XXI
Annabeth
Annabeth decidió que los monstruos no la matarían. Ni tampoco la atmósfera venenosa, ni el traicionero paisaje con sus fosos, sus acantilados y sus rocas puntiagudas.
No. Lo más probable es que muriera de una sobredosis de situaciones raras que le harían explotar el cerebro.
Primero, ella y Percy habían tenido que beber fuego para seguir con vida. Luego habían sido atacados por una pandilla de vampiras encabezadas por una animadora a la que Annabeth había matado dos años antes. Por último, los había rescatado un titán vestido de conserje llamado Bob que tenía el pelo de Einstein, los ojos plateados y unas increíbles dotes con la escoba.
Claro. ¿Por qué no?
Seguían a Bob a través del terreno baldío, sin desviarse del curso del Flegetonte, hacia el oscuro frente de tormenta. De vez en cuando se detenían a beber agua de fuego, que los mantenía con vida, pero a Annabeth no le entusiasmaba. Tenía la garganta como si continuamente estuviera haciendo gárgaras con ácido de batería.
Su único consuelo era Percy. Cada cierto tiempo él la miraba y sonreía, o le apretaba la mano. Debía de estar tan asustado y desconsolado como ella, pero sus intentos por hacerla sentir mejor embargaban a Annabeth de amor hacia él.
—Bob sabe lo que hace —aseguró Percy.
—Tienes unos amigos muy interesantes —murmuró Annabeth.
—¡Bob es interesante! —el titán se volvió y sonrió—. ¡Gracias!
El grandullón tenía buen oído. Annabeth tenía que acordarse.
—Bueno, Bob… —trató de mostrarse despreocupada y cordial, cosa que no resultaba fácil con la garganta quemada por el agua de fuego—. ¿Cómo has llegado al Tártaro?
—Salté —contestó él, como si fuera evidente.
—¿Saltaste al Tártaro porque Percy pronunció tu nombre? —dijo ella.
—Me necesitaba —sus ojos plateados brillaban en la oscuridad—. No pasa nada. Estaba cansado de barrer el palacio. ¡Vamos! Estamos a punto de llegar a una parada para descansar.
«Una parada para descansar».
Annabeth no se imaginaba lo que esas palabras significaban en el Tártaro. Recordaba todas las ocasiones en las que Luke, Thalia y ella habían empleado las paradas para descansar cuando eran semidioses sin hogar y trataban de sobrevivir.
Adondequiera que Bob los llevara, esperaba que hubiera servicios limpios y una máquina expendedora de aperitivos. Contuvo la risa tonta. Sí, decididamente se le estaba yendo la cabeza.
Annabeth avanzó cojeando, tratando de hacer caso omiso a los rugidos de su estómago. Observó la espalda de Bob mientras los llevaba hacia la pared de oscuridad, situada ya a solo unos cientos de metros de distancia. Su mono de conserje azul estaba rasgado entre los omóplatos, como si alguien hubiera intentado apuñalarlo. Unos trapos para limpiar sobresalían de su bolsillo. En su cinturón se balanceaba una botella con pulverizador, y el líquido azul que contenía chapoteaba de forma hipnótica.
Annabeth recordó la historia del encuentro de Percy con el titán. Thalia Grace, Nico di Angelo y Percy habían unido fuerzas para vencer a Bob en las orillas del Lete. Cuando el titán se quedó sin memoria, no tuvieron el valor de matarlo. Se volvió tan amable, encantador y servicial que lo dejaron en el palacio de Hades, donde Perséfone prometió que sería atendido.
Al parecer, el rey y la reina del inframundo pensaban que «atender» a alguien significaba darle una escoba y hacerle barrer la porquería que ellos dejaban. Annabeth se preguntaba cómo Hades podía ser tan insensible. Ella nunca se había compadecido de un titán, pero no le parecía bien acoger a un inmortal amnésico y convertirlo en un conserje no remunerado.
«No es tu amigo», se recordó.
Le aterraba que de repente Bob se acordara de quién era. El Tártaro era el lugar al que los monstruos iban a regenerarse. ¿Y si le devolvía la memoria? Si se convertía otra vez en Jápeto… Annabeth había visto cómo había lidiado con las empousai. Annabeth no tenía ningún arma. Ella y Percy no estaban en condiciones de luchar contra un titán.
Miró con nerviosismo el mango de la escoba de Bob, preguntándose cuánto tardaría la punta de la lanza escondida en asomar y apuntarla a ella.
Seguir a Bob a través del Tártaro era un riesgo terrible. Lamentablemente, no se le ocurría un plan mejor.
Se abrieron camino con cuidado a través del ceniciento terreno baldío mientras arriba, en las nubes venenosas, brillaban relámpagos rojos. Otro bonito día en la mazmorra de la creación. Annabeth no podía ver muy lejos por culpa del aire brumoso, pero, cuanto más andaban, más convencida estaba de que todo el paisaje era una curva hacia abajo.
Había oído descripciones contradictorias del Tártaro. Que si era un pozo sin fondo. Que si era una fortaleza rodeada por muros de latón. En realidad no era más que un vacío infinito.
Una de las historias lo describía como lo opuesto al cielo: una enorme bóveda de roca hueca e invertida. Parecía la versión más exacta, aunque si el Tártaro era una bóveda, Annabeth se la imaginaba como el cielo: sin un final real, hecho de múltiples capas, cada una más oscura y menos acogedora que la anterior.
Y ni siquiera eso se acercaba a la verdad…
Pasaron por delante de una ampolla en el suelo: una burbuja translúcida del tamaño de un microbús. Acurrucado en su interior se hallaba el cuerpo medio formado de un drakon. Bob atravesó la burbuja sin pensarlo dos veces. La ampolla estalló en un géiser de baba amarilla y humeante, y el drakon se disolvió.
Bob siguió andando.
«Los monstruos son granos en la piel del Tártaro», pensó Annabeth. Se estremeció. A veces deseaba no tener tanta imaginación, ya que estaba segura de que estaban andando sobre un ser vivo. El paisaje sinuoso —la bóveda, el pozo o lo que fuese— era el cuerpo del dios Tártaro: la más antigua encarnación del mal. Del mismo modo que Gaia habitaba la superficie de la tierra, Tártaro habitaba el pozo.
Si ese dios se percataba de que estaban caminando por encima de su piel, como pulgas sobre un perro… Basta. Se acabó pensar.
—Aquí —dijo Bob.
Se detuvieron en lo alto de una cumbre. Debajo de ellos, en una depresión resguardada que parecía un cráter lunar, había un círculo de columnas de mármol negras rotas alrededor de un oscuro altar de piedra.
—El santuario de Hermes —explicó Bob.
Percy frunció el entrecejo.
—¿Un santuario de Hermes en el Tártaro?
Bob se rió de regocijo.
—Sí. Se cayó de alguna parte hace mucho. Tal vez del mundo de los mortales. Tal vez del Olimpo. De todas formas, los monstruos lo evitan. Casi todos.
—¿Cómo sabías que estaba aquí? —preguntó Annabeth.
La sonrisa de Bob se desvaneció. Tenía una mirada vacía en los ojos.
—No me acuerdo.
—Tranquilo —dijo Percy rápidamente.
A Annabeth le entraron ganas de darse una patada. Antes de que Bob se convirtiera en Bob, había sido Jápeto el titán. Como todos sus hermanos, había estado encerrado en el Tártaro una eternidad. Evidentemente, conocía el lugar. Si se acordaba de ese santuario, podía ser que empezara a recordar otros detalles de su antigua cárcel y su antigua vida. Eso no sería bueno.
Treparon al interior del cráter y entraron en el círculo de columnas. Annabeth se desplomó sobre una plancha de mármol rota, demasiado agotada para dar un paso más. Percy se quedó a su lado en actitud protectora, escudriñando el entorno. El frente de tormenta negro se encontraba a menos de treinta metros de distancia y lo oscurecía todo delante de ellos. El borde del cráter les tapaba el terreno baldío situado detrás. Allí estarían bien escondidos, pero si los monstruos se tropezaban con ellos, lo harían sin avisar.
—Has dicho que alguien nos estaba persiguiendo —dijo Annabeth—. ¿Quién?
Bob pasó su escoba alrededor de la base del altar, agachándose de vez en cuando para examinar el terreno en busca de algo.
—Sí, nos están siguiendo. Saben que estáis aquí. Gigantes y titanes. Los vencidos. Lo saben.
«Los vencidos…»
Annabeth trató de dominar su miedo. ¿Contra cuántos titanes y gigantes habían luchado ella y Percy a lo largo de los años? Cada uno de ellos les había parecido un desafío imposible. Si todos estaban allí abajo, en el Tártaro, y si estaban buscando seriamente a Percy y Annabeth…
—¿Por qué paramos, entonces? —preguntó ella—. Deberíamos seguir adelante.
—Pronto —dijo Bob—. Los mortales necesitan descansar. Este es un buen sitio. El mejor sitio para… Oh, el camino es muy largo. Yo os vigilaré.
Annabeth lanzó una mirada a Percy y le transmitió un mensaje silencioso: «Oh, no». Andar con un titán ya era bastante grave. Dormirte mientras el titán te vigilaba… No hacía falta ser hija de Atenea para saber que era una enorme imprudencia.
—Duerme tú —le dijo Percy—. Yo haré la primera guardia con Bob.
Bob asintió rugiendo.
—Bien. ¡Cuando te despiertes, habrá comida!
A Annabeth se le revolvió el estómago al oír hablar de comida. No lograba imaginar cómo Bob podría conseguir comida en medio del Tártaro. A lo mejor también era empleado de catering además de conserje.
Ella no quería dormir, pero todo su cuerpo la delataba. Los párpados le pesaban.
—Despiértame para la segunda guardia, Percy. No te hagas el héroe.
Él le dedicó aquella sonrisa que ella había llegado a adorar.
—¿Quién, yo?
La besó con los labios resecos y llenos de un calor febril.
—Duerme.
Annabeth se sintió como si estuviera otra vez en la cabaña de Hipnos del Campamento Mestizo, invadida por el sopor. Se acurrucó en el terreno duro y cerró los ojos.