LXIV
Percy
—¡Jápeto! —rugió Hiperión—. Vaya, vaya. Creía que estabas escondido en alguna parte debajo de un cubo de fregar.
Bob avanzó pesadamente con el entrecejo fruncido.
—No estaba escondido.
Percy se dirigió sigilosamente al lado derecho de las puertas. Annabeth se acercó furtivamente a la izquierda. Los titanes no dieron muestras de verlos, pero Percy no se arriesgó. Los monstruos más pequeños guardaban una distancia respetuosa con los titanes, de modo que había suficiente espacio para maniobrar alrededor de las puertas. Sin embargo, Percy era muy consciente de la multitud que gruñía detrás de él.
Annabeth había elegido el lado que Hiperión estaba vigilando, partiendo de la teoría de que era más probable que percibiera a Percy. Al fin y al cabo, Percy era el último que lo había matado en el mundo de los mortales. A Percy le parecía bien. Después de estar tanto tiempo en el Tártaro, apenas podía mirar la ardiente armadura dorada de Hiperión sin que se le nublara la vista.
En el lado de las puertas en el que Percy se encontraba, Crío permanecía callado y siniestro, con la cara tapada por su yelmo de cabeza de carnero. Mantenía un pie sobre el ancla de las cadenas y el pulgar en el botón de subida.
Bob se situó de cara a sus hermanos. Plantó la lanza y trató de parecer lo más feroz posible con un gatito en el hombro.
—Hiperión y Crío. Me acuerdo de vosotros dos.
—¿De verdad, Jápeto? —el titán dorado se rió, mirando a Crío para hacerle partícipe de la broma—. ¡Vaya, me alegro! He oído que Percy Jackson te lavó el cerebro y te convirtió en una fregona. ¿Qué nombre te puso? ¿Betty?
—Bob —gruñó Bob.
—Bueno, ya era hora de que aparecieras, Bob. Crío y yo llevamos meses aquí atrapados…
—Semanas —lo corrigió Crío, cuya voz sonaba como un rumor grave dentro del yelmo.
—¡Lo que sea! —dijo Hiperión—. Vigilar estas puertas y dejar pasar a los monstruos obedeciendo órdenes de Gaia es aburrido. Crío, ¿cuál es el siguiente grupo?
—El Rojo Doble —dijo Crío.
Hiperión suspiró. Las llamas brillaron más intensamente a través de sus hombros.
—El Rojo Doble. ¿Por qué pasamos del A-22 al Rojo Doble? ¿Qué clase de sistema es ese? —lanzó una mirada fulminante a Bob—. Este trabajo no es para mí: ¡el señor de la luz! ¡El titán del este! ¡El amo del amanecer! ¿Por qué me veo obligado a esperar en la oscuridad mientras los gigantes entran en combate y se llevan toda la gloria? A ver, en el caso de Crío lo puedo entender…
—A mí me tocan las peores tareas —murmuró Crío, con el pulgar todavía en el botón.
—Pero ¿yo? —dijo Hiperión—. ¡Es ridículo! Este debería ser tu trabajo, Jápeto. Toma, ocupa mi sitio un rato.
Bob se quedó mirando las puertas, pero tenía una mirada distante, perdida en el pasado.
—Los cuatro dominamos a nuestro padre Urano —recordó—. Ceo, vosotros dos y yo. Cronos nos prometió el mando de las cuatro esquinas del mundo a cambio de ayudarle a asesinarlo.
—Desde luego —dijo Hiperión—. ¡Y yo lo hice encantado! ¡Habría empuñado la guadaña yo mismo si hubiera tenido la ocasión! Pero tú, Bob… tú siempre te opusiste al asesinato, ¿verdad? ¡El titán del oeste, blando como el algodón! Nunca sabré por qué nuestros padres te llamaron el Perforador. Te tendrían que haber llamado el Llorica.
Percy llegó al gancho del ancla. Quitó el capuchón de su bolígrafo, y Contracorriente se estiró cuan larga era. Crío no reaccionó. Su atención estaba centrada en Bob, quien acababa de situar la punta de su lanza a la altura del pecho de Hiperión.
—Todavía puedo perforar —dijo Bob quedamente, sin alterar la voz—. Alardeas demasiado, Hiperión. Brillas y echas fuego, pero Percy Jackson te venció de todas formas. He oído que te convertiste en un bonito árbol en Central Park.
Los ojos de Hiperión ardían.
—Ten cuidado, hermano.
—Por lo menos el trabajo de conserje es honrado —dijo Bob—. Limpio lo que ensucian los demás. Dejo el palacio mejor de lo que lo he encontrado. Pero a ti… a ti no te importan los desastres que provocas. Seguiste a ciegas a Cronos. Y ahora recibes órdenes de Gaia.
—¡Es nuestra madre! —rugió Hiperión.
—Ella no se despertó durante nuestra guerra en el Olimpo —recordó Bob—. Tiene favoritismo por su segunda progenie, los gigantes.
Crío gruñó.
—Es cierto. Los hijos del foso.
—¡Callaos los dos! —la voz de Hiperión tenía un dejo de miedo—. Nunca se sabe cuándo está escuchando.
El timbre del ascensor sonó. Los tres titanes se sobresaltaron.
Crío dejó escapar un suspiro.
¿Habían pasado doce minutos? Percy había perdido la noción del tiempo. Crío levantó el dedo del botón y gritó:
—¿Rojo Doble? ¿Dónde está el Rojo Doble?
Hordas de monstruos se movieron y se empujaron, pero ninguno avanzó.
—Les dije que no perdieran sus billetes. ¡Rojo Doble! ¡Perderéis vuestra posición en la cola!
Annabeth estaba en su sitio, justo detrás de Hiperión. Alzó su espada de hueso de drakon por encima de la base de las cadenas. A la ardiente luz de la armadura del titán, su disfraz de Niebla de la Muerte le hacía parecer un demonio en llamas.
Levantó tres dedos, lista para iniciar la cuenta. Tenían que cortar las cadenas antes de que el siguiente grupo tratara de ocupar el ascensor, pero también tenían que asegurarse de que los titanes estaban lo más distraídos posible.
Hiperión maldijo entre dientes.
—Genial. Esto fastidiará el programa —dedicó una sonrisa burlona a Bob—. Elige, hermano. Lucha contra nosotros o ayúdanos. No tengo tiempo para tus sermones.
Bob miró a Annabeth y Percy. Percy creyó que provocaría una pelea, pero en lugar de ello levantó la punta de su lanza.
—Muy bien. Os relevaré de la guardia. ¿Cuál de vosotros quiere descansar primero?
—Yo, por supuesto —dijo Hiperión.
—¡Yo! —le espetó Crío—. He estado apretando este botón tanto tiempo que se me va a caer el dedo.
—Yo llevo aquí de pie más tiempo —gruñó Hiperión—. Vosotros dos vigilad las puertas mientras yo subo al mundo de los mortales. ¡Tengo que vengarme de unos héroes griegos!
—¡Oh, no! —se quejó Crío—. Ese chico romano, el que me mató en el monte Otris, está camino de Epiro. Tuvo suerte. Ahora me toca a mí.
—¡Bah! —Hiperión desenvainó su espada—. ¡Yo te destriparé primero, Cabeza de Carnero!
Crío levantó su espada.
—¡Inténtalo, pero no pienso quedarme en este POZO APESTOSO más tiempo!
Annabeth llamó la atención de Percy. Esbozó con la boca las palabras: «Uno, dos…».
Antes de que pudiera golpear las cadenas, un silbido agudo le perforó los oídos, como el sonido de un cohete. A Percy solo le dio tiempo a pensar: «Oh, no». Entonces una explosión sacudió la ladera. Una ola de calor derribó a Percy hacia atrás. La metralla oscura arrasó a Crío e Hiperión y los hizo trizas con la facilidad con que una trituradora desmenuza la madera.
POZO APESTOSO. Una voz cavernosa atravesó las llanuras y sacudió el terreno carnoso y caliente.
Bob se levantó tambaleándose. De algún modo la explosión no le había alcanzado. Blandió la lanza por delante de él, tratando de localizar de dónde venía la voz. Bob el Pequeño se metió en su mono.
Annabeth había caído a seis metros de las puertas. Cuando se levantó, Percy se alegró tanto de que estuviera viva que tardó un instante en darse cuenta de que había recobrado el aspecto de siempre. La Niebla de la Muerte se había evaporado.
Se miró las manos. Su disfraz también había desaparecido.
TITANES, dijo la voz despectivamente. SERES RUINES. IMPERFECTOS Y DÉBILES.
El aire se oscureció y se solidificó. El ser que apareció era tan enorme e irradiaba una malevolencia tan pura que a Percy le entraron ganas de alejarse y esconderse.
En cambio, se obligó a recorrer con la vista la figura del dios, empezando por sus botas de hierro negro del tamaño de un ataúd. Tenía las piernas cubiertas por unas grebas oscuras; su carne era toda músculo morado, como el terreno. Su falda blindada estaba hecha de miles de huesos retorcidos y ennegrecidos entrelazados como eslabones de una cadena y sujetos por un cinturón de monstruosos brazos entretejidos.
En la superficie de la coraza del guerrero, rostros tenebrosos aparecían y se sumergían —gigantes, cíclopes, gorgonas y drakones—, todos apretándose contra la armadura como si trataran de salir.
Los brazos del guerrero estaban descubiertos —musculosos, morados y relucientes—, y sus manos eran grandes como palas de excavadora.
Lo peor era su cabeza: un yelmo de roca y metal retorcidos sin ninguna forma concreta, solo pinchos puntiagudos y palpitantes charcos de magma. Toda su cara era un remolino: una espiral de oscuridad que giraba hacia dentro. Mientras Percy miraba, las últimas partículas de esencia de titán de Hiperión y Crío fueron absorbidas por las fauces del guerrero.
Percy recuperó el habla.
—Tártaro.
El guerrero emitió un sonido como el de una montaña partiéndose por la mitad: un rugido o una risa, Percy no estaba seguro.
Esta forma solo es una pequeña manifestación de mi poder, dijo el dios. Pero es suficiente para tratar con vosotros. Yo no intervengo a la ligera, pequeño semidiós. Tratar con mosquitos como tú es indigno de mí.
—Ejem… —las piernas de Percy amenazaban con desplomarse—. No… hace falta que se tome la molestia.
Habéis demostrado ser sorprendentemente fuertes, dijo Tártaro. Habéis llegado muy lejos. Ya no puedo mantenerme al margen observando vuestros progresos.
Tártaro extendió los brazos. A través del valle, miles de monstruos gimieron y rugieron, entrechocando sus armas y gritando con júbilo. Las Puertas de la Muerte se sacudieron entre las cadenas.
Debéis sentiros honrados, pequeños semidioses, dijo el dios del foso. Ni siquiera los dioses del Olimpo han sido dignos de mi atención personal. ¡Pero vosotros seréis aniquilados por el mismísimo Tártaro!