Como, 14 de febrero de 2040
A Su Exc.a Mons.
Alessio Tanari
Secretario de la Congregación para las Causas de los Santos
Ciudad del Vaticano
In nomine Domini
Ego, Lorenzo Dell’Agio, Episcopus Comi, in processu canonizationis beati Innocentii Papae XI, iuro me fideliter diligenterque impleturum munus mihi commissum, atque secretum servaturum in iis ex quorum revelatione preiudicium causae vel infamiam beato afferre posset. Sic me Deus adiuvet.
Mi muy querido Alessio:
Os ruego que me perdonéis por dirigirme a vos empezando con la fórmula del juramento ritual: se trata de guardar el secreto de todo lo infamante que he averiguado contra la reputación de un alma beata.
Sé que a vuestro antiguo docente en el seminario sabréis excusarle el empleo de un estilo epistolar menos ortodoxo que aquel al que estáis acostumbrado.
Hará tres años me escribisteis por encargo del Santo Padre, invitándome a esclarecer una presunta curación milagrosa ocurrida hace más de cuarenta años en mi diócesis por obra del Beato papa Inocencio XI: aquel Benedetto Odescalchi de Como de quien quizá yo mismo, siendo vos un muchacho, os hablé por primera vez.
El caso de mira sanatio concernía, como seguramente recordaréis, a un niño: un huérfano del campo de Como al que un perro había arrancado un dedito. El pobre apéndice sanguinolento, inmediatamente recogido por la abuela del pequeño, devota del papa Inocencio, fue envuelto por ésta en la estampita sagrada del Pontífice y así entregado a los médicos de Urgencias. El niño, tras la operación de injerto del dedo, recuperó instantáneamente su perfecto manejo y sensibilidad: hecho que suscitó el estupor tanto del cirujano como de sus ayudantes.
Siguiendo vuestras indicaciones y las de Su Santidad, instruí el proceso super mira sanatione, que mi antecesor de entonces no juzgó en cambio oportuno iniciar. No voy a extenderme en el proceso, que acabo de concluir a pesar de que ya han fallecido casi todos los testigos del caso, los historiales clínicos se destruyeron a los diez años y el niño de entonces, ahora mayor de cincuenta, reside en Estados Unidos. Las actas os serán enviadas aparte. Como exige el procedimiento, sé que las someteréis al juicio de la Congregación y que luego redactaréis un informe para el Santo Padre. Sé, en efecto, lo mucho que nuestro amado Pontífice anhela reabrir, pasado casi un siglo de la beatificación, el proceso de santificación del papa Inocencio XI para proclamarlo por fin santo. Y precisamente porque yo tengo en mucho precio la intención de Su Santidad, paso directamente al motivo de mi carta.
Habréis sin duda notado el considerable grosor del paquete que os envío con mi carta: es el texto dactilografiado de un libro nunca publicado.
Va a ser arduo explicaros con detalle la génesis, pues sus dos autores, tras enviarme una copia, desaparecieron en la nada. Estoy seguro de que Nuestro Señor inspirará al Santo Padre y a vos, una vez que hayáis leído la obra, la solución más justa al dilema: secretum servare aut non? ¿Callar o hacer público el escrito? Lo que se decida será para mí cosa sagrada.
Me disculpo desde este momento si la pluma —habiéndose mi espíritu liberado sólo ahora de tres años de fatigosas investigaciones— corre a veces demasiado suelta.
Conocí a los dos autores del texto dactilografiado, una joven pareja de novios, hará cuarenta años. Acababa de ser nombrado párroco en Roma, adonde había llegado desde mi ciudad, Como, a la cual Nuestro Señor me concedería más tarde la gracia de regresar en calidad de obispo. Los dos jóvenes, Rita y Francesco, eran periodistas; vivían a escasa distancia de mi parroquia, así que se dirigieron a mí para el curso de preparación al matrimonio.
El diálogo con la joven pareja se convirtió muy pronto en algo más que una simple relación de discipulado, haciéndose con el tiempo más íntima y confidencial. Quiso el azar que, a sólo quince días de la fecha de la boda, el sacerdote que iba a oficiar la ceremonia cayese víctima de una grave indisposición. Nada más lógico para Rita y Francesco, pues, que pedirme que celebrase el rito.
Los casé una tarde soleada de mediados de junio, bajo la luz pura y majestuosa de la iglesia de San Giorgio en Velabro, a poca distancia de las gloriosas ruinas del Foro romano y el Monte capitolino. Fue una ceremonia intensa y de lo más conmovedora. Rogué fervientemente al Altísimo que concediese a la joven pareja una vida larga y serena.
Después del matrimonio seguimos viéndonos durante unos años. Supe así que, pese al poco tiempo libre que les dejaba el trabajo, Rita y Francesco nunca habían abandonado completamente los estudios. Encaminados ambos, tras licenciarse en Letras, hacia el más dinámico y cínico mundo del papel impreso, no habían sin embargo olvidado sus antiguos intereses. Antes al contrario, seguían dedicando sus ratos libres a buenas lecturas, a visitar museos y a realizar alguna incursión en la biblioteca.
Una vez al mes me invitaban a cenar o a tomar café por la tarde. A menudo, para que me pudiese sentar, tenían en el último instante que despejar una silla sepultada bajo pilas de fotocopias, microfilms, reproducciones de grabados antiguos y libros: rimeros de papel que en cada visita encontraba más altos. Picada mi curiosidad, pregunté de qué se ocupaban con tan arrebatado entusiasmo.
Me contaron entonces que tiempo atrás habían descubierto, en la colección privada de un aristócrata bibliófilo romano, una colección de ocho volúmenes manuscritos que se remontaban a los primeros años del siglo XVIII. Merced a algunas amistades comunes, su propietario, el marqués * * * * * * les había concedido a los dos el permiso de estudiarlos.
Se trataba de una verdadera joya para los estudiosos de Historia. Los ocho tomos eran el epistolario del abate Atto Melani, miembro de una antigua y noble familia toscana de músicos y diplomáticos.
Sin embargo, el auténtico descubrimiento estaba aún por llegar: encuadernadas dentro de uno de los ocho tomos, habían salido a la luz unas voluminosas memorias manuscritas. Estaban fechadas en 1699 y escritas con letra diminuta, de mano claramente distinta a la del resto del volumen.
El anónimo autor de las memorias afirmaba haber sido mozo de una posada romana, y narraba en primera persona sorprendentes sucesos acaecidos entre París, Roma y Viena en 1683. Las memorias estaban precedidas por una breve carta de presentación, sin fecha, remitente o destinatario, y era de contenido sumamente oscuro.
Fue todo lo que pude averiguar entonces. La pareja de recién casados mantenía la más estricta reserva sobre su descubrimiento. Únicamente intuí que el hallazgo de esas memorias había supuesto el principio de sus más intensas investigaciones.
Con todo, como ambos habían abandonado para siempre el ambiente universitario y por ello no podían dar empaque científico a sus estudios, los dos jóvenes empezaron a concebir el proyecto de una novela.
Comenzaron a hablarme como en broma: elaborarían las memorias del mozo en forma y prosa de novela. En un primer momento sentí cierta desilusión, por considerar la idea —como el apasionado estudioso que me preciaba de ser— veleidosa y superficial.
Luego, entre una visita y otra, comprendí que el asunto era más serio. No había transcurrido un año del matrimonio y ya le dedicaban todo su tiempo libre. Más tarde me confesaron que habían pasado casi todo el viaje de novios en los archivos y las bibliotecas de Viena. Nunca hice preguntas, limitándome a actuar como silencioso y discreto depositario de sus desvelos.
En esos días, triste de mí, no seguía atentamente el resumen que los dos jóvenes me hacían sobre el progreso de su obra. Ellos, mientras tanto, estimulados por el nacimiento de una hermosa niña y cansados de construir en las arenas movedizas de nuestro pobre país, al principio del nuevo siglo decidieron de improviso trasladarse a Viena, ciudad con la que se habían encariñado, tal vez también por los dulces recuerdos de recién casados.
Me invitaron a una breve despedida, poco antes de dejar definitivamente Roma. Prometieron que me escribirían y que vendrían a verme cuando volviesen de visita a Italia.
No hicieron nada de todo eso, y nada más supe de ellos. Hasta que un día, meses después, recibí un paquete de Viena. Contenía el texto dactilografiado que os envío: era la tan esperada novela.
Me alegró saber que al menos habían conseguido acabarla y quise responder para darles las gracias. Pero me sorprendí al comprobar que no me habían mandado su dirección, y que ni siquiera me habían escrito un par de líneas. En la portada, una lacónica dedicatoria: «A los vencidos». Y en el reverso del paquete, tan sólo dos palabras escritas con rotulador: «Rita & Francesco».
Leí, pues, la novela. ¿O debería llamarla más bien memorias? ¿Son en verdad unas memorias barrocas, adaptadas para el lector de hoy? ¿O más bien una novela moderna, ambientada en el siglo XVII? ¿O ambas cosas? Son preguntas que me siguen acosando. En algunas partes da la impresión, en efecto, de que estamos leyendo páginas llegadas intactas del siglo XVII: todos los personajes argumentan invariablemente con el léxico de la tratadística de ese siglo.
Pero luego, cuando la argumentación da paso a la acción, el registro lingüístico cambia bruscamente, los mismos personajes se expresan en prosa moderna y actúan de una forma que parece incluso imitar vistosamente el topos de las novelas policíacas, más o menos a lo Sherlock Holmes y Watson. Como si en esos pasajes los autores hubiesen querido dejar el signo de su intervención.
¿Y si me habían mentido?, me sorprendí preguntándome. ¿Y si la historia del manuscrito del mozo, encontrado por ellos, no era más que una invención? ¿Acaso no se parecía demasiado al recurso empleado por Manzoni y Dumas para empezar sus dos obras maestras, Los novios y Los tres mosqueteros, que, mira por dónde, también son novelas históricas ambientadas en el siglo XVII?
Por desgracia, no me ha sido posible resolver la cuestión, que quizá habrá de permanecer siempre como un misterio. De hecho, no he podido encontrar los ocho tomos de cartas del abate Melani que dieron principio a toda la historia. La biblioteca del marqués * * * * * * se la repartieron hace unos diez años los herederos, que luego procedieron a enajenarla. La casa de subastas que se encargó de la venta me comunicó de manera informal, gracias a la mediación de unos conocidos, los nombres de los compradores.
Creía que había llegado a la solución, y me consideraba agraciado por el Señor, hasta que leí los nombres de los nuevos propietarios: los volúmenes los habían comprado Rita y Francesco. De cuya dirección, por supuesto, no había el menor rastro.
En los últimos tres años he llevado a cabo, con los pocos recursos de que dispongo, una larga serie de verificaciones sobre el contenido del texto dactilografiado. Encontraréis el resultado de mis investigaciones en las páginas que incluyo al final, y que os ruego leáis con suma atención. Descubriréis allí el largo tiempo que relegué en el olvido la obra de mis dos amigos y los padecimientos que sufrí por ello. Encontraréis además un pormenorizado examen de los sucesos históricos narrados en el texto y un informe de las complicadas investigaciones que he realizado, en los archivos y bibliotecas de medio mundo, para averiguar si podían corresponder a la verdad.
Los hechos narrados, en efecto, como vos mismo podréis comprobar, tuvieron tal alcance que pudieron cambiar, y para siempre, el curso de la Historia.
Pues bien, ahora que he llegado al final de esas investigaciones, puedo afirmar con certeza que los sucesos y los personajes que figuran en la historia que estáis a punto de leer son auténticos. Y pese a que no hay forma de encontrar las pruebas de todo lo que he leído, al menos he podido establecer que se trata de hechos perfectamente verosímiles.
El caso que narran mis dos antiguos parroquianos, aunque no gravita únicamente alrededor del papa Inocencio XI (que, por lo demás, casi no figura entre los actores de la novela), permite de todos modos que afloren circunstancias que arrojan nuevas y graves sombras sobre la limpieza de alma y la honestidad de los propósitos del Pontífice. Digo nuevas, dado que el proceso de beatificación del papa Odescalchi, abierto el 3 de septiembre de 1714 por Clemente XI, quedó casi enseguida paralizado por las objeciones super virtutibus, formuladas en el seno de la Congregación antepreparatoria por el promotor de la fe. Tuvieron que pasar treinta años para que Benedicto XIV Lambertini impusiese, por decreto, el silencio a las dudas de promotores y consultores acerca de la heroicidad de las virtudes de Inocencio XI. Sin embargo, poco después el proceso se paró de nuevo, esta vez durante casi doscientos años: en efecto, sólo en 1943, con el papa Pío XII, se eligió otro relator. La beatificación hubo de esperar otros trece años, es decir, hasta el 7 de octubre de 1956. Después de aquel día, sobre el papa Odescalchi cayó el silencio. Nunca se volvió a hablar, hasta hoy, de proclamarlo santo.
Hubiese podido, gracias a la legislación aprobada por el papa Juan Pablo II hace más de cincuenta años, abrir por propia iniciativa un suplemento de sumario. Ahora bien, en tal caso no habría podido secretum servare in iis ex quorum revelatione preiudicium causae vel infamiam beato afferre posset. Es decir, que en tal caso habría tenido que revelar el contenido del texto de Rita y Francesco a alguien, aunque sólo fuese al promotor de justicia o al postulador (los «abogados de acusación y defensa de los santos», como hoy se los llama groseramente en la prensa).
De ese modo, sin embargo, habría permitido que surgiesen graves e ineluctables dudas sobre las virtudes del beato: decisión, ésta, que sólo podía corresponder al Sumo Pontífice, y no a mí.
En cambio, si entre tanto la obra se publicaba, quedaría libre de la obligación del secreto. Esperé, pues, que el libro de mis dos parroquianos hubiese encontrado ya un editor y confié la pesquisa a algunos de mis colaboradores más jóvenes e inexpertos. Pero en los catálogos de libros en venta no encontré ninguno de esa especie, ni el nombre de mis amigos.
Traté de dar con los dos jóvenes (que por supuesto ya no eran tales): en el registro comprobé que efectivamente se habían trasladado a Viena, Auerspergstrasse 7. Escribí a esa dirección, pero me respondió el rector de un colegio mayor, diciéndome que no tenía ningún dato. Acudí al Ayuntamiento de Viena, donde sin embargo no pude obtener ninguna información útil. Me dirigí a embajadas, consulados, diócesis extranjeras, sin lograr resultado alguno.
Me temí lo peor. Escribí también al párroco de la Minoritenkirche, la iglesia nacional italiana en Viena. Pero nadie sabía nada de Rita y Francesco, incluido afortunadamente el registro del cementerio.
Por último, decidí ir yo mismo a Viena con la esperanza de encontrar al menos a su hija, aunque, después de cuarenta años, ya no me acordaba de su nombre de pila. Como era previsible, también esta última tentativa resultó infructuosa.
De mis dos antiguos amigos, además de los escritos sólo me queda la vieja fotografía con que me obsequiaron. Os la dejo, como todo lo demás.
Desde hace tres años los busco por todas partes. A veces miro a las muchachas de pelo rojo como el de Rita, olvidando que ahora el suyo debe de ser blanco como el mío. Hoy tendría setenta y cuatro años, y Francesco setenta y seis.
Me despido, por ahora, de vos y de Su Santidad. Que Dios os inspire en la lectura a la que os disponéis.
Mons. Lorenzo Dell’Agio
Obispo de la Diócesis de Como