LXXVIII
Percy

Al ponerse el sol, Percy encontró a Nico atando la base de la Atenea Partenos con cuerdas.

—Gracias —dijo Percy.

Nico frunció el entrecejo.

—¿Por qué?

—Prometiste que llevarías a los demás a la Casa de Hades —dijo Percy—. Y lo cumpliste.

Nico ató las puntas de las cuerdas e hizo un dogal.

—Vosotros me sacasteis de la vasija de bronce en Roma. Me salvasteis la vida otra vez. Era lo mínimo que podía hacer.

Tenía una voz firme, cautelosa. Percy deseaba comprender a ese chico, pero nunca había sido capaz de ello. Nico ya no era el chico friki de la Academia Westover que coleccionaba cartas de Myth-o-magic. Tampoco era el solitario lleno de ira que había seguido al fantasma de Minos por el laberinto. Pero ¿quién era?

—Además —dijo Percy—, visitaste a Bob…

Le relató a Nico su viaje por el Tártaro. Suponía que si alguien podía entenderlo era Nico.

—Convenciste a Bob de que yo era de fiar, aunque nunca lo visité. Nunca volví a pensar en él. Probablemente nos salvaste la vida siendo amable con él.

—Sí, bueno, no pensar en la gente… —dijo Nico— puede ser peligroso.

—Solo intento darte las gracias, colega.

Nico se rió sin gracia.

—Yo solo intento decirte que no hace falta. Y ahora, si eres tan amable de dejarme sitio, tengo que acabar esto.

—Sí, vale.

Percy retrocedió mientras Nico tensaba las cuerdas. Las pasó por encima de sus hombros como si la Atenea Partenos fuera una mochila gigante.

Percy no pudo evitar sentirse un poco dolido. Pero, por otra parte, Nico había pasado muchas cosas. Ese chico había sobrevivido solo en el Tártaro. Percy entendía perfectamente la fuerza que debía de haber requerido.

Annabeth ascendió por la colina para reunirse con ellos. Tomó la mano de Percy, cosa que le hizo sentirse mejor.

—Buena suerte —le dijo a Nico.

—Sí —él no la miró a los ojos—. Lo mismo digo.

Un minuto más tarde, Reyna y el entrenador Hedge llegaron pertrechados con armaduras completas y con mochilas en los hombros. Reyna tenía una expresión seria y parecía lista para el combate. El entrenador Hedge sonreía como si estuviera esperando una fiesta de cumpleaños.

Reyna abrazó a Annabeth.

—Lo conseguiremos —prometió.

—Lo sé —dijo Annabeth.

El entrenador Hedge se echó al hombro su bate de béisbol.

—Sí, no te preocupes. ¡Llegaré al campamento y veré a mi nena! Esto… quiero decir que llevaré a esta nena al campamento —dio un golpe en la pierna de la Atenea Partenos.

—Está bien —dijo Nico—. Cogeos a las cuerdas, por favor. Allá vamos.

Reyna y Hedge se agarraron. El aire se oscureció. La Atena Partenos se sumió en sus propias sombras y desapareció, junto con sus tres escoltas.

El Argo II zarpó después del anochecer.

Viraron hacia el sudoeste hasta que llegaron a la costa y luego amerizaron en el mar Jónico. Percy se alegró de volver a notar las olas debajo de él.

El viaje habría sido más corto por tierra, pero después de la experiencia de la tripulación con los espíritus de las montañas en Italia, habían decidido no sobrevolar el territorio de Gaia más de lo necesario. Navegarían alrededor de Grecia siguiendo las rutas que los héroes griegos habían tomado en la Antigüedad.

A Percy le parecía bien. Le encantaba estar otra vez en el elemento de su padre, con el fresco aire marino en los pulmones y gotas de agua salada en los brazos. Permaneció detrás de la barandilla de estribor y cerró los ojos, percibiendo las corrientes debajo de ellos. Sin embargo, imágenes del Tártaro asaltaban continuamente su mente: el río Flegetonte, el terreno con ampollas en el que los monstruos se regeneraban, el bosque oscuro donde las arai daban vueltas entre las nubes de niebla sangrienta. Pero sobre todo pensaba en una choza del pantano donde había una cálida lumbre y estanterías con hierbas secas y cecina de drakon. Se preguntaba si la choza estaría vacía ahora.

Annabeth se pegó a él tras el pasamanos, y su calor le reconfortó.

—Lo sé —murmuró, descifrando la expresión de Percy—. Yo tampoco me quito ese sitio de la cabeza.

—Damasén —dijo Percy—. Y Bob…

—Lo sé —la voz de ella era frágil—. Tenemos que hacer que sus sacrificios hayan valido la pena. Tenemos que vencer a Gaia.

Percy se quedó mirando el cielo nocturno. Deseó estar mirándolo desde la playa de Long Island y no desde la otra punta del mundo, rumbo a una muerte casi segura.

Se preguntaba dónde estarían ya Nico, Reyna y Hedge, y cuánto tardarían en llegar… suponiendo que sobrevivieran. Se imaginó a los romanos disponiendo las líneas de batalla en ese mismo momento, rodeando el Campamento Mestizo.

Faltaban catorce días para llegar a Atenas. Entonces, de una forma u otra, se decidiría la guerra.

En la proa, Leo silbaba alegremente mientras trataba de reparar el cerebro mecánico de Festo, murmurando algo sobre un cristal y un astrolabio. En medio del barco, Piper y Hazel practicaban esgrima, las espadas de oro y de bronce resonando en la noche. Jason y Frank estaban al timón, hablando en voz baja, tal vez contándose historias de la legión o intercambiando impresiones sobre el cargo de pretor.

—Tenemos una buena tripulación —dijo Percy—. Si tengo que morir…

—No te me vas a morir, Sesos de Alga —dijo Annabeth—. ¿Recuerdas? No nos vamos a volver a separar. Y cuando volvamos a casa…

—¿Qué? —preguntó Percy.

Ella le besó.

—Pregúntamelo otra vez cuando venzamos a Gaia.

Él sonrió, contento de tener algo que anhelar con impaciencia.

—Lo que tú digas.

A medida que se alejaban de la costa, el cielo se oscureció y salieron más estrellas.

Percy observó las constelaciones que Annabeth le había enseñado hacía muchos años.

—Bob os manda saludos —dijo a las estrellas.

El Argo II se internó en la noche.

La Casa de Hades
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