LVI
Annabeth

—¡Annabeth!

Percy tiró de ella hacia atrás justo cuando su pie tocó el borde de una cavidad. Ella estuvo a punto de precipitarse en quién sabía qué, pero Percy la agarró y la abrazó.

—Tranquila —dijo.

Ella pegó la cara a su camiseta y mantuvo los ojos cerrados con fuerza. Estaba temblando, pero no solo de miedo. El abrazo de Percy era tan cálido y reconfortante que le entraron ganas de quedarse allí para siempre, a salvo y protegida… pero eso era cerrar los ojos a la realidad. No podía permitirse relajarse. No podía apoyarse en Percy más de lo debido. Él también la necesitaba.

—Gracias… —se desenredó con cuidado de sus brazos—. ¿Sabes lo que hay delante de nosotros?

—Agua —dijo él—. Sigo sin mirar. Creo que todavía es peligroso.

—Yo pienso lo mismo.

—Percibo un río… o puede que sea un foso. Nos cierra el paso. Corre de izquierda a derecha por un canal abierto en la roca. La otra orilla está a unos seis metros.

Annabeth se regañó mentalmente. Había oído el agua mientras corría, pero en ningún momento se había planteado que pudiera estar yendo de cabeza hacia ella.

—¿Hay un puente o…?

—Creo que no —dijo Percy—. Y al agua le pasa algo raro. Escucha.

Annabeth se concentró. Miles de voces gritaban dentro de la estruendosa corriente, chillando de angustia, suplicando piedad.

¡Socorro!, decían gimiendo. ¡Fue un accidente!

¡El dolor!, se lamentaban. ¡Haced que pare!

Annabeth no necesitaba los ojos para imaginarse el río: una corriente salobre y negra llena de almas torturadas arrastradas cada vez más hondo en el Tártaro.

—El río Aqueronte —dedujo—. El quinto río del inframundo.

—Prefiero el Flegetonte —murmuró Percy.

—Es el río del dolor. El castigo definitivo para las almas de los condenados: asesinos, sobre todo.

¡Asesinos!, dijo el río gimiendo. ¡Sí, como tú!

Únete a nosotros, susurró otra voz. No eres mejor que nosotros.

La cabeza de Annabeth se llenó de imágenes de todos los monstruos que había matado a lo largo de los años.

—Lo mío no fueron asesinatos —protestó ella—. ¡Me estaba defendiendo!

El río cambió de curso a través de su mente y le mostró a Zoë Belladona, que había sido asesinada en el monte Tamalpais porque había ido a rescatar a Annabeth de las garras de los titanes.

Vio a la hermana de Nico, Bianca di Angelo, muriendo en la caída del gigante metálico Talos, porque también había intentado salvar a Annabeth.

Michael Yew y Silena Beauregard… que habían muerto en la batalla de Manhattan.

Podrías haberlo impedido, le dijo el río a Annabeth. Deberías haber buscado una solución mejor.

Y la más dolorosa de todas: la de Luke Castellan. Annabeth se acordó de la sangre de Luke en su daga después de sacrificarse para impedir que Cronos destruyera el Olimpo.

¡Tienes las manos manchadas de su sangre!, dijo el río gimiendo. ¡Debería haber habido otra solución!

Annabeth se había enfrentado a la misma idea muchas veces. Había intentado convencerse de que ella no era la culpable de la muerte de Luke. Luke había elegido su propio destino. Aun así, no sabía si su alma había hallado paz en el inframundo, o si había renacido, o si había ido a parar al Tártaro por culpa de sus crímenes. Podría ser una de las almas torturadas que arrastraba la corriente en ese momento.

¡Tú lo asesinaste!, gritó el río. ¡Tírate y comparte su castigo!

Percy la agarró del brazo.

—No hagas caso.

—Pero…

—Lo sé —la voz de él sonaba quebradiza como el hielo—. A mí me están diciendo lo mismo. Creo… creo que este foso debe de ser la frontera del territorio de la Noche. Si lo cruzamos, estaremos fuera de peligro. Tendremos que saltar.

—¡Has dicho que mide seis metros!

—Sí. Tendrás que confiar en mí. Rodéame el cuello con los brazos y agárrate.

—No lo dirás…

—¡Allí! —gritó una voz detrás de ellos—. ¡Matad a esos turistas desagradecidos!

Los hijos de Nix los habían encontrado. Annabeth abrazó el cuello de Percy.

—¡Ahora!

Al tener los ojos cerrados, ella solo pudo imaginarse cómo Percy lo consiguió. Tal vez utilizó la fuerza del río. Tal vez solo estaba muerto de miedo y lleno de adrenalina. Percy saltó con más fuerza de la que ella habría creído posible. Volaron por los aires mientras el río se agitaba y gemía debajo de ellos, salpicando los tobillos de Annabeth de salmuera picante.

Y de repente, PLAF, estaban otra vez en tierra firme.

—Puedes abrir los ojos —dijo Percy, jadeando—. Pero no te va a gustar lo que vas a ver.

Annabeth parpadeó. Después de la oscuridad de Nix, hasta la tenue luz roja del Tártaro parecía deslumbrante.

Ante ellos se extendía un valle lo bastante grande como para contener la bahía de San Francisco. El ruido resonante provenía de todo el paisaje, como si un trueno retumbara debajo del suelo. Bajo las nubes venenosas, el terreno ondulado emitía destellos púrpura con cicatrices de color rojo y azul oscuro.

—Parece… —Annabeth contuvo su repulsión— parece un corazón gigantesco.

—El corazón de Tártaro —murmuró Percy.

El centro del valle estaba cubierto de una fina pelusa negra formada por puntos. Estaban tan lejos que Annabeth tardó un momento en darse cuenta de que estaba mirando un ejército: miles, tal vez decenas de miles de monstruos, congregados en torno a un oscuro puntito central. Estaba demasiado lejos para apreciar los detalles, pero a Annabeth no le cabía duda de qué era ese puntito. Incluso desde el linde del valle, podía percibir cómo su poder atraía a su alma.

—Las Puertas de la Muerte.

—Sí.

Percy hablaba con voz ronca. Todavía tenía la tez pálida y demacrada de un cadáver, lo que significaba que lucía más o menos tan mal aspecto como el estado en el que Annabeth se encontraba.

Se dio cuenta de que se había olvidado por completo de sus perseguidores.

—¿Qué ha sido de Nix…?

Se volvió. De algún modo, habían caído a varios cientos de metros de las orillas del Aqueronte, que corría por un canal abierto excavado en unas negras montañas volcánicas. Más allá solo había oscuridad.

No había rastro de seres que los persiguieran. Por lo visto, a los acólitos de la Noche no les gustaba cruzar el Aqueronte.

Estaba a punto de preguntarle a Percy cómo había saltado tan lejos cuando oyó el ruido de un desprendimiento de rocas en las montañas situadas a su izquierda. Desenvainó su espada de hueso de drakon. Percy levantó a Contracorriente.

Una mancha de brillante pelo blanco apareció sobre la cumbre y luego una familiar cara sonriente con ojos de plata pura.

—¿Bob? —Annabeth se alegró tanto que se puso a saltar—. ¡Oh, dioses míos!

—¡Amigos!

El titán se dirigió a ellos pesadamente. Las cerdas de su escoba se habían quemado. Su uniforme de conserje estaba lleno de nuevos arañazos, pero parecía encantado. Sobre su hombro, Bob el Pequeño ronroneaba casi tan fuerte como el corazón palpitante de Tártaro.

—¡Os he encontrado! —Bob los abrazó a los dos con suficiente fuerza para aplastarles las costillas—. Parecéis unos muertos humeantes. ¡Eso es bueno!

—Uf —dijo Percy—. ¿Cómo has llegado aquí? ¿A través de la Mansión de la Noche?

—No —Bob negó rotundamente con la cabeza—. Ese sitio da mucho miedo. Por otro camino, solo para titanes y otros seres.

—A ver si lo adivino —dijo Annabeth—. Has ido de lado.

Bob se rascó el mentón; era evidente que se había quedado sin palabras.

—Hum. No. Más… en diagonal.

Annabeth se rió. Cualquier consuelo era bienvenido allí, en el corazón del Tártaro, frente a un ejército imposible. Se alegraba una barbaridad de volver a tener a Bob el titán con ellos.

Besó su nariz inmortal, cosa que hizo parpadear a la criatura.

—¿Seguiremos juntos ahora? —preguntó.

—Sí —convino Annabeth—. Es hora de ver si la Niebla de la Muerte funciona.

—Y si no funciona… —Percy se interrumpió.

No tenía sentido darle vueltas. Estaban a punto de adentrarse en medio de un ejército enemigo. Si los veían, estaban muertos.

A pesar de ello, Annabeth esbozó una sonrisa. Su objetivo estaba a la vista. Contaban con un titán con una escoba y un gato chillón de su parte. Eso tenía que servir de algo.

—Puertas de la Muerte —dijo—, allá vamos.

La Casa de Hades
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