿Qué son?

—¿Qué son esas naves grises que vemos en el cielo?

—¿Cuándo nos vamos los demás?

—¿A cuántos supervivientes han encontrado?

Vosch alzó una mano para pedir silencio, aunque solo funcionó a medias.

Hutchfield lo saludó al estilo militar y exclamó:

—¡Todos presentes, señor!

Yo los conté rápidamente y dije que no. Tuve que alzar la voz para que me oyeran a pesar del escándalo.

—¡No! —repetí, mirando a mi padre—. Pringoso no está.

—¿Quién es Pringoso? —preguntó Hutchfield, frunciendo el ceño.

—Es un rar… un crío…

—¿Un crío? Se habrá ido en los autobuses con los otros.

Los otros. Ahora que lo pienso, tiene su gracia. Es gracioso de una manera escalofriante.

—Necesitamos que todo el mundo esté dentro de este edificio —dijo Vosch desde el interior de su máscara.

Tenía una voz muy profunda, como un retumbar subterráneo.

—Seguramente se ha asustado —comenté—. Es un poco gallina.

—¿Adónde puede haber ido? —preguntó Vosch.

Sacudí la cabeza. No tenía ni idea. Hasta que la tuve o, mejor dicho, hasta que supe dónde estaba.

—Al pozo de ceniza.

—¿Dónde está el pozo de ceniza?

—Cassie —dijo mi padre, apretándome con fuerza la mano—. ¿Por qué no vas a buscar a Pringoso para que el coronel pueda empezar con la reunión?

—¿Yo?

No lo entendía. Ahora creo que la vocecita de mi padre ya estaba dándole voces, aunque yo no la oía y él no podía decírmelo. Solo podía intentar telegrafiármelo con los ojos. A lo mejor era esto: «¿Sabes cómo averiguar quién es tu enemigo, Cassie?».

No sé por qué no se presentó voluntario para ir conmigo. A lo mejor creía que no sospecharían de una cría y que así uno de los dos lo conseguiría… o, al menos, tendría la oportunidad de conseguirlo.

A lo mejor.

—De acuerdo —respondió Vosch.

Señaló con un dedo al cabo Branch, como diciendo que fuera conmigo.

—Puede hacerlo sola —intervino mi padre—. Se conoce este bosque como la palma de su mano. Cinco minutos, ¿verdad, Cassie? —Después miró a Vosch y sonrió—. Cinco minutos.

—No seas memo —dijo Hutchfield—. No puede salir sin escolta.

—Claro, es verdad, tienes razón —repuso mi padre.

Se agachó para darme un abrazo. No demasiado fuerte, no demasiado largo. Un abrazo rápido. Un apretón. Ya está. Cualquier cosa más emotiva habría parecido un adiós.

Adiós, Cassie.

Branch se volvió hacia su comandante y dijo:

—Prioridad uno, ¿señor?

—Prioridad uno —respondió Vosch, asintiendo con la cabeza.

Salimos a la brillante luz del sol, el hombre de la máscara antigás y la chica del osito de peluche. Más adelante, había un par de soldados apoyados en un Humvee. Antes, al pasar junto a los vehículos, no los había visto. Se enderezaron cuando salimos del barracón. El cabo Branch les hizo el gesto de levantar el pulgar y después les enseñó el índice: «Prioridad uno».

—¿Está muy lejos? —me preguntó.

—No mucho —respondí.

Me pareció que tenía la voz de una niñita; quizá fuera porque el osito de Sammy me devolvía a la infancia.

Me siguió por el sendero que serpenteaba por el tupido bosque de detrás del complejo sosteniendo el fusil delante, con el cañón hacia abajo. El suelo seco crujía bajo sus botas marrones.

Hacía calor, pero la temperatura era más fresca bajo los árboles, cuyas hojas exhibían un intenso verde de finales de verano. Pasamos de largo el árbol en el que había guardado el M16, pero seguí caminando hacia el claro sin mirarlo.

Y allí estaba el cabroncete, sumergido hasta los tobillos en huesos y polvo, rebuscando entre los restos rotos con la esperanza de encontrar alguna baratija inútil y preciada, una más para el camino, para convertirse en un tío importante cuando llegara al final de esa aventura.

Volvió la cabeza hacia nosotros cuando nos metimos en el círculo de árboles. Le brillaba de sudor y de la porquería que se echaba en el pelo. Churretones de hollín negro le manchaban las mejillas. Era como un lamentable remedo de jugador de fútbol americano. Al vernos, se llevó la mano a la espalda y algo plateado reflejó la luz del sol.

—¡Hola! ¿Cassie? Ah, ahí estás. He vuelto por aquí a buscarte, porque no estabas en los barracones y entonces he visto… He visto esto…

—¿Es él? —me preguntó el soldado.

Se colgó el fusil al hombro y dio un paso hacia el pozo.

Estábamos yo a un lado, el soldado en el centro y Pringoso en el pozo de cenizas y huesos.

—Sí —respondí—. Ese es Pringoso.

—No me llamo así —chilló él—. Me llamo…

Nunca sabré cómo se llamaba en realidad.

No vi el arma, ni oí el disparo de la pistola del soldado. No lo vi sacarla de la pistolera. El caso es que no estaba mirando al soldado, sino a Pringoso. La cabeza se le fue hacia atrás, como si alguien le hubiera tirado de los grasientos mechones de pelo, y él cayó como doblado, aferrado a los tesoros de los muertos.

La quinta ola
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