Primera Noche

ENTRE EL 11 Y EL 12 DE SEPTIEMBRE DE 1683

—Déjalo, chico. —Esta vez tuve yo un sobresalto. Delante de mí estaba el abate Melani, que venía del segundo piso—. Tengo hambre, llévame a la cocina.

—Antes debería avisar a don Pellegrino. Tengo prohibido tocar la despensa fuera de las horas habituales de la comida y la cena.

—No te apures, el señor amo se halla ahora ocupado con la señora botella.

—¿Y las órdenes del doctor Cristofano?

—No eran órdenes, sino prudentes consejos, que yo juzgo superfluos.

Me precedió a la planta baja, donde estaban los comedores y la cocina. En ésta encontré, para satisfacer su petición, un poco de pan y queso con un vaso de vino tinto. Nos sentamos a la mesa de trabajo donde solíamos comer mi amo y yo.

—¿De dónde vienes? —me preguntó mientras daba el primer bocado.

Halagado por la curiosidad, le conté brevemente la historia de mi miserable vida. A los pocos meses de edad me abandonaron frente a un monasterio de Perusa. Luego las religiosas me confiaron a una mujer misericordiosa que vivía en los alrededores. Cuando crecí, fui llevado a Roma y confiado al hermano de la mujer, párroco de Santa Maria in Posterula, la pequeña iglesia situada cerca de la posada. El párroco, tras emplearme en algunos pequeños servicios, me recomendó, poco antes de que lo trasladasen, a don Pellegrino.

—Por eso ahora trabajas de mozo —dijo el abate.

—Sí, pero espero cambiar algún día de estado.

—Te gustaría tener tu propia posada, supongo.

—No, señor abate. Me gustaría ser gacetero.

—Ésta sí que es buena —dijo con una sonrisita de sorpresa.

Le expliqué entonces que la mujer misericordiosa y previsora a la que fui confiado hizo que me instruyese una vieja criada. Ésta, que con anterioridad había vestido el hábito monástico, me enseñó los rudimentos de las artes del trivio y el cuadrivio, de las ciencias de vegetalibus, de animalibus et de mineralibus, de las humanae litterae, de la filosofía y la teología. Luego me hizo leer a muchos historiadores, gramáticos, poetas italianos, españoles y franceses. Pero más que la aritmética, la geometría, la música, la astronomía, la gramática, la lógica y la retórica, me apasionaban las cosas del mundo, y fundamentalmente, dije entusiasmado, los relatos de las vicisitudes y los hechos próximos y lejanos de los príncipes y las coronas y de las guerras y las otras admirables cosas que…

—Está bien, está bien —me interrumpió—, quieres ser gacetero, escribiente o como lo queramos llamar. Los intelectos agudos acaban muchas veces así. ¿Cómo se te ocurrió la idea?

Me mandaban a menudo a hacer encargos a Perusa, le respondí. Si el día que iba me asistía la suerte, en la ciudad se oían las lecturas públicas de las gacetas, y por dos monedillas se compraban (pero eso pasaba también en Roma) las hojas volantes con muchas relevantes descripciones de los más recientes sucesos ocurridos en Europa…

—Caray, chico, nunca había conocido a nadie como tú.

—Gracias, señor.

—¿No estás demasiado instruido para ser un simple galopín? Los de tu ralea no saben siquiera sujetar la pluma de escribir en la mano —dijo con una mueca. Sus palabras me dolieron—. Eres muy inteligente —añadió suavizando el tono—. Y te entiendo: a tu edad, yo también estaba fascinado por el oficio de los plumíferos. Pero tenía muchas cosas que hacer. Escribir con maestría las gacetas es un gran arte, y siempre es preferible a trabajar. Y además —agregó entre dos bocados— ser gacetero en Roma resulta emocionante. ¿Sabrás referir todo sobre el asunto de las franquicias, sobre la controversia galicana, sobre el quietismo…?

—Sí, creo… que sí —asentí procurando ocultar inútilmente mi ignorancia.

—Es menester conocer algunas cosas, chico. Si no, ¿de qué vas a escribir? Claro, todavía eres muy joven. Además, ¿de qué se puede escribir ahora, en esta ciudad moribunda? Tendrías que haber conocido el esplendor de la Roma de antes, mejor dicho, de la de hace quince años. Música, teatro, academias, recepciones de embajadores, procesiones, bailes: todo resplandecía con una riqueza y una abundancia que no puedes ni imaginar.

—¿Y por qué hoy ya no es así?

—La grandeza y la felicidad de Roma se terminaron con el ascenso de este Papa, y sólo volverán tras su muerte. Los espectáculos teatrales están prohibidos, el carnaval ha sido suprimido. ¿No lo ves con tus propios ojos? Las iglesias están abandonadas, los palacios, en ruinas, las calles, degradadas, y los acueductos se caen. Los maestros, los arquitectos y los obreros ya no tienen trabajo y regresan a sus países. La escritura y la lectura de las noticias y las gacetas, que a ti tanto te apasionan, están vedadas, aunque no siempre se acate la prohibición. Los castigos son aún más duros que en el pasado. Ni para Cristina de Suecia, que ha venido a Roma abjurando la religión de Lutero por la nuestra, se celebran ya fiestas en el palacio Barberini ni espectáculos en el teatro Tor di Nona. Desde la llegada de Inocencio XI, hasta la reina Cristina ha tenido que recluirse en su palacio.

—¿Habéis vivido antes en Roma?

—Sí, durante una temporada —respondió, pero enseguida rectificó—. O, mejor dicho, durante más de una. Llegué a Roma en mil seiscientos cuarenta y cuatro, cuando contaba sólo dieciocho años, y estudié con los mejores maestros. Tuve el honor de ser alumno del excelso Luigi Rossi, el mayor compositor de Europa de todos los tiempos. Entonces, en el palacio de las Quattro Fontane, los Barberini tenían un teatro con tres mil butacas, y el teatro de los Colonna, en el palacio del Borgo, era envidiado por todas las casas reinantes. Los escenógrafos eran artistas de gran nombradía, como Gian Lorenzo Bernini, y los escenarios de los teatros causaban asombro, conmoción y deleite con apariciones de lluvia, ocasos, centellas, animales reales y vivos, duelos con heridas verdaderas y verdadera sangre, palacios más auténticos que los genuinos y jardines con fuentes de las que manaba agua fresca y cristalina.

En ese momento me di cuenta de que aún no le había preguntado a mi interlocutor si había sido compositor, organista o maestro de capilla. Afortunadamente me contuve. Su rostro casi lampiño, sus ademanes singularmente suaves y afeminados, y maxime su clarísima voz, casi de niño que de pronto alcanza la madurez, me revelaron que me hallaba ante un cantante emasculado.

El abate debió de percibir el destello que refulgió en mi mirada en el instante en que tuve esa iluminación. Sin embargo, continuó como si no fuese con él.

—Entonces no había tantos cantantes como hoy. Muchos podían encontrar el camino allanado y alcanzar metas lejanas e inesperadas. Por lo que a mí respecta, además de poseer el talento que al Cielo le plugo concederme, había estudiado con el mayor esmero. Por ello, hace casi treinta años, mi señor, el gran duque de Toscana, me invitó a París con mi maestro Luigi Rossi.

«De ahí le viene, pues, esa cómica erre —me dije—, que enfatiza aparentemente con tanto gusto».

—¿Fuisteis a París para continuar vuestros estudios?

—¿Crees que necesitaba estudiar más el portador de una carta de presentación para el cardenal Mazzarino y para la reina en persona?

—¡¿Decís, señor abate, que habéis tenido ocasión de cantar para aquellas Altezas Reales?!

—Diría que la reina Ana recibía mi canto con agrado poco ordinario. Le gustaban las arias melancólicas de estilo italiano, en las que yo podía complacerla a la perfección. No pasaban dos veladas sin que yo fuese al palacio para servirla, y en esas ocasiones, durante al menos cuatro horas, en sus aposentos no se podía pensar en nada que no fuese la música.

Calló y alzó la vista hacia la ventana, por la que miraba como ausente.

—Tú nunca has visto la corte de París. ¿Cómo te lo explicaría? Todos aquellos nobles y caballeros me rendían mil honores, y cuando cantaba para la reina me parecía que estaba en el Paraíso, circundado por mil rostros angelicales. La reina llegó a rogar al gran duque que no me hiciese volver a Italia, para poder disfrutar de mis servicios. Mi señor, que era su primo carnal por parte de madre, accedió a su petición. Unas semanas después, fue la propia reina quien me mostró, concediéndome la gracia de su suavísima sonrisa, la carta de mi señor, en la que me permitía permanecer en París un tiempo más. Cuando la hube leído, casi sentí morir de júbilo y satisfacción.

El abate volvió después con mucha frecuencia a París, siempre acompañando a su maestro Luigi Rossi, a cuya sola mención los ojos de Atto brillaban con mesurada emoción.

—Hoy su nombre ya no dice nada. En aquellos días, en cambio, todos le daban el trato que se merecía por su condición de gran músico, o extraordinario, mejor dicho. Quiso que yo fuese protagonista en el Orfeo, la ópera más espléndida que se haya visto jamás en la corte francesa. Fue un triunfo memorable. Yo entonces sólo tenía veintiún años. Y, tras dos meses de representaciones, no bien hube regresado a Florencia, Mazzarino tuvo que rogar de nuevo al gran duque de Toscana que me mandase otra vez a Francia, tanto añoraba mi voz la reina. Fue así como, una vez de regreso con el seigneur Luigi, nos encontramos en medio de los tumultos de la Fronda y tuvimos que huir de París con la reina, el cardenal y el pequeño rey.

—¿Conocisteis al Rey Cristianísimo cuando era niño?

—Y muy bien. En aquellos terribles meses de exilio en el castillo de Saint Germain, nunca se apartaba de su madre y permanecía siempre calladito oyéndome cantar. Muchas veces, en los descansos, intentaba distraerlo inventando juegos para él; así Su Majestad recuperaba la sonrisa.

Me sentía a la vez acicateado y aturdido por el doble descubrimiento. Aquel curioso huésped no sólo ocultaba un glorioso pasado de músico, sino que además había conocido en la intimidad a las Altezas Reales de Francia. Por otra parte, era uno de esos singulares prodigios de la Naturaleza que a los rasgos masculinos aunaban dotes canoras y atributos del alma del todo femeninos. Casi enseguida había notado el timbre insólitamente argentino de su voz. Pero no me había detenido lo suficiente en otros detalles, creyendo que se podía tratar de un simple sodomita.

En cambio, había topado con un castrado. Lo cierto es que sabía que, para conquistar sus extraordinarios medios vocales, los cantores emasculados tenían que someterse a una operación dolorosa e irreversible. Aunque omitiese el triste caso del devoto Orígenes, que para alcanzar la suprema virtud cristiana se privó voluntariamente de las partes masculinas, había oído que la doctrina cristiana condenaba desde sus orígenes la castración. Pero el azar quería que precisamente en Roma los servicios de los castrados fueran sumamente apreciados y requeridos. Todo el mundo sabía que la Capilla Vaticana solía utilizar castrados, y a veces había oído a los más viejos del barrio comentar en broma la tonadilla que tarareaba una lavandera diciéndole: «Cantas como Rosini», o bien: «Eres mejor que Folignato». Se referían a los castrados que décadas atrás habían regocijado los oídos del papa Clemente VIII. Con más frecuencia aún había oído mencionar a Loreto Vittori, cuya voz, según sabía, tenía la virtud de hechizar. Tanto es así que el papa Urbano VIII, indiferente a la naturaleza ambigua de Loreto, lo nombró Caballero de la Milicia de Cristo. Poco importaba que en varias ocasiones el Sacro Solio hubiese amenazado con la excomunión a quien practicase la emasculación. E importaba aún menos que el afeminado encanto de los castrados turbase a los espectadores. Por los chismes y las bromas de mis coetáneos sabía que bastaba recorrer unos cuantos pasos desde la posada para encontrar el local de un barbero complaciente, siempre dispuesto a efectuar la horrenda mutilación con tal de que la recompensa fuese adecuada y se guardase el secreto.

—¿Por qué maravillarse? —dijo Melani sacándome de esas silenciosas reflexiones—. No ha de asombrar que una reina prefiera mi voz a la de, que Dios me perdone, una cantora cualquiera. En París se exhibía con frecuencia a mi lado una cantante italiana, una tal Leonora Baroni, que intentaba siempre dar lo mejor de sí. Hoy nadie se acuerda de ella. Piensa en esto, chico: si en nuestros días las mujeres tienen prohibido cantar en público, como con razón quería San Pablo, no puede ser por casualidad.

Levantó el vaso como para brindar, y recitó solemnemente:

Toi, qui sais mieux que aucun le succès que jadis

les pièces de musique eurent dedans Paris,

que dis-tu de l’ardeur dont la cour échauffée

frondoit en ce temps-là les grands concerts d’Orphée,

les passages d’Atto et de Leonora,

et le déchaînement qu’on a pour l’Opéra?[1]

Callé, limitándome a lanzar una mirada interrogativa.

—Jean de La Fontaine —dijo con énfasis—. El mayor poeta de Francia.

—¡Y, si he oído bien, ha escrito sobre vos!

—Sí. Y otro poeta, toscano en este caso, dijo que el canto de Atto Melani podía valer también de remedio contra las víboras.

—¿Otro poeta?

—Francesco Redi, el mayor hombre de letras y de ciencias de la Toscana. Ésas eran las musas sobre cuyos labios viajaba mi nombre, chico.

—¿Seguisteis actuando para los reyes de Francia?

—Una vez pasada la juventud, la voz es la primera virtud del cuerpo que empieza a fallar. Eso sí, de joven canté en las cortes de toda Europa, y pude así conocer a muchos príncipes. Hoy ellos tienen a bien pedirme consejo cuando deben tomar decisiones importantes.

—¿Sois, pues, un… abate consejero?

—Sí, algo así.

—¿Vais mucho a la corte de París?

—La corte está ahora en Versalles, chico. Mi historia, en cambio, es larga de contar. —Y, frunciendo el entrecejo, agregó—: ¿Has oído hablar del señor Fouquet?

Ese nombre me resultaba completamente desconocido, le respondí.

Se sirvió otro medio vaso de vino y calló. Su silencio no me causó azoramiento. Estuvimos así un buen rato, sin pronunciar palabra, acunados por las chispas de la recíproca simpatía.

Atto Melani seguía ataviado como por la mañana: con la peluca de abate, la caperuza y el ropón violeta. La edad (que no aparentaba en absoluto) lo había envuelto en una fina capa de pinguosidad que le suavizaba la nariz un poco aguileña y los rasgos severos. Su rostro de albayalde, que se encarnaba en los pómulos prominentes, revelaba un perenne contraste de instintos: la ancha frente arrugada y las cejas arqueadas sugerían una índole flemática y altiva. Pero no era sino una pose: la desmentían, en efecto, el despectivo torcimiento de los labios contraídos y el mentón algo aplanado pero carnoso, en cuyo centro descollaba impertinente un hoyuelo.

Melani se aclaró la voz. Tomó un último trago, retuvo el vino un poco en la boca y enseguida chasqueó el paladar con la lengua.

—Vamos a hacer un pacto —dijo de improviso—. Tú necesitas aprenderlo todo. No has viajado, no has conocido, no has visto. Eres perspicaz, ciertas cualidades se notan enseguida. Sin embargo, sin el impulso adecuado no se llega a ningún sitio. Pues bien, en los veinte días de encierro que nos esperan, puedo darte todo lo que te es menester. Sólo tendrás que escucharme, y siempre con atención. A cambio, tú me ayudarás.

Yo no salía de mi asombro.

—¿En qué?

—¡En qué va a ser! En descubrir quién envenenó al señor de Mourai —respondió el abate como si fuese la cosa más obvia del mundo y mirándome con una media sonrisa.

—¿Estáis seguro de que lo envenenaron?

—¡Completamente! —exclamó poniéndose de pie y volviéndose en busca de algo más para echarse al coleto—. El pobre viejo debe de haber ingerido algo letal. ¿No has oído al médico?

—Pero ¿a vos qué más os da?

—Si no detenemos a tiempo al asesino, pronto habrá más víctimas aquí dentro.

El temor me secó instantáneamente el gaznate, y la poca hambre que tenía abandonó definitivamente mi pobre estómago.

—A propósito —me preguntó Atto Melani—, ¿estás del todo seguro de lo que le contaste a Cristofano acerca de la sopa que le preparaste y serviste a Mourai? ¿No hay nada más que yo deba saber?

Le repetí que en ningún momento había apartado la mirada de la olla y que yo mismo le había suministrado la sopa, sorbo a sorbo, al difunto. Por consiguiente, había que descartar cualquier intervención externa.

—¿Sabes si había tomado algo antes?

—Creo que no. Cuando llegué, se acababa de levantar y Dulcibeni ya había salido.

—¿Y después?

—Creo que tampoco. Cuando terminé de darle la sopa, le preparé la tina para el pediluvio. En el momento de marcharme estaba dormitando.

—Eso sólo puede significar una cosa —concluyó.

—¿Cuál?

—Que lo mataste tú.

Me sonrió. Estaba bromeando.

—Os serviré en todo —prometí de sopetón, con las mejillas ardientes, debatiéndome entre la emoción que me producía el reto y el miedo al peligro.

—Estupendo. Para empezar, podrías decirme todo lo que sabes sobre los otros huéspedes y si en los pasados días has notado algo inusual. ¿Has oído alguna conversación extraña? ¿Alguien se ha ausentado durante mucho tiempo? ¿Se han recibido o enviado cartas?

Respondí que sabía muy poco, aparte de que Brenozzi, Bedford y Stilone Priàso ya se habían hospedado en el Donzello en la época de la difunta doña Luigia. Luego le referí, no sin algún titubeo, que me había parecido oír que el padre Robleda, el jesuita, había acudido por la noche a los aposentos de Cloridia. El abate se limitó a reír.

—Chico, a partir de ahora mantendrás los ojos bien abiertos. Sobre todo has de fijarte en los dos compañeros de viaje del viejo Mourai: el músico francés, Robert Devizé, y Pompeo Dulcibeni, el marquesano. —Me vio con los ojos bajos y prosiguió—: Sé lo que estás pensando: «Yo quería ser gacetero, no espía». Pues bien, sabe que los dos oficios no son tan distintos.

—Pero ¿hay que conocer todo lo que me habéis nombrado poco antes? Los quietistas, los artículos galicanos…

—La pregunta es errónea. Algunos gaceteros han llegado lejos, pero saben poco: sólo las cosas realmente importantes.

—¿Y cuáles son?

—Las que jamás escribirán. Pero seguiremos hablando mañana. Es hora de que nos vayamos a dormir.

Mientras subíamos las escaleras, miré de reojo en silencio el rostro blanco del abate a la luz de la lámpara: tenía en él a mi nuevo maestro, y saboreaba toda la emoción del asunto. Aunque había ocurrido muy rápido, oscuramente percibía que Melani experimentaba un placer semejante y secreto por haber encontrado en mí a su discípulo. Al menos mientras durase la cuarentena.

El abate se volvió hacia mí antes de que nos separásemos y me sonrió. Luego desapareció en el pasillo del segundo piso, sin una palabra.

Dediqué buena parte de la noche a coser viejas hojas limpias, que había recogido de la mesa de cuentas de mi amo, y luego a redactar en ellas los recientes acontecimientos de los que había sido testigo. Estaba decidido: no iba a perderme una sola palabra de lo que el abate Melani me contase. Todo lo transcribiría y conservaría cuidadosamente.

Sin la ayuda de esos antiguos apuntes, hoy, pasados dieciséis años de aquellos días, no podría estar aquí compilando estas memorias.