XXXIX
Annabeth
Acogedora.
Annabeth nunca había pensado que describiría algún elemento del Tártaro de esa manera, pero a pesar de que la choza del gigante era del tamaño de un planetario y estaba construida con huesos, barro y piel de drakon, desde luego resultaba acogedora.
En el centro ardía una hoguera hecha de brea y huesos; sin embargo, el humo era blanco e inodoro, y salía por el agujero que había en mitad del techo. El suelo estaba cubierto de hierba seca del pantano y trapos de lana gris. En un lado había una enorme cama confeccionada con pieles de carnero y cuero de drakon. En el otro colgaban percheros independientes con plantas secándose, piel curada y lo que parecían tiras de cecina de drakon. El lugar olía a estofado, humo, albahaca y tomillo.
Lo único que preocupaba a Annabeth era el rebaño de ovejas amontonadas en un corral en la parte trasera de la choza.
Annabeth se acordó de la cueva del cíclope Polifemo, que comía semidioses y ovejas de forma indiscriminada. Se preguntaba si los gigantes tenían gustos parecidos.
Una parte de ella estaba tentada de huir, pero Bob ya había colocado a Percy en la cama del gigante, donde casi había desaparecido entre la lana y la piel. Bob el Pequeño saltaba encima de Percy y sobaba las mantas, ronroneando tan fuerte que el lecho se agitaba como una cama con masaje.
Damasén se acercó pesadamente a la hoguera. Lanzó la carne de drakon a una cazuela colgada que parecía hecha con un viejo cráneo de monstruo y a continuación cogió un cucharón y la empezó a remover.
Annabeth no quería ser el siguiente ingrediente en su estofado, pero había ido allí por un motivo. Respiró hondo y se acercó a Damasén con paso resuelto.
—Mi amigo se está muriendo. ¿Puedes curarlo o no?
Se le entrecortó la voz al pronunciar la palabra «amigo». Percy era mucho más que eso. Ni siquiera «novio» le hacía justicia. Habían pasado tantas cosas juntos que a esas alturas Percy era ya una parte de ella: una parte a veces molesta, cierto, pero sin duda una parte sin la que no podía vivir.
Damasén la miró con el entrecejo fruncido por debajo de sus pobladas cejas rojas. Annabeth había conocido a humanoides grandes y espeluznantes, pero Damasén la inquietaba de otro modo. No parecía hostil. Irradiaba pena y amargura, como si estuviera tan absorto en su tristeza que le molestara que Annabeth le hiciera centrarse en otra cosa.
—No oigo palabras como esas en el Tártaro —masculló el gigante—. «Amigo». «Promesa».
Annabeth se cruzó de brazos.
—¿Qué hay de la sangre de gorgona? ¿Puedes curarla o Bob ha exagerado tus aptitudes?
Cabrear a un cazador de drakones de seis metros de altura probablemente no fuera una estrategia prudente, pero Percy se estaba muriendo. No tenía tiempo para ser diplomática.
Damasén la miró ceñudo.
—¿Cuestionas mis aptitudes? ¿Una mortal medio muerta entra en mi pantano y cuestiona mis aptitudes?
—Sí —dijo ella.
—Hum —Damasén le dio el cucharón a Bob—. Remueve.
Mientras Bob se ocupaba del estofado, Damasén examinó con detenimiento sus perchas de secado, y arrancó varias hojas y raíces. Se metió un puñado de plantas en la boca, las masticó bien y acto seguido las escupió en un montón de lana.
—Una taza de caldo —ordenó Damasén.
Bob recogió un poco de jugo de estofado con el cucharón y lo echó en una calabaza hueca. Se la dio a Damasén, que remojó la bola pastosa y la removió con el dedo.
—Sangre de gorgona —murmuró—. No supone ningún reto para mí.
Se acercó pesadamente a la cabecera de la cama y recostó a Percy con una mano. Bob el Pequeño olfateó el caldo y siseó. Arañó las sábanas con sus garras como si quisiera sepultarlo.
—¿Vas a darle de comer eso? —preguntó Annabeth.
El gigante le lanzó una mirada furibunda.
—¿Quién es aquí el curandero? ¿Tú o yo?
Annabeth cerró la boca. Observó cómo el gigante hacía beber el caldo a Percy. Damasén lo trataba con sorprendente dulzura, murmurándole palabras de ánimo que ella no alcanzaba a entender.
Con cada sorbo que bebía, el color de Percy mejoraba. Apuró la taza y sus ojos se abrieron parpadeando. Miró a su alrededor con expresión de asombro, luego vio a Annabeth y le dedicó una sonrisa ebria.
—Me encuentro estupendamente.
Puso los ojos en blanco. Cayó hacia atrás en la cama y empezó a roncar.
—Unas horas de sueño —declaró Damasén— y estará como nuevo.
Annabeth sollozó de alivio.
—Gracias —dijo.
Damasén la miró tristemente.
—Oh, no me des las gracias. Todavía estáis condenados. Y exijo un pago por mis servicios.
Annabeth se quedó boquiabierta.
—Ah… ¿Qué clase de pago?
—Una historia —los ojos del gigante empezaron a brillar—. El Tártaro es muy aburrido. Puedes ir contándome vuestra historia mientras comemos, ¿vale?
Annabeth se sentía incómoda contándole al gigante sus planes.
Aun así, Damasén se descubrió como un buen anfitrión. Había salvado a Percy. Su estofado elaborado con carne de drakon estaba delicioso (sobre todo comparado con el agua de fuego). Su choza era cálida y cómoda, y por primera vez desde que había caído al Tártaro, Annabeth sentía que podía relajarse, lo que sin duda resultaba irónico, considerando que estaba cenando con un titán y un gigante.
Le relató a Damasén su vida y sus aventuras al lado de Percy. Le explicó cómo Percy había conocido a Bob, que le había borrado la memoria en el río Lete y lo había dejado bajo la custodia de Hades.
—Percy intentaba hacer algo bueno —aseguró a Bob—. No sabía que Hades se portaría como un cretino.
Ni siquiera a ella le pareció convincente. Hades siempre se portaba como un cretino.
Pensó en lo que las arai habían dicho: que Nico di Angelo había sido la única persona que había visitado a Bob en el palacio del inframundo. Nico era uno de los semidioses menos sociables y amistosos que Annabeth conocía. Sin embargo, había sido amable con Bob. Al convencer a Bob de que Percy era amigo suyo, Nico les había salvado la vida sin darse cuenta. Annabeth se preguntaba si algún día llegaría a entender a ese chico.
Bob lavó su plato con la botella con vaporizador y el trapo.
Damasén hizo un gesto circular con la cuchara.
—Continúa la historia, Annabeth Chase.
Ella le explicó la misión del grupo de semidioses del Argo II. Cuando le estaba contando que debían impedir que Gaia despertara, vaciló.
—Es… tu madre, ¿verdad?
Damasén rascó su plato. Tenía la cara llena de viejas quemaduras de veneno, cortes y tejido cicatrizado, de modo que parecía la superficie de un asteroide.
—Sí —dijo—. Y Tártaro es mi padre —señaló la choza—. Como puedes ver, he decepcionado a mis padres. Ellos esperaban… más de mí.
Annabeth no acababa de asimilar que estuviera comiendo sopa con un hombre con patas de lagarto que medía seis metros de altura y cuyos padres eran la Tierra y el Foso de la Oscuridad.
Resultaba bastante difícil imaginarse a los dioses del Olimpo como padres, pero por lo menos se parecían a los humanos. En el caso de los antiguos dioses primigenios como Gaia y Tártaro… ¿Cómo podías irte de casa y no depender de tus padres cuando, literalmente, abarcaban el mundo entero?
—Entonces ¿no te importa que luchemos en contra de tu madre? —preguntó ella.
Damasén resopló como un toro.
—Os deseo toda la suerte del mundo. Es mi padre por el que deberíais preocuparos. Si se enfrenta a vosotros, no tenéis ninguna posibilidad de sobrevivir.
De repente Annabeth perdió el apetito. Dejó su plato en el suelo. Bob el Pequeño se acercó a inspeccionarlo.
—Enfrentarse a nosotros, ¿cómo? —preguntó.
—Todo esto —Damasén partió un hueso de drakon y usó una esquirla como mondadientes—. Todo lo que ves es el cuerpo de Tártaro, o por lo menos una manifestación de él. Sabe que estáis aquí. Quiere poneros trabas a cada paso. Mis hermanos os buscarán. Es extraordinario que hayáis sobrevivido tanto, incluso con la ayuda de Jápeto.
Bob frunció el entrecejo al oír su nombre.
—Sí, los vencidos nos buscarán. Deben de estar cerca.
Damasén escupió el mondadientes.
—Puedo ocultar vuestro camino por un tiempo, lo bastante para que descanséis. Tengo poder en este pantano. Pero al final os atraparán.
—Mis amigos tienen que llegar a las Puertas de la Muerte —dijo Bob—. Esa es la salida.
—Imposible —murmuró Damasén—. Las puertas están demasiado vigiladas.
Annabeth se inclinó hacia delante.
—Pero ¿sabes dónde están?
—Por supuesto. Todo el Tártaro lleva a un sitio: su corazón. Las Puertas de la Muerte están allí. Pero no podéis llegar allí vivos solo con la ayuda de Jápeto.
—Entonces ven con nosotros —dijo Annabeth—. Ayúdanos.
—¡JA!
Annabeth se sobresaltó. En la cama, Percy murmuró en pleno delirio.
—Ja, ja, ja.
—Hija de Atenea —dijo el gigante—. No soy tu amigo. Una vez ayudé a los mortales, y ya ves adónde me llevó.
—¿Ayudaste a los mortales? —Annabeth sabía mucho acerca de leyendas griegas, pero lo ignoraba todo sobre Damasén—. No… no lo entiendo.
—Una historia terrible —explicó Bob—. Los gigantes buenos tienen historias terribles. Damasén fue creado para oponerse a Ares.
—Sí —convino el gigante—. Como todos mis hermanos, nací en respuesta a un dios determinado. Mi enemigo era Ares. Pero Ares era el dios de la guerra. Así que cuando nací…
—Eras lo contrario a él —aventuró Annabeth—. Eras pacífico.
—Pacífico para un gigante, por lo menos —Damasén suspiró—. Vagué por los campos de Meonia, en el país que ahora llamáis Turquía. Cuidaba de mi rebaño y recogía hierbas. Era una vida agradable. Pero no me enfrentaba a los dioses. Mi madre y mi padre me maldijeron por ese motivo. La ofensa definitiva llegó el día que un drakon meonio mató a un pastor mortal, un amigo mío. Busqué a esa criatura y la maté metiéndole un árbol por la garganta. Utilicé el poder de la tierra para hacer crecer las raíces del árbol y planté el drakon en el suelo. Me aseguré de que no aterrorizase más a los mortales. Fue un acto que Gaia no pudo perdonar.
—¿Porque ayudaste a alguien?
—Sí —Damasén parecía avergonzado—. Gaia abrió la tierra y fui engullido, exiliado en la barriga de mi padre, Tártaro, donde se amontonan todos los restos inútiles: todas las partes de la creación que a él no le interesan —el gigante arrancó una flor de su cabello y la observó distraídamente—. Me dejaron vivir, cuidando de mi rebaño, recogiendo hierbas, para que fuera consciente de la inutilidad de la vida que había elegido. Cada día, o lo que pasa por un día en este sitio sin luz, el drakon meonio vuelve a cobrar forma y me ataca. Matar es mi castigo eterno.
Annabeth echó un vistazo a la choza, tratando de imaginarse el tiempo que Damasén había estado exiliado allí: matando al drakon, recogiendo sus huesos, su piel y su carne, consciente de que volvería a atacarlo al día siguiente. Le costaba imaginar que ella sobreviviera una semana en el Tártaro. Exiliar a un hijo allí durante siglos era de una crueldad inconcebible.
—Rompe la maldición —dijo de buenas a primeras—. Ven con nosotros.
Damasén se rió entre dientes con amargura.
—Así de fácil. ¿No crees que ya he intentado salir de este sitio? Es imposible. Viaje a donde viaje, acabo siempre aquí. El pantano es lo único que conozco: el único destino que puedo imaginar. No, pequeña semidiosa. Mi maldición me ha vencido. No me queda ninguna esperanza.
—Ninguna esperanza —repitió Bob.
—Tiene que haber una forma.
Annabeth no soportaba la expresión del gigante. Le recordaba la de su padre las pocas veces que le había confesado que todavía amaba a Atenea. Siempre se había mostrado muy triste y derrotado, deseando algo que sabía que era imposible.
—Bob tiene un plan para llegar a las Puertas de la Muerte —insistió—. Ha dicho que podíamos ocultarnos con una especie de Niebla de la Muerte.
—¿Niebla de la Muerte? —Damasén miró a Bob con el entrecejo fruncido—. ¿Los vas llevar hasta Aclis?
—Es la única forma —dijo Bob.
—Moriréis —dijo Damasén—. Y será una muerte dolorosa. En la oscuridad. Aclis no se fía de nadie ni ayuda a nadie.
Parecía que Bob quisiera protestar, pero apretó los labios y permaneció callado.
—¿Existe otra forma? —preguntó Annabeth.
—No —contestó Damasén—. La Niebla de la Muerte… es el mejor plan. Lamentablemente, es un plan terrible.
Annabeth se sentía como si estuviera otra vez colgada sobre el foso, incapaz de levantarse y de seguir agarrándose, agotadas todas las opciones aceptables.
—Pero ¿no merece la pena intentarlo? —preguntó—. Podrías volver al mundo de los mortales. Podrías volver a ver el sol.
Los ojos de Damasén eran como las cuencas del cráneo de drakon: oscuros y huecos, desprovistos de esperanza. Lanzó un hueso roto al fuego y se irguió: un enorme héroe rojo vestido con piel de carnero y cuero, el cabello adornado con flores y hierbas secas. Annabeth advirtió a qué se refería al decir que era la antítesis de Ares. Ares era el peor dios, tempestuoso y violento. Damasén era el mejor gigante, amable y servicial… y por ese motivo había sido condenado al sufrimiento eterno.
—Duerme —dijo el gigante—. Os prepararé provisiones para el viaje. Lo siento, pero no puedo hacer más.
Annabeth quería protestar, pero tan pronto como el gigante dijo «duerme», su cuerpo la traicionó, a pesar de su decisión de no volver a dormir en el Tártaro. Tenía la barriga llena. El fuego emitía un agradable chisporroteo. Las hierbas que perfumaban el aire le recordaban las colinas que rodeaban el Campamento Mestizo en verano, cuando los sátiros y las náyades recogían plantas silvestres durante las tardes ociosas.
—Puede que duerma un poco —convino.
Bob la recogió como si fuera una muñeca de trapo. Ella no protestó. La dejó al lado de Percy sobre la cama del gigante, y Annabeth cerró los ojos.