XL
Annabeth

Annabeth se despertó mirando las sombras que danzaban a través del techo de la choza. No había tenido ni un solo sueño. Era algo tan insólito que no estaba segura de haberse despertado realmente.

Mientras estaba allí tumbada, con Percy roncando a su lado y Bob el Pequeño ronroneando sobre su barriga, oyó a Bob y Damasén enfrascados en una conversación.

—No se lo has dicho —dijo Damasén.

—No —reconoció Bob—. Está asustada.

El gigante refunfuñó.

—Debe estarlo. ¿Y si no puedes llevarlos más allá de la Noche?

Damasén dijo la palabra «noche» como si fuera un nombre verdadero: un nombre maléfico.

—Tengo que conseguirlo —dijo Bob.

—¿Por qué? —preguntó Damasén—. ¿Qué te han dado los semidioses? Te han borrado tu antiguo yo, todo lo que eras. Los titanes y los gigantes… están destinados a ser los enemigos de los dioses y sus hijos. ¿O no?

—Entonces ¿por qué has curado al chico?

Damasén espiró.

—Yo también me lo pregunto. Tal vez porque la chica me incitó o tal vez… Esos dos semidioses me resultan intrigantes. Deben de ser duros para haber llegado hasta aquí. Eso es admirable. Aun así, ¿cómo podemos ayudarles más? No es nuestro destino.

—Quizá —dijo Bob, con incomodidad—. Pero… ¿te gusta nuestro destino?

—Vaya pregunta. ¿Le gusta a alguien su destino?

—A mí me gustaba ser Bob —murmuró Bob—. Antes de que empezara a recordar…

—Ah.

Se oyó un runrún, como si Damasén estuviera llenando un bolso de piel.

—Damasén, ¿te acuerdas del sol? —preguntó el titán.

El runrún se interrumpió. Annabeth oyó que el gigante espiraba por los orificios nasales.

—Sí. Era amarillo. Cuando tocaba el horizonte, pintaba el cielo de unos colores preciosos.

—Yo echo de menos el sol —dijo Bob—. Y también las estrellas. Me gustaría volver a saludar a las estrellas.

—Las estrellas… —Damasén pronunció la palabra como si se hubiera olvidado de su significado—. Sí. Hacían dibujos plateados en el cielo nocturno —lanzó algo al suelo de un golpe—. Bah. Esto es hablar por hablar. No podemos…

El drakon meonio rugió a lo lejos.

Percy se incorporó de golpe.

—¿Qué? ¿Qué… dónde… qué?

—Tranquilo.

Annabeth le cogió el brazo.

Cuando vio que estaban juntos en una cama gigantesca con un gato esqueleto, se quedó más confundido que nunca.

—Ese ruido… ¿Dónde estamos?

—¿Qué es lo último que recuerdas? —preguntó ella.

Percy frunció el entrecejo. Sus ojos parecían despiertos. Todas sus heridas habían desaparecido. Exceptuando su ropa andrajosa y las capas de suciedad y mugre, parecía que no hubiera caído al Tártaro.

—Yo… las abuelas diabólicas… y luego… No mucho.

Damasén se acercó a la cama.

—No hay tiempo, pequeños mortales. El drakon regresa. Temo que su rugido atraiga a los demás: mis hermanos, los que os persiguen. Estarán aquí dentro de unos minutos.

A Annabeth se le aceleró el pulso.

—¿Qué les dirás cuando lleguen?

La boca de Damasén se movió nerviosamente.

—¿Qué voy a decirles? Nada importante, mientras ya no estéis.

Les lanzó dos macutos de piel de drakon.

—Ropa, comida y bebida.

Bob llevaba una mochila parecida pero más grande. Estaba apoyado en su escoba, mirando a Annabeth como si todavía estuviera meditando sobre las palabras de Damasén: «¿Qué te han dado los semidioses? Somos sus enemigos, sus enemigos inmortales».

De repente, a Annabeth le asaltó una idea tan aguda y tan clara como una espada de la mismísima Atenea.

—La Profecía de los Siete —dijo.

Percy ya había salido de la cama y estaba colocándose su mochila en los hombros. La miró con gesto ceñudo.

—¿Qué pasa?

Annabeth agarró la mano de Damasén, cosa que sorprendió al gigante. La criatura frunció el entrecejo. Su piel era áspera como la arenisca.

—Tienes que venir con nosotros —suplicó—. La profecía dice: «Los enemigos en armas ante las Puertas de la Muerte». Yo pensaba que se refería a los romanos y los griegos, pero no es así. El verso se refiere a nosotros: unos semidioses, un titán y un gigante. ¡Te necesitamos para cerrar las puertas!

El drakon rugió en el exterior, esa vez más cerca. Damasén apartó suavemente su mano.

—No, muchacha —murmuró—. Mi maldición está aquí. No puedo escapar de ella.

—Sí que puedes —repuso Annabeth—. No luches contra el drakon. ¡Piensa una forma de romper el ciclo! Busca otro destino.

Damasén negó con la cabeza.

—Aunque pudiera, no puedo abandonar este pantano. Es el único destino que puedo imaginar.

Los pensamientos se agolpaban en la mente de Annabeth.

—Hay otro destino. ¡Mírame! Recuerda mi cara. Cuando estés listo, ven a buscarme. Te llevaremos al mundo de los mortales con nosotros. Podrás ver la luz del sol y las estrellas.

El suelo se sacudió. El drakon estaba cerca, atravesando el pantano con grandes pisotones, lanzando su chorro venenoso a los árboles y el musgo. Más lejos, Annabeth oyó la voz del gigante Polibotes, apremiando a sus seguidores a avanzar.

—¡EL HIJO DEL DIOS DEL MAR! ¡ESTÁ CERCA!

—Annabeth —dijo Percy con tono urgente—, tenemos que marcharnos.

Damasén sacó algo de su cinturón. En su enorme mano, la esquirla blanca parecía otro mondadientes, pero cuando se la ofreció a Annabeth, ella se dio cuenta de que se trataba de una espada: una hoja de hueso de dragón, aguzada hasta adquirir un filo letal, con una sencilla empuñadura de cuero.

—Un último regalo para la hija de Atenea —dijo el gigante con voz cavernosa—. No puedo dejar que te encamines hacia la muerte desarmada. ¡Y ahora marchaos! Antes de que sea demasiado tarde.

Annabeth tenía ganas de llorar. Cogió la espada, pero fue incapaz de darle las gracias. Sabía que el gigante estaba destinado a luchar a su lado. Esa era la respuesta, pero Damasén se apartó.

—Debemos irnos —la apremió Bob mientras el gatito trepaba a su hombro.

—Tiene razón, Annabeth —dijo Percy.

Corrieron hacia la entrada. Annabeth no miró atrás y siguió a Percy y a Bob hasta el pantano, pero oyó a Damasén detrás de ellos lanzando su grito de guerra contra el drakon que se acercaba, con la voz quebrada por la desesperación al enfrentarse una vez más a su viejo enemigo.

La Casa de Hades
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