LXII
Percy

Un titán se dirigió a ellos andando a grandes zancadas y apartando despreocupadamente a los monstruos menores a patadas. Era aproximadamente de la misma altura que Bob y llevaba una recargada armadura de hierro estigio con un diamante que brillaba en el centro de su coraza. Sus ojos eran de color blanco azulado, como muestras de un glaciar, e igual de frías. Su cabello era del mismo color, cortado al rape. Un yelmo de combate con forma de cabeza de oso se encontraba debajo de su brazo. De su cinturón colgaba una espada del tamaño de una tabla de surf.

A pesar de sus cicatrices de guerra, el rostro del titán era apuesto y extrañamente familiar. Percy estaba convencido de que nunca lo había visto antes, aunque sus ojos y su sonrisa le recordaban a alguien…

El titán se detuvo delante de Bob y luego dio una palmada en el hombro.

—¡Jápeto! ¡No me digas que no reconoces a tu hermano!

—¡No! —convino Bob con nerviosismo—. No te lo diré.

El otro titán echó la cabeza atrás y se rió.

—He oído que te tiraron al Lete. ¡Ha debido de ser terrible! Todos sabíamos que al final te curarías. ¡Soy Ceo! ¡Ceo!

—Claro —dijo Bob—. Ceo, titán de…

—¡El norte! —dijo Ceo.

—¡Ya lo sé! —gritó Bob.

Se rieron juntos y se pegaron en el brazo por turnos.

Aparentemente molesto por los empujones, Bob el Pequeño trepó a la cabeza de Bob y empezó a hacerse un nido en el cabello plateado del titán.

—Pobre Jápeto —continuó Ceo—. Han debido de mangonearte mucho. ¡Mírate! ¿Una escoba? ¿Un uniforme de criado? ¿Un gato en el pelo? Hades debe pagar por estas ofensas. ¿Quién fue el semidiós que te robó la memoria? Tú y yo tenemos que hacerlo picadillo, ¿eh?

—Ja, ja —Bob tragó saliva—. Sí, ya lo creo. Hacerlo picadillo.

Los dedos de Percy se cerraron en torno a su bolígrafo. No le caía muy bien el hermano de Bob, ni siquiera antes de amenazar con hacerlo picadillo. Comparado con la sencilla forma de hablar de Bob, parecía que Ceo estuviera recitando a Shakespeare. Solo eso ya bastaba para irritar a Percy.

Estaba dispuesto a quitar el capuchón de Contracorriente si no le quedaba más remedio, pero de momento Ceo no parecía verlo. Y Bob todavía no lo había delatado, aunque había tenido oportunidades de sobra.

—Me alegro de verte… —Ceo hizo tamborilear sus dedos sobre su yelmo con forma de cabeza de oso—. ¿Te acuerdas de lo bien que nos lo pasábamos en los viejos tiempos?

—¡Desde luego! —dijo Bob gorjeando—. Cuando nosotros… esto…

—Dominamos a nuestro padre Urano —dijo Ceo.

—¡Sí! Nos encantaba pelear con papá…

—Lo inmovilizamos.

—¡A eso me refería!

—Mientras Cronos lo cortaba en pedazos con su guadaña.

—Sí. Ja, ja —Bob tenía mala cara—. Qué divertido.

—Tú agarraste el pie derecho de padre —dijo Ceo—. Y Urano te dio una patada en la cara mientras forcejeaba. ¡Cómo te tomábamos el pelo después!

—Qué tonto fui —convino Bob.

—Desgraciadamente, esos imprudentes semidioses acabaron con nuestro hermano Cronos —Ceo dejó escapar un suspiro—. Todavía quedan restos de su esencia, pero no se puede recomponer. Supongo que hay heridas que ni Tártaro puede curar.

—¡Qué lástima!

—Pero el resto de nosotros tenemos otra oportunidad, ¿verdad? —se inclinó hacia delante con aire cómplice—. Puede que esos gigantes crean que van a reinar. Dejemos que nos sirvan de guardias de asalto y que destruyan a los dioses del Olimpo: eso está bien. Pero cuando la Madre Tierra despierte, se acordará de que nosotros somos sus hijos mayores. Acuérdate bien de lo que te digo. Los titanes dominarán el cosmos.

—Hum —dijo Bob—. Puede que a los gigantes no les guste.

—Me trae sin cuidado si les gusta o no —replicó Ceo—. De todas formas, ya han cruzado las Puertas de la Muerte y han vuelto al mundo de los mortales. Polibotes fue el último, hará menos de media hora, quejándose de las presas que había perdido. Por lo que parece, Nix se tragó a unos semidioses que él estaba persiguiendo. ¡Apuesto a que no volverá a verlos!

Annabeth agarró la muñeca de Percy. A través de la Niebla de la Muerte, él no podía distinguir bien su expresión, pero vio una mirada de alarma en sus ojos.

Si los gigantes ya habían cruzado las puertas, por lo menos no recorrerían el Tártaro buscando a Percy y Annabeth. Lamentablemente, eso también significaba que sus amigos del mundo de los mortales corrían todavía más peligro. Todos los combates que habían librado contra los gigantes habían sido en vano. Sus enemigos renacerían más fuertes que nunca.

—¡Bueno! —Ceo desenvainó su enorme espada. La hoja irradiaba un frío más intenso que el del glaciar de Hubbard—. Debo marcharme. Leto debe haberse regenerado a estas alturas. La convenceré para que luche.

—Claro —murmuró Bob—. Leto.

Ceo se rió.

—¿También te has olvidado de mi hija? Supongo que ha pasado mucho tiempo desde que la viste. Los titanes pacíficos como ella siempre tardan más en volver a formarse. Pero esta vez estoy seguro de que Leto luchará para vengarse. Zeus la trató tan mal después de que ella le diera esos magníficos gemelos… ¡Qué escándalo!

Percy estuvo a punto de gruñir en voz alta.

Los gemelos.

Se acordó del nombre de Leto: la madre de Apolo y Artemisa. Ceo le resultaba vagamente familiar porque tenía los ojos fríos de Artemisa y la sonrisa de Apolo. El titán era su abuelo, el padre de Leto. La idea le provocó dolor de cabeza.

—¡Bueno! ¡Te veré en el mundo de los mortales! —golpeó con el pecho a Bob y estuvo a punto de tirar al gato de encima de su cabeza—. ¡Ah, tus otros dos hermanos están vigilando este lado de las puertas, así que los verás dentro de poco!

—Ah, ¿sí?

—¡Cuenta con ello!

Ceo se marchó con paso pesado y por poco derribó a Percy y a Annabeth antes de que pudieran apartarse.

Antes de que la multitud de monstruos ocupara el espacio vacío, Percy indicó a Bob con un gesto que se inclinara.

—¿Estás bien, grandullón? —susurró Percy.

Bob frunció el entrecejo.

—Pues no lo sé. En medio de todo esto —señaló alrededor de ellos—, ¿qué significa «bien»?

«Cierto», pensó Percy.

Annabeth miraba hacia las Puertas de la Muerte, pero la manada de monstruos le tapaba la vista.

—¿He oído bien? ¿Otros dos titanes están vigilando nuestra salida? Eso no es bueno.

Percy miró a Bob. La expresión distante que vio en el titán le preocupó.

—¿Te acuerdas de Ceo? —preguntó con delicadeza—. ¿Te acuerdas de todo lo que ha dicho?

Bob cogió su escoba.

—Cuando me lo ha dicho me he acordado. Me ha devuelto mi pasado como… como si fuera una lanza. Pero no sé si debería aceptarlo. ¿Sigue siendo mío aunque no lo quiera?

—No —dijo Annabeth firmemente—. Ahora eres distinto, Bob. Eres mejor.

El gatito saltó de la cabeza de Bob. Empezó a dar vueltas alrededor de los pies del titán, golpeando las vueltas de sus pantalones con la cabeza. Bob no pareció darse cuenta.

Percy deseó poder estar tan seguro como Annabeth. Deseó poder decirle a Bob con absoluta certeza que debía olvidar su pasado.

Sin embargo, Percy entendía la confusión de Bob. Se acordó del día que había abierto los ojos en la Casa del Lobo, en California, con la memoria borrada por Hera. Si alguien hubiera estado esperándole al despertar, si lo hubieran convencido de que se llamaba Bob y de que era amigo de los titanes y los gigantes…, ¿se lo habría creído? ¿Se habría sentido traicionado cuando hubiera descubierto su verdadera identidad?

«Esto es distinto —se dijo—. Nosotros somos los buenos».

Pero ¿lo eran realmente? Percy había dejado a Bob en el palacio de Hades a merced de un nuevo amo que lo odiaba. A Percy no le parecía que tuviera mucho derecho a decirle a Bob lo que tenía que hacer, aunque sus vidas dependieran de ello.

—Creo que puedes elegir, Bob —se aventuró a decir Percy—. Quédate con las partes del pasado de Jápeto que quieras conservar y deja el resto. Tu futuro es lo importante.

—Futuro… —meditó Bob—. Es una idea mortal. Yo no estoy hecho para cambios, amigo Percy —echó un vistazo a la horda de monstruos—. Nosotros somos iguales… para siempre.

—Si fueras igual —dijo Percy—, Annabeth y yo ya estaríamos muertos. Puede que no estuviéramos destinados a ser amigos, pero lo somos. Has sido el mejor amigo que podíamos pedir.

Los ojos plateados de Bob parecían más oscuros de lo habitual. Alargó la mano, y Bob el Pequeño saltó a ella. El titán se alzó cuan largo era.

—Vamos, pues, amigos. Estamos cerca.

Pisar el corazón de Tártaro no era ni mucho menos tan divertido como parecía.

El terreno morado era resbaladizo y palpitaba constantemente. Parecía liso de lejos, pero de cerca se podía apreciar que estaba hecho de pliegues y surcos que resultaban más difíciles de recorrer cuanto más lejos andaban. Los bultos nudosos de arterias rojas y venas azules ofrecían asidero a Percy cuando tenía que trepar, pero el progreso era lento.

Y, por supuesto, había monstruos por todas partes. Manadas de perros del infierno rondaban las llanuras, aullando, gruñendo y atacando a cualquier monstruo que bajara la guardia. Las arai daban vueltas en lo alto con sus alas curtidas, formando espantosas siluetas oscuras en las nubes venenosas.

Percy tropezó. Su mano tocó una arteria roja, y una sensación de hormigueo le recorrió el brazo.

—Aquí dentro hay agua —dijo—. Agua de verdad.

Bob gruñó.

—Su sangre es uno de los cinco ríos.

—¿Su sangre? —Annabeth se apartó del grupo de venas más cercano—. Sabía que los ríos del inframundo desembocaban en el Tártaro, pero…

—Sí —convino Bob—. Todos corren a través de su corazón.

Percy recorrió con la mano una red de capilares. ¿Fluía entre sus dedos el agua de la laguna Estigia o tal vez del Lete? Si al pisar una de esas venas estallase… Percy se estremeció. Comprendió que estaba paseando por el sistema circulatorio más peligroso del universo.

—Tenemos que darnos prisa —dijo Annabeth—. Si no conseguimos…

Se le fue la voz.

Delante de ellos, unas franjas dentadas de oscuridad hendieron el aire, como relámpagos pero de un negro puro.

—Las puertas —dijo Bob—. Debe de haber un buen grupo cruzándolas.

A Percy le sabía la boca a sangre de gorgona. Aunque sus amigos del Argo II consiguieran encontrar el otro lado de las Puertas de la Muerte, ¿cómo podrían luchar contra las oleadas de monstruos que las estaban atravesando, sobre todo si los gigantes los estaban esperando?

—¿Todos los monstruos pasan por la Casa de Hades? —preguntó—. ¿Qué tamaño tiene ese sitio?

Bob se encogió de hombros.

—Quizá los mandan a otra parte cuando cruzan. La Casa de Hades está en la tierra, ¿sabes? Ese es el reino de Gaia. Ella puede enviar a sus seguidores adonde quiera.

A Percy se le cayó el alma a los pies. Que los monstruos cruzaran las Puertas de la Muerte para amenazar a sus amigos en Epiro ya era bastante grave. Pero entonces se imaginó el lado mortal como un gran sistema de metro que depositaba gigantes y otros malos donde Gaia quería que fuesen: el Campamento Mestizo, el Campamento Júpiter o la travesía del Argo II antes de que llegaran a Epiro.

—Si Gaia tiene tanto poder, ¿no podrá controlar adónde vamos a parar nosotros? —preguntó Annabeth.

Percy detestaba esa pregunta. A veces deseaba que Annabeth no fuera tan lista.

Bob se rascó el mentón.

—Vosotros no sois monstruos. Puede que vuestro caso sea distinto.

«Genial», pensó Percy.

No le hacía gracia la idea de que Gaia los estuviera esperando al otro lado, lista para teletransportarlos al centro de una montaña, pero por lo menos las puertas ofrecían una posibilidad de salir del Tártaro. Tampoco tenían una opción mejor.

Bob les ayudó a pasar por encima de otro surco. De repente, las Puertas de la Muerte aparecieron: un rectángulo de oscuridad situado en la cima de la siguiente colina del corazón, a unos cuatrocientos metros de distancia, rodeado por una horda de monstruos tan numerosa que Percy podría haber ido andando por encima de sus cabezas.

Las puertas todavía estaban demasiado lejos para distinguir los detalles, pero los titanes que la flanqueaban le resultaban bastante familiares. El de la izquierda llevaba una brillante armadura dorada que relucía con el calor.

—Hiperión —murmuró Percy—. No hay forma de que ese tío se quede muerto.

El de la derecha llevaba una armadura azul oscuro con unos cuernos de carnero enroscados a los lados de su yelmo. Percy solo lo había visto en sueños, pero se trataba definitivamente de Crío, el titán al que Jason había matado en la batalla del monte Tamalpais.

—Los otros hermanos de Bob —dijo Annabeth. La Niebla de la Muerte se arremolinó alrededor de ella y transformó su cara por un momento en una calavera sonriente—. Bob, si tienes que luchar contra ellos, ¿podrás hacerlo?

Bob levantó su escoba como si estuviera listo para limpiar porquería.

—Debemos darnos prisa —dijo, una frase que no era realmente una respuesta, como Percy advirtió—. Seguidme.

La Casa de Hades
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
portadilla.xhtml
dedicatoria.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Glosario.xhtml
autor.xhtml