LXXIV
Hazel
La brújula interna de Hazel daba vueltas como loca.
Recordó que cuando era muy pequeña, a finales de los años treinta, su madre la había llevado al dentista en Nueva Orleans para que le quitaran un diente picado. Era la primera y la única vez que Hazel había accedido a cualquiera de las dos cosas. El dentista le prometió que le entraría sueño y se relajaría, pero Hazel se sintió como si saliera de su cuerpo flotando, aterrorizada y fuera de control. Cuando el efecto del éter se pasó, llevaba tres días enferma.
Lo que le pasaba entonces parecía una dosis enorme de éter.
Una parte de ella sabía que todavía estaba en la caverna. Pasífae se encontraba a pocos metros delante de ellos. Clitio aguardaba en silencio ante las Puertas de la Muerte.
Sin embargo, capas de Niebla envolvían a Hazel y distorsionaban su sentido de la realidad. Dio un paso adelante y se estrelló contra una pared que no debería haber estado allí.
Leo pegó las manos a la piedra.
—Pero ¿qué demonios…? ¿Dónde estamos?
A su izquierda y su derecha se extendía un pasillo. Unas antorchas se consumían en unos candelabros de hierro. El aire olía a moho, como en una vieja tumba. Sobre el hombro de Hazel, Galantis gruñía furiosamente, clavando sus garras en la clavícula de la chica.
—Sí, lo sé —murmuró Hazel a la comadreja—. Es una ilusión.
Leo aporreó la pared.
—Una ilusión muy convincente.
Pasífae se rió. Su voz sonaba débil y lejana.
—¿Es una ilusión, Hazel Levesque, o algo más? ¿No ves lo que he creado?
Hazel se sentía tan desequilibrada que apenas podía tenerse en pie, y mucho menos pensar con claridad. Trató de aguzar sus sentidos para ver a través de la Niebla y hallar otra vez la caverna, pero lo único que percibía eran túneles que se bifurcaban en una docena de direcciones, avanzando a todas partes menos adelante.
Pensamientos azarosos centelleaban en su mente, como pepitas de oro saliendo a la superficie: «Dédalo». «El Minotauro encerrado». «Morir lentamente en mi nuevo dominio».
—El laberinto —dijo Hazel—. Está rehaciendo el laberinto.
—Y ahora, ¿qué? —Leo había estado dando golpes en la pared con un martillo de bola, pero se volvió y la miró con el entrecejo fruncido—. Creía que el laberinto se hundió durante la batalla en el Campamento Mestizo; que estaba conectado a la fuerza vital de Dédalo o algo por estilo, y que luego él se murió.
Pasífae chasqueó con la lengua en tono de desaprobación.
—Pero yo sigo viva. ¿Atribuyes a Dédalo todos los secretos del laberinto? Yo infundí vida mágica a este laberinto. Dédalo no era nada comparado conmigo: ¡la hechicera inmortal, hija de Helios, hermana de Circe! Ahora el laberinto será mi dominio.
—Es una ilusión —insistió Hazel—. Solo tenemos que abrirnos paso.
Al mismo tiempo que lo decía, las paredes parecieron volverse más sólidas y el olor a moho más intenso.
—Demasiado tarde, demasiado tarde —susurró Pasífae—. El laberinto ya ha despertado. Se extenderá bajo la piel de la tierra una vez más mientras el mundo de los mortales es arrasado. Vosotros, semidioses…, héroes…, recorreréis sus pasillos y moriréis lentamente de sed, miedo y dolor. O tal vez, si me siento misericordiosa, moriréis rápido, ¡entre horribles dolores!
Unos agujeros se abrieron en el suelo bajo los pies de Hazel. Agarró a Leo y lo apartó de un empujón cuando una hilera de pinchos se elevó de golpe y atravesó el techo.
—¡Corre! —gritó.
La risa de Pasífae resonó por el pasillo.
—¿Adónde vas, joven hechicera? ¿Huyes de una ilusión?
Hazel no contestó. Estaba demasiado ocupada tratando de seguir con vida. Detrás de ellos, una hilera tras otra de pinchos se elevaban hacia el techo emitiendo un persistente «clonc, clonc, clonc».
Metió a Leo en un pasillo lateral, saltaron por encima de un alambre tendido a modo de trampa y se detuvieron dando traspiés delante de un foso de seis metros de ancho.
—¿Qué profundidad tiene? —Leo respiraba con dificultad. La pernera de su pantalón se había rasgado al rozarle un pincho.
Los sentidos de Hazel le indicaron que el foso descendía como mínimo quince metros todo recto y que había un charco de veneno al fondo. ¿Podía fiarse de sus sentidos? No sabía si Pasífae había creado un nuevo laberinto o no, pero creía que seguían en la misma caverna, obligados a correr sin rumbo de un lado a otro mientras Pasífae y Clitio miraban con regocijo. Tanto si era una ilusión como si no, a menos que Hazel averiguara cómo salir del laberinto, las trampas los matarían.
—Faltan ocho minutos —dijo la voz de Pasífae—. Me encantaría que sobrevivierais, de verdad. Eso demostraría que sois merecedores de ser sacrificados para Gaia en Atenas. Pero entonces, por otra parte, no necesitaríamos a vuestros amigos del ascensor.
A Hazel le latía el corazón con fuerza. Se volvió hacia la pared de su izquierda. A pesar de lo que le dictaban sus sentidos, esa debería ser la dirección de las puertas. Pasífae debería hallarse justo delante de ella.
Hazel quería atravesar la pared y estrangular a la hechicera. Al cabo de ocho minutos, ella y Leo tendrían que estar ante las Puertas de la Muerte para dejar salir a sus amigos.
Sin embargo, Pasífae era una hechicera inmortal con miles de años de experiencia creando hechizos. Hazel no podría vencerla simplemente con su fuerza de voluntad. Había conseguido engañar al bandido Escirón mostrándole lo que esperaba ver. Hazel tenía que descubrir lo que más deseaba Pasífae.
—Faltan siete minutos —se lamentó Pasífae—. ¡Si tuviéramos más tiempo…! Me gustaría que sufrierais tantas humillaciones…
Eso era, pensó Hazel. Tenía que aguantar ese suplicio. Tenía que hacer el laberinto más peligroso, más espectacular; tenía que hacer que Pasífae se centrara en las trampas y no en la dirección en la que el laberinto conducía.
—Vamos a saltar, Leo —dijo Hazel.
—Pero…
—No está tan lejos como parece. ¡Vamos!
Le agarró la mano y se lanzaron a través del foso. Cuando cayeron, Hazel miró atrás y vio que no había ningún foso en absoluto: solo una grieta de siete centímetros en el suelo.
—¡Venga! —apremió a Leo.
Corrieron mientras la voz de Pasífae hablaba monótonamente.
—Oh, no, querida. No sobrevivirás de esa forma. Seis minutos.
El techo se abrió encima de ellos. Galantis, la comadreja, chilló alarmada, pero Hazel se imaginó un nuevo túnel que llevaba a la izquierda: un túnel todavía más peligroso, que avanzaba en la dirección equivocada. La Niebla se atenuó, sometida a su voluntad. El túnel apareció, y corrieron a un lado.
Pasífae suspiró decepcionada.
—No se te da nada bien, querida.
Pero Hazel albergaba una chispa de esperanza. Había creado un túnel. Había abierto una pequeña brecha en la tela mágica del laberinto.
El suelo se hundió debajo de ellos. Hazel saltó a un lado y arrastró a Leo con ella. Se imaginó otro túnel que torcía otra vez por donde habían venido, pero lleno de gas venenoso. El laberinto obedeció.
—Contén la respiración, Leo —le advirtió.
Se adentraron entre la niebla tóxica. A Hazel se le pusieron los ojos como si se los estuviera lavando con zumo de pimiento picante, pero siguió corriendo.
—Cinco minutos —dijo Pasífae—. ¡Qué lástima! Ojalá pudiera veros sufrir más.
Se metieron en un pasillo con aire fresco. Leo tosió.
—Ojalá cerrara el pico.
Se agacharon por debajo de una trampa hecha con alambre de bronce. Hazel se imaginó un túnel que formaba una leve curva hacia Pasífae. La niebla se plegó a su voluntad.
Las paredes del túnel empezaron a acercarse a cada lado. Hazel no trató de detenerlas. Hizo que se aproximaran más rápido, sacudiendo el suelo y agrietando el techo. Ella y Leo corrían como alma que lleva el diablo, siguiendo la curva que los acercaba a lo que esperaba fuera el centro de la sala.
—Qué pena —dijo Pasífae—. Ojalá pudiera mataros a vosotros y a vuestros amigos del ascensor, pero Gaia ha insistido en que dos de vosotros deben quedar con vida hasta la fiesta de la Esperanza. ¡Entonces se hará buen uso de vuestra sangre! En fin, tendremos que buscar otras víctimas para mi laberinto. Vosotros dos habéis demostrado ser unos fracasados de segunda.
Hazel y Leo se detuvieron dando traspiés. Delante de ellos se extendía una sima tan ancha que Hazel no podía ver el otro lado. En algún lugar más abajo, en la oscuridad, se oía un sonido de siseos: miles y miles de serpientes.
Hazel pensó en retirarse, pero el túnel se estaba cerrando detrás de ellos, dejandolos aislados en un diminuto saliente. Galantis se paseaba sobre los hombros de Hazel tirándose pedos con inquietud.
—Vale, vale —murmuró Leo—. Las paredes son partes móviles. Tienen que ser mecánicas. Dame un segundo.
—No, Leo —dijo Hazel—. No hay camino de vuelta.
—Pero…
—Cógeme la mano —dijo ella—. A la de tres.
—Pero…
—¡Tres!
—¿Qué?
Hazel saltó al foso tirando de Leo. Trató de hacer caso omiso de los gritos de su amigo y de la comadreja flatulenta que se aferraba a su cuello. Dedicó toda su fuerza y su voluntad a redirigir la magia del laberinto.
Pasífae se reía con regocijo, sabiendo que acabarían aplastados o morirían a causa de las mordeduras de las serpientes.
En cambio, Hazel se imaginó un tobogán en la oscuridad, justo a su izquierda. Se retorció en el aire y descendió hacia él. Ella y Leo cayeron con fuerza en el tobogán, penetraron en la caverna deslizándose y aterrizaron justo encima de Pasífae.
—¡Ay!
La cabeza de la hechicera golpeó el suelo cuando Leo se sentó pesadamente sobre su pecho.
Por un momento, los tres y el turón formaron un montón de cuerpos tumbados y de miembros que se agitaban violentamente. Hazel trató de desenvainar su espada, pero Pasífae consiguió desenredarse primero. La hechicera retrocedió, con el peinado ladeado como un pastel hundido. Su vestido estaba manchado de grasa del cinturón portaherramientas de Leo.
—¡Desgraciados! —gritó.
El laberinto había desaparecido. A escasa distancia, Clitio permanecía de espaldas a ellos, observando las Puertas de la Muerte. Según los cálculos de Hazel, disponían de unos treinta segundos hasta que sus amigos llegaran. Hazel se encontraba agotada después de correr por el laberinto al mismo tiempo que controlaba la Niebla, pero tenía que sacarse un último as de la manga.
Había logrado que Pasífae viera lo que más deseaba. Ahora Hazel tenía que hacer que la hechicera viera lo que más temía.
—Usted debe de odiar mucho a los semidioses —dijo Hazel, tratando de imitar la sonrisa cruel de Pasífae—. Siempre ganamos, ¿verdad?
—¡Tonterías! —gritó Pasífae—. ¡Os haré pedazos! Os…
—Siempre la fastidiamos —dijo Hazel en tono compasivo—. Su marido la traicionó. Teseo mató al Minotauro y le robó a su hija Ariadna. Ahora dos fracasados de segunda han vuelto su propio laberinto contra usted. Pero usted sabía que acabaría así, ¿verdad? Al final siempre fracasa.
—¡Soy inmortal! —dijo gimiendo Pasífae. Dio un paso atrás, toqueteando su collar—. ¡No podéis resistiros a mí!
—Usted sí que ya no puede resistir —replicó Hazel—. Mire.
Señaló a los pies de la hechicera. Una trampilla se abrió debajo de Pasífae. La diosa cayó gritando a un foso sin fondo que no existía realmente.
El suelo se volvió sólido. La hechicera había desaparecido.
Leo miró fijamente a Hazel asombrado.
—¿Cómo has…?
Justo entonces sonó el timbre del ascensor. En lugar de pulsar el botón de subida, Clitio se apartó de los mandos, manteniendo a sus amigos atrapados en el interior.
—¡Leo! —gritó Hazel.
Estaban a casi diez metros de distancia —demasiado lejos para llegar al ascensor—, pero Leo sacó un destornillador y lo lanzó como un cuchillo arrojadizo. Un intento imposible. El destornillador pasó por delante de Clitio dando vueltas y golpeó el botón de subida.
Las Puertas de la Muerte se abrieron siseando. Nubes de humo negro salieron del interior, y dos cuerpos cayeron de bruces al suelo: Percy y Annabeth, inertes como cadáveres.
Hazel rompió a llorar.
—Oh, dioses…
Ella y Leo avanzaron, pero Clitio alzó la mano en un gesto inconfundible: alto. Levantó su enorme pata de reptil por encima de la cabeza de Percy.
La mortaja de humo del gigante se derramó sobre el suelo y cubrió a Annabeth y Percy de un charco de niebla oscura.
—Has perdido, Clitio —gruñó Hazel—. Déjalos en libertad o acabarás como Pasífae.
El gigante ladeó la cabeza. Sus ojos de diamantes brillaron. Annabeth se sacudió como si hubiera tocado un cable de alta tensión. Rodó sobre su espalda, expulsando humo negro por la boca.
Yo no soy Pasífae. Annabeth habló con una voz que no era la suya: las palabras sonaban graves como un bajo. No habéis ganado nada.
—¡Basta ya!
A pesar de estar a casi diez metros de distancia, Hazel podía percibir que la fuerza vital de Annabeth disminuía y su pulso se volvía inestable. Fuera lo que fuese lo que Clitio le estuviera haciendo sacando palabras de su boca, la estaba matando.
El gigante empujó la cabeza de Percy con el pie. La cara del chico se balanceó a un lado.
No están muertos del todo. Las palabras del gigante brotaron de la boca de Percy retumbando. Supongo que volver del Tártaro supone un golpe terrible para un cuerpo humano. Estarán inconscientes un rato.
Centró de nuevo su atención en Annabeth. Más humo salió de entre sus labios.
Los ataré y se los llevaré a Porfirio, en Atenas. Son el sacrificio perfecto que necesitamos. Desgraciadamente, eso significa que vosotros dos ya no me servís para nada.
—Ah, ¿no? —gruñó Leo—. Pues tal vez tú tengas humo, colega, pero yo tengo fuego.
Sus manos se encendieron. Lanzó unas columnas de llamas candentes al gigante, pero el aura de humo de Clitio las absorbió cuando hicieron impacto. Volutas de bruma negra recorrieron las llamaradas, apagaron la luz y el calor, y cubrieron a Leo de oscuridad.
Leo cayó de rodillas agarrándose el cuello.
—¡No! —Hazel corrió hacia él, pero Galantis parloteó con tono de urgencia sobre su hombro: una clara advertencia.
Yo no lo haría. La voz reverberante de Clitio salió de la boca de Leo. No lo entiendes, Hazel Levesque. Yo consumo la magia. Destruyo la voz y el alma. No podéis enfrentaros a mí.
La niebla negra siguió extendiéndose a través de la sala, cubriendo a Annabeth y Percy, avanzando hacia Hazel.
A Hazel le retumbaba la sangre en los oídos. Tenía que actuar… pero ¿cómo? Si el humo negro podía dejar fuera de combate a Leo tan rápido, ¿qué posibilidades tenía ella?
—Fu-fuego —dijo tartamudeando—. Se supone que eres débil al fuego.
El gigante se rió entre dientes, usando las cuerdas vocales de Annabeth en esta ocasión.
Contabas con eso, ¿eh? Es cierto que no me gusta el fuego. Pero las llamas de Leo Valdez no son lo bastante fuertes para molestarme.
En algún lugar detrás de Hazel, una voz suave y melodiosa dijo:
—¿Y mis llamas, viejo amigo?
Galantis chilló excitada, saltó del hombro de Hazel y se dirigió corriendo a la entrada de la caverna donde había una mujer rubia con un vestido negro rodeada de la Niebla, que se arremolinaba a su alrededor.
El gigante retrocedió dando traspiés y se chocó contra las Puertas de la Muerte.
Tú, dijo por boca de Percy.
—Yo —asintió Hécate. Extendió los brazos. Unas antorchas llameantes aparecieron en sus manos—. Han pasado milenios desde la última vez que luché al lado de un semidiós, pero Hazel Levesque ha demostrado ser digna de ello. ¿Qué opinas, Clitio? ¿Jugamos con fuego?