XXXI
Percy
Durante un emocionante minuto Percy sintió que estaba ganando. Contracorriente atravesaba a las arai como si estuvieran hechas de azúcar en polvo. A una le entró pánico y se chocó de frente contra un árbol. Otra chilló y trató de huir volando, pero Percy le cortó las alas y el monstruo cayó en espiral a la sima.
Cada vez que una diabla se desintegraba, Percy experimentaba una sensación de temor más intensa: estaba cayendo sobre él otra maldición. Algunas eran brutales y dolorosas: puñaladas en el estómago, la sensación abrasadora de estar siendo rociado con un soplete… Otras eran sutiles: frío en la sangre, un tic incontrolable en el ojo derecho…
¿Quién te maldice con su último aliento y dice: «Espero que sufras un tic nervioso en el ojo»?
Percy sabía que había matado a muchos monstruos, pero nunca había pensado en ello desde el punto de vista de los monstruos. En ese momento, todo su dolor, su ira y su rencor caían sobre él y minaban sus fuerzas.
Las arai no paraban de acercarse. Por cada una que mataba, era como si aparecieran seis más.
Se le estaba cansando el brazo con el que sujetaba la espada. Le dolía el cuerpo y la vista se le nublaba. Trató de dirigirse a Annabeth, pero ella estaba fuera de su alcance, llamándolo mientras deambulaba entre los monstruos.
Cuando Percy se dirigía a ella dando tumbos, un monstruo se echó encima de él y le clavó los dientes en el muslo. Percy gritó. Redujo a polvo a la diabla de un espadazo, pero inmediatamente cayó de rodillas.
La boca le ardía todavía más que al tragar agua de fuego del Flegetonte. Se inclinó, estremeciéndose y sacudido por las arcadas, mientras una docena de serpientes de fuego parecían abrirse paso por su esófago.
Has elegido, dijo la voz de las arai, la maldición de Fineas…, una magnífica muerte dolorosa.
Percy trató de hablar. Tenía la lengua como si la hubiera metido en un microondas. Se acordó del rey ciego que había perseguido a unas arpías por Portland con una desbrozadora. Percy lo había retado a un duelo, y el perdedor había bebido un frasco letal de sangre de gorgona. Percy no recordaba que el viejo ciego hubiera pronunciado una maldición final, pero, como Fineas se disolvió y regresó al inframundo, probablemente no le había deseado a Percy una vida larga y feliz.
Después de la victoria de Percy, Gaia le había advertido: «No fuerces tu suerte. Cuando te llegue la muerte, te prometo que será mucho más dolorosa que la causada por sangre de gorgona».
En ese momento estaba en el Tártaro, muriéndose a causa de la sangre de gorgona, además de otra docena de atroces maldiciones, mientras veía como su novia andaba dando traspiés, desvalida y ciega, creyendo que él la había abandonado. Aferró su espada. Sus nudillos empezaron a humear. Volutas de humo blanco salían de sus antebrazos.
«No pienso morir así», pensó.
No solo porque fuera doloroso y de una cobardía insultante, sino también porque Annabeth lo necesitaba. Cuando él estuviera muerto, las diablas centrarían su atención en ella. No podía dejarla sola.
Las arai se apiñaron en torno a él, riéndose y siseando.
Su cabeza explotará primero, conjeturó la voz.
No, se contestó a sí misma, procedente de otra dirección. Se quemará de golpe.
Estaban apostando a ver cómo moriría y la marca de chamusquina que dejaría en el suelo.
—Bob —dijo con voz ronca—. Te necesito.
Una súplica inútil. Apenas podía oírse a sí mismo. ¿Por qué iba a responder Bob a su llamada dos veces? El titán ya sabía la verdad. Percy no era amigo suyo.
Alzó la vista por última vez. Parecía que su entorno parpadease. El cielo hervía y en el suelo se formaban burbujas.
Percy se dio cuenta de que lo que veía del Tártaro no era más que una versión suavizada de su auténtico horror: lo que su cerebro de semidiós podía asimilar. La peor parte estaba oculta, del mismo modo que la Niebla ocultaba los monstruos de la vista de los mortales. Al morir, Percy empezaba a ver la verdad.
El aire era el aliento de Tártaro. Todos aquellos monstruos no eran más que glóbulos circulando por su cuerpo. Todo lo que Percy veía era un sueño en la mente del siniestro dios del foso.
Así debía de ser como Nico había visto el Tártaro, y había estado a punto de acabar con su cordura. Nico, una de las muchas personas a las que Percy no había tratado demasiado bien. Si él y Annabeth habían llegado tan lejos en el Tártaro había sido porque Nico di Angelo se había comportado como un verdadero amigo de Bob.
¿Ves el horror del foso?, dijeron las arai con un tono tranquilizador. Ríndete, Percy Jackson. ¿Acaso no es mejor la muerte que soportar este sitio?
—Lo siento —murmuró Percy.
¡Se disculpa! Las arai chillaron regocijadas. ¡Se arrepiente de su vida fracasada y de sus crímenes contra los hijos de Tártaro!
—No —repuso Percy—. Lo siento, Bob. Debería haber sido sincero contigo. Por favor… perdóname. Protege a Annabeth.
No esperaba que Bob le oyera ni que le hiciera caso, pero descargar su conciencia le pareció lo correcto. No podía culpar a nadie de sus problemas. Ni a los dioses. Ni a Bob. Ni siquiera podía culpar a Calipso, la chica a la que había abandonado en aquella isla. Tal vez ella se había vuelto resentida y había maldecido a la novia de Percy por desesperación. Aun así, Percy debería haber mantenido el contacto con Calipso y haberse asegurado de que los dioses la liberasen de su exilio en Ogigia como le habían prometido. No la había tratado mejor de lo que había tratado a Bob. Ni siquiera había pensado en ella, aunque su planta de lazo de luna todavía florecía en la jardinera de la ventana de su madre.
Tuvo que hacer acopio de las fuerzas que le quedaban, pero se levantó. Su cuerpo entero desprendía humo. Las piernas le temblaban. Sus entrañas se revolvían como un volcán.
Por lo menos podía morir luchando. Levantó a Contracorriente.
Pero antes de que pudiera atacar, todas las arai que había delante de él estallaron en una nube de polvo.