18

—Por aquí, señor —le dijo el cabo, y lo seguimos de vuelta.

Dos Humvees se habían marchado con los autobuses para escoltarlo hasta Wright-Patterson. Los que quedaban estaban aparcados mirando a los barracones y la cabaña del almacén, con los cañones de las ametralladoras apuntando al suelo, como si fueran las cabezas agachadas de unas criaturas metálicas en pleno sueño.

El complejo estaba vacío. Todos (incluidos los soldados) se habían metido en los barracones. Todos salvo uno.

Cuando nos acercamos, Hutchfield salió del almacén. No sé qué le brillaba más, si la cabeza afeitada o la sonrisa.

—¡Fantástico, Sullivan! —exclamó, sonriente, mirando a mi padre—. Y tú querías largarte después del primer teledirigido.

—Parece que me equivocaba —repuso mi padre, esbozando una sonrisa tensa.

—Reunión informativa del coronel Vosch dentro de cinco minutos. Pero primero necesito tu artillería.

—¿Mi qué?

—Tu arma. Órdenes del coronel.

Mi padre miró al soldado que teníamos al lado. Los ojos vacíos y negros de la máscara le devolvieron la mirada.

—¿Por qué? —quiso saber mi padre.

—¿Necesitas una explicación? —preguntó Hutchfield sin perder la sonrisa, aunque entornando un poco los ojos.

—Me gustaría, sí.

—Es procedimiento operativo estándar, Sullivan. En tiempo de guerra, no puede dejarse a un puñado de civiles sin entrenamiento armados —insistió Hutchfield, hablándole como si fuera tonto.

Alargó el brazo y mi padre se quitó el fusil del hombro muy despacio. Hutchfield se lo cogió y desapareció dentro del almacén.

Mi padre se volvió hacia el cabo y preguntó:

—¿Ha entrado alguien en contacto con los…? —empezó, intentando dar con la palabra adecuada—. ¿Con los Otros?

Una sola palabra ronca y sin entonación:

—No.

Hutchfield salió y saludó sin demora al cabo. Estaba en su elemento, de vuelta con sus compañeros de armas. Parecía que fuera a estallar de la emoción de un momento a otro, como si estuviera a punto de mearse de gusto.

—Todas las armas recogidas y guardadas, cabo.

«Todas salvo dos», pensé yo mirando a mi padre. Él no movió ni un músculo, excepto los que le rodeaban los ojos. Mirada rápida a la derecha y a la izquierda: no.

Solo se me ocurría una razón para que lo hiciera y, cuando lo pienso, cuando lo pienso demasiado, empiezo a odiar a mi padre. A odiarlo por no confiar en su instinto. A odiarlo por no hacer caso de la vocecita que debía de estar susurrándole: «Esto está mal, algo va mal».

Ahora mismo lo odio. Si estuviera aquí, le daría un puñetazo en la cara por ser un memo ignorante.

El cabo hizo un gesto hacia los barracones. Había llegado el momento de la reunión del coronel Vosch.

El momento de que acabara el mundo.

La quinta ola
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