LXXVII
Percy
Percy se quedó mirando la Atenea Partenos esperando a que lo fulminara.
El nuevo sistema elevador mecánico de Leo había bajado la estatua a la ladera con sorprendente facilidad. Ahora la diosa de doce metros de altura contemplaba serenamente el río Aqueronte, con su vestido dorado como metal fundido al sol.
—Increíble —reconoció Reyna.
Todavía tenía los ojos enrojecidos de llorar. Poco después de haber aterrizado en el Argo II, su pegaso Escipión se había desplomado, doblegado por los arañazos venenosos de un grifo que los había atacado la noche anterior. Reyna había rematado al caballo con su cuchillo dorado y había reducido al pegaso a polvo, que se había esparcido por el aire griego de dulce aroma. Puede que no fuese un mal final para un caballo volador, pero Reyna había perdido a un amigo fiel. Percy se imaginaba que la chica ya había renunciado a muchas cosas en la vida.
La pretora rodeó con recelo la Atenea Partenos.
—Parece recién hecha.
—Sí —dijo Leo—. Hemos quitado las telarañas y hemos usado un poco de limpiador. No ha sido difícil.
El Argo II flotaba justo encima. Mientras Festo permanecía al acecho de amenazas en el radar, toda la tripulación había decidido comer en la ladera y hablar de lo que iban a hacer. Después de las últimas semanas, Percy creía que se habían ganado una buena comida juntos: cualquier cosa que no fuera agua de fuego ni sopa de carne de drakon.
—Eh, Reyna —la llamó Annabeth—. Come con nosotros.
La pretora miró y arqueó las cejas como si no acabara de procesar las palabras «con nosotros». Percy nunca había visto a Reyna sin su armadura. Estaba siendo reparada por Buford, la mesa maravillosa, a bordo del barco. Llevaba unos vaqueros y una camiseta de manga corta morada del Campamento Júpiter y parecía casi una adolescente normal; exceptuando el cuchillo que llevaba al cinto y su expresión precavida, como si estuviera lista para cualquier ataque.
—Está bien —dijo finalmente.
Se movieron para hacerle sitio en el corro. Se sentó con las piernas cruzadas al lado de Annabeth, cogió un sándwich de queso y mordisqueó el borde.
—Bueno —dijo Reyna—. Frank Zhang… pretor.
Frank se movió, limpiándose las migas de la barbilla.
—Sí, en fin… Un ascenso de emergencia.
—Para dirigir a una legión diferente —observó Reyna—. Una legión de fantasmas.
Hazel entrelazó su brazo con el de Frank en actitud protectora. Después de una hora en la enfermería, los dos tenían mucho mejor aspecto, pero Percy advirtió que no sabían qué pensar de la presencia de su antigua jefa del Campamento Júpiter en la comida.
—Deberías haberlo visto, Reyna —dijo Jason.
—Estuvo increíble —convino Piper.
—Frank es un líder —insistió Hazel—. Es un gran pretor.
Reyna mantuvo la mirada fija en Frank, como si estuviera tratando de calcular su peso.
—Te creo —dijo—. Me parece bien.
Frank parpadeó.
—¿De verdad?
Reyna sonrió con sequedad.
—Un hijo de Marte, el héroe que ayudó a recuperar el águila de la legión… Puedo trabajar con un semidiós así. Solo me pregunto cómo convenceré a la Duodécima Legión Fulminata.
Frank frunció el entrecejo.
—Sí. Yo me he estado haciendo la misma pregunta.
Percy todavía no podía creer lo mucho que Frank había cambiado. Un «estirón» era una forma suave de decirlo. Había crecido como mínimo siete centímetros, estaba menos rechoncho y más corpulento, como un defensa de fútbol americano. Su cara tenía un aspecto más robusto y su mentón más fuerte. Era como si Frank se hubiera transformado en un toro y luego hubiera recuperado su forma humana, pero conservando algunos rasgos bovinos.
—La legión te escuchará, Reyna —dijo Frank—. Has llegado aquí sola a través de las tierras antiguas.
Reyna masticó su sándwich como si fuera de cartón.
—Al hacerlo he infringido las leyes de la legión.
—Y César infringió la ley cuando cruzó el Rubicón —repuso Frank—. Los grandes líderes a veces tienen que romper los esquemas.
Ella negó con la cabeza.
—Yo no soy César. Después de encontrar la nota de Jason en el palacio de Diocleciano, localizaros fue fácil. Solo hice lo que me pareció necesario.
Percy no pudo por menos que sonreír.
—Eres demasiado modesta, Reyna. Has volado a la otra punta del mundo respondiendo a la petición de Annabeth porque creías que era la mejor posibilidad de alcanzar la paz. Eso es heroico de narices.
Reyna se encogió de hombros.
—Lo dice el semidiós que se cayó al Tártaro y se las arregló para volver.
—Recibió ayuda —intervino Annabeth.
—Evidentemente —dijo Reyna—. Sin ti, dudo que Percy hubiera descubierto cómo salir de una bolsa de papel.
—Cierto —convino Annabeth.
—¡Eh! —se quejó Percy.
Los demás se echaron a reír, pero a Percy no le importó. Era agradable verlos sonreír. El simple hecho de estar en el mundo de los mortales, respirar aire no envenenado, disfrutar del sol en la espalda era agradable.
De repente se acordó de Bob. «Saludad al sol y las estrellas de mi parte».
La sonrisa de Percy se desvaneció. Bob y Damasén habían sacrificado sus vidas para que Percy y Annabeth pudieran estar allí sentados, disfrutando del sol y riéndose con sus amigos.
No era justo.
Leo sacó un pequeño destornillador de su cinturón portaherramientas. Lo clavó en una fresa recubierta de chocolate y se la pasó al entrenador Hedge. A continuación sacó otro destornillador y atravesó otra fresa para él.
—Bueno, la pregunta de los veinte millones de pesos —dijo Leo—. Hemos conseguido esta bonita estatua de Atenea de doce metros ligeramente usada. ¿Qué hacemos con ella?
Reyna echó un vistazo a la Atenea Partenos.
—Queda muy bien en esta colina, pero no he venido hasta aquí para admirarla. Según Annabeth, una líder romana debe devolverla al Campamento Mestizo. ¿Lo he entendido bien?
Annabeth asintió.
—Tuve un sueño en… el Tártaro. Estaba en la colina mestiza, y la voz de Atenea dijo: «Debo estar aquí. La romana debe traerme».
Percy observó con inquietud la estatua. Nunca había mantenido una relación idílica con la madre de Annabeth. Temía que la estatua de la gran mamá cobrara vida y le echara una bronca por meter a su hija en tantos líos… o que simplemente lo pisara sin decir nada.
—Tiene sentido —dijo Nico.
Percy se sobresaltó. Parecía que Nico le hubiera leído el pensamiento y estuviera de acuerdo en que Atenea lo pisara.
El hijo de Hades estaba sentado en el otro extremo del corro, comiendo una granada, la fruta del inframundo. Percy se preguntó si eso era lo que Nico entendía por una broma.
—La estatua es un símbolo poderoso —dijo Nico—. Si un romano se la devolviera a los griegos… podría superar la desavenencia histórica y quizá incluso curar el desdoblamiento de personalidad de los dioses.
El entrenador Hedge tragó su fresa acompañada de medio destornillador.
—Un momento. Me gusta la paz tanto como a cualquier sátiro…
—Usted odia la paz —dijo Leo.
—El caso, Valdez, es que solo estamos a… ¿cuánto, unos días de Atenas? Un ejército de gigantes nos está esperando allí. Nos hemos tomado muchas molestias para salvar la estatua…
—Yo me he tomado casi todas las molestias —le recordó Annabeth.
—… porque la profecía la llamaba el «azote de los gigantes» —prosiguió el entrenador—. Así que ¿por qué no nos la llevamos a Atenas con nosotros? Es evidente que es nuestra arma secreta —miró detenidamente la Atenea Partenos—. A mí me parece un misil balístico. Tal vez si Valdez le instalara unos motores…
Piper carraspeó.
—Una gran idea, entrenador, pero muchos de nosotros hemos tenido sueños y visiones en los que Gaia despierta en el Campamento Mestizo…
Desenvainó su daga Katoptris y la dejó sobre su plato. En ese momento, la hoja solo mostraba el cielo, pero a Percy todavía le incomodaba mirarla.
—Desde que volvimos al barco —dijo Piper—, he estado viendo cosas malas en la daga. La legión romana está muy cerca del Campamento Mestizo. Y están consiguiendo refuerzos: espíritus, águilas, lobos.
—Octavio —gruñó Reyna—. Le dije que esperase.
—Cuando asumamos el mando —propuso Frank—, el primer asunto a tratar debería ser poner a Octavio en la catapulta que haya más cerca y dispararlo lo más lejos posible.
—Estoy de acuerdo —dijo Reyna—. Pero de momento…
—Está decidido a hacer la guerra —terció Annabeth—. Y lo conseguirá, a menos que lo detengamos.
Piper giró la hoja de su daga.
—Lamentablemente, eso no es lo peor. He visto imágenes de un posible futuro: el campamento en llamas, semidioses romanos y griegos muertos. Y Gaia… —le falló la voz.
Percy se acordó del dios Tártaro bajo su forma física, alzándose por encima de él. Nunca había sentido tanta impotencia ni tanto terror. Todavía se ruborizaba de vergüenza al recordar que la espada se le había caído de la mano.
«Sería como intentar matar a la tierra», había dicho Tártaro.
Si Gaia era tan poderosa y contaba con un ejército de gigantes, Percy no veía cómo siete semidioses podrían detenerla, sobre todo cuando la mayoría de los dioses estaban incapacitados. Tenían que detener a los gigantes antes de que Gaia despertara, o la partida se acabaría.
Si la Atenea Partenos era un arma secreta, llevarla a Atenas resultaba muy tentador. A Percy le gustaba bastante la idea del entrenador de usarla como misil y volar a Gaia en un hongo nuclear divino.
Lamentablemente, su instinto le decía que Annabeth estaba en lo cierto. El sitio de la estatua estaba en Long Island, donde podría impedir la guerra entre los dos campamentos.
—Entonces que Reyna se lleve la estatua —dijo Percy—. Y nosotros seguiremos hasta Atenas.
Leo se encogió de hombros.
—Me parece guay, pero hay ciertos problemas logísticos. Tenemos… ¿cuánto? ¿Dos semanas hasta el día de fiesta romano que se supone que despierta Gaia?
—La fiesta de Spes —dijo Jason—. Es el 1 de agosto. Hoy es…
—18 de julio —apuntó Frank—. Así que, a partir de mañana, quedan exactamente catorce días.
Hazel hizo una mueca.
—Tardamos dieciocho días en venir de Roma aquí: un viaje que solo debería habernos llevado dos o tres días como máximo.
—Entonces, considerando nuestra suerte —dijo Leo—, tal vez nos dé tiempo a llevar el Argo II a Atenas, encontrar a los gigantes e impedir que despierten a Gaia. Tal vez. Pero ¿cómo se supone que va a llevar Reyna esta estatua enorme al Campamento Mestizo antes de que griegos y romanos se hagan picadillo? Ni siquiera tiene ya su pegaso. Ejem, lo siento…
—No pasa nada —soltó Reyna.
Puede que los estuviera tratando como aliados y no como enemigos, pero Percy sabía que Reyna no tenía demasiada debilidad por Leo, quizá porque había volado la mitad del foro de la Nueva Roma.
Respiró hondo.
—Lamentablemente, Leo tiene razón. No sé cómo voy a poder transportar algo tan grande. Suponía… bueno, esperaba que todos tuvierais una respuesta.
—El laberinto —dijo Hazel—. Si Pasífae de verdad lo ha reabierto, y creo que es el caso… —miró a Percy con aprehensión—. Bueno, has dicho que el laberinto puede llevarte a cualquier parte. Así que tal vez…
—No —Percy y Annabeth hablaron al unísono.
—No pretendemos echar por tierra tu idea —dijo Percy—. Es solo que…
Hizo un esfuerzo por encontrar las palabras adecuadas. ¿Cómo podía describir el laberinto a alguien que no lo había explorado? Dédalo lo había creado con la intención de que fuera un laberinto viviente que creciera. A lo largo de los años, se había extendido como las raíces de un árbol bajo la superficie del mundo. Sí, podía llevarte a cualquier parte. En el interior, la distancia carecía de sentido. Podías entrar en el laberinto en Nueva York, andar tres metros y salir en Los Ángeles, pero solo si encontrabas una forma fiable de recorrerlo. De lo contrario, el laberinto te engañaría y trataría de matarte a cada paso. Cuando la red de túneles se desplomó después de la muerte de Dédalo, Percy se había sentido aliviado. La idea de que el laberinto se estuviera regenerando, abriéndose paso bajo la tierra y proporcionando un espacioso nuevo hogar a los monstruos no le entusiasmaba. Ya tenía bastantes problemas.
—Primero —dijo—, los pasadizos son demasiado pequeños para la Atenea Partenos. Es imposible que la lleves allí abajo…
—Y aunque el laberinto se haya vuelto a abrir —continuó Annabeth—, no sabemos cómo podría ser ahora. Ya era bastante peligroso antes, bajo el control de Dédalo, y él no era malo. Si Pasífae ha reconstruido el laberinto como ella quería… —sacudió la cabeza—. Hazel, tal vez tus sentidos subterráneos pudieran guiar a Reyna, pero nadie más tendría posibilidades de sobrevivir. Y te necesitamos aquí. Además, si te perdieras allí abajo…
—Tenéis razón —dijo Hazel tristemente—. No importa.
Reyna echó un vistazo al grupo.
—¿Más ideas?
—Yo podría ir —propuso Frank, aunque no parecía entusiasmado con la idea—. Si soy pretor, debería ir. Tal vez podamos fabricar una especie de trineo o…
—No, Frank Zhang —Reyna le dedicó una sonrisa de cansancio—. Espero que en el futuro trabajemos codo con codo, pero de momento tu sitio está con la tripulación de este barco. Eres uno de los siete de la profecía.
—Yo no —dijo Nico.
Todo el mundo dejó de comer. Percy miró a Nico al otro lado del corro, tratando de decidir si estaba bromeando.
—Nico… —dijo Hazel dejando su tenedor.
—Yo iré con Reyna —dijo—. Puedo transportar la estatua por las sombras.
—Ejem… —Percy levantó la mano—. Ya sé que nos has traído a los ocho a la superficie, y ha sido una pasada. Pero hace un año dijiste que transportarte a ti mismo era peligroso e impredecible. Acabaste en China un par de veces. Transportar una estatua de doce metros y dos personas a la otra punta del mundo…
—He cambiado desde que volví del Tártaro —los ojos de Nico brillaban furiosamente con una intensidad que Percy no entendía. Se preguntó si había hecho algo que hubiera ofendido al chico.
—No estamos cuestionando tu poder, Nico —intervino Jason—. Solo queremos asegurarnos de que no te matas en el intento.
—Puedo hacerlo —insistió él—. Daré saltos breves: varios cientos de kilómetros cada vez. Es verdad, después de cada salto, no estaré en condiciones de protegerme de los monstruos. Necesitaré que Reyna nos defienda a mí y a la estatua.
Reyna tenía cara de póquer. Observó al grupo, escrutando sus rostros, pero sin revelar ninguno de sus pensamientos.
—¿Alguna objeción?
Nadie dijo nada.
—Muy bien —dijo, con el tono terminante de una jueza. Si hubiera tenido un mazo, Percy sospechaba que hubiera dado un golpe—. No veo ninguna opción mejor. Pero nos atacarán muchos monstruos. Me sentiría mejor llevando a una tercera persona. Es el número óptimo para una misión.
—Entrenador Hedge —soltó Frank.
Percy lo miró fijamente; no estaba seguro de haber oído bien.
—¿Qué, Frank?
—El entrenador es la mejor opción —dijo Frank—. La única opción. Es un buen luchador. Es un protector consumado. Él hará el trabajo.
—Un fauno —dijo Reyna.
—¡Sátiro! —ladró el entrenador—. Y sí, iré. Además, cuando llegues al Campamento Mestizo, necesitarás alguien con contactos y dotes diplomáticas para evitar que los griegos te ataquen. Dejadme hacer una llamada… digo, dejadme ir a por mi bate de béisbol.
Se levantó y transmitió un mensaje tácito a Frank que Percy no acabó de descifrar. A pesar de haberse ofrecido voluntario para una probable misión suicida, el entrenador parecía agradecido. Se fue corriendo hacia la escalera del barco, entrechocando sus pezuñas como un niño entusiasmado.
Nico se levantó.
—Yo también debería irme y descansar antes de la primera travesía. Nos veremos delante de la estatua al ponerse el sol.
Una vez que se hubo marchado, Hazel frunció el entrecejo.
—Se comporta de forma extraña. No estoy segura de que lo haya pensado bien.
—No le pasará nada —dijo Jason.
—Espero que tengas razón —pasó la mano por el suelo. Unos diamantes salieron a la superficie: una reluciente vía láctea de piedras—. Estamos ante otra encrucijada. La Atenea Partenos va hacia el oeste. El Argo II va hacia el este. Espero que hayamos elegido bien.
Percy deseó poder hacer algún comentario alentador, pero se sentía intranquilo. A pesar de todo lo que habían pasado y de todas las batallas que habían ganado, todavía parecían lejos de vencer a Gaia. Sí, habían liberado a Tánatos. Habían cerrado las Puertas de la Muerte. Por lo menos ahora podían matar a los monstruos y obligarlos a permanecer en el Tártaro durante un tiempo. Pero los gigantes habían vuelto… todos.
—Hay una cosa que me preocupa —dijo—. Si la fiesta de Spes se celebra dentro de dos semanas, y Gaia necesita la sangre de dos semidioses para despertar… ¿Cómo la llamó Clitio? ¿La sangre del Olimpo? ¿No estamos haciendo exactamente lo que Gaia quiere que hagamos yendo a Atenas? Si no vamos y no puede sacrificarnos a ninguno, ¿no impedirá eso que despierte del todo?
Annabeth le tomó la mano. Percy se empapó de su imagen ahora que estaban otra vez en el mundo de los mortales, sin la Niebla de la Muerte, con la luz del sol brillando en su cabello rubio… aunque seguía delgada y pálida, como él, y sus ojos grises tenían un turbulento aire pensativo.
—Las profecías son un arma de doble filo, Percy —dijo—. Si no vamos, puede que perdamos nuestra mejor y única oportunidad de detenerla. Atenas es donde nos aguarda la batalla. No podemos evitarla. Además, tratar de impedir que se cumplan las profecías nunca da resultado. Gaia podría capturarnos en otra parte o derramar la sangre de otros semidioses.
—Sí, tienes razón —dijo Percy—. No me gusta, pero tienes razón.
El humor del grupo se tornó sombrío como el aire del Tártaro hasta que Piper rompió la tensión.
—¡Bueno! —envainó su daga y dio unos golpecitos en su cornucopia—. Una comida muy buena. ¿Quién quiere postre?