XXXII
Percy
Desde luego, Bob sabía usar la escoba.
Lanzaba tajos de un lado al otro y destruía a las diablas una detrás de otra mientras Bob el Pequeño reposaba en su hombro, arqueando la espalda y siseando.
En unos segundos, las arai habían desaparecido. La mayoría se había volatilizado. Las más listas se habían ido a la oscuridad volando y chillando aterrorizadas.
Percy quería dar las gracias al titán, pero le fallaba la voz. Las piernas le flaqueaban. Los oídos le zumbaban. A través del fulgor rojo del dolor, vio a Annabeth a unos metros de distancia, deambulando a ciegas hacia el borde del acantilado.
—¡No! —gruñó Percy.
Bob siguió su mirada. Saltó hacia Annabeth y la cogió en brazos. Ella se puso a chillar y a dar patadas, aporreando la barriga del titán, pero a Bob no pareció importarle. La llevó hasta Percy y la dejó con delicadeza.
El titán le tocó la frente.
—Pupa.
Annabeth dejó de pelear. Su vista se aclaró.
—¿Dónde…? ¿Qué…?
Vio a Percy, y una serie de expresiones cruzaron brevemente su rostro: alivio, alegría, sorpresa, horror.
—¿Qué le ocurre? —gritó—. ¿Qué ha pasado?
Meció los hombros del chico y rompió a llorar contra su cabeza.
Percy quería decirle que todo iba bien, pero por supuesto no era así. Ni siquiera se notaba el cuerpo. Su conciencia era como un pequeño globo de helio atado débilmente en lo alto de su cabeza. No tenía peso ni fuerza. Y no paraba de hincharse y se volvía más y más ligero. Sabía que en poco tiempo reventaría o que la cuerda se rompería, y su vida se iría flotando.
Annabeth tomó su cara entre las manos. Lo besó y le limpió el polvo y el sudor de los ojos.
Bob se levantó por encima de ellos, con su escoba plantada como una bandera. Tenía una expresión impenetrable de un blanco luminoso en la oscuridad.
—Muchas maldiciones —dijo Bob—. Percy ha hecho muchas cosas malas a los monstruos.
—¿Puedes curarlo? —rogó Annabeth—. Como hiciste con mi ceguera. ¡Cura a Percy!
Bob frunció el entrecejo. Se toqueteó la placa de identificación del uniforme como si fuera una costra.
Annabeth volvió a intentarlo.
—Bob…
—Jápeto —la corrigió Bob, en un tenue rumor—. Antes de Bob era Jápeto.
El aire estaba totalmente inmóvil. Percy se sentía indefenso, casi desconectado del mundo.
—Me gusta más Bob —la voz de Annabeth sonaba sorprendentemente serena—. ¿Cuál te gusta a ti?
El titán la observó con sus ojos de plata pura.
—Ya no lo sé.
Se agachó al lado de ella y examinó a Percy. El rostro de Bob estaba demacrado y lleno de preocupación, como si de repente notara el peso de todos sus siglos de existencia.
—Lo prometí —murmuró—. Nico me pidió ayuda. No creo que ni a Jápeto ni a Bob les guste romper sus promesas.
Tocó la frente de Percy.
—Pupa —murmuró el titán—. Pupa muy grande.
Percy se desplomó hacia atrás. El zumbido de sus oídos se desvaneció. Su vista se aclaró. Todavía se sentía como si se hubiera tragado una freidora. Las entrañas le bullían. Notaba que el veneno solo había sido retardado, no extraído.
Pero estaba vivo.
Trató de mirar a Bob a los ojos y de expresarle su gratitud. La cabeza le colgó contra el pecho.
—Bob no puede curar esto —dijo el titán—. Demasiado veneno. Demasiadas maldiciones acumuladas.
Annabeth abrazó los hombros de Percy. Él quería decir: «Eso sí que lo noto. Ay. Demasiado fuerte».
—No hay agua —dijo Bob—. El Tártaro es malo.
«Ya me había dado cuenta», le entraron ganas de gritar a Percy.
Por lo menos el titán se llamó a sí mismo «Bob». A pesar de culpar a Percy por arrebatarle la memoria, tal vez pudiera ayudar a Annabeth si Percy no sobrevivía.
—No —insistió Annabeth—. No, tiene que haber una forma. Tiene que haber algo para curarlo.
Bob posó la mano en el pecho de Percy. Un cosquilleo frío como el del bálsamo de eucalipto se extendió a través de su esternón, pero en cuanto Bob levantó la mano, el alivió cesó. Percy volvió a notar los pulmones calientes como la lava.
—El Tártaro mata a los semidioses —dijo Bob—. Cura a los monstruos, pero vuestro sitio no está aquí. El Tártaro no curará a Percy. El foso odia a los de vuestra condición.
—Me da igual —dijo Annabeth—. Incluso aquí tiene que haber algún sitio donde pueda descansar o una cura que pueda recibir. A lo mejor en el altar de Hermes o…
A lo lejos, una voz grave rugió; una voz que lamentablemente Percy reconoció.
—¡LO HUELO! —bramó el gigante—. ¡CUIDADO, HIJO DE POSEIDÓN! ¡VOY A POR TI!
—Polibotes —dijo Bob—. Odia a Poseidón y a sus hijos. Está muy cerca.
Annabeth se empeñó en levantar a Percy. Él detestaba que se esforzara tanto, pero se sentía como un saco de bolas de billar. Incluso apoyando casi todo su peso en Annabeth, apenas se tenía en pie.
—Bob, voy a seguir, contigo o sin ti —dijo ella—. ¿Me vas a ayudar?
Bob el Pequeño maulló y empezó a ronronear, frotándose contra el mentón de Bob.
Bob miró a Percy, y Percy deseó poder descifrar la expresión del titán. ¿Estaba enfadado o solo pensativo? ¿Estaba planeando vengarse o simplemente se sentía dolido porque Percy le había mentido diciéndole que era su amigo?
—Hay un sitio —dijo Bob finalmente—. Hay un gigante que podría saber qué hacer.
A Annabeth por poco se le cayó Percy.
—Un gigante. Bob, los gigantes son malos.
—Hay uno bueno —insistió Bob—. Créeme. Os llevaré…, a menos que Polibotes y los demás nos pillen antes.