XXXVIII
Annabeth

¿Lo más insultante de todo?

Que el drakon era fácilmente la criatura más bonita que Annabeth había visto desde que había caído al Tártaro. Su piel estaba cubierta de motas amarillas y verdes, como la luz del sol a través del manto de un bosque. Sus ojos reptiles eran del tono verde mar favorito de Annabeth (como los de Percy). Cuando su gorguera de escamas se desplegó alrededor de su cabeza, Annabeth no pudo evitar pensar en lo regio que era el monstruo que estaba a punto de matarla.

Era perfectamente tan largo como un tren de metro. Sus enormes garras se clavaban en el lodo a medida que avanzaba y su cola se agitaba de un lado al otro. El drakon siseaba, escupiendo chorros de veneno verde que humeaba en el suelo cubierto de musgo e incendiaba pozos de alquitrán, y llenaba el aire de aroma a pino fresco y jengibre. Incluso olía bien. Como la mayoría de los drakones, no tenía alas, era más largo y tenía más aspecto de serpiente que de un dragón, y parecía hambriento.

—Bob —dijo Annabeth—, ¿a qué nos enfrentamos?

—A un drakon meonio —dijo Bob—. De Meonia.

Más información útil. Annabeth habría pegado a Bob en la cabeza con su escoba si hubiera podido levantarla.

—¿Existe alguna forma de que podamos matarlo?

—¿Nosotros? —dijo Bob—. No.

El drakon rugió como para recalcar ese punto y llenó el aire de más veneno de pino y jengibre, que habría resultado un excelente aroma de ambientador para coche.

—Pon a Percy a salvo —dijo Annabeth—. Yo lo distraeré.

No tenía ni idea de cómo iba a hacerlo, pero era su única opción. No podía dejar morir a Percy mientras tuviera fuerzas para mantenerse en pie.

—No hace falta —dijo Bob—. En cualquier momento…

—¡GRRRRRR!

Annabeth se volvió cuando el gigante salió de su choza.

Medía unos seis metros de altura —la estatura habitual de un gigante— y tenía la parte superior del cuerpo de un humanoide y unas patas reptiles con escamas, como un dinosaurio bípedo. No tenía armas. En lugar de armadura, llevaba una camisa cosida con pieles de oveja y cuero con manchas verdes. Su piel era rojo cereza; su barba y su cabello eran de color herrumbre, trenzado con matas de hierba, hojas y flores del pantano.

Lanzó un grito desafiante, pero afortunadamente no estaba mirando a Annabeth. Bob la apartó de un tirón cuando el gigante se dirigió como un huracán hacia el drakon.

Los dos desentonaban como en una extraña escena de combate navideña: el rojo contra el verde. El drakon escupió veneno. El gigante se lanzó a un lado. Agarró el roble y lo arrancó del suelo con las raíces incluidas. El viejo cráneo se deshizo en polvo cuando el gigante levantó el árbol como un bate de béisbol.

La cola del drakon rodeó la cintura del gigante de un latigazo y lo acercó a rastras a sus dientes rechinantes. Pero en cuanto el gigante tuvo el monstruo al alcance, le metió el árbol por la garganta.

Annabeth esperaba no tener que volver a ver una escena tan espantosa. El árbol atravesó la garganta del drakon y lo empaló en el suelo. Las raíces empezaron a moverse, escarbaron cada vez más hondo al tocar la tierra y afianzaron el roble hasta que pareció que llevase siglos en ese sitio. El drakon se sacudió y se revolvió, pero estaba bien sujeto.

El gigante asestó un puñetazo al drakon en el pescuezo. CRAC. El monstruo se quedó sin fuerzas. Empezó a disolverse y no dejó más que fragmentos de hueso, carne, piel y un nuevo cráneo de drakon cuyas fauces abiertas rodeaban el roble.

Bob gruñó.

—Buen golpe.

El gatito asintió ronroneando y empezó a limpiarse las garras.

El gigante dio una patada a los restos del drakon, examinándolos con ojo crítico.

—Huesos malos —se quejó—. Quería un nuevo bastón. Hum. Pero la piel es buena para la letrina.

Arrancó un pellejo del cuello del drakon y lo puso en el cinturón.

—Oh… —Annabeth quería preguntar si de verdad el gigante usaba pellejo de drakon como papel higiénico, pero decidió no hacerlo—. Bob, ¿quieres presentarnos?

—Annabeth… —Bob dio unos golpecitos en las piernas de Percy—. Este es Percy.

Annabeth esperaba que el titán estuviera tomándole el pelo, pero la cara de Bob no revelaba nada.

Ella apretó los dientes.

—Me refería al gigante. Prometiste que podría ayudarnos.

—¿Una promesa? —el gigante miró desde su creación. Sus ojos se entornaron bajo sus pobladas cejas rojas—. Una promesa es cosa seria. ¿Por qué iba a prometer Bob que os ayudaría?

Bob cambió el peso de un pie al otro. Los titanes daban miedo, pero Annabeth nunca había visto uno al lado de un gigante. Comparado con el exterminador de drakones, Bob parecía un enano.

—Damasén es un gigante bueno —dijo Bob—. Es pacífico. Puede curar el veneno.

Annabeth observó al gigante Damasén, que estaba arrancando pedazos de carne sangrienta del cadáver del drakon con sus manos.

—Pacífico —dijo—. Sí, ya lo veo.

—Carne buena para la cena —Damasén se puso derecho y examinó a Annabeth, como si fuera otra posible fuente de proteínas—. Entrad. Prepararemos estofado. Luego nos ocuparemos de esa promesa.

La Casa de Hades
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