XLII
Piper

Leo se quedó mirando la daga.

—Vale…, no me gusta tanto tu idea como creía. ¿Crees que uno de nosotros vencerá a Gaia y el otro morirá? ¿O que uno morirá mientras la vence? ¿O que…?

—Chicos —dijo Jason—, si le damos demasiadas vueltas, nos volveremos locos. Ya sabéis cómo son las profecías. Los héroes siempre se meten en líos intentando evitar que se cumplan.

—Sí —murmuró Leo—. No nos gustaría meternos en un lío. Ahora mismo las cosas nos van muy bien…

—Ya sabes a lo que me refiero —dijo Jason—. Puede que el verso del «último aliento» no esté relacionado con la parte de «la tormenta y el fuego». Por lo que sabemos, tú y yo ni siquiera somos la tormenta y el fuego. Percy puede provocar tormentas.

—Y yo siempre puedo prender fuego al entrenador Hedge —propuso Leo—. Así que él también podría ser el fuego.

Al imaginarse a un sátiro en llamas gritando: «¡Muere, malnacida!» mientras atacaba a Gaia, Piper estuvo a punto de echarse a reír.

—Espero equivocarme —dijo con cautela—. Pero la misión empezó con nosotros: la búsqueda de Hera y el despertar del rey gigante Porfirio. Tengo la sensación de que la guerra también terminará con nosotros. Para bien o para mal.

—Oye —dijo Jason—, personalmente, me gusta cómo suena «nosotros».

—Estoy de acuerdo —dijo Leo—. Mi grupo de gente favorito somos «nosotros».

Piper consiguió esbozar una sonrisa. Quería mucho a esos chicos. Ojalá pudiera usar su poder de persuasión con las Moiras, proponer un final feliz y obligarlas a que se hiciera realidad.

Lamentablemente, costaba imaginar un final feliz con todos los pensamientos siniestros que rondaban por su cabeza. Temía que el gigante Clitio hubiera sido puesto en su camino para eliminar a Leo como amenaza. De ser así, Gaia también intentaría eliminar a Jason. Sin la tormenta ni el fuego, su misión no podría tener éxito.

Y el tiempo invernal también la fastidiaba. Estaba segura de que el cetro de Diocleciano no era su única causa. El viento frío y la mezcla de hielo y lluvia parecían seriamente hostiles, y de algún modo familiares.

El olor que flotaba en el aire, un intenso olor a…

Piper debería haber descubierto lo que estaba pasando antes, pero había pasado la mayor parte de su vida en el sur de California, donde no había cambios notables de estaciones. No había crecido con ese olor… el olor de la nieve inminente.

Todos los músculos se le pusieron en tensión.

—Leo, da la alarma.

Piper no se había dado cuenta de que estaba usando su embrujahabla, pero Leo bajó inmediatamente su destornillador y pulsó el botón de la alarma. Frunció el entrecejo al ver que no pasaba nada.

—Ah, está desconectada —recordó—. Festo está apagado. Dame un minuto para volver a conectar el sistema.

—¡No tenemos un minuto! Fuego… necesitamos frascos de fuego griego. Jason, invoca los vientos. Vientos cálidos del sur.

—Un momento, ¿qué? —Jason se la quedó mirando confundido—. ¿Qué pasa, Piper?

—¡Es ella! —Piper agarró su daga—. ¡Ha vuelto! Tenemos que…

Antes de que pudiera terminar la frase, el barco se escoró a babor. La temperatura descendió rápido, y las velas crujieron a causa del hielo. Los escudos de bronce repartidos a lo largo del pasamanos estallaron como latas de refresco sometidas a una presión excesiva.

Jason desenvainó su espada, pero fue demasiado tarde. Una ola de partículas de hielo lo azotó, lo cubrió como si fuera una rosquilla glaseada y lo congeló donde estaba. Bajo la capa de hielo, sus ojos permanecieron muy abiertos de asombro.

—¡Leo! ¡Llamas! ¡Ahora! —gritó Piper.

La mano derecha de Leo empezó a arder, pero el viento se arremolinó en torno a él y apagó el fuego. Leo agarró la esfera de Arquímedes al mismo tiempo que una nube embudo de aguanieve lo elevaba de la cubierta.

—¡Eh! —gritó—. ¡Eh! ¡Suéltame!

Piper corrió hacia él, pero una voz en la tormenta dijo:

—Sí, Leo Valdez. Te soltaré para siempre.

Leo salió disparado hacia el cielo como si lo hubieran lanzado con una catapulta. Desapareció entre las nubes.

—¡No!

Piper levantó su daga, pero no había nada que atacar. Miró desesperadamente a la escalera, con la esperanza de ver a sus amigos corriendo a rescatarla, pero un bloque de hielo había tapado la escotilla. La cubierta inferior podía haberse congelado por completo.

Necesitaba un arma mejor para luchar, algo más que su voz persuasiva, una estúpida daga que adivinaba el futuro y una cornucopia que disparaba jamones y fruta fresca.

Se preguntó si podría llegar a la ballesta.

Entonces sus enemigos aparecieron, y comprendió que ningún arma bastaría para enfrentarse a ellos.

En medio del barco había una chica con un holgado vestido de seda blanca y una melena morena recogida con una diadema de diamantes. Tenía los ojos de color café, pero sin su característica calidez.

Detrás de ella estaban sus hermanos: dos jóvenes con alas de plumas moradas, pelo blanco y espadas dentadas de bronce celestial.

—Qué alegría volver a verte, ma chère —dijo Quíone, la diosa de la nieve—. Es hora de que tengamos una reunión bien fría.

La Casa de Hades
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