XIX
Frank

Entraron por los pelos.

En cuanto su anfitrión acabó de echar los cerrojos, los monstruos empezaron a rugir y a aporrear la puerta hasta hacerla vibrar en los goznes.

—No pueden entrar —prometió el joven con ropa vaquera—. ¡Ahora estáis a salvo!

—¿A salvo? —preguntó Frank—. ¡Hazel se está muriendo!

Su anfitrión frunció el entrecejo, como si no le hiciera gracia que Frank echara por tierra su buen humor.

—Vale, vale. Tráela por aquí.

Frank llevó a Hazel en brazos al interior del edificio siguiendo al joven. Nico le ofreció ayuda, pero Frank no la necesitaba. Hazel no pesaba nada, y el cuerpo de Frank rebosaba adrenalina. Notaba que Hazel estaba temblando, de modo que por lo menos sabía que seguía viva, pero tenía la piel fría. Sus labios habían adquirido un tono verdoso… ¿o era la vista borrosa de Frank?

Los ojos todavía le picaban a causa del aliento del monstruo. Tenía los pulmones como si hubiera inhalado una col en llamas. No sabía por qué el gas le había afectado menos que a Hazel. Tal vez a ella le había entrado más en los pulmones. Habría dado cualquier cosa por cambiarse por ella si con eso la pudiera salvar.

Las voces de Marte y Ares chillaban dentro de su cabeza, instándolo a que matara a Nico, al joven de ropa vaquera y a cualquiera que encontrase, pero Frank hizo disminuir el ruido.

La sala de estar de la casa era una especie de invernadero. Alineadas a lo largo de las paredes había mesas con bandejas para plantas bajo tubos fluorescentes. El aire olía a solución fertilizante. ¿Acaso los venecianos practicaban la jardinería dentro de casa porque estaban rodeados de agua y no de tierra? Frank no estaba seguro, pero no perdió el tiempo preocupándose por ello.

El salón de la parte trasera era una combinación de garaje, residencia universitaria y laboratorio informático. Contra la pared izquierda había una hilera brillante de servidores y ordenadores portátiles, cuyos salvapantallas lucían imágenes de campos arados y tractores. Contra la pared derecha se agrupaba una cama individual, una mesa desordenada y un armario abierto lleno de ropa vaquera de repuesto y un montón de instrumentos de granja, como horcas y rastrillos.

La pared del fondo era una enorme puerta de garaje. A su lado había aparcado un carro sin techo de un solo eje, como los carros con los que Frank había corrido en el Campamento Júpiter. Unas gigantescas alas con plumas salían de los lados del compartimento del piloto. Enroscada alrededor del borde de la rueda izquierda, una pitón moteada roncaba sonoramente.

Frank no sabía que las pitones pudieran roncar. Esperaba no haber roncado la noche anterior convertido en pitón.

—Deja a tu amiga aquí —dijo el joven con ropa vaquera.

Frank colocó con cuidado a Hazel en la cama. Le quitó la espada y trató de ponerla cómoda, pero estaba flácida como un espantapájaros. Decididamente, su tez tenía un matiz verdoso.

—¿Qué eran esas vacas? —preguntó Frank—. ¿Qué le han hecho?

—Catoblepas —dijo su anfitrión—. En griego, katobleps significa «el que mira hacia abajo». Se llaman así porque…

—Siempre están mirando hacia abajo —Nico se dio una palmada en la frente—. Claro. Recuerdo haber leído algo sobre ellos.

Frank le lanzó una mirada furibunda.

—¿Y te acuerdas ahora?

Nico agachó la cabeza casi tanto como un catoblepas.

—Yo, ejem… solía jugar a un ridículo juego de cartas cuando era más pequeño. Myth-o-Magic. Una de las cartas de los monstruos era la del catoblepas.

Frank parpadeó.

—Yo también jugaba a Myth-o-Magic. Nunca he visto esa carta.

—Estaba en la baraja de expansión Africanus Extreme.

—Ah.

Su anfitrión carraspeó.

—¿Habéis terminado ya vuestra conversación de frikis?

—Sí, perdona —murmuró Nico—. En fin, los catoblepas tienen aliento y mirada venenosas. Creía que solo vivían en África.

El joven con ropa vaquera se encogió de hombros.

—Es su tierra de origen. Fueron importados por accidente a Venecia hace cientos de años. ¿Habéis oído hablar de san Marcos?

A Frank le entraron ganas de gritar de impaciencia. No veía qué importancia podía tener eso, pero si su anfitrión podía curar a Hazel, decidió que no era conveniente hacerle enfadar.

—¿Santos? No forman parte de la mitología griega.

El chico con ropa vaquera se rió entre dientes.

—No, pero san Marcos es el patrono de esta ciudad. Murió en Egipto hace mucho tiempo. Cuando los venecianos se hicieron poderosos, las reliquias de santos eran una gran atracción turística en la Edad Media. Los venecianos decidieron robar los restos de san Marcos y traerlos a la gran iglesia de San Marcos. Trasladaron clandestinamente su cadáver en un barril con trozos de cerdo en conserva.

—Qué… asco —dijo Frank.

—Sí —convino el joven sonriendo—. El caso es que no se puede hacer algo así sin sufrir las consecuencias. Sin querer, los venecianos sacaron clandestinamente algo más de Egipto: los catoblepas. Llegaron aquí a bordo de ese barco y desde entonces han estado multiplicándose como ratas. Les encantan las raíces venenosas mágicas que hay aquí: unas plantas pestilentes que crecen en terrenos pantanosos y que salen de los canales. ¡Hacen su aliento todavía más venenoso! Normalmente a los monstruos no les interesan los mortales, pero los semidioses… sobre todo los semidioses que se interponen en su camino…

—Ya lo pillo —soltó Frank—. ¿Puedes curarla?

El joven se encogió de hombros.

—Es posible.

—¿Es posible?

Frank tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no estrangular al chico.

Colocó la mano debajo de la nariz de Hazel. No notó su respiración.

—Nico, por favor, dime que está en trance, como tú en la vasija de bronce.

Nico hizo una mueca.

—No sé si Hazel puede hacerlo. Técnicamente su padre es Plutón, no Hades, así que…

—¡Hades! —gritó su anfitrión. Retrocedió mirando fijamente a Nico con repugnancia—. Así que eso es lo que huelo. ¿Hijos del inframundo? ¡Si lo hubiera sabido, no os hubiera dejado pasar!

Frank se levantó.

—Hazel es buena persona. ¡Prometiste que la ayudarías!

—Yo no prometo nada.

Nico desenvainó su espada.

—Es mi hermana —gruñó—. No sé quién eres, pero si puedes curarla, tienes que hacerlo. O te juro por la laguna Estigia…

—¡Bla, bla, bla!

El joven agitó la mano. De repente, donde antes estaba Nico di Angelo apareció una planta en un tiesto de un metro y medio de altura con hojas verdes marchitas, mechones de barbas y media docena de espigas de maíz amarillo maduro.

—Ahí tienes —dijo el joven, resoplando y apuntando con el dedo a la planta de maíz—. ¡Los hijos de Hades no me dan órdenes! Deberías hablar menos y escuchar más.

Frank tropezó contra la cama.

—¿Qué has… por qué…?

El joven arqueó una ceja. Frank emitió un sonido agudo que no resultó muy valeroso. Había estado tan centrado en Hazel que se había olvidado de lo que Leo les había contado sobre el individuo al que buscaban.

—Eres un dios —recordó.

—Triptólemo —el joven se inclinó—. Mis amigos me llaman Trip, así que no me llaméis así. Y si tú eres otro hijo de Hades…

—¡Marte! —dijo Frank rápidamente—. ¡Hijo de Marte!

Triptólemo resopló.

—Bueno… no hay mucha diferencia, pero tal vez merezcas ser algo mejor que una planta de maíz. ¿Sorgo? El sorgo es muy bueno.

—¡Espera! —rogó Frank—. Hemos venido en misión amistosa. Te traemos un regalo —metió muy despacio la mano en su mochila y sacó el libro encuadernado en piel—. ¿Esto te pertenece?

—¡Mi almanaque! —Triptólemo sonrió y agarró el libro. Hojeó las páginas y empezó a dar saltos de puntillas—. ¡Oh, es fabuloso! ¿Dónde lo habéis encontrado?

—En Bolonia. Había unos… —Frank recordó que no debía mencionar a los enanos— monstruos terribles. Arriesgamos la vida, pero sabíamos que era importante para ti. Entonces ¿podrías, ya sabes, devolver a Nico a su estado normal y curar a Hazel?

—Hum…

Trip alzó la vista de su libro. Había estado recitando alegremente líneas para sí; algo sobre un calendario de plantación de nabos. Frank deseó que la arpía Ella estuviera allí. Ella se llevaría estupendamente con ese tipo.

—Ah, ¿que los cure? —Triptólemo soltó una risita de desaprobación—. Te agradezco el libro, por supuesto. Puedo dejarte a ti en libertad, hijo de Marte. Pero tengo un problema con Hades que se remonta a hace mucho. ¡Después de todo, le debo mis poderes divinos a Deméter!

Frank se devanó los sesos, pero le resultaba difícil concentrarse con las voces que gritaban en su cabeza y el mareante veneno de catoblepas.

—Deméter —dijo—, la diosa de las plantas. A ella… a ella no le gusta Hades porque… —de repente se acordó de una vieja historia que había oído en el Campamento Júpiter—. Su hija, Proserpina…

—Perséfone —le corrigió Trip—. Prefiero la griega, si no te importa.

¡Mátalo!, gritó Marte.

¡Adoro a este tío!, contestó Ares. ¡Mátalo de todas formas!

Frank decidió no darse por aludido. No quería acabar convertido en una planta de sorgo.

—Vale. Hades secuestró a Perséfone.

—¡Exacto! —dijo Trip.

—Entonces… ¿Perséfone era amiga tuya?

Trip se sorbió la nariz.

—Yo solo era un príncipe mortal en aquel entonces. Perséfone no se habría fijado en mí. Pero cuando su madre Deméter fue a buscarla por toda la tierra, no encontró a muchas personas que la ayudasen. Hécate le iluminó el camino de noche con sus antorchas. Y yo… bueno, cuando Deméter vino a mi parte de Grecia, le ofrecí un lugar donde quedarse. La consolé, le di de comer y le ofrecí ayuda. Entonces no sabía que era una diosa, pero mi buena obra tuvo su recompensa. ¡Más tarde, Deméter me premió convirtiéndome en un dios de la agricultura!

—¡Vaya! —dijo Frank—. La agricultura. Enhorabuena.

—¡Lo sé! Es la bomba, ¿verdad? En cualquier caso, Deméter nunca se llevó bien con Hades. Así que, naturalmente, tengo que ponerme de parte de mi patrona. ¡Olvidaos, hijos de Hades! De hecho, uno de ellos, un rey escita llamado Linco, ¡mató a mi pitón derecha cuando estaba dando lecciones de agricultura a sus ciudadanos!

—¿Tu… pitón derecha?

Trip se acercó a su carro alado y se subió de un salto. Tiró de una palanca, y las alas empezaron a sacudirse. La pitón moteada de la rueda izquierda abrió los ojos. Empezó a retorcerse, enrollándose alrededor del eje como un muelle. El carro se puso en movimiento rechinando, pero el ala derecha siguió en su sitio, de modo que Triptólemo daba vueltas sobre sí mismo mientras el carro agitaba las alas y saltaba arriba y abajo como un carrusel defectuoso.

—¿Lo ves? —dijo mientras daba vueltas—. ¡No sirve! Desde que perdí la pitón derecha, no he podido divulgar la agricultura… al menos, en persona. Ahora tengo que impartir cursos online.

—¿Qué?

Tan pronto como lo dijo, Frank se arrepintió de haber preguntado.

Trip saltó del carro mientras seguía dando vueltas. La pitón redujo la velocidad hasta que se paró y se puso otra vez a roncar. Trip se acercó trotando a la hilera de ordenadores. Pulsó unas teclas y las pantallas se encendieron y mostraron un sitio web de color granate y dorado, con una imagen de un granjero feliz con una toga y una gorra de John Deere posando con su guadaña de bronce en un trigal.

—¡La Universidad Agrícola Triptólemo! —anunció con orgullo—. En solo seis semanas puedes obtener tu licenciatura en la apasionante carrera del futuro: ¡agricultura!

Frank notó que una gota de sudor le corría por la mejilla. Le daba igual ese dios chiflado, su carro impulsado por serpientes o su programa de licenciatura online. Pero Hazel se estaba poniendo más verde por momentos. Nico era una planta de maíz. Y él estaba solo.

—Oye —dijo—. Te hemos traído el almanaque. Y mis amigos son muy majos. No son como los otros hijos de Hades que has conocido. Así que si existe alguna forma…

—¡Oh! —Trip chasqueó los dedos—. ¡Ya veo por dónde vas!

—Ah…, ¿sí?

—¡Desde luego! Si curo a tu amiga Hazel y devuelvo al otro, Nicholas…

—Nico.

—… si lo devuelvo a su estado normal…

Frank titubeó.

—¿Sí?

—¡Entonces, a cambio, tú te quedarás conmigo y te dedicarás a la agricultura! ¿Un hijo de Marte como aprendiz? ¡Es perfecto! Serás un portavoz estupendo. ¡Podremos convertir las espadas en rejas de arado y pasárnoslo en grande!

—En realidad…

Frank pensó desesperadamente un plan. Ares y Marte gritaban en su cabeza: ¡Espadas! ¡Cañones! ¡Explosiones atronadoras!

Si declinaba la oferta de Trip, Frank se figuraba que ofendería al dios y acabaría convertido en sorgo o en trigo o en otro cultivo comercial.

Si fuera la única forma de salvar a Hazel, accedería sin problemas a las peticiones de Trip y se convertiría en granjero. Pero no podía ser la única forma. Frank se negaba a creer que las Moiras lo hubieran elegido para participar en la misión con el fin de que recibiera unos cursos sobre el cultivo de nabos.

Desvió la vista hacia el carro averiado.

—Tengo una oferta mejor —soltó—. Puedo arreglar eso.

La sonrisa de Trip se desvaneció.

—¿Arreglar… mi carro?

A Frank le entraron ganas de darse una patada a sí mismo. ¿En qué estaba pensando? Él no era Leo. Ni siquiera era capaz de averiguar el funcionamiento de unas estúpidas esposas chinas. Apenas sabía cambiar las pilas del mando a distancia de un televisor. ¡No podría arreglar un carro mágico!

Pero algo le decía que era su única posibilidad. El carro era lo único que Triptólemo deseaba realmente.

—Buscaré una forma de arreglar el carro —dijo—. Y a cambio, tú arreglarás a Nico y a Hazel. Nos dejarás ir en paz. Y… nos prestarás toda la ayuda que puedas para vencer a las fuerzas de Gaia.

Triptólemo se rió.

—¿Qué te hace pensar que puedo ayudaros en eso?

—Hécate nos lo dijo —contestó Frank—. Ella nos envió aquí. Ella… ella dijo que Hazel es una de sus favoritas.

Trip se quedó lívido.

—¿Hécate?

Frank esperaba no haber exagerado demasiado. No le convenía que Hécate se enfadara también con él. Pero si Triptólemo y Hécate eran amigos de Deméter, tal vez eso convenciera a Trip para que les ayudase.

—La diosa nos guió hasta tu almanaque en Bolonia —dijo Frank—. Ella quería que te lo devolviéramos porque… debía de saber que tienes unos conocimientos que nos serían útiles para abrirnos paso en la Casa de Hades, en Epiro.

Trip asintió despacio con la cabeza.

—Sí, entiendo. Ya sé por qué Hécate os ha enviado a mí. Muy bien, hijo de Marte. Busca una forma de arreglar mi carro. Si tienes éxito, haré todo lo que me pides. Si no…

—Lo sé —murmuró Frank—. Mis amigos morirán.

—Sí —dijo Trip alegremente—. ¡Y tú te convertirás en un bonito campo de sorgo!

La Casa de Hades
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