XVII
Frank
Frank se despertó convertido en pitón, cosa que lo dejó perplejo.
Transformarse en un animal no era complicado. Lo hacía continuamente. Pero nunca había pasado de un animal a otro estando dormido. Estaba seguro de que no se había dormido convertido en serpiente. Normalmente dormía como un perro.
Había descubierto que pasaba mucho mejor la noche si en su litera se acurrucaba bajo la forma de un bulldog. Por algún motivo, las pesadillas no le molestaban tanto. Los continuos gritos que oía dentro de su cabeza casi desaparecían.
No tenía ni idea de por qué se había transformado en una pitón reticulada, pero eso explicaba por qué había soñado que se tragaba poco a poco una vaca. La mandíbula todavía le dolía.
Se preparó y adquirió de nuevo forma humana. Enseguida, su terrible dolor de cabeza regresó, junto con las voces.
¡Enfréntate a ellos!, gritaba Marte. ¡Toma su barco! ¡Defiende Roma!
¡Mata a los romanos!, contestaba la voz de Ares. ¡Sangre y muerte! ¡Cañones!
Las personalidades romana y griega de su padre se proferían gritos en la mente de Frank acompañadas de la banda sonora habitual de ruidos de combate —explosiones, rifles de asalto, estruendosos motores a reacción—, vibrando como un altavoz detrás de sus ojos.
Se incorporó en su litera, aturdido por el dolor. Como hacía cada mañana, respiró hondo y miró la lámpara de su mesa: una llama diminuta que ardía noche y día, alimentada con aceite de oliva mágico de la despensa.
Fuego… el mayor temor de Frank. Tener una llama encendida en su camarote le aterraba, pero también le ayudaba a concentrarse. El ruido de su cabeza se desvanecía y le permitía pensar.
Ahora se le daba mejor, pero durante días había estado hecho una piltrafa. En cuanto habían estallado los enfrentamientos en el Campamento Júpiter, las dos voces del dios de la guerra habían empezado a gritar sin parar. Desde entonces, Frank había vagado dando traspiés, aturdido, sin apenas poder funcionar. Se había comportado como un tonto, y estaba seguro de que sus amigos pensaron que había perdido la chaveta.
Él no podía decirles lo que le pasaba. No había nada que ellos pudieran hacer y, por lo que les oía decir, estaba convencido de que ellos no oían a sus padres divinos chillarles en los oídos.
Esas cosas solo le pasaban a Frank, pero tenía que superarlo. Sus amigos lo necesitaban, sobre todo ahora que Annabeth no estaba.
Annabeth se había portado bien con él. Incluso cuando estaba tan distraído que se comportaba como un bufón, Annabeth había sido paciente y amable con él. Aunque Ares le gritaba que los hijos de Atenea no eran de fiar y Marte le bramaba que matara a todos los griegos, Frank había llegado a respetar a Annabeth.
Ahora que no la tenían a ella, Frank era lo más parecido a un estratega militar con lo que el grupo contaba. Lo necesitarían para el viaje que les esperaba.
Se levantó y se vistió. Afortunadamente, había conseguido comprar ropa nueva en Siena hacía un par de días y había sustituido la ropa sucia que Leo había lanzado por los aires con Buford, la mesa. (Era una larga historia). Tiró de unos Levi’s y una camiseta de manga corta verde militar, y luego alargó la mano para coger su sudadera favorita, antes de recordar que no la necesitaba. Hacía demasiado calor. Y lo que era más importante, ya no necesitaba los bolsillos para proteger el trozo de leña mágico que determinaba la duración de su vida. Hazel lo mantenía a buen recaudo.
Tal vez eso debería haberle puesto nervioso. Si el palo se quemaba, Frank moriría: fin de la historia. Pero se fiaba de Hazel más que de sí mismo. Saber que ella protegía su gran debilidad le hacía sentirse mejor, como si se hubiera abrochado el cinturón de seguridad para emprender una persecución a toda velocidad.
Se echó al hombro el arco y el carcaj. Enseguida se transformaron en una mochila corriente. A Frank le encantaba. No habría descubierto el poder de camuflaje del carcaj si Leo no se lo hubiera revelado.
¡Leo!, dijo Marte enfurecido. ¡Debe morir!
¡Estrangúlalo!, gritó Ares. ¡Estrangula a todo el mundo! ¿De quién estamos hablando, por cierto?
Los dos se pusieron a chillarse el uno al otro por encima del sonido de las bombas que estallaban en el cráneo de Frank.
Recobró el equilibrio apoyándose en la pared. Durante días, Frank había escuchado cómo esas voces le pedían que matara a Leo Valdez.
Después de todo, Leo había iniciado la guerra contra el Campamento Júpiter disparando una ballesta contra el foro. Sí, en aquel momento estaba poseído, pero aun así Marte exigía venganza. Leo le ponía las cosas más difíciles tomándole el pelo continuamente, y Ares exigía que Frank tomara represalias por cada ofensa.
Frank mantenía las voces a raya, pero no era fácil.
Durante su travesía a través del Atlántico, Leo había dicho algo que Frank todavía no había podido quitarse de la cabeza. Cuando se había enterado de que Gaia, la malvada diosa de la tierra, había puesto precio a sus cabezas, Leo había querido saber cuál era ese precio.
«Entiendo que no sea tan caro como Percy o Jason… pero ¿valgo, no sé, dos o tres veces lo mismo que Frank?»
No era más que otra estúpida broma de Leo, pero el comentario le había afectado. En el Argo II, Frank se sentía como el miembro menos valioso de la tripulación. Vale, podía transformarse en animales. ¿Y qué? Su mayor servicio hasta la fecha había sido convertirse en una comadreja para escapar de un taller subterráneo, e incluso eso había sido idea de Leo. Frank era más conocido por el desastre del pez de colores gigante en Atlanta y, sin ir más lejos, el día anterior, por transformarse en un gorila de doscientos kilos para que luego una granada de detonación lo dejara inconsciente.
Leo todavía no había hecho ningún chiste sobre gorilas a su costa, pero era cuestión de tiempo.
¡Mátalo!
¡Tortúralo! ¡Y luego mátalo!
Las dos facetas del dios de la guerra parecían estar dándose patadas y puñetazos dentro de la cabeza de Frank, usando sus senos como cuadrilátero.
¡Sangre! ¡Cañones!
¡Roma! ¡Guerra!
Calmaos, ordenó Frank.
Sorprendentemente, las voces obedecieron.
«Vale», pensó Frank.
Tal vez por fin pudiera controlar a esos minidioses gritones y molestos. Tal vez aquel fuera un buen día.
Su esperanza se frustró en cuanto subió a cubierta.
—¿Qué son? —preguntó Hazel.
El Argo II estaba atracado en un concurrido muelle. A un lado se extendía un canal de navegación de aproximadamente medio kilómetro de ancho. Al otro se abría la ciudad de Venecia: tejados de tejas rojas, cúpulas metálicas de iglesias, torres con chapiteles y edificios blanqueados por el sol con los colores de las tarjetas de San Valentín: rojo, blanco, ocre, rosa y naranja.
Por todas partes había estatuas de leones: encima de pedestales, sobre las puertas o en los pórticos de los edificios más grandes. Había tantas que Frank supuso que el león debía de ser la mascota de la ciudad.
Donde deberían haber estado las calles, los canales verdes se abrían paso entre los barrios, todos atascados por las lanchas motoras. A lo largo de los muelles, las aceras estaban atestadas de turistas que compraban en los puestos de camisetas, desbordaban las tiendas y pasaban el rato en las áreas de cafés con terraza, como manadas de leones marinos. Frank había pensado que Roma estaba llena de turistas, pero ese lugar era una locura.
Sin embargo, Hazel y el resto de sus amigos no estaban prestando atención a ninguno de esos detalles. Se habían reunido en la barandilla de estribor para observar las docenas de extraños monstruos peludos que se apiñaban entre la multitud.
Cada monstruo era del tamaño de una vaca, con la espalda encorvada como un caballo doblegado, enmarañado pelo gris, patas huesudas y negras pezuñas hendidas. Las cabezas de las criaturas parecían demasiado pesadas para sus pescuezos. Tenían largos hocicos, como los de los osos hormigueros, inclinados hacia el suelo. Sus descuidadas melenas grises les tapaban los ojos por completo.
Frank observó como una de las criaturas cruzaba pesadamente el paseo marítimo, olfateando y lamiendo la calzada con su larga lengua. Los turistas se separaban a su alrededor, despreocupados. Unos pocos incluso lo acariciaban. Frank se preguntaba cómo los humanos podían estar tan tranquilos. Entonces la figura del monstruo parpadeó. Por un momento se convirtió en un viejo y gordo sabueso.
Jason gruñó.
—Los mortales creen que son perros extraviados.
—O mascotas que vagan por la ciudad —dijo Piper—. Mi padre rodó una película en Venecia. Recuerdo que me dijo que había perros por todas partes. A los venecianos les encantan los perros.
Frank frunció el entrecejo. Siempre se le olvidaba que el padre de Piper era Tristan McLean, una estrella de cine de primera categoría. Ella no hablaba mucho de él. Parecía bastante sencilla para ser una chica criada en Hollywood. A Frank le parecía bien. Lo último que necesitaban en la misión eran paparazzi haciendo fotos de las monumentales pifias de Frank.
—Pero ¿qué son? —preguntó, repitiendo la pregunta de Hazel—. Parecen… vacas hambrientas con pelo de perro pastor.
Esperó a que alguien se lo aclarara. Nadie ofreció la más mínima información.
—Tal vez sean inofensivos —propuso Leo—. No hacen caso a los mortales.
—¡Inofensivos! —dijo Gleeson Hedge riéndose.
El sátiro llevaba sus habituales pantalones cortos de gimnasia, su camiseta de deporte y su silbato de entrenador. Su expresión era tan destemplada como siempre, pero todavía llevaba en el pelo una de las gomas rosadas que le habían puesto los enanos bromistas en Bolonia. A Frank le daba miedo comentárselo.
—Valdez, ¿cuántos monstruos inofensivos hemos visto? ¡Deberíamos apuntarles con las ballestas y ver lo que pasa!
—Oh, no —dijo Leo.
Por una vez, Frank estaba de acuerdo con Leo. Había demasiados monstruos. Sería imposible apuntar a uno sin causar daños colaterales entre las multitudes de turistas. Además, si cundía el pánico entre los monstruos y huían en desbandada…
—Tendremos que andar entre ellos y confiar en que sean pacíficos —dijo Frank, aunque la idea no le hacía ninguna gracia—. Es la única forma de que localicemos al dueño del libro.
Leo sacó el manual encuadernado en piel de debajo del brazo. Había pegado una nota en la portada con la dirección que le habían dado los enanos en Bolonia.
—La Casa Nera —leyó—. Calle Frezzeria.
—La Casa Negra —tradujo Nico di Angelo.
Frank procuró no dar un respingo cuando se dio cuenta de que Nico estaba a su lado. Ese chico era tan callado y pensativo que parecía desmaterializarse cuando no hablaba. Puede que Hazel hubiera resucitado de entre los muertos, pero Nico recordaba mucho más a un fantasma.
—¿Hablas italiano? —preguntó Frank.
Nico le lanzó una mirada de advertencia, en plan: «Ten cuidado con lo que preguntas». Sin embargo, habló tranquilamente.
—Frank tiene razón. Tenemos que encontrar esa dirección. La única forma de conseguirlo es andar por la ciudad. Venecia es un laberinto. Tendremos que arriesgarnos a exponernos a las multitudes y a esos… lo que sean.
Un trueno retumbó en el despejado cielo veraniego. La noche anterior habían atravesado varias tempestades. Frank creía que se habían terminado, pero ya no estaba seguro. El aire era tan denso y caliente como el vapor de una sauna.
Jason contempló el horizonte con la frente fruncida.
—Tal vez debería quedarme a bordo. En la marea de anoche había muchos venti. Si deciden volver a atacar el barco…
No hizo falta que acabara la frase. Todos habían tenido experiencias con los furiosos espíritus del viento. Jason era el único que tenía suerte luchando contra ellos.
El entrenador Hedge gruñó.
—Yo también me quedo. Si vais a pasear por Venecia sin darles ni un porrazo en la cabeza a esos animales peludos, olvidaos, yogurines blandengues. No me gustan las expediciones aburridas.
—Tranquilo, entrenador —Leo sonrió—. Todavía tenemos que reparar el trinquete. Luego necesitaré su ayuda en la sala de máquinas. Se me ha ocurrido una idea para una nueva instalación.
A Frank no le gustó cómo le brillaban los ojos a Leo. Desde que había encontrado la esfera de Arquímedes, había estado probando muchas «nuevas instalaciones». Normalmente, explotaban o lanzaban humo al camarote de Frank en la cubierta superior.
—Bueno… —Piper cambió el peso de un pie a otro—. Quien vaya debe tener tacto con los animales. Yo, ejem…, reconozco que no se me dan muy bien las vacas.
Frank supuso que había una historia detrás de ese comentario, pero prefirió no preguntar.
—Yo iré —dijo.
No estaba seguro de por qué se había ofrecido voluntario: tal vez porque tenía muchas ganas de ser útil para variar. O tal vez no quería que nadie se le adelantara: «¿Animales? ¡Frank puede transformarse en animales! ¡Mandadlo a él!».
Leo le dio una palmada en el hombro y le entregó el libro encuadernado en piel.
—Genial. Si pasas por una ferretería, ¿puedes traerme unas tablas y cinco litros de brea?
—Leo —lo regañó Hazel—, no van de compras.
—Yo iré con Frank —se ofreció Nico.
A Frank le dio un tic en el ojo. Las voces de los dioses de la guerra subieron in crescendo dentro de su cabeza:
¡Mátalo! ¡Escoria graeca!
¡No! ¡A mí me encanta la escoria graeca!
—Esto… ¿se te dan bien los animales? —preguntó.
Nico sonrió sin gracia.
—En realidad, la mayoría de los animales me odian. Perciben la muerte. Pero esta ciudad tiene algo… —su expresión se tornó adusta—. Mucha muerte. Espíritus inquietos. Si voy, puede que consiga mantenerlos a raya. Además, como ya te habrás fijado, hablo italiano.
Leo se rascó la cabeza.
—Conque mucha muerte, ¿eh? Personalmente, yo intento evitar la muerte, pero ¡que os lo paséis bien, chicos!
Frank no sabía qué le daba más miedo: los peludos monstruos vacunos, las hordas de fantasmas inquietos o ir solo con Nico di Angelo.
—Yo también iré —Hazel entrelazó su brazo con el de Frank—. El tres es el mejor número para las misiones de semidioses, ¿no?
Frank trató de no mostrarse demasiado aliviado. No quería ofender a Nico, pero miró a Hazel y le dijo con los ojos: «Gracias, gracias, gracias».
Nico se quedó mirando los canales, como si se estuviera preguntando qué nuevos e interesantes espíritus malvados podrían estar acechando allí.
—Está bien. Vamos a buscar al dueño de ese libro.