XLIV
Piper

Se abrió paso a empujones entre los Boréadas, que era como andar por un congelador de carne. El aire que los rodeaba era tan frío que le quemó la cara. Se sentía como si estuviera aspirando nieve pura.

Piper trató de no mirar el cuerpo helado de Jason al pasar. Trató de no pensar en sus amigos, que se encontraban bajo la cubierta, ni en Leo, que había sido disparado al cielo a un lugar del que no podía volver. Y desde luego trató de no pensar en los Boréadas ni en la diosa de la nieve, que la estaban siguiendo.

Fijó la vista en el mascarón de proa.

El barco se mecía bajo sus pies. Una ráfaga de aire veraniego atravesó el frío, y Piper la aspiró y la interpretó como una buena señal. Todavía era verano allí fuera. El sitio de Quíone y sus hermanos no estaba allí.

Piper sabía que no podía ganar un enfrentamiento tradicional contra Quíone y dos chicos alados con espadas. No era tan lista como Annabeth, ni se le daba tan bien resolver problemas como a Leo. Pero sí tenía poderes. Y pensaba utilizarlos.

La noche anterior, mientras hablaba con Hazel, Piper se había dado cuenta de que el secreto de su poder de persuasión se parecía mucho a la forma de usar la Niebla. En el pasado, Piper había tenido muchos problemas para que sus hechizos surtieran efecto porque siempre mandaba a sus enemigos que hicieran lo que quería. Gritaba «No nos mates» cuando el deseo más ferviente del monstruo era matarlos. Infundía todo su poder a su voz y esperaba que bastara para doblegar la voluntad de su enemigo.

A veces daba resultado, pero era agotador y poco fiable. Afrodita no destacaba en los enfrentamientos directos. Afrodita destacaba por la sutileza, la astucia y el encanto. Piper decidió que no debía centrarse en lo que ella quería. Tenía que empujarlos a que hicieran lo que ellos querían.

Una gran teoría, si pudiera hacer que diera resultado…

Se detuvo ante el trinquete y se volvió hacia Quíone.

—Vaya, acabo de darme cuenta de por qué nos odias tanto —dijo, colmando su voz de compasión—. En Sonoma te humillamos mucho.

Los ojos de Quíone brillaban como el café helado. Lanzó una mirada de desasosiego a sus hermanos.

Piper se rió.

—¡Oh, no se lo has contado! —aventuró—. Lo comprendo perfectamente. Tenías a un rey gigante de tu parte, además de un ejército de lobos y Nacidos de la Tierra, y no pudiste vencernos.

—¡Silencio! —susurró la diosa.

El aire se volvió brumoso. Piper notó que la escarcha se acumulaba en sus cejas y le helaba los conductos auditivos, pero forzó una sonrisa.

—En fin —guiñó el ojo a Zetes—. Pero fue muy divertido.

—La chica debe de estar mintiendo —dijo Zetes—. Quíone no sufrió una derrota en la Casa del Lobo. Dijo que fue una… ¿cómo se llama? Una retirada táctica.

—¿Una tacita? —preguntó Cal—. Me gustan las tacitas.

Piper empujó en broma al grandullón en el pecho.

—No, Cal. Quiere decir que tu hermana huyó.

—¡Yo no hui! —gritó Quíone.

—¿Cómo te llamó Hera? —meditó Piper—. Eso: ¡una diosa de tercera!

Se echó a reír otra vez, y su diversión era tan auténtica que Zetes y Cal también se pusieron a reír.

Très bon! —dijo Zetes—. ¡Una diosa de tercera! ¡Ja!

—¡Ja! —dijo Cal—. ¡Mi hermana huyó! ¡Ja!

El vestido blanco de Quíone empezó a desprender vapor. Una capa de hielo se formó sobre las bocas de Zetes y Cal y se las tapó.

—Enséñanos ese secreto tuyo, Piper McLean —gruñó Quíone—. Y reza para que te deje en este barco intacta. Si estás jugando con nosotros, te enseñaré los horrores de la congelación. Dudo que Zetes siga interesado en ti si te quedas sin dedos de las manos y los pies… y sin nariz ni orejas.

Zetes y Cal escupieron los tapones de hielo de sus bocas.

—La chica guapa estaría menos guapa sin nariz —reconoció Zetes.

Piper había visto fotos de víctimas de congelación. La amenaza le aterraba, pero no dejó que se notara.

—Vamos —los llevó hasta la proa tarareando una de las canciones favoritas de su padre: «Summertime».

Cuando llegó al mascarón de proa, posó la mano en el pescuezo de Festo. Sus escamas de bronce estaban frías. No emitía ningún zumbido mecánico. Sus ojos de rubíes estaban apagados y oscuros.

—¿Os acordáis de nuestro dragón? —preguntó Piper.

Quíone resopló.

—Esto no puede ser tu secreto. El dragón está estropeado. Ya no echa fuego.

—Pues sí…

Piper acarició el morro del dragón.

Ella no tenía el poder de Leo para hacer que los engranajes girasen o que los circuitos echasen chispas. No podía percibir nada relacionado con el funcionamiento de una máquina. Lo único que podía hacer era hablar con el corazón y decirle al dragón lo que más quería oír.

—Pero Festo es más que una máquina. Es un ser vivo.

—Eso es ridículo —le espetó la diosa—. Zetes, Cal, bajad a por los semidioses congelados. Luego abriremos la esfera de los vientos.

—Podéis hacer eso, chicos —convino Piper—. Pero entonces no veríais a Quíone humillada. Sé que os gustaría verla.

Los Boréadas vacilaron.

—¿Hockey? —preguntó Cal.

—Casi tan bueno como el hockey —le prometió Piper—. Luchasteis al lado de Jasón y los argonautas, ¿verdad? En un barco como este, el primer Argo.

—Sí —asintió Zetes—. El Argo. Se parecía mucho a este, pero no teníamos un dragón.

—¡No le hagáis caso! —soltó Quíone.

Piper notó que se formaba hielo en sus labios.

—Puedes hacerme callar —dijo rápidamente—. Pero te interesa conocer mi poder secreto para saber cómo os destruiré a ti, a Gaia y a los gigantes.

Los ojos de Quíone bullían de odio, pero contuvo la escarcha.

—Tú… no… tienes… ningún… poder —insistió.

—Hablas como una diosa de tercera —dijo Piper—. Una diosa a la que nunca nadie toma en serio y que siempre quiere más poder.

Se volvió hacia Festo y pasó la mano por detrás de sus orejas metálicas.

—Eres un buen amigo, Festo. Nadie puede desactivarte. Eres más que una máquina. Quíone no lo entiende.

Se volvió hacia los Boréadas.

—Ella tampoco os valora, ¿sabéis? Cree que puede mangonearos porque sois semidioses, no dioses auténticos. No entiende que formáis un equipo poderoso.

—Un equipo —gruñó Cal—. Como los Ca-na-diens.

Tuvo problemas para pronunciar la palabra. Sonrió y se mostró muy satisfecho consigo mismo.

—Exacto —dijo Piper—. Como un equipo de hockey. El todo es más que la suma de sus partes.

—Como una pizza —añadió Cal.

Piper se rió.

—Qué listo eres, Cal. Yo también te había subestimado.

—Eh, un momento —protestó Zetes—. Yo también soy listo. Y guapo.

—Muy listo —convino Piper, omitiendo la parte de la belleza—. Así que deja la bomba de los vientos y mira cómo Quíone es humillada.

Zetes sonrió. Se agachó e hizo rodar la esfera de hielo a través de la cubierta.

—¡Idiota! —chilló Quíone.

Antes de que la diosa pudiera ir tras la esfera, Piper gritó:

—¡Nuestra arma secreta, Quíone! No somos solo un puñado de semidioses. Somos un equipo, del mismo modo que Festo no es solo una colección de partes. Está vivo. Es mi amigo. Y cuando sus amigos tienen problemas, sobre todo Leo, puede despertarse solo.

Infundió a su voz toda su confianza, todo su amor por el dragón metálico y todo lo que la criatura había hecho por ellos.

La parte racional de su persona sabía que era inútil. ¿Cómo podías encender una máquina con emociones?

Sin embargo, Afrodita no era racional. Ella gobernaba a través de las emociones. Era la diosa del Olimpo más antigua y más primigenia, nacida a partir de la sangre de Urano al agitarse en el mar. Su poder era más antiguo que el de Hefesto o Atenea o incluso Zeus.

Por un instante no pasó nada. Quíone le lanzó una mirada llena de odio. Y los Boréadas empezaron a salir de su estupor, con cara de decepción.

—Olvidaos de nuestro plan —gruñó Quíone—. ¡Matadla!

Cuando los Boréadas levantaron sus espadas, la piel metálica del dragón se calentó bajo la mano de Piper. La hija de Afrodita se lanzó a un lado y placó a la diosa de la nieve, mientras Festo giraba su cabeza ciento ochenta grados y lanzaba fuego a los Boréadas, que se volatilizaron en el acto. Por algún motivo, la espada de Zetes quedó intacta. Cayó en la cubierta con estruendo, echando humo todavía.

Piper se levantó con dificultad. Vio la esfera de los vientos en la base del trinquete. Corrió a por ella, pero antes de que pudiera acercarse, Quíone apareció delante de ella en medio de un torbellino de escarcha. Su piel emitía tal resplandor que cegaba como la nieve.

—Desgraciada —susurró—. ¿Crees que puedes vencerme a mí, una diosa?

Festo rugió detrás de Piper y echó humo, pero Piper sabía que si volvía a lanzar fuego la alcanzaría a ella también.

A unos seis metros detrás de la diosa, la esfera de hielo empezó a agrietarse y a silbar.

Piper no tenía tiempo para sutilezas. Gritó y levantó la daga, arremetiendo contra la diosa.

Quíone le agarró la muñeca. El hielo se extendió por el brazo de Piper. La hoja de Katoptris se tiñó de blanco.

La cara de la diosa estaba a solo quince centímetros de la suya. Quíone sonrió, convencida de que había ganado.

—Una hija de Afrodita —dijo en tono de reproche—. No eres nada.

Festo volvió a chirriar. Piper habría jurado que intentaba infundirle ánimo.

De repente, el pecho de la chica se calentó, no de ira ni de miedo, sino de amor por el dragón; y por Jason, que dependía de ella; y por sus amigos atrapados abajo; y por Leo, que había desaparecido y necesitaría su ayuda.

Tal vez el amor no pudiera competir con el hielo… pero Piper lo había usado para despertar a un dragón metálico. Los mortales hacían proezas sobrehumanas en nombre del amor continuamente. Las madres levantaban coches para salvar a sus hijos. Y Piper era más que una simple mortal. Era una semidiosa. Una heroína.

El hielo de la hoja se derritió. Su brazo empezó a desprender vapor bajo la mano con la que lo agarraba Quíone.

—Sigues subestimándome —dijo Piper a la diosa—. Tienes que corregir ese detalle.

La expresión de suficiencia de Quíone vaciló cuando Piper bajó su daga.

La hoja tocó el pecho de Quíone, y al instante la diosa estalló en una ventisca en miniatura. Piper se desplomó, aturdida a causa del frío. Oyó a Festo chasqueando y rechinando, mientras las alarmas reactivadas sonaban.

«La bomba».

Piper logró ponerse en pie. La esfera estaba a tres metros de distancia, silbando y dando vueltas mientras los vientos contenidos en su interior empezaban a agitarse.

Piper se abalanzó sobre ella.

Sus dedos se cerraron en torno a la bomba justo cuando el hielo se hizo añicos y los vientos estallaron.

La Casa de Hades
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