36

Se va casi todas las noches. Por la mañana está pendiente de mí, así que no sé cuándo duerme. La segunda semana ya empezaba a volverme loca estar tanto tiempo encerrada en el pequeño dormitorio de arriba y, un día en que la temperatura no había bajado de cero, me ayudó a ponerme ropa de Val (apartando la mirada en los momentos oportunos) y me llevó en brazos abajo para que me sentara en el porche con una gran manta sobre el regazo. Me dejó allí y volvió con dos humeantes tazas de chocolate caliente. El paisaje no era gran cosa: tierra marrón, muerta y ondulada, árboles desnudos, y un cielo gris y monótono. Sin embargo, era agradable sentir el aire frío en las mejillas, y el chocolate caliente estaba a la temperatura perfecta.

No hablamos de los Otros, sino de nuestras vidas antes de los Otros. Él iba a estudiar ingeniería en Kent State después de la graduación. Se había ofrecido a quedarse un par de años en la granja, pero su padre había insistido en que se fuese a la universidad. Conocía a Lauren desde cuarto y empezó a salir con ella en el segundo año del instituto. Hablaron de casarse. Evan se dio cuenta de que yo me callaba cuando salía el tema de Lauren. Como he dicho, es de los que se dan cuenta de esas cosas.

—¿Y tú? —me preguntó—. ¿Tenías novio?

—No. Bueno, más o menos. Se llamaba Ben Parish. Supongo que podría decirse que yo le gustaba. Salimos un par de veces. Ya sabes, nada formal.

Me pregunto por qué mentí. Para él, Ben Parish no era nadie, igual que yo no era nadie para Ben, claro. Agité los restos del chocolate caliente y evité mirarlo a los ojos.

A la mañana siguiente apareció junto a mi cama con un trozo de madera que había tallado y convertido en muleta. La había lijado para que brillara. Era ligera y tenía la altura perfecta. Le eché un vistazo y le pedí que me dijera tres cosas que no se le dieran bien.

—Patinar, cantar y hablar con chicas.

—Te has dejado acechar —respondí mientras me ayudaba a salir de la cama—. Siempre sé cuándo estás acechando tras las esquinas.

—Solo has pedido tres.

No voy a mentir: mi rehabilitación fue un asco. Cada vez que apoyaba el peso en la pierna, el dolor se me disparaba por el costado izquierdo, se me doblaba la rodilla, y lo único que evitaba que cayera de culo al suelo eran los fuertes brazos de Evan.

Sin embargo, seguí intentándolo durante todo ese largo día y todos los largos días siguientes. Estaba decidida a recuperarme, a ponerme más fuerte de lo que estaba antes de que el Silenciador me derribara y me diera por muerta. Más fuerte que cuando me encontraba en mi escondite del bosque, acurrucada en el saco de dormir, lamentando mi suerte mientras Sammy sufría Dios sabe qué. Más fuerte que en los días del Campo Pozo de Ceniza, cuando estaba resentida, enfadada con el mundo por ser tal como era, por ser tal como había sido siempre: un lugar peligroso al que nuestro ruido humano le había dado la apariencia de un hábitat mucho más seguro.

Tres horas de rehabilitación por la mañana. Treinta minutos de descanso para comer. Después, tres horas más de rehabilitación por la tarde. Hacía ejercicio para fortalecer los músculos hasta que se convertían en una gelatina sudorosa.

Pero ahí no acababa el día. Le pregunté a Evan por mi Luger: tenía que superar mi miedo a las armas. Y mi puntería daba pena. Me enseñó a cogerla bien, a usar la mirilla. Colocó grandes latas de pintura vacías en los postes de la valla, a modo de dianas, y después, a medida que fui ganando en precisión, las fue sustituyendo por latas más pequeñas. Le pedí que me llevara a cazar con él, ya que necesitaba acostumbrarme a disparar a blancos vivos y en movimiento, pero se negó: aún estaba bastante débil, ni siquiera podía correr todavía, y ¿qué pasaba si un Silenciador nos localizaba?

Dábamos paseos al atardecer. Al principio, mi pierna cedía antes de haber recorrido siquiera un kilómetro y Evan tenía que llevarme en brazos a la granja. Pero cada día lograba avanzar unos metros más que el día anterior. El kilómetro escaso se convirtió en kilómetro y, después, en kilómetro y medio. Para la segunda semana ya hacía tres kilómetros sin parar. Todavía no puedo correr, pero ahora tengo mucha más resistencia y voy a mejor ritmo.

Evan se queda conmigo durante la cena, me acompaña un par de horas, y después se echa el fusil al hombro y me dice que volverá antes de que amanezca. Normalmente estoy dormida cuando regresa, que acostumbra a ser cuando ya hace un buen rato que ha amanecido.

—¿Adónde vas todas las noches? —le pregunté un día.

—A cazar.

Un hombre de pocas palabras este Evan Walker.

—Debes de ser un cazador pésimo —le dije en broma—. Casi nunca traes nada.

—Lo cierto es que soy muy bueno —respondió con total naturalidad.

Incluso cuando dice algo que, en teoría, podría parecer una fanfarronada, no lo es. Es por su forma de decirlo, como si nada, como si hablara del tiempo.

—Entonces ¿es que no tienes estómago para matar?

—Tengo estómago para hacer lo que haga falta —respondió. Después se pasó los dedos por el pelo y suspiró—. Al principio lo hacía para seguir con vida. Después para proteger a mis hermanos de los locos que rondaban por ahí al comenzar la plaga. Luego, para proteger mi territorio y mis provisiones…

—¿Y ahora para qué es? —pregunté en voz baja.

Era la primera vez que lo veía algo agitado.

—Me tranquiliza —reconoció, y se encogió de hombros, avergonzado—. Me da algo que hacer.

—Como la higiene personal.

—Y me cuesta dormir por la noche —añadió. No me miró, en realidad no miró a ninguna parte—. Bueno, me cuesta dormir, punto. Así que, al cabo de un tiempo, renuncié a intentarlo y empecé a dormir de día. O a intentarlo. El caso es que solo duermo dos o tres horas al día.

—Debes de estar muy cansado.

Por fin me miró, y en sus ojos vi tristeza y desesperación.

—Esa es la peor parte —dijo en voz baja—. No lo estoy. No estoy nada cansado.

Todavía me inquietaban un poco sus desapariciones nocturnas, así que una vez intenté seguirlo. Mala idea. Lo perdí al cabo de diez minutos, me entró miedo de perderme yo, di media vuelta y me lo encontré de frente.

No se enfadó ni me acusó de no confiar en él; simplemente me dijo:

—No deberías estar aquí, Cassie.

Y me acompañó a la casa.

Más preocupado por mi salud mental que por nuestra seguridad personal (me parece que no se creía del todo lo de los Silenciadores), colgó gruesas mantas en las ventanas del gran salón de abajo, de modo que pudiéramos encender la chimenea y un par de lámparas. Lo esperaba allí hasta que regresaba de sus incursiones en la oscuridad: me dormía en el sofá de cuero o me quedaba leyendo una de las maltrechas novelas románticas de su madre, con esos tíos hinchados y semidesnudos en portada, y sus damas vestidas con trajes de noche y a punto de desmayarse. Entonces, sobre las tres de la madrugada, regresaba, echábamos más leña al fuego y charlábamos. No le gusta mucho hablar de su familia (cuando pregunté por los gustos literarios de su madre, se encogió de hombros y dijo que le gustaba leer). Desvía la conversación hacia mí cuando empezamos a tratar temas demasiado personales. Sobre todo, quiere hablar de Sammy, de cómo pienso mantener mi promesa. Como no tengo ni idea de cómo hacerlo, la conversación nunca acaba bien. Digo generalidades y él pide detalles específicos. Me pongo a la defensiva y él insiste. Al final ataco y él se cierra.

—Vale, cuéntamelo otra vez —me dice una noche, ya tarde, después de haberle dado vueltas y más vueltas al tema durante una hora—. No sabes exactamente quiénes son ni qué son, pero sabes que tienen mucha artillería pesada y acceso a armamento alienígena. No sabes dónde tienen a tu hermano, pero vas a ir allí a rescatarlo. Cuando llegues, no sabes cómo rescatarlo, pero…

—A ver —lo interrumpo—, ¿intentas ayudarme o hacerme quedar como una estúpida?

Estamos sentados en la gran alfombra mullida que hay frente a la chimenea, con su fusil a un lado, mi Luger al otro, y nosotros dos en medio.

Él levanta las manos en un falso gesto de capitulación.

—Solo intento comprenderlo.

—Voy a empezar por el Campo Pozo de Ceniza y seguiré su rastro desde allí —respondo por enésima vez.

Creo que sé por qué no deja de hacerme las mismas preguntas una y otra vez, pero el tío es tan escurridizo que cuesta sacar algo en claro. Por supuesto, él podría decir lo mismo sobre mí. Más que un plan, lo mío era un objetivo general que fingía ser plan.

—¿Y si no encuentras su rastro? —pregunta.

—No me rendiré hasta que lo haga.

Él asiente como diciendo: «Estoy asintiendo, pero no lo hago porque crea que lo que dices tiene sentido, sino porque pienso que estás loca y no quiero que te pongas en plan Bruce Lee con esa muleta que fabriqué con mis propias manos».

Así que digo:

—No estoy loca. Tú harías lo mismo por Val.

Él no se da prisa en responder: se abraza las piernas, apoya la barbilla en las rodillas y mira al fuego.

—Crees que pierdo el tiempo —lo acuso, dirigiéndome a su perfecto perfil—. Crees que Sammy está muerto.

—¿Cómo voy a saberlo, Cassie?

—No digo que lo sepas, digo que lo crees.

—¿Importa lo que piense?

—No, así que cállate.

—No estaba diciendo nada. Tú has dicho…

—No… digas… nada.

—No lo hago.

—Acabas de hacerlo.

—Pararé.

—Pero no lo haces. Dices que lo harás y después sigues hablando.

Empieza a decir algo, pero cierra la boca de una forma tan brusca que oigo cómo le chocan los dientes.

—Tengo hambre —digo.

—Te traeré algo.

—¿Te he pedido que me traigas algo?

Me gustaría darle una torta en esa boca de líneas tan perfectas. ¿Por qué quiero golpearlo? ¿Por qué estoy tan enfadada ahora mismo?

—Soy muy capaz de valerme por mí misma. Ese es el problema, Evan, no aparecí aquí para darle un propósito a tu vida, una vida que se había acabado. Eso lo tienes que solucionar tú solo.

—Quiero ayudarte —dice y, por primera vez, veo enfado real en sus ojos de cachorro—. ¿Por qué no permites que salvar a Sammy sea también mi propósito?

Su pregunta me persigue hasta la cocina, flota sobre mi cabeza como una nube mientras pongo algo de carne curada de ciervo sobre uno de los panes planos que Evan debe de haber preparado en su horno de fuera, como el fantástico boy scout que es. Y sigue persiguiéndome cuando cojeo de vuelta al salón y me dejo caer en el sofá, justo detrás de su cabeza. Siento el impulso de darle una patada entre esos hombros tan anchos que tiene. En la mesa, a mi lado, hay un libro llamado El desesperado deseo del amor. A juzgar por la portada, debería haberse titulado Mi espectacular tableta de chocolate abdominal.

Ese es el problema. ¡Claro! Antes de la Llegada, los tíos como Evan Walker nunca se habían fijado en mí, ni mucho menos habían cazado para mí o me habían lavado el pelo. Nunca me habían agarrado por la nuca, como si fueran el retocado modelo de la novela de su madre, con los abdominales tensos y el pectoral tirante. Jamás me habían mirado a los ojos fijamente, ni me habían levantado la barbilla para acercar sus labios a los míos. Yo era como la chica que formaba parte del paisaje, la amiga o, peor aún, la amiga de una amiga, la chica que se sentaba a su lado en geometría y de cuyo nombre no se acuerdan. Habría sido mejor que me hubiera encontrado en la nieve un hombre de mediana edad que coleccionara figuras de La Guerra de las Galaxias.

—¿Qué? —le pregunto a su nuca—. ¿Ahora me haces el vacío?

Veo que sacude los brazos, ya sabes, con una de esas risitas silenciosas acompañadas de un irónico movimiento de cabeza, en plan: «¡Chicas! Qué tontas son».

—Supongo que debería haberlo preguntado —dice—. No tendría que haberlo dado por sentado.

—¿El qué?

Pivota sobre el trasero para dar media vuelta y mirarme. Yo, en el sofá, él, en el suelo, contemplándome desde abajo.

—Que iría contigo.

—¿Qué? ¡Ni siquiera estábamos hablando de eso! Y ¿por qué quieres ir conmigo, Evan? Teniendo en cuenta que crees que está muerto.

—Es que no quiero que mueras tú, Cassie.

Con eso basta.

Le tiro mi carne de ciervo a la cabeza. El plato le roza la mejilla, y él se levanta y se me planta delante antes de que pueda pestañear. Se acerca mucho, me pone las manos a ambos lados, encerrándome entre sus brazos. Las lágrimas le brillan en los ojos.

—Tú no eres la única —dice entre dientes—. Mi hermana de doce años murió en mis brazos. Se ahogó en su propia sangre, y yo no pude hacer nada. Me pone enfermo que actúes como si fueses el centro del peor desastre de la historia de la humanidad. No eres la única que lo ha perdido todo… No eres la única que cree haber encontrado lo único que le da sentido a esta mierda. Tú tienes tu promesa a Sammy, y yo te tengo a ti.

Se calla. Ha ido demasiado lejos y lo sabe.

—No me «tienes» a mí, Evan.

—Ya sabes a lo que me refiero —insiste, y me mira fijamente, tanto que me cuesta apartar la mirada—. No puedo evitar que vayas. Bueno, supongo que podría, pero tampoco puedo dejarte ir sola.

—Sola es mejor, ya lo sabes. ¡Por eso sigues con vida! —exclamo, clavándole el dedo en ese pecho jadeante.

Él se aparta, y yo reprimo el impulso de detenerlo: parte de mí no quiere que se aleje.

—Pero no es la razón por la que tú estás viva —me espeta—. No durarás ni dos minutos ahí fuera sin mí.

Estallo, no puedo evitarlo. Era lo peor que podía decir en el peor momento posible.

—¡Que te den! —le grito—. No te necesito. ¡No necesito a nadie! Bueno, supongo que si necesitara a alguien que me lavara el pelo, me pusiera una venda en una heridita o me hiciera una tarta, ¡tú serías el indicado!

Tras dos intentos, consigo ponerme en pie. Es ese momento de la conversación en que toca salir hecha una furia del cuarto, mientras el chico cruza los brazos sobre su pecho varonil y hace un mohín. Me detengo a mitad de las escaleras repitiéndome que lo hago para recuperar el aliento, no para que me alcance. De todos modos, él no me sigue, así que subo como puedo los últimos escalones y me meto en mi dormitorio.

No, en mi dormitorio, no, en el dormitorio de Val. Yo ya no tengo dormitorio. Seguramente no volveré a tenerlo.

«Se acabó lo de sentir lástima de ti misma: ¡a la mierda! El mundo no gira a tu alrededor. Y a la mierda el sentimiento de culpa. Tú no eres la que metió a Sammy en ese autobús. Y, ya que estamos, a la mierda la pena. Por mucho que Evan llore por su hermana pequeña, ella no volverá».

«Te tengo a ti». Bueno, Evan, lo cierto es que da igual que seamos dos o doscientos. No tenemos ninguna posibilidad. No contra un enemigo como los Otros. Estoy recuperando fuerzas para… ¿para qué? ¿Para que, cuando caiga, lo haga a lo grande? ¿Qué más da?

Gruño y, de un manotazo, echo al oso del sitio que ocupa en la cama. «¿Qué narices miras?». Él cae de lado, con un brazo en alto, como si alzara la mano en clase para hacer una pregunta.

Detrás de mí chirrían las oxidadas bisagras de la puerta.

—Fuera —digo sin volverme.

Otro chirrido. Después, un clic. Después, silencio.

—Evan, ¿estás detrás de esa puerta?

Pausa.

—Sí.

—Eres como un acosador, ¿lo sabías?

Si responde, no lo oigo. Me abrazo, me froto los brazos con ganas. El dormitorio está helado. Me duele la rodilla una barbaridad, pero me muerdo el labio y sigo de pie, cabezota, de espaldas a la puerta.

—¿Sigues ahí? —pregunto cuando ya no puedo soportar más el silencio.

—Si te vas sin mí, te seguiré. No puedes detenerme, Cassie. ¿Cómo vas a detenerme?

Me encojo de hombros, impotente, luchando contra las lágrimas.

—Disparándote, supongo.

—¿Igual que disparaste al soldado del crucifijo?

Las palabras me golpean como una bala entre los omóplatos. Me vuelvo y abro la puerta de golpe. Él da un respingo, pero no se mueve del sitio.

—¿Cómo sabes eso? —Por supuesto, solo hay una explicación—. Has leído mi diario.

—Creía que no sobrevivirías.

—Siento haberte decepcionado.

—Supongo que quería saber qué había pasado…

—Tienes suerte de que haya dejado el arma abajo, porque, de lo contrario, te pegaría un tiro ahora mismo. ¿Sabes lo espeluznante que es eso, saber que lo has leído? ¿Cuánto has leído?

Baja la mirada y un rubor rojo se le extiende por las mejillas.

—Lo has leído todo, ¿no?

Estoy muerta de vergüenza: me siento violada y humillada. Es diez veces peor que cuando me desperté en la cama de Val y me di cuenta de que me había visto desnuda. Eso no era más que mi cuerpo. Esto es mi alma.

Le doy un puñetazo en el estómago, pero su cuerpo no cede; es como golpear un bloque de cemento.

—¡No me lo puedo creer! —le grito—. Te quedaste tan tranquilo, sin decir nada, cuando te mentí sobre Ben Parish. ¡Sabías la verdad y me dejaste mentir sin más!

Él se mete las manos en los bolsillos y mira el suelo, como un niñito al que han pillado por romper el jarrón antiguo de su madre.

—No creía que importara tanto.

—¿Que no creías…?

Sacudo la cabeza. Pero ¿quién es este tío? De repente se me pone la piel de gallina. Algo va muy mal. A lo mejor es porque ha perdido a toda su familia y a su novia, prometida o lo que fuera, y se ha pasado varios meses viviendo solo y fingiendo que no hacer nada era, en realidad, hacer algo. A lo mejor encerrarse en esta islita rural de Ohio es su modo de enfrentarse a la mierda que nos han echado encima los Otros, o a lo mejor es que Evan es simplemente raro… Era raro antes de la Llegada y sigue siendo raro después. Sea lo que sea, este Evan Walker tiene algo que no encaja. Es demasiado racional, demasiado perfecto y está demasiado tranquilo para que me resulte, bueno, tranquilizador.

—¿Por qué le disparaste? —me pregunta en voz baja—. Al soldado de la tienda.

—Ya sabes por qué —respondo, a punto de echarme a llorar.

—Por Sammy —dice mientras asiente con la cabeza.

Ahora sí que estoy desconcertada.

—No tuvo nada que ver con Sammy.

—Sammy le dio la mano al soldado —responde Evan, mirándome a los ojos—. Sammy se subió a ese autobús. Sammy confió. Y ahora, aunque te he salvado, no te permites confiar en mí. —Me coge la mano y me la aprieta con fuerza—. No soy el soldado del crucifijo, Cassie. Y no soy Vosch. Soy como tú: estoy asustado, enfadado y confundido, y no sé qué demonios voy a hacer, pero lo que sí sé es que no se pueden tener las dos cosas. No puedes decir que eres humana y, al instante, afirmar que eres una cucaracha. En realidad no crees que eres una cucaracha. Si lo creyeras, no te habrías enfrentado al francotirador de la autopista.

—Dios mío —susurro—, ¡era una metáfora!

—¿Quieres compararte con un insecto, Cassie? Si eres un insecto, tienes que ser una efímera. Un día en el mundo y se acabó. Eso no tiene nada que ver con los Otros: siempre ha sido así. Estamos aquí y después desaparecemos, y lo importante no es el tiempo que pasemos en este mundo, sino lo que hagamos con ese tiempo.

—Lo que dices no tiene ningún sentido, ¿lo sabes?

Noto que me inclino hacia él, sin ganas de seguir peleando. No sé si me está reteniendo o sosteniendo.

—Eres una efímera —murmura.

Y entonces, Evan Walker me besa.

Sujeta mi mano contra su pecho, y su otra mano se desliza por mi cuello con dedos como plumas, provocándome un escalofrío que me recorre la columna vertebral y me llega hasta las piernas, que apenas pueden mantenerme en pie. Siento su corazón latir contra la palma de mi mano, me llega el olor de su aliento y noto el roce de la barba de varios días de su labio superior, un contraste rasposo con la suavidad de sus labios. Y Evan me mira, y yo lo miro a él.

Me aparto lo suficiente para hablar.

—No me beses.

Él me coge en brazos. Es como si subiera flotando para siempre, como cuando era pequeña y mi padre me lanzaba hacia arriba, y tenía esa sensación de que seguiría subiendo hasta llegar al borde de la galaxia.

Me deja en la cama.

—Si me besas otra vez, te daré un rodillazo en las pelotas —le digo antes de que vuelva a besarme.

Sus manos son tan suaves que parecen irreales, como si me tocara una nube.

—No permitiré que… —Hace una pausa, en busca de la palabra adecuada—. Que te vayas volando, Cassie Sullivan.

Sopla para apagar la vela de al lado de la cama.

Ahora noto su beso con más intensidad, a oscuras, en el dormitorio en el que murió su hermana. En el silencio de la casa en la que murió su familia. En la calma del mundo donde murió la vida que conocíamos antes de la Llegada. Saborea mis lágrimas antes de que yo sea consciente de haberlas derramado. En lugar de lágrimas, sus besos.

—No te he salvado, tú me has salvado a mí —susurra, y sus labios me hacen cosquillas en las pestañas.

Lo repite una y otra vez hasta que nos dormimos, apretados el uno contra el otro, su voz en mi oído, mis lágrimas en su boca.

—Tú me has salvado a mí.

La quinta ola
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