L
Leo
—¡Hefesto bendito! —dijo Leo.
El sendero daba al jardín más bonito que Leo había visto en su vida. Tampoco es que él hubiera visitado muchos, pero… caray. A la izquierda había un huerto y una viña: melocotoneros con frutos de color rojo dorado que olían estupendamente al cálido sol, vides podadas con cuidado y repletas de uvas, emparrados de jazmines en flor y un montón de plantas más cuyos nombres Leo ignoraba.
A la derecha había pulcros arriates con verduras y hierbas, dispuestos como radios alrededor de una gran fuente chispeante donde unos sátiros de bronce escupían agua en un tazón central.
Al fondo del jardín, donde terminaba el sendero, una cueva se abría a un lado de la herbosa colina. Comparada con el búnker 9 del campamento, la entrada era diminuta, pero resultaba imponente a su manera. A cada lado había unas relucientes columnas griegas talladas en la roca cristalina. La parte superior estaba provista de una barra de bronce que sostenía unas sedosas cortinas blancas.
La nariz de Leo se vio asaltada por buenos olores: cedro, enebro, jazmín, melocotones y hierbas frescas. El aroma de la cueva le llamó poderosamente la atención: un olor parecido al del estofado de carne.
Echó a andar hacia la entrada de la cueva. ¿Cómo podía resistirse? Pero se detuvo al ver a la chica. Estaba arrodillada en su huerto, de espaldas a Leo. Murmuraba para sí mientras cavaba con la ayuda de un desplantador.
Leo se acercó a ella por un lado para que pudiera verlo. No quería sorprenderla estando armada con una herramienta de jardinería puntiaguda.
La chica no paraba de maldecir en griego antiguo y de clavar el desplantador en la tierra. Tenía los brazos, la cara y el vestido blanco manchados de tierra, pero no parecía que le importase.
Leo valoró ese detalle. Tenía mejor aspecto con un poco de barro: parecía menos una reina de la belleza y más una persona de verdad a la que no se le caían los anillos por ensuciarse las manos.
—Creo que ya has castigado bastante la tierra —dijo.
Ella lo miró ceñuda, los ojos enrojecidos y llorosos.
—Lárgate.
—Estás llorando —dijo él, un comentario estúpidamente obvio, pero verla en ese estado lo pilló desprevenido. Era difícil seguir enfadado con alguien que estaba llorando.
—No es asunto tuyo —murmuró ella—. La isla es grande. Búscate… un sitio. Déjame en paz —agitó la mano vagamente hacia el sur—. Ve en esa dirección, por ejemplo.
—Entonces, no hay balsa mágica —dijo Leo—. ¿Y no hay otra forma de salir de la isla?
—¡Por lo visto, no!
—¿Qué se supone que tengo que hacer, entonces? ¿Quedarme sentado en las dunas hasta que me muera?
—Eso estaría bien… —la chica lanzó el desplantador y maldijo mirando al cielo—. Pero supongo que no puede morir aquí, ¿verdad? ¡Zeus! ¡No tiene gracia!
«¿Que no puedo morir aquí?»
—Un momento.
A Leo le daba vueltas la cabeza como un cigüeñal. No podía traducir del todo lo que la chica decía, como cuando oía a españoles o sudamericanos hablando en castellano. Sí, entendía más o menos lo que ella decía, pero le sonaba tan distinto que era como otro idioma.
—Voy a necesitar un poco de información —dijo—. No quieres verme el pelo, y me parece bien. Yo tampoco quiero estar aquí. Pero no voy a morirme en un rincón. Tengo que salir de esta isla. Tiene que haber una forma. Todos los problemas tienen una solución.
Ella se rió con amargura.
—Tú no has vivido mucho si sigues creyendo eso.
Lo dijo de tal forma que a Leo le recorrió la espalda un escalofrío. Aparentaba la misma edad que él, pero se preguntaba cuántos años tendría realmente.
—Antes dijiste algo sobre una maldición —apuntó.
Ella flexionó los dedos, como si estuviera practicando una técnica de estrangulamiento.
—Sí. No puedo irme de Ogigia. Mi padre, Atlas, luchó contra los dioses, y yo le apoyé.
—Atlas —dijo Leo—. ¿El titán Atlas?
La chica puso los ojos en blanco.
—Sí, insufrible… —fuera lo que fuese lo que iba a decir, se lo calló—. Fui encarcelada aquí, donde no pudiera causar problemas a los dioses del Olimpo. Hará cosa de un año, después de la segunda guerra de los titanes, los dioses juraron que perdonarían a sus enemigos y ofrecerían la amnistía. Supuestamente, Percy se lo hizo prometer…
—Percy —dijo Leo—. ¿Percy Jackson?
Ella cerró los ojos apretándolos. Una lágrima le cayó por la mejilla.
«Oh», pensó Leo.
—Percy vino aquí —dijo.
Ella hundió los dedos en la tierra.
—Yo… yo pensaba que me pondrían en libertad. Me atreví a albergar esperanzas… pero sigo aquí.
Entonces Leo se acordó. Se suponía que la historia era un secreto, pero precisamente por eso había corrido como la pólvora por el campamento. Percy se la había contado a Annabeth. Piper se la había contado a Jason…
Percy había dicho que había visitado esa isla. Había conocido a una diosa que se había colado hasta las trancas por él y que había querido que él se quedase, pero al final le había dejado marchar.
—Tú eres esa mujer —dijo Leo—. La que se llamaba como la música caribeña.
Los ojos de la joven emitieron un brillo asesino.
—¿Música caribeña?
—Sí. ¿Reggae? —Leo negó con la cabeza—. ¿Merengue? Espera, lo tengo en la punta de la lengua.
Chasqueó los dedos.
—¡Calipso! Pero Percy dijo que eras estupenda. Dijo que eras dulce y atenta, no, ejem…
Ella se levantó de golpe.
—¿Sí?
—Esto… nada —dijo Leo.
—¿Serías tú dulce si los dioses se olvidaran de su promesa de liberarte? —preguntó—. ¿Serías dulce si se burlaran de ti mandándote a otro héroe, pero un héroe como… como tú?
—¿Es una pregunta con trampa?
—Di inmortales! —la chica se volvió y se metió en su cueva.
—¡Eh!
Leo echó a correr tras ella.
Cuando entró perdió el hilo de sus pensamientos. Las paredes eran de pedazos de cristal multicolores. Unas cortinas blancas dividían la cueva en distintas habitaciones equipadas con cómodas almohadas, alfombras tejidas y platos con fruta fresca. Vio un arpa en un rincón, un telar en otro y una cazuela donde borboteaba un estofado que inundaba la cueva de deliciosos aromas.
¿Y lo más raro de todo? Que las tareas se hacían solas. Por el aire flotaban toallas que se doblaban y se amontonaban en pilas ordenadas. Las cucharas se lavaban en un fregadero de cobre. La escena le trajo a la memoria a los espíritus del viento que le habían servido comida en el Campamento Júpiter.
Calipso estaba ante una palangana, limpiándose la suciedad de los brazos.
Miró a Leo con el entrecejo fruncido, pero no le gritó que se fuera. Parecía estarse quedando sin energía para su ira.
Leo se aclaró la garganta. Si quería recibir ayuda de esa chica, tenía que ser amable.
—Bueno… entiendo por qué estás enfadada. Probablemente no quieras volver a ver a otro semidiós. Supongo que no te sentó bien cuando, ejem, Percy te dejó…
—Él solo fue el último —gruñó ella—. Antes de él fue el pirata Drake. Y antes de él, Odiseo. ¡Todos eran iguales! Los dioses me mandaron a sus mejores héroes, los héroes de los que yo no pude evitar…
—Te enamoraste de ellos —aventuró Leo—. Y luego te abandonaron.
A ella le tembló el mentón.
—Esa es mi maldición. Esperaba estar libre de ella a estas alturas, pero aquí estoy, atrapada en Ogigia después de tres mil años.
—Tres mil —Leo notó un hormigueo en la lengua, como si acabara de comer Peta Zetas—. Tienes buen aspecto para tener tres mil años.
—Y ahora…, el peor insulto de todos. Los dioses se burlan de mí mandándote a ti.
La ira empezó a bullir en el estómago de Leo.
Sí, lo típico. Si Jason estuviera allí, Calipso se enamoraría perdidamente de él. Le suplicaría que se quedara, pero él se haría el noble diciendo que tenía que volver para cumplir con su deber y dejaría a Calipso desconsolada. La balsa mágica sí que llegaría para él.
¿Y Leo? Él era el invitado pesado del que ella no podría librarse. Nunca se enamoraría de él porque no estaba a su altura. Tampoco es que le importara. Ella no era su tipo de todas formas. Era demasiado cargante, y preciosa y… bueno, daba igual.
—Está bien —dijo—. Te dejaré en paz. Me fabricaré algo y me iré de esta estúpida isla sin tu ayuda.
Calipso movió la cabeza con cara de tristeza.
—No lo entiendes, ¿verdad? Los dioses se están riendo de los dos. Si la balsa no aparece, significa que han cerrado Ogigia. Estás atrapado aquí igual que yo. No podrás irte nunca.