XX
Frank

Frank salió de la Casa Negra dando traspiés. La puerta se cerró detrás de él, y se desplomó contra la pared, abrumado por la culpabilidad. Se habría quedado allí quieto y habría dejado que los catoblepas lo pisotearan, pero afortunadamente se habían largado. No se merecía otra cosa. Había dejado a Hazel dentro, moribunda e indefensa, a merced de un desquiciado dios granjero.

¡Mata a los granjeros!, gritó Ares en su cabeza.

¡Vuelve a la legión y lucha contra los griegos!, dijo Marte. ¿Qué hacemos aquí?

¡Matar granjeros!, contestó Ares.

—¡Callaos! —gritó Frank en voz alta—. ¡Los dos!

Un par de ancianas con bolsas de la compra pasaron arrastrando los pies. Lanzaron a Frank una extraña mirada, murmuraron algo en italiano y siguieron adelante.

Frank se quedó mirando con tristeza la espada de la caballería de Hazel, tirada a sus pies al lado de su mochila. Podía volver corriendo al Argo II a por Leo. Tal vez él pudiera arreglar el carro.

Pero de algún modo Frank sabía que ese no era un problema de Leo. Era su cometido. Tenía que demostrar su valía. Además, el carro no estaba exactamente averiado. No tenía un problema mecánico. Le faltaba una serpiente.

Frank podía transformarse en una pitón. Tal vez el hecho de haberse despertado esa misma mañana convertido en una serpiente gigante había sido una señal de los dioses. No quería pasarse el resto de su vida haciendo girar la rueda de un granjero, pero si con ello salvaba la vida de Hazel…

No. Tenía que haber otra forma.

Serpientes, pensó Frank. Marte.

¿Tenía alguna relación su padre con las serpientes? El animal sagrado de Marte era el jabalí, no la serpiente. Aun así, Frank estaba seguro de que había oído algo…

No se le ocurría una sola persona a la que preguntar. Abrió de mala gana su mente a las voces del dios de la guerra.

Necesito una serpiente, les dijo. ¿Cómo puedo conseguirla?

¡Ja, ja!, gritó Ares. ¡Sí, la serpiente!

Como el rufián de Cadmo, dijo Marte. ¡Lo castigamos por matar a nuestro dragón!

Los dos se pusieron a chillar hasta que Frank pensó que el cerebro se le iba a partir por la mitad.

—¡Vale! ¡Basta!

Las voces se callaron.

—Cadmo —murmuró Frank—. Cadmo…

Recordó la leyenda. El semidiós Cadmo había matado a un dragón que resultó ser un hijo de Ares. Frank no quería saber cómo Ares había acabado con un hijo dragón, pero, como castigo por la muerte del dragón, Ares convirtió a Cadmo en serpiente.

—Así que puedes convertir a tus enemigos en serpientes —dijo Frank—. Eso es lo que necesito. Necesito encontrar un enemigo. Y luego necesito que lo conviertas en serpiente.

¿Crees que haría eso por ti?, rugió Ares. ¡No has demostrado tu valor!

Solo el héroe más formidable podría pedir esa ayuda, dijo Marte. ¡Un héroe como Rómulo!

¡Demasiado romano!, gritó Ares. ¡Diomedes!

¡Jamás!, replicó Marte. ¡Heracles venció a ese cobarde!

Horacio, entonces, propuso Ares.

Marte se calló. Frank percibió un reticente consenso.

—Horacio —dijo Frank—. Está bien. Si hace falta, demostraré que soy tan bueno como Horacio. Ejem… ¿Qué hizo Horacio?

La mente de Frank se inundó de imágenes. Vio a un guerrero solitario en un puente de piedra enfrentándose a un ejército entero concentrado en el lado opuesto del río Tíber.

Frank se acordó de la leyenda. Horacio, el general romano, se había enfrentado a una horda de invasores sin ayuda de nadie y se había sacrificado en ese puente para impedir que los bárbaros cruzaran el Tíber. Ofreciendo a sus compañeros romanos tiempo para terminar sus defensas, había salvado la República.

Venecia ha sido invadida, dijo Marte, como Roma estuvo a punto de serlo en su día. ¡Límpiala!

¡Acaba con todos!, dijo Ares. ¡Pásalos a cuchillo!

Frank relegó las voces al fondo de su mente. Se miró las manos y le sorprendió que no le temblaran.

Por primera vez desde hacía días, pensaba con claridad. Sabía exactamente lo que tenía que hacer. No sabía cómo conseguirlo. Las posibilidades de morir eran muy elevadas, pero tenía que intentarlo. La vida de Hazel dependía de él.

Sujetó la espada de Hazel a su cinturón, transformó su mochila en un carcaj y un arco, y corrió hacia la piazza donde había luchado contra los monstruos vacunos.

El plan constaba de tres fases: una peligrosa, otra muy peligrosa y otra terriblemente peligrosa.

Frank se detuvo ante el viejo pozo de piedra. No había catoblepas a la vista. Desenvainó la espada de Hazel y la usó para levantar unos adoquines y desenterrar una gran maraña de raíces cubiertas de púas. Los zarcillos se desplegaron y desprendieron sus hediondos gases verdes a medida que se deslizaban hacia los pies de Frank.

A lo lejos, el gemido de un catoblepas resonó en el aire. Otros se unieron a él desde distintos puntos. Frank ignoraba cómo los monstruos podían saber que estaba recolectando su comida favorita; tal vez simplemente tenían un excelente olfato.

Ahora tenía que moverse rápido. Cortó un largo racimo de enredaderas y las entrelazó en una de las presillas de su cinturón, tratando de hacer caso omiso del escozor y el picor que notaba en las manos. Pronto tenía un lazo reluciente y apestoso de hierbajos venenosos. Bravo.

Los primeros catoblepas entraron pesadamente en la piazza rugiendo airadamente. Sus ojos verdes brillaban bajo sus melenas. Sus largos hocicos expulsaban nubes de gas, como motores de vapor peludos.

Frank colocó una flecha en el arco. Le remordió la conciencia por un instante. Esos no eran los peores monstruos con los que se había topado. Eran básicamente animales de pastoreo que por casualidad eran venenosos.

«Hazel se está muriendo por su culpa», se recordó a sí mismo.

Lanzó la flecha por los aires. El catoblepas más cercano se desplomó y se redujo a polvo. Colocó otra flecha en el arco, pero el resto de la manada estaba prácticamente encima de él. Otros monstruos estaban entrando a toda velocidad en la plaza en la dirección opuesta.

Frank se transformó en león. Rugió en actitud desafiante y saltó hacia el pasaje abovedado justo por encima de las cabezas de la segunda manada. Los dos grupos de catoblepas chocaron unos contra otros, pero rápidamente se recobraron y corrieron tras él.

Frank no estaba seguro de si las raíces seguirían oliendo cuando cambiara de forma. Normalmente su ropa y sus posesiones se fundían en cierta medida con la forma del animal, pero por lo visto su olor seguía siendo el de una suculenta cena venenosa. Cada vez que pasaba corriendo por delante de un catoblepas, el monstruo rugía ultrajado y se unía al desfile de linchamiento.

Se metió en una calle más grande y se abrió paso a empujones entre la multitud de turistas. No tenía ni idea de lo que veían los mortales: ¿un gato perseguido por una jauría de perros? La gente insultaba a Frank en una docena de idiomas distintos. Cucuruchos de helado volaron por los aires. Una mujer volcó un montón de máscaras de carnaval. Un tipo se cayó al canal.

Cuando Frank miró atrás, vio por lo menos a dos docenas de monstruos detrás de él, pero necesitaba más. Necesitaba a todos los monstruos de Venecia, y tenía que mantener enfurecidos a los que lo seguían.

Encontró un hueco entre el gentío y se convirtió otra vez en humano. Desenvainó la spatha de Hazel; nunca había sido su arma favorita, pero era lo bastante grande y fuerte para sentirse cómodo con la pesada espada de caballería. De hecho, se alegró de contar con un arma adicional. Lanzó una estocada con la hoja dorada, destruyó al primer catoblepas y dejó que los demás se apretujaran delante de él.

Trató de evitar sus ojos, pero podía notar su ardiente mirada clavada en él. Se imaginaba que si todos esos monstruos le expulsaban su aliento al mismo tiempo, la nube nociva conjunta bastaría para derretirlo y reducirlo a un charco. Los monstruos avanzaban en tropel y se golpeaban unos a otros.

—¿Queréis mis raíces venenosas? —gritó Frank—. ¡Pues venid a por ellas!

Se convirtió en delfín y saltó al canal. Esperaba que los catoblepas no supieran nadar. Por lo menos se mostraron reacios a zambullirse detrás de él, cosa que no extrañó a Frank. El canal era asqueroso —maloliente, salado y caliente como una sopa—, pero Frank se abrió paso a través de él, sorteando góndolas y lanchas motoras, y deteniéndose de vez en cuando a insultar a los monstruos que lo seguían por las aceras. Cuando llegó al muelle de góndolas más cercano, adoptó otra vez forma humana, acuchilló a unos cuantos catoblepas más para mantenerlos cabreados y echó a correr.

Y así continuaron.

Al cabo de un rato, Frank se sumió en una especie de trance. Atrajo más monstruos, dispersó más grupos de turistas y llevó su, para entonces, enorme comparsa de catoblepas por las sinuosas calles de la antigua ciudad. Cada vez que necesitaba escapar rápidamente, se zambullía en un canal convertido en delfín o se transformaba en águila y alzaba el vuelo, pero nunca se alejaba demasiado de sus perseguidores.

Cada vez que intuía que los monstruos podían estar perdiendo el interés, se paraba en un tejado, sacaba su arco y liquidaba a unos cuantos catoblepas del centro de la manada. Sacudía su lazo de enredaderas venenosas, lanzaba improperios contra el mal aliento de los monstruos y los ponía hechos una furia. A continuación, seguía corriendo.

Desanduvo el camino. Se extravió. En una ocasión dobló una esquina y se tropezó con la cola de la turba de monstruos. Debería haber estado agotado, pero de algún modo encontró las fuerzas para seguir adelante, lo cual era bueno. La parte más difícil todavía no había llegado.

Vio un par de puentes, pero no le parecieron adecuados. Uno era elevado y estaba totalmente cubierto; no había forma de conseguir que los monstruos lo cruzaran. Otro estaba demasiado lleno de turistas. Aunque los monstruos obviaran a los mortales, el gas nocivo no podía sentarle bien a nadie que lo aspirara. Cuanto más aumentaba la manada de monstruos, más mortales se veían apartados a empujones, lanzados al agua o pisoteados.

Finalmente Frank vio algo que podía dar resultado. Justo enfrente, detrás de una gran piazza, un puente de madera cruzaba uno de los canales más anchos. El puente era un arco de madera enrejado, como una anticuada montaña rusa, de unos cincuenta metros de largo.

Desde arriba, bajo la forma de un águila, Frank no vio monstruos en el lado opuesto. Todos los catoblepas de Venecia parecían haberse unido a la manada y se abrían paso a empujones por las calles detrás de él mientras los turistas gritaban y se dispersaban, pensando tal vez que se habían quedado atrapados en mitad de una estampida de perros extraviados.

En el puente no había tráfico de peatones. Era perfecto.

Frank descendió como una piedra y adoptó de nuevo forma humana. Corrió al centro del puente —un cuello de botella natural— y lanzó su cebo de raíces venenosas al suelo detrás de él.

Cuando la vanguardia de la manada de catoblepas llegó a la base del puente, Frank desenvainó la spatha dorada de Hazel.

—¡Vamos! —gritó—. ¿Queréis saber lo que vale Frank Zhang? ¡Vamos!

Se dio cuenta de que no solo estaba gritando a los monstruos. Se estaba desahogando después de semanas de miedo, ira y rencor. Las voces de Marte y Ares gritaban con él.

Los monstruos atacaron. La vista de Frank se tiñó de rojo.

Luego no podría recordar con claridad los detalles. Partió monstruos hasta que estuvo cubierto de polvo amarillo hasta los tobillos. Cada vez que se sentía abrumado y que las nubes de polvo empezaban a ahogarlo, cambiaba de forma —se convirtió en un elefante, un dragón y un león—, y cada transformación le despejaba los pulmones y le brindaba energías renovadas. Alcanzó tal fluidez en sus transformaciones que podía iniciar un ataque bajo forma humana con la espada y terminar como león, arañando el morro de un catoblepas con sus garras.

Los monstruos daban patadas con sus pezuñas. Expulsaban gas nocivo y miraban fijamente a Frank con sus ojos venenosos. Debería haber muerto. Debería haber acabado pisoteado. Pero de algún modo siguió en pie, ileso, y desató un huracán de violencia.

No disfrutó de ello en lo más mínimo, pero tampoco vaciló. Acuchillaba a un monstruo y decapitaba a otro. Se convirtió en dragón y partió por la mitad a un catoblepas de un mordisco, y luego se transformó en elefante y pisoteó a tres al mismo tiempo con sus patas. Seguía viendo rojo, y se dio cuenta de que no le engañaba la vista. En realidad brillaba, rodeado de un aura rosada.

No entendía por qué, pero siguió luchando hasta que solo quedó un monstruo.

Frank se enfrentó a él con la espada desenvainada. Estaba sin aliento, sudoroso y cubierto de polvo de monstruo, pero estaba sano y salvo.

El catoblepas gruñó. No debía de ser el monstruo más listo de todos. A pesar de que varios cientos de sus hermanos habían muerto, no se echó atrás.

—¡Marte! —gritó Frank—. He demostrado mi valía. ¡Ahora necesito una serpiente!

Frank dudaba que alguien hubiera gritado esas palabras antes. Era una petición un poco rara. No obtuvo respuesta del cielo. Por una vez, las voces de su cabeza permanecieron calladas.

El catoblepas se impacientó. Se abalanzó sobre Frank y no le dejó alternativa. Frank lanzó una estocada hacia arriba. Cuando la hoja de su arma alcanzó al monstruo, este desapareció emitiendo un destello de luz de color rojo sangre. Cuando a Frank se le aclaró la vista, encontró una pitón birmana marrón con motas enroscada a sus pies.

—Bien hecho —dijo una voz familiar.

A varios metros de distancia se encontraba su padre, Marte, con una boina roja, un uniforme militar color oliva con la insignia de las Fuerzas Especiales Italianas y un rifle de asalto colgado del hombro. Tenía un rostro duro y anguloso, y llevaba los ojos tapados con unas gafas de sol oscuras.

—Padre —logró decir.

No podía creer lo que acababa de hacer. El terror empezó a apoderarse de él. Tenía ganas de llorar, pero supuso que no sería buena idea hacerlo delante de Marte.

—Es normal sentir miedo —la voz del dios de la guerra era sorprendentemente cálida, rebosante de orgullo—. Todos los grandes guerreros tienen miedo. Solo los tontos y los que se engañan a sí mismos no lo tienen. Pero tú te has enfrentado a tu miedo, hijo mío. Has hecho lo que tenías que hacer, como Horacio. Este era tu puente, y lo has defendido.

—Yo… —Frank no sabía qué decir—. Yo… yo solo necesitaba una serpiente.

Un esbozo de sonrisa tiró de las comisuras de los labios de Marte.

—Sí. Y ya tienes una. Tu valentía ha unido mis facetas griega y romana, aunque solo sea por un momento. Vete. Salva a tus amigos. Pero escúchame, Frank: tu mayor prueba todavía no ha llegado. Cuando te enfrentes a los ejércitos de Gaia en Epiro, tu liderazgo…

De repente el dios se inclinó agarrándose la cabeza. Su silueta parpadeó. Su uniforme se convirtió en una toga y luego en una cazadora de motorista y unos vaqueros. Su rifle se transformó en una espada y luego en un lanzacohetes.

—¡Qué tormento! —rugió Marte—. ¡Vete! ¡Deprisa!

Frank no hizo preguntas. A pesar del agotamiento, se convirtió en un águila gigante, recogió la pitón con sus enormes garras y se lanzó al cielo.

Cuando miró atrás, un hongo nuclear en miniatura brotó del centro del puente, unos anillos de fuego se desplazaron hacia fuera, y un par de voces —Marte y Ares— gritaron:

—¡Nooo!

Frank no estaba seguro de lo que había pasado, pero no tenía tiempo para pensarlo. Sobrevoló la ciudad —ahora totalmente desprovista de monstruos— y se dirigió a la casa de Triptólemo.

—¡Has encontrado una! —exclamó el dios agricultor.

Frank no le hizo caso. Entró en la Casa Nera como un huracán, arrastrando la pitón por la cola como un extrañísimo saco de Santa Claus, y la soltó al lado de la cama.

Se arrodilló junto a Hazel.

Seguía viva; estaba verde y temblorosa, apenas respiraba, pero seguía viva. En cuanto a Nico, seguía siendo una planta de maíz.

—Cúralos —dijo Frank—. Ahora.

Triptólemo se cruzó de brazos.

—¿Cómo sé que la serpiente funcionará?

Frank apretó los dientes. Desde la explosión del puente, las voces del dios de la guerra habían dejado de sonar en su cabeza, pero todavía sentía su ira conjunta agitándose dentro de él. También se sentía distinto físicamente. ¿Triptólemo había encogido?

—La serpiente es un regalo de Marte —gruñó Frank—. Funcionará.

En el momento justo, la pitón birmana se acercó reptando al carro y se enroscó alrededor de la rueda derecha. La otra serpiente se despertó. Las dos se miraron, se tocaron el hocico e hicieron girar sus ruedas a la vez. El carro avanzó muy lentamente mientras sus alas se agitaban.

—¿Lo ves? —dijo Frank—. ¡Y ahora, cura a mis amigos!

Triptólemo se tocó la barbilla.

—Vaya, gracias por la serpiente, pero no estoy seguro de que me guste tu tono, semidiós. Puede que te convierta en…

Frank fue más rápido. Se abalanzó sobre Trip y lo estampó contra la pared, rodeando firmemente la garganta del dios con los dedos.

—Piensa en las siguientes palabras que vas a decir —advirtió Frank, con una calma mortífera—. O en lugar de convertir mi espada en la reja de un arado, te daré con ella en la cabeza.

Triptólemo tragó saliva.

—¿Sabes…? Creo que curaré a tus amigos.

—Júralo por la laguna Estigia.

—Lo juro por la laguna Estigia.

Frank lo soltó. Triptólemo se tocó el cuello, como para asegurarse de que seguía allí. Dedicó a Frank una sonrisa nerviosa, lo rodeó lentamente y se escabulló a la sala de estar.

—¡Voy… voy a recoger unas hierbas!

Frank observó como el dios cogía hojas y raíces y las machacaba en un mortero. Hizo una bola del tamaño de una píldora con una viscosa sustancia verde y corrió al lado de Hazel. Colocó la bola debajo de la lengua de Hazel.

Enseguida la chica se estremeció y se incorporó. Sus ojos se abrieron de golpe. El matiz verdoso de su piel desapareció.

Miró a su alrededor, desconcertada, hasta que vio a Frank.

—¿Qué…?

Frank se abalanzó sobre ella y la abrazó.

—Te pondrás bien —le dijo con tono vehemente—. Todo va bien.

—Pero… —Hazel lo agarró por los hombros y lo miró fijamente, asombrada—. Frank, ¿qué te ha pasado?

—¿A mí? —se levantó, súbitamente cohibido—. Yo no…

Se miró los pies y comprendió a qué se refería. Triptólemo no había encogido. Frank era más alto. Su barriga se había reducido. Su pecho parecía más abultado.

Frank había experimentado estirones con anterioridad. En una ocasión se había despertado dos centímetros más alto que cuando se había acostado. Pero esa vez era algo de locos. Era como si una parte del dragón y del león hubieran permanecido en él cuando había vuelto a adoptar forma humana.

—Ah… Yo no… A lo mejor puedo arreglarlo.

Hazel se rió alborozada.

—¿Por qué? ¡Estás increíble!

—¿De… de verdad?

—¡Ya eras guapo antes! Pero pareces mayor, y más alto, y tienes un aire muy distinguido…

Triptólemo dejó escapar un suspiro teatral.

—Sí, evidentemente se trata de una bendición de Marte. Enhorabuena, bla, bla, bla. Y ahora, si ya hemos terminado…

Frank le lanzó una mirada furibunda.

—No hemos terminado. Cura a Nico.

El dios granjero puso los ojos en blanco. Señaló la planta de maíz con el dedo y, ¡BAM!, Nico di Angelo apareció en medio de una explosión de barbas de maíz.

Nico miró a su alrededor presa del pánico.

—He… he tenido una pesadilla rarísima sobre palomitas de maíz —miró a Frank con el entrecejo fruncido—. ¿Por qué estás más alto?

—No pasa nada —le aseguró Frank—. Triptólemo estaba a punto de decirnos cómo sobrevivir en la Casa de Hades. ¿Verdad que sí, Trip?

El dios granjero alzó la vista al techo, como diciendo: «¿Por qué yo, Deméter?».

—Está bien —dijo Trip—. Cuando lleguéis a Epiro os ofrecerán un cáliz para que bebáis.

—¿Quién nos lo ofrecerá? —preguntó Nico.

—No importa —le espetó el dios—. Solo tenéis que saber que está lleno de veneno mortal.

Hazel se estremeció.

—Entonces estás diciendo que no debemos beberlo.

—¡No! —dijo Trip—. Debéis beberlo, o no podréis recorrer el templo. El veneno te conecta con el mundo de los muertos, te permite pasar a los niveles inferiores. El secreto para sobrevivir es —los ojos le brillaron— la cebada.

Frank lo miró fijamente.

—Cebada.

—En la sala de estar, coged de mi cebada especial. Preparad pastelitos con ella. Coméoslos antes de entrar en la Casa de Hades. La cebada absorberá la peor parte del veneno, de modo que os afectará, pero no os matará.

—¿Eso es todo? —preguntó Nico—. ¿Hécate nos ha hecho recorrer media Italia para que nos digas que comamos cebada?

—¡Buena suerte! —Triptólemo atravesó la estancia corriendo y subió a su carro de un salto—. Y una cosa más, Frank Zhang: ¡te perdono! Tienes agallas. Si cambias de opinión, mi oferta sigue en pie. ¡Me encantaría ver que obtienes el título de agricultura!

—Sí —murmuró Frank—. Gracias.

El dios tiró de una palanca del carro. Las ruedas con serpientes empezaron a girar. Las alas se agitaron. Las puertas del garaje se abrieron al fondo de la estancia.

—¡Oh, vuelvo a tener transporte! —gritó Trip—. Muchas tierras ignorantes que necesitan mis conocimientos. ¡Les enseñaré los beneficios del cultivo, la irrigación y la fertilización! —el carro despegó y salió volando de la casa, mientras Triptólemo gritaba al cielo—. ¡Vamos, serpientes mías! ¡Vamos!

—Qué cosa más rara —dijo Hazel.

—Los beneficios de la fertilización —Nico se quitó unas barbas de maíz del hombro—. ¿Podemos largarnos ya?

Hazel posó la mano en el hombro de Frank.

—¿De verdad estás bien? Has canjeado nuestras vidas. ¿Qué te ha hecho hacer Triptólemo?

Frank trató de mantener la compostura. Se regañó a sí mismo por sentirse tan débil. Podía enfrentarse a un ejército de monstruos, pero en cuanto Hazel le mostraba un poco de amabilidad, le entraban ganas de romper a llorar.

—Esos monstruos… Los catoblepas que te envenenaron… He tenido que destruirlos.

—Qué valiente —dijo Nico—. Debían de quedar seis o siete en la manada.

—No —Frank carraspeó—. A todos. He matado a todos los que había en la ciudad.

Nico y Hazel se lo quedaron mirando en silencio, anonadados. Frank temía que no lo creyeran o que se echaran a reír. ¿Cuántos monstruos había matado en el puente? ¿Doscientos? ¿Trescientos?

Pero advirtió en sus ojos que lo creían. Ellos eran hijos del inframundo. Tal vez podían percibir la muerte y la masacre a través de las que se había abierto paso.

Hazel le dio un beso en la mejilla. Ahora tenía que ponerse de puntillas para hacerlo. Tenía unos ojos increíblemente tristes, como si se hubiera dado cuenta de que algo había cambiado en Frank: algo mucho más importante que su estirón físico.

Frank también lo sabía. No volvería a ser el mismo. Pero no sabía si era algo bueno.

—Bueno —dijo Nico, para romper la tensión—, ¿alguien sabe cómo es la cebada?

La Casa de Hades
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