Sexta Jornada

16 DE SEPTIEMBRE DE 1683

El regreso al Donzello fue largo, triste y fatigoso. Entramos en nuestros cuartos con las manos, las caras y las ropas sucias de tierra e impregnadas de humedad. Me eché en mi jergón agotado, y casi enseguida me quedé profundamente dormido.

A la mañana siguiente, nada más despertar descubrí que yacía en la misma postura en la que me había acostado. Sentía como si me hubiesen atormentado las piernas con mil espadas. Entonces, cuando alargué un brazo para incorporarme, la palma de mi mano tocó un objeto de superficie crujiente y áspera, con el que evidentemente había compartido mi jergón. Era la gaceta astrológica de Stilone Priàso, cuya lectura había abandonado de forma precipitada casi veinticuatro horas antes, cuando Cristofano me llamó para que atendiese a mis obligaciones.

Felizmente, la noche me había ayudado a olvidar los tremendos acontecimientos que la gaceta, por ocultos caminos, había predicho con la mayor exactitud: la muerte de Colbert, la de Mourai (de Fouquet, mejor dicho), y la presencia de un veneno; las «fiebres malignas» y los «morbos venenosos» que mi amo y Bedford iban a padecer; el «oculto tesoro» que había salido a la luz a principios de mes, es decir, las cartas escondidas en el despacho de Colbert y sustraídas por Atto; los «terremotos y fuegos subterráneos» que habían resonado en la bodega. Y, para terminar, la predicción del asedio de Viena: esto es, conforme a las palabras de la gaceta, las «batallas y asaltos a la Ciudad» queridos por «Alí y Leopoldo Austríaco».

¿Quería saber qué iba a pasar en los días siguientes? No, me dije con un nudo en el estómago, al menos por el momento no lo deseaba.

Lo que hice, en cambio, fue hojear las páginas anteriores, hasta que mi mirada cayó en la última semana de julio, del día veintidós al último del mes.

Los despachos del mundo de esta semana los enviará Júpiter como rector de la casa real, que por hallarse en la Tercera casa muchos correos manda, tal vez por enfermedad de un dominante, quien ha de dejar en lágrimas un Reino.

De modo que a finales de julio debería haber muerto un soberano. No tenía noticias de ningún hecho así, por lo que me alegré de la llegada de Cristofano: se lo preguntaría a él.

Pero Cristofano no sabía nada. Una vez más se preguntó, y me preguntó, de dónde me venían preocupaciones tan alejadas de nuestros casos presentes: primero la astrología, luego los destinos de los soberanos. Gracias a Dios, había escondido rápidamente bajo mi jergón la gaceta astrológica. Estaba satisfecho de haber descubierto una inexactitud, y no poco relevante, en los presagios demasiado precisos de la gaceta. Un vaticinio no se había confirmado: eso demostraba que las estrellas no eran infalibles. Lancé secretamente un suspiro de alivio.

Cristofano, entre tanto, escrutaba con interés mis ojeras. Me dijo que la juventud era una etapa muy feliz de la vida humana, pues hacía brotar todas las fuerzas del alma y el cuerpo. Empero, añadió con énfasis, de tan repentino y a veces desordenado florecimiento no hay que abusar, disipando las nuevas y casi incontrolables energías. Y mientras me palpaba preocupado las bolsas bajo los ojos, me recordaba que la disipación era, además, un acto pecaminoso, como el comercio con las mujeres de mala vida (y con la cabeza señaló hacia arriba, donde estaba la torreta de Cloridia), que podía, entre otras cosas, provocar el mal francés. Él lo sabía perfectamente, pues había tenido que curar a muchos con sus acreditados remedios, como el ungüento magno y el palo santo. Y, sin embargo, para la salud era quizá menos nefasto aquel comercio que la solitaria disipación.

—Disculpadme —dije por desviarlo del espinoso tema—, tengo otra curiosidad. ¿Por casualidad sabéis qué enfermedades pueden padecer las ratas?

Cristofano se echó a reír.

—No me digas más, ya me imagino lo que ha pasado. Alguno de los huéspedes te ha preguntado si en la posada hay ratas, ¿no es cierto? —Me limité a sonreír vagamente, sin afirmar ni negar—. Pues bien, yo te pregunto: ¿hay ratas en la posada?

—Dios santo, no, siempre he limpiado todos los rincones con el mayor esmero…

—Lo sé, lo sé. En caso contrario, o sea, si hubiese encontrado alguna rata muerta, yo mismo habría puesto a todos en guardia.

—¿Y por qué?

—Pero, mi pobre chico, las ratas son las primeras apestadas: Hipócrates aconsejaba no tocarlas, y lo siguieron Aristóteles, Plinio y Avicena. El geógrafo Estrabón refiere que, en la época romana, la aparición de ratas enfermas en las calles era interpretada como el funesto preludio de una epidemia, y recuerda que en Italia y España se concedían premios a los que mataban más. En el Antiguo Testamento, los filisteos, atormentados por una terrible pestilencia que atacaba el trasero, haciendo salir del ano los intestinos putrefactos, notaron que los campos y las aldeas estaban siendo invadidos por ratas. Interrogaron entonces a los adivinos y a los sacerdotes, que respondieron que los roedores habían devastado la tierra y que había que entregar como presente al Dios de Israel, para aplacar su indignación, un ex voto con los anos y las ratas dibujados. El propio Apolo, deidad que causaba la peste cuando estaba airada y la eliminaba cuando se aquietaba, en Grecia era llamado Esminteo, es decir, matador de ratas: y así, en la Ilíada, Apolo Esminteo masacra con la peste a los aqueos que asedian Troya. También Esculapio, durante las epidemias de peste, era representado con una rata muerta a los pies.

—Pero ¡entonces las ratas provocan la peste! —exclamé recordando horrorizado las ratas muertas que había visto la noche anterior en los subterráneos.

—Calma, chico, no he dicho eso. Lo que te acabo de exponer no son más que las creencias de los antiguos. Hoy, afortunadamente, estamos en mil seiscientos ochenta y tres, y la moderna ciencia médica ha hecho progresos enormes. La vil rata no provoca la peste. Como ya he tenido ocasión de explicar en otro momento, la peste es consecuencia de la corrupción de los humores naturales, y principalmente de la ira de nuestro Señor. Aunque bien es cierto que los ratones y las ratas enferman y mueren de peste, igual que los hombres. Pero basta no tocarlos, como decía Hipócrates.

—¿Cómo se reconoce una rata apestada? —pregunté temiendo la respuesta.

—Yo nunca he visto ninguna, pero mi padre sí: tienen convulsiones y los ojos rojos e hinchados, tiemblan y lanzan grititos de agonía.

—¿Y cómo se sabe que no tienen otro morbo?

—Es fácil: poco después mueren de golpe, con un vómito de sangre y haciendo una pirueta. Una vez muertas, se hinchan y los bigotes se quedan tiesos.

Empalidecí. Del puntiagudo hocico de todas las ratas del túnel brotaba un reguero rojo. Y Ciacconio había incluso agarrado una por la cola.

No temía por mí, pues era inmune al morbo. Sin embargo, el hallazgo de esos bichos repulsivos bien podía significar que la peste estaba propagándose por la ciudad. Tal vez hubieran sellado otras casas y posadas, donde unos pobres desventurados sufrirían ahora nuestra misma congoja. En cuarentena, nada podíamos saber. Así pues, pregunté a Cristofano si a su entender el contagio se había extendido.

—No temas. En estos días he pedido varias veces información a uno de los centinelas que monta guardia ante la posada, y me ha referido que no hay más casos sospechosos en la ciudad. Yo, por mi parte, no creo que haya motivo para pensar que no sea cierto.

Mientras bajábamos, el médico me mandó que descansara unas horas durante la tarde, pero no sin antes ungirme el pecho con su licor magno.

Cristofano había ido a buscarme a mi cuarto para avisarme de que él mismo se encargaría de preparar algo muy sencillo y mundificativo para la comida. Ahora, sin embargo, requería mi ayuda: estaba preocupado por algunos huéspedes que, la noche anterior, tras la cena de ubres de vaca, habían eructado pesadamente aire de estómago.

No bien llegamos a la cocina, vi sobre un hornillo una gran campana de vidrio con un pico, en forma de alambique, que empezaba a destilar aceite; debajo, algo que hervía en un puchero despedía un intenso olor a azufre. Y, al lado, una jarra en forma de laúd, que el médico empezó a tocar suavemente con la punta de los dedos, sacando un sonido delicado.

—¿Oyes? Perfectamente acordada. Sirve para calcinar en el horno el aceite de vitriolo, que voy a aplicar a las nacencias del pobre Bedford. Confiemos en que esta vez maduren y finalmente se rompan. El vitriolo es sumamente corrosivo, aspérrimo, de humor negro y untuoso, y refrigera enormemente todas las calideces intrínsecas. El romano, que por suerte había comprado antes de la cuarentena, es el mejor, porque se congela con hierro, no como el alemán, que se congela con cobre. —Yo no había entendido gran cosa, aparte de que Bedford no había mejorado nada. El médico prosiguió—: Para ayudar a digerir a los huéspedes, ahora vas a ayudarme a preparar mi electuario angélico, que con su virtud atractiva y no modificativa arregla todas las indisposiciones de estómagos y lo evacua, purifica las llagas ulceradas, libera el cuerpo y aquieta todos los humores alterados. También es bueno para el catarro y el dolor de muelas.

Acto seguido me entregó dos envoltorios de fieltro castaño, de los cuales extraje un par de frascos de cristal tallado.

—Son muy bonitos —comenté.

—Para conservar los electuarios conforme al arte de los droguistas, han de guardarse en un vidrio muy fino, pues para tal fin los otros recipientes no valen —explicó complacido.

Uno contenía su quinta esencia mezclada con electuario de fuego de rosas, me explicó Cristofano; el otro, corales rojos, azafrán, cinamomo, oriola y el lapis filosoforum Leonardi en polvo.

Misce —me ordenó— y adminístrales a todos dos dracmas. Ve enseguida, pues no han de comer al menos antes de que pasen cuatro horas.

Cuando hubo vertido el electuario angélico en una botella, fui a hacer el recorrido de los cuartos. Dejé para el final a Devizé, el único al que todavía no había aplicado los remedios que preservaban de la peste. Al acercarme a su puerta, con la talega llena de los frasquitos de Cristofano al hombro, oí un hermoso trenzado de acordes, donde no me costó reconocer la pieza que tantas veces le había oído tocar, y cuya inefable dulzura siempre me había subyugado. No bien llamé tímidamente, Devizé me invitó a pasar de muy buen grado. Le conté el motivo de mi visita y él asintió con la cabeza mientras tocaba. Sin decir palabra, me senté en el suelo. Devizé ya había dejado la guitarra y ahora pulsaba las cuerdas de una especie de laúd, muy grande y largo, de ancho clavijero y muchas cuerdas graves al aire. Se interrumpió y me explicó que era una tiorba, y que para aquel instrumento había compuesto muchas suites de danza con vigorosa sucesión de preludios, alemandas, gavotas, courantes, zarabandas, minués, gigas, pasacalles y chaconas.

—¿Esa pieza que tocáis tan a menudo la habéis compuesto vos? ¡Si supieseis cómo cautiva a todos los huéspedes de la posada!

—No la he compuesto yo —respondió con aire distraído—. Me la regaló la reina para que la tocase para ella.

—¿De modo que conocéis personalmente a la reina de Francia?

—La conocía: Su Majestad María Teresa de Austria ha muerto.

—Lo siento, yo…

—Tocaba con frecuencia para ella —dijo sin interrumpirse—, y también para el rey, a quien tuve ocasión de enseñar algún rudimento de guitarra. El rey siempre la ha adorado.

—¿A la reina?

—No, la guitarra —contestó Devizé con una mueca.

—Claro, el rey quería casarse con la sobrina de Mazzarino —dije para arrepentirme al momento, pues acababa de revelarle que había escuchado sus conversaciones con Stilone Priàso y Cristofano.

—Veo que sabes algo —me dijo levemente sorprendido—. Se me antoja que es gracias al abate Melani.

Aunque me había pillado desprevenido, conseguí neutralizar las sospechas de Devizé.

—Os lo ruego, señor. Excusadme si hablo así, pero de ese extraño individuo procuro mantenerme lo más lejos posible, desde la vez que, desde la vez que… —repliqué fingiendo vergüenza.

—Comprendo, comprendo, no necesitas decirme nada más —zanjó el asunto Devizé con media sonrisa—. A mí tampoco me gustan los pederastas.

—¿También vos habéis tenido motivos para indignaros con Melani? —pregunté, implorando mentalmente perdón por la ignominiosa afrenta que estaba infiriendo al honor del abate.

Devizé rió.

—¡No, por suerte! A mí nunca me ha…, ejem, molestado. Es más, en París jamás nos dirigimos la palabra. Se cuenta que, en los tiempos de Luigi Rossi y de Cavalli, Melani era un soprano excepcional… Cantaba para la reina madre, a la que gustaban mucho las voces melancólicas. Ahora ya no canta: lamentablemente, emplea la lengua para la mentira y la delación —añadió con tono ácido.

Saltaba a la vista: Devizé no apreciaba a Atto y conocía su fama de intrigante. Ahora bien, merced a alguna necesaria calumnia sobre el abate Melani, y haciéndome pasar por una persona más simple de lo que realmente era, estaba creando con el guitarrista cierta complicidad. Con la ayuda de un buen masaje le soltaría aún más la lengua, como ya había ocurrido con los otros huéspedes, y quizá lograría sacarle alguna información sobre el viejo Fouquet. Lo importante, me dije, era que me tratase como a un ingenuo mozo, sin cerebro ni memoria.

Saqué de mi talega las esencias más perfumadas: sándalo blanco, clavo de olor, áloe, benjuí. Lo mezclé todo, según la receta del maestro Nicolò dalla Grotaria Calabrese, con tomillo, estoraque calamita, láudano, nuez moscada, almáciga, espliego, estoraque líquido y tenue vinagre destilado. Luego hice una bola olorosa para frotarla en los hombros y los costados del joven músico hasta que se disolviese, ejerciendo leves presiones sobre los músculos.

Tras desnudarse la espalda, Devizé se sentó a horcajadas en la silla, con la cara hacia la reja de la ventana: ver la luz del día, dijo, era su único consuelo en aquel penoso trance. Empecé el masaje en silencio. Después me puse a tararear torpemente el tema que tanto me cautivaba.

—Habéis dicho que os lo regaló la reina María Teresa. ¿Acaso lo compuso ella?

—Pero ¿qué dices? Su Majestad no componía. Además, ese rondó no es un juego de principiantes. Lo escribió mi maestro, Francesco Corbetta. Oyó la melodía en uno de sus viajes y antes de morir le regaló la composición a María Teresa.

—Ah, vuestro maestro era italiano —comenté vagamente—. ¿De qué ciudad? Sé que el señor de Mourai procedía de Nápoles, como otro de nuestros huéspedes, el señor Stilone…

—Hasta un simple mozuelo como tú —me interrumpió Devizé como distraído— conoce el amor entre el Rey Cristianísimo y la sobrina de Mazzarino. Es una vergüenza. En cambio, nadie sabe nada de la reina, salvo que Luis la traicionaba. Y la mayor ofensa que se puede hacer a una mujer, sobre todo a María Teresa, es quedarse en las apariencias.

Aquellas palabras, que el joven músico parecía haber pronunciado con sincera amargura, me llamaron poderosamente la atención: para juzgar al sexo débil nunca hay que conformarse con lo que se ve a primera vista. Aunque todavía me quemaba en lo más hondo la herida que me había dejado nuestro último encuentro, instintivamente me vino a las mientes Cloridia, cuando sin pudor me echó en cara que no le pagara el óbolo que esperaba. ¿No podían valer para ella también los juicios de Devizé? Enseguida, sin embargo, experimenté una punta de vergüenza por esa temeraria comparación entre las dos mujeres, la reina y la cortesana. Pero, más que nada, de súbito me sentí atribulado por la nostalgia, la soledad y la cruel distancia de mi Cloridia. Así, como por el momento no podía poner remedio a mis males, me dejé poseer por el ansia de saber más acerca de la esposa del Rey Cristianísimo, cuyo sino las palabras de Devizé hacían presumir triste y atormentado. De algún modo, esperaba sobriamente, su relato me reconciliaría con el objeto de mis flaquezas.

—En efecto —le lancé el anzuelo con una venial mentira—, he oído hablar de Su Majestad María Teresa. Pero sólo a huéspedes que estaban de paso por la posada. Tal vez…

—Tal vez, no: seguramente necesitas que te instruyan mejor —me atajó bruscamente—, y más vale que olvides esas chácharas de cortesanos si realmente quieres saber quién era María Teresa y qué ha significado para Francia, o mejor dicho para toda Europa.

Había mordido mi anzuelo, y empezó a contar.

La entrada nupcial en París de la jovencísima María Teresa, infanta de España, me dijo Devizé mientras le frotaba la bola olorosa por los omóplatos, había sido uno de los sucesos más jubilosos de toda la historia de Francia. En un límpido día de finales de agosto de 1660, Luis y María llegaron de Vincennes. El carro triunfal en el que iba la joven reina era digno del mismísimo Apolo. Sus cabellos tupidos y rizados relucían como los rayos del sol, y brillaban sobre el precioso traje negro bordado de oro y plata y tachonado de incontables piedras de inestimable valor. La plata de los ornamentos de su cabellera y la blancura de su tez, que armonizaban perfectamente con el azul de sus grandes ojos, le daban un esplendor que nunca se había visto hasta entonces y que no se volvería a ver después. Los franceses, entusiasmados por su belleza y arrobados por la alegría y el amor devoto que sólo los súbditos fieles saben sentir, le prodigaron bendiciones. Por su parte, Luis XIV, rey de Francia y de Navarra, se exhibía tal cual los poetas representan a los mortales divinizados. La dignidad del rey se imponía incluso a su indumentaria, toda ella entretejida de oro y plata. Montaba un soberbio corcel, seguido por un gran número de príncipes. La paz entre Francia y España, que el rey acaba de ofrecer a Francia con tan fausto himeneo, renovó en el corazón del pueblo el celo y la fidelidad; y todos los que aquel día tuvieron la dicha de admirarlo se sintieron felices de contar con él como señor y soberano. La reina madre, Ana de Austria, vio pasar al rey y a la reina desde un balcón de la rué Saint-Antoine: bastaba mirar su cara para adivinar su alegría. Los dos jóvenes reyes se unían para enaltecer la grandeza de ambos reinos, finalmente pacificados.

Pero también triunfaba el cardenal Mazzarino: su obra de fino político, que con la paz de los Pirineos había devuelto a Francia sosiego y prosperidad, hallaba de esa manera la coronación más sublime. Siguieron meses de festejos, ballets, óperas, y en la Corte nunca hubo tanto júbilo, galantería y opulencia.

—¿Y luego? —pregunté fascinado por la historia.

—Y luego, y luego… —salmodió Devizé.

Y luego bastaron pocos meses, me contó, para que María Teresa comprendiese cuál iba a ser su verdadero destino y hasta dónde podía llegar la fidelidad de su consorte.

El joven rey satisfizo sus primeros apetitos con las damas de compañía de María Teresa. Ahora bien, por si su esposa aún no se había dado cuenta de qué pie cojeaba Luis, éste la ayudó a descubrirlo entablando otra relación erótica, no precisamente secreta, con madame de La Vallière, dama de honor de su cuñada Enriqueta Estuardo. Después le tocó el turno a madame de Montespan, que dio a Luis siete hijos. Esa intensa actividad adulterina se desarrollaba tan a la luz del día que el pueblo empezó a llamar a María Teresa, a madame de La Vallière y a la Montespan «las tres reinas».

El rey no tenía freno: había alejado de la Corte y amenazado con la cárcel repetidas veces al pobre marido de la Montespan, Louis de Gondrin, que había osado protestar vistiéndose de luto y adornando con grandes cuernos los ángulos de su carruaje. Para su amante, en cambio, Luis había hecho construir dos espléndidos palacios, provistos de abundantes jardines y fuentes. En 1674, la Montespan se había quedado casi sin rivales, pues Louise de La Vallière se había retirado a un convento. La nueva favorita viajaba con dos carruajes de seis caballos, siempre acompañados por un carro de provisiones y una comitiva de decenas de criados. Racine, Boileau y La Fontaine la celebraban con sus versos, y no había cortesano que no estimase un gran honor que lo recibiese en sus aposentos, mientras que nadie rendía a la reina un homenaje que no fuese el estrictamente impuesto por la etiqueta.

Sin embargo, la suerte de la Montespan se torció en cuanto los ojos del rey se fijaron en Marie-Angélique de Fontanges, hermosa como un ángel y necia como una gallina. Marie-Angélique, en efecto, tras suplantar a sus rivales, se mostraba incapaz de comprender los límites que le imponía su posición: pretendía aparecer en público al lado del rey y no saludar a nadie, ni siquiera a la reina, a cuyo séquito había pertenecido.

Por último, el soberano se dejó engatusar por madame de Maintenon, a la que confió sus hijos legítimos y los numerosos bastardos habidos con las otras amantes. Para María Teresa, sin embargo, las afrentas no acababan aquí. En efecto, el Rey Cristianísimo prefería a los hijos ilegítimos y despreciaba al delfín, su primogénito, que había tenido con la reina. Lo había casado con María Ana Victoria, hija del elector de Baviera, muy fea y desgarbada. Las mujeres hermosas, faltaría más, eran para Su Majestad.

Devizé calló.

—¿Y la soberana? —pregunté incrédulo ante aquel vertiginoso trasiego de mujeres, y ansioso por conocer la reacción de María Teresa.

—Lo soportaba todo en silencio —respondió con voz taciturna el músico—. Lo que nadie sabrá nunca es qué sentimientos bullían en su alma.

Los adulterios, las humillaciones, las risitas despiadadas de la Corte y el pueblo: con el tiempo, María Teresa aprendió a aguantarlo todo con una sonrisa en los labios. ¿Que el rey la traicionaba? Entonces ella se hacía aún más caritativa y frugal. ¿Que el rey exhibía ante todo el mundo sus conquistas? Entonces ella multiplicaba plegarias y devociones. ¿Que el rey le hacía la corte a mademoiselle de Théobon o a mademoiselle de La Mothe, damas de compañía de su esposa? Entonces María Teresa repartía a todos sonrisas, consejos sabios, miradas acariciadoras.

Lo cierto es que, en vida de la reina madre, María Teresa se había atrevido a ponerle mala cara a Luis durante un par de días. Apenas nada, en comparación con los ultrajes sufridos. A pesar de ello, tuvieron que pasar semanas para que Luis se dignase dirigirle de nuevo la mirada, y sólo gracias a la mediación de la reina madre, que día y noche hubo de industriárselas para componer la situación. María Teresa ya había comprendido que tenía que aceptar todo cuanto el matrimonio le aportaba: todo, especialmente la desdicha. Y sin esperar nada, sino lo poco que su consorte le concedía.

Luis había vencido también en el amor. Y, como conocía y amaba el arte de vencer, al final decidió seguir la conducta, a su entender, más apropiada y convincente. Trataba a su esposa, la reina de Francia, con todos los honores propios de su condición: comía y dormía con ella, cumplía con todas sus obligaciones familiares, departía con ella como si sus amantes jamás hubiesen existido.

María Teresa, además de las prácticas devotas, se permitía pocas y tímidas distracciones. Tenía siempre a su lado a tres pequeños bufones, Chiquillo, Corazoncito e Hijito, como ella los llamaba, y una multitud de perros a los que trataba con una ternura obsesiva y desmedida. Había dispuesto que aquel absurdo grupo tuviese un carruaje propio para los paseos. Enanos y perros comían muchas veces con la reina, y para tenerlos siempre cerca María Teresa gastaba cifras descabelladas.

—Pero ¿no habéis dicho que era una mujer frugal y caritativa? —pregunté asombrado.

—Desde luego, pero ése era el precio de la soledad.

Desde las ocho hasta las diez de la noche, continuó Devizé, María Teresa se dedicaba al juego, a la espera de que el rey fuese a recogerla para la cena. Cuando la reina jugaba a las cartas, princesas y duquesas se situaban en semicírculo a su alrededor, mientras a su espalda se agolpaba la nobleza inferior, sudorosa y anhelante. El juego preferido de la reina era el «hombre», pero era demasiado ingenua y perdía siempre. A veces, la princesa de Elbeuf se sacrificaba y perdía deliberadamente contra su soberana: un espectáculo triste y embarazoso. La reina fue sintiéndose cada día más sola, hasta el final de sus días, como ella misma llegó a confiar a sus escasos íntimos. Así, antes de morir dejaría grabada en una frase su dolor: «El rey se enternece por mí sólo ahora que estoy a punto de irme».

A causa del relato, que tanto me había conmovido, tenía los nervios a flor de piel: había esperado obtener informaciones muy distintas de la viva voz del músico. Mientras seguía frotando la espalda de Devizé, fijé la mirada en la mesa ubicada a pocos pasos de nosotros. Sin darme cuenta, había dejado algunos de mis frasquitos medicinales sobre unas partituras musicales. Pedí excusas a Devizé, que se sobresaltó y se levantó de golpe para ver las partituras, temiendo que se hubiesen ensuciado. Encontró, en efecto, una pequeña mancha de grasa en una de ellas, y montó en cólera.

—¡No eres un mozo, sino un animal! Has destrozado el rondó de mi maestro.

Me estremecí: había maculado nada menos que el maravilloso rondó que yo mismo adoraba. Me ofrecí a esparcir sobre la hoja un polvo muy fino y seco para absorber la grasa; Devizé, entre tanto, imprecaba y me llenaba de insultos. Así, con fervor y mano temblorosa, empecé a limpiar aquella partitura, en la que estaban trazados los sonidos que tanto me habían deleitado. Fue entonces cuando vi una inscripción en el margen superior, que rezaba: «a Mademoiselle».

—¿Es una dedicatoria de amor? —pregunté balbuciente, aún abochornado por lo que había pasado.

—¡Quién quieres que ame a Mademoiselle…, la única mujer del mundo más sola y triste que la reina!

—¿Quién es Mademoiselle?

—Oh, una pobrecilla, una prima de Su Majestad. Fue partidaria de los rebeldes de la Fronda, y Luis se lo hizo pagar con creces. Piensa que Mademoiselle mandó disparar los cañones de la Bastilla contra las tropas del rey.

—¿Fue condenada al patíbulo?

—Peor que eso: a la soltería —dijo con sorna Devizé—. El rey le impidió casarse. Mazzarino decía: «Esos cañones la han dejado sin marido».

—El rey no tiene piedad ni con los parientes —comenté.

—Así es. Cuando María Teresa murió, el pasado julio, ¿sabes qué dijo Su Majestad? «Es el primer disgusto que me da». Hasta la muerte de Colbert, que lo había servido fielmente durante veinte años, lo dejó impasible.

Devizé continuaba divagando, pero yo ya no lo escuchaba. Una palabra me retumbaba en la cabeza: julio.

—¿Habéis dicho que la reina murió en julio? —lo interrumpí bruscamente.

—¿Cómo? Sí, el treinta de julio, como consecuencia de una enfermedad.

No le hice más preguntas. Había terminado de limpiar la hoja, así que le quité rápidamente de la espalda lo que quedaba de ungüento y enseguida le tendí la camisa. Me despedí y salí de su cuarto, con la respiración entrecortada por la agitación, cerré la puerta y me apoyé en la pared para reflexionar.

Una soberana, la reina de Francia, había expirado por enfermedad en la última semana de julio: tal y como había predicho la gaceta astrológica.

Era como si a través de Devizé me llegase un aviso: una noticia de hacía meses (que sólo yo, humilde mozo, desconocía), volvía a confirmar la infalibilidad de la gaceta astrológica y el carácter ineluctable del Destino sideral.

Cristofano me había asegurado que la astrología no era necesariamente contraria a la fe, y que incluso aportaba mucho a la medicina. Empero, en aquel trance predominaba en mí el recuerdo de los indescifrables razonamientos de Stilone Priàso, de la oscura historia de Campanella y del trágico destino del padre Morandi. Rogué al Cielo que me diese una señal, que me liberase del miedo y me indicase el camino.

En ese instante oí elevarse de nuevo, sobre los graves tonos de la tiorba, las notas del maravilloso rondó: Devizé estaba tocando otra vez. Junté las manos como para rezar y me quedé inmóvil, con los ojos cerrados, debatiéndome entre la esperanza y el miedo, hasta que la música terminó.

Una vez en mi cuarto, me tumbé en mi jergón, privado de voluntad y de fuerza, atormentado por sucesos en los que no encontraba ningún sentido ni orden. Y, mientras caía en el sopor, me puse a tararear la dulce melodía que acababa de oír, como si pudiese concederme una clave para descifrar el laberinto de mis penas.

Me despertaron unos ruidos procedentes de la via dell’Orso. Había dormido apenas unos minutos. Volví a recordar al punto la gaceta, sólo que esta vez ese recuerdo se mezclaba con una agridulce sensación de deseo y privación, cuya causa primera no me costó discernir. Para hallar paz y consuelo, sabía que debía llamar a una puerta.

Desde hacía días dejaba las comidas ante la puerta de Cloridia, limitándome a llamar para anunciarle la entrega. Desde entonces, únicamente Cristofano había tenido acceso a su habitación. Ahora, sin embargo, la conversación con Devizé había abierto la herida de mi alejamiento de ella.

A estas alturas, ¿qué podía importar que me hubiese ofendido con su venal reclamación? Con el morbo pestífero que circulaba entre nosotros, ella podía morir al cabo de un día o dos, me decía con el corazón en un puño. En los momentos extremos no hay peor consejero que el orgullo. Para presentarme ante ella no iba a faltarme pretexto: tenía mucho que contarle, y mucho que preguntarle.

—Ya te he dicho que yo no sé nada de astrología —se defendió Cloridia cuando le hube mostrado la gaceta y explicado lo precisas y exactas que habían resultado sus predicciones—. Sólo sé leer los sueños, los números y las líneas de la mano. Para las estrellas tienes que buscar a otro.

Regresé a mi cuarto con el alma sumamente confundida. Pero eso no me preocupaba: para mí lo único valioso era que, una vez más, el ciego dios de las pequeñas alas me hubiese atravesado el pecho. No me importaba que no pudiese albergar esperanzas con Cloridia, ni que ella reparase en mi pasión y se riese de mí. De todas formas, me sentía afortunado: podía verla y hasta platicar con ella cuando y como quisiese, al menos mientras durase la cuarentena. Una ocasión irrepetible para un mozo como yo, momentos impagables que sin duda recordaría y añoraría durante el resto de mis días grises. Me prometí volver a visitarla lo antes posible.

Cristofano me había dejado un pequeño refrigerio en el cuarto. Embriagado por el amor, bebí un vaso de vino como si fuese un purísimo néctar de Eros, y devoré un trozo de pan con queso cual exquisito maná que la tierna Afrodita rociase sobre mi cabeza.

Una vez reconfortado y, para mi desdicha, ya desvanecido el dulce efluvio que el encuentro con Cloridia había dejado en mi alma, me puse a meditar de nuevo sobre mi coloquio con Devizé: no había conseguido sacarle nada acerca de la muerte del superintendente Fouquet. El abate Melani tenía razón: Devizé y Dulcibeni no iban a hablar fácilmente de aquel extraño asunto. Con todo, había logrado que el joven músico no sospechase de mí. Antes al contrario: con mis ingenuas preguntas y con el estropicio que había causado en su partitura, me había granjeado la indeleble imagen de criado torpe y necio.

Fui a visitar a mi amo, cuyo estado, según pude comprobar, había mejorado ligeramente. Con él estaba Cristofano, que acababa de darle de comer. Pellegrino empezaba a hablar con discreta soltura y parecía comprender bastante de lo que se decía. No gozaba, por supuesto, de perfecta salud, y dormía casi durante todo el día, pero no era aventurado prever que en unas jornadas pudiera moverse con normalidad, concluyó Cristofano.

Después de permanecer un buen rato con Pellegrino y el médico, volví a mi habitación, y por fin me permití dormir como Dios manda. Cuando me desperté, ya era la hora de la cena, así que me apresuré a bajar a la cocina para guisar para los huéspedes. Preparé unos cuartos de limón espolvoreados de azúcar para poner a punto el estómago. Hice a continuación un caldo a la milanesa, con yemas de huevo y moscatel, en el que se deslíen piñones majados, azúcar, canela a voluntad (que omití) y un poco de mantequilla. Todo se tritura en el mortero, se tamiza y luego se pone en un perol de agua caliente hasta que se espese. Como toque final, añadí alguna pera bergamota.

Cuando terminé el reparto, volví a la cocina para preparar media jícara de bebida caliente hecha con café tostado. Subí luego a la torreta, de puntillas para que Cristofano no me pillase.

—¡Gracias! —exclamó radiante Cloridia en cuanto abrió su puerta.

—Lo he hecho sólo para vos —tuve el valor de decir, completamente colorado.

—¡Adoro el café! —dijo cerrando los ojos y oliendo embargada el aroma que se irradiaba por toda la estancia.

—¿Se toma mucho café en el sitio de donde venís, en Holanda?

—No. Pero como tú lo has preparado, diluido y abundante, me encanta. Me recuerda a mi madre.

—Me alegro. Creía haber entendido que no habíais conocido a vuestra madre.

—Más o menos es así —respondió apresuradamente—. No recuerdo ni su cara, pero sí el perfume del café, que, como después he sabido, sabía preparar magníficamente.

—¿Ella también era italiana, como vuestro padre?

—No. Pero ¿has venido a torturarme con preguntas?

Cloridia se había enojado: yo acababa de estropearlo todo. Enseguida, sin embargo, buscó mis ojos con los suyos y me regaló una hermosa sonrisa.

Entonces me invitó amablemente a tomar asiento en una silla.

Sacó de una cómoda dos copitas y un bollo seco de anís, y me sirvió café. A continuación se sentó enfrente de mí, en la orilla de la cama, y empezó a sorber la bebida con avidez.

No se me ocurría nada que decir para llenar el silencio y me avergonzaba hacerle más preguntas. Cloridia, entre tanto, parecía plácidamente ocupada en mojar un pedazo de bollo en la bebida caliente y en morderlo con gracia y a la vez voracidad. Contemplarla me enterneció sobremanera y sentí que los ojos se me humedecían al imaginarme que hundía la nariz en sus cabellos y le rozaba la frente con los labios.

Cloridia alzó la mirada y me dijo:

—Desde hace días sólo hablo contigo, y de tu vida aún no sé nada.

—Hay poco que pueda interesaros, doña Cloridia.

—No es verdad. Por ejemplo, de dónde vienes, cuántos años tienes, cómo y cuándo has llegado aquí.

Le expuse de forma somera mi pasado de expósito, los estudios que había realizado merced a la vieja religiosa y la benevolencia que don Pellegrino había tenido conmigo.

—Así que has recibido una instrucción. Lo había sospechado por tus preguntas. Has sido muy afortunado. Yo, en cambio, perdí a mi padre a los doce años y tuve que arreglármelas con lo poco que le dio tiempo de enseñarme —añadió sin perder la sonrisa.

—De modo que vuestro padre fue el único que os enseñó la lengua italiana. Pese a todo, la habláis muy bien.

—No, no me la enseñó solamente él. Vivíamos en Roma cuando me quedé sola. Entonces, otros mercaderes me llevaron de nuevo a Holanda.

—Debió de ser muy triste.

—Por eso ahora estoy aquí. En Amsterdam lloré durante años, recordando lo feliz que había sido en Roma. Mientras, leía y estudiaba sola, en el escaso tiempo que me quedaba entre… —No hacía falta que concluyese la frase. Se refería, seguramente, a los padecimientos que la vida inflige a los huérfanos, y que habían conducido a Cloridia al camino del abominable meretricio—. Pero así conseguí emanciparme —continuó como si hubiese adivinado mi pensamiento—, y por fin pude seguir el sendero de la vida que se halla oculto en mis números…

—¿Vuestros números?

—Claro, tú no conoces la numerología —dijo con una exagerada cortesía que sutilmente me incomodó—. Pues bien —prosiguió—, has de saber que los números de nuestra fecha de nacimiento, aunque también los de otras fechas importantes de la vida, contienen toda nuestra existencia. El filósofo griego Pitágoras decía que a través de los números puede explicarse todo.

—¿Y los números de vuestra fecha de nacimiento os traen aquí, a Roma? —pregunté con cierta incredulidad.

—No sólo eso: además, afirman que Roma y yo somos una sola cosa. Nuestros destinos dependen mutuamente.

—Pero ¿cómo es posible? —pregunté fascinado.

—Los números son elocuentes. Yo nací el uno de abril de mil seiscientos sesenta y cuatro. Mientras que el cumpleaños de Roma…

—¿Cómo, también una ciudad puede celebrar el cumpleaños?

—Por supuesto. ¿No conoces la historia de Rómulo y Remo, de la loba y del vuelo de las aves, y de cómo fue fundada la ciudad?

—Claro que sí.

—Pues bien, Roma fue fundada en un día preciso: el veintiuno de abril del año setecientos cincuenta y tres antes de Cristo. Y las dos fechas de nacimiento, la de Roma y la mía, dan el mismo resultado. Con tal de que se escriban correctamente, como se hace en numerología, a saber, contando los meses a partir de marzo, mes de la primavera, y por tanto del comienzo de la nueva vida, tal y como hacían los antiguos romanos y como todavía se estila en el calendario astrológico, que empieza en Aries.

Comprendí que se adentraba en terreno resbaladizo, donde apenas una línea muy fina nos separa de la frontera con la herejía y la brujería.

—Abril es, pues, el segundo mes del año —prosiguió Cloridia cogiendo papel y tinta—, y las dos fechas se escriben así: 1/2/1664 y 21/2/753. Si sumas los dos grupos de números, obtienes primero 1 + 2 + 1 + 6 + 6 + 4 = 20. Y luego: 2 + 1 + 2 + 7 + 5+ 3 = 20. ¿Lo ves? El mismo número. —Miré aquellas cifras rápidamente garabateadas en la hoja de papel y guardé silencio. La coincidencia era, en efecto, asombrosa—. Y eso no es todo —dijo enseguida Cloridia tras mojar la pluma en el tintero para reanudar sus cálculos—. Sumando día, mes y año, en lugar de cifra por cifra, obtengo 21 + 2 + 753 = 776. Si sumo las cifras del total, 7 + 7 + 6, vuelvo a obtener 20. Pero también sumando 1 + 2 + 1664, el total es 1667, cuyas cifras dan asimismo 20. Ahora bien, ¿sabes qué significa el número 20? El Juicio, el arcano mayor de los tarots, que lleva el número 20 y significa reparación de los agravios sufridos y juicio ecuánime de la posteridad.

Era un portento, mi Cloridia, tanto que yo no había entendido gran cosa de sus cálculos adivinatorios, ni por qué se aplicaba a ellos con tanto fervor. Eso sí, su virtuosismo poco a poco fue venciendo mi desconfianza. Estaba extasiado: las gracias de Venus competían con el intelecto de Minerva.

—¿Estáis entonces en Roma para conseguir la reparación de los agravios sufridos? —inquirí.

—No me interrumpas —contestó bruscamente—. La ciencia de los números dice que la reparación de los agravios hará que un día la posteridad corrija su juicio. Pero no me preguntes qué significa exactamente eso, porque ni yo misma lo sé.

—¿En las cifras también estaba escrito que vendríais a la posada del Donzello? —aventuré atraído por la idea de que mi encuentro con Cloridia estuviese predestinado.

—No, no en las cifras. Una vez llegada a Roma, elegí esta posada siguiendo la virga ardentis, la vara ardiente, temblorosa, saliente o como se diga. ¿Sabes de qué estoy hablando? —dijo poniéndose de pie y extendiendo el brazo a la altura del vientre como si fuese un largo palo. Tenía todo el aspecto de ser una alusión obscena. Me quedé mudo y desconcertado—. En otra ocasión hablaremos de eso, si quieres —concluyó con una sonrisa que se me antojó ambigua.

Me despedí, y sin más me dirigí afligido a hacer el recorrido de los cuartos para retirar las escudillas en las que había servido la cena. ¿Qué había querido decirme Cloridia con aquel gesto indecente? ¿Era acaso una invitación lasciva, o peor aún, mercenaria? No era tan idiota: sabía perfectamente que, dada mi humilde condición, resultaba ridículo anhelar que ella pensase en mí como en algo que no fuese un pobre criado. Pero Cloridia, por otra parte, ¿no había comprendido que no tenía dónde caerme muerto? ¿Esperaba acaso que sustrajese para ella dinero a mi amo? Ahuyenté horrorizado esa idea. Cloridia había mencionado un agravio sufrido que algo tenía que ver con su regreso a Roma. No, no podía haber hablado de meretricio en un momento tan grave para ella. Seguramente la había entendido mal.

Me complació ver a los huéspedes de la posada visiblemente satisfechos con la comida. Cuando llamé a su puerta, Pompeo Dulcibeni tomaba todavía el caldo a la milanesa, ya frío, chasqueando con placer la lengua.

—Siéntate, querido. Perdona, pero el apetito me ha llegado hoy con retraso.

Obedecí en silencio, aguardando a que terminase de comer. Me puse entonces a recorrer con la mirada los objetos diseminados en la cómoda que había al lado de la silla, y me fijé en tres pequeños volúmenes con la portada bermeja y arabescos de oro. «Son muy bonitos», me dije; pero ¿dónde los había visto antes?

Dulcibeni, entre tanto, me observaba con curiosidad: había terminado el caldo y me tendía la escudilla. Lo recogí todo con la más ingenua de las sonrisas y salí con la mirada gacha.

Tan pronto estuve fuera, fui corriendo al segundo piso en vez de bajar a la cocina. Cuando llamé, jadeante, a la puerta de Atto Melani, seguía con los brazos cargados de tazones.

—¡¿Pompeo Dulcibeni?! —exclamó incrédulo el abate mientras yo terminaba mi relato.

El día anterior, en efecto, había ido al cuarto de Dulcibeni para darle un masaje, y durante el tratamiento Pompeo había manifestado el deseo de aspirar un poco de tabaco. Entonces, al abrir la cómoda en busca de su tabaquera taraceada de cerezo, con la intención de poner orden sacó del mueble unos libritos bellamente encuadernados, de piel bermeja con arabescos de oro. Pues bien, en la biblioteca de Tiracorda yo había visto unos libritos idénticos: era una edición de las obras de Galeno en siete tomos, en la que, sin embargo, faltaban tres. Y tres eran, precisamente, los ejemplares que acababa de descubrir en la habitación de Dulcibeni. En el lomo se leía Galeni opera. Sin duda era la opera omnia de Galeno, cuatro de cuyos volúmenes estaban en la casa de Tiracorda.

—Claro, es muy posible que Dulcibeni y Tiracorda se viesen por última vez antes del principio de la cuarentena —comenzó a razonar el abate—. Fue entonces, tal vez, cuando Tiracorda le prestó esos libros a Dulcibeni.

Ahora bien, objetó, él y yo habíamos sido testigos del hecho de que el arquiatra había recibido a un invitado en plena noche: ¡una curiosa hora de visita! Y no sólo eso: la pareja se había citado para el día siguiente a la misma hora. El misterioso invitado de Tiracorda, pues, andaba por la ciudad más o menos a las mismas horas en que nosotros podíamos salir del Donzello sin que nadie nos viese. Por consiguiente, el invitado podía ser perfectamente Dulcibeni.

—¿Cómo es que Tiracorda y Dulcibeni se conocen?

—Preguntas eso —respondió Atto— porque te falta un elemento: Tiracorda es marquesano.

—¡Como Dulcibeni!

—Te diré más: Dulcibeni es nativo de Fermo, y me parece recordar que Tiracorda también es de allí.

—Así que son paisanos.

—Exactamente. Roma siempre ha acogido a muchos médicos ilustres procedentes de esa antigua y noble ciudad: Romolo Spezioli, por ejemplo, el médico personal de la reina Cristina de Suecia, el proto-médico general Giovan Battista Benci, y también Cesare Macchiati, si no recuerdo mal, que, como Tiracorda, fue médico del Cónclave. Casi todos los de Fermo viven en esta zona, en las inmediaciones de San Salvatore in Lauro, donde se reúne su archicofradía.

—Tiracorda, sin embargo, vive a pocas varas de distancia del Donzello —repuse—, y seguramente sabe que nos hallamos en cuarentena. ¿No teme que Dulcibeni lo contagie?

—Evidentemente, no. Es probable que Dulcibeni le haya dicho que Cristofano no cree que sea peste, y que le haya ocultado la enfermedad de Bedford y la extraña dolencia de tu amo.

—Entonces, Pompeo Dulcibeni es el ladrón de las llaves de mi amo. ¡Quién iba a decir que fuese él, con lo serio que es!

—Nunca te quedes en las apariencias. Es probable que haya sido instruido sobre el uso de los subterráneos por Pellegrino.

—Y yo sin enterarme de nada. Es increíble…

Noi siam tre donzellette

semplicette semplicette,

oh, oh, senza fallo…[17]

Canturreó con su vocecita y haciendo melindres para mofarse de mí.

—Despierta, chico. Recuerda: los secretos están para ser vendidos. En un primer momento, Pellegrino debió de abrirle el pasadizo secreto a cambio de dinero. Pero luego, al principio de la cuarentena, tu amo quedó fuera de combate. Así que Dulcibeni tuvo que sustraer el manojo para que le hiciese una copia de la llave del trastero un artesano de la via dei Chiavari: la calle, como dice Ugonio, donde Komarek imprimucha.

—¿Y qué tiene que ver Komarek?

—Absolutamente nada. Ya te lo había explicado, ¿no te acuerdas? Una simple coincidencia que nos ha despistado.

—Ah, sí —respondí, temiendo no ser capaz de entender todo ese cúmulo de descubrimientos, desmentidos, intuiciones y pistas falsas que se sucedían en los últimos días—. Pero ¿por qué Pellegrino no dio a Dulcibeni una copia de las llaves?

—Porque a lo mejor tu amo, como ya te he dicho, pide dinero cada vez que un cliente quiere servirse de los subterráneos. Nadie, pues, podría disponer de las llaves a su antojo.

—¿Y por qué Stilone Priàso tiene una copia?

—No olvides que la última vez que Stilone se alojó en la posada fue en la época de doña Luigia: se la habría pedido, o robado, a la difunta.

—Aun así, no se explica por qué Dulcibeni iba a robar mis perlitas, pues no parece precisamente pobre —observé.

—Y yo tengo una pregunta todavía más difícil: si Dulcibeni es el misterioso ladrón a cuya persecución nos hemos dedicado con tanto afán, ¿cómo es posible que siempre haya sido cien veces más rápido que nosotros y que nunca haya dejado huellas?

—Quizá conozca los túneles mejor que nosotros. Con todo, ahora que lo pienso, no puede correr muy ligero: apenas hace dos días sufrió un ataque de ciática. Y Cristofano le dijo que tendría dolores durante unos días.

—Con mayor motivo. Añadamos el hecho de que Dulcibeni ya no es un jovenzuelo, que su complexión es pesada y que si habla un poco más de la cuenta empieza a acezar. ¿Cómo diantres puede trepar todas las noches por la cuerda hasta la trampilla? —concluyó Atto con una pizca de acritud, él, que sudaba y resoplaba cada vez que teníamos que enfrentarnos a la cuerda en los subterráneos.

A continuación le conté lo que había averiguado recientemente sobre Pompeo Dulcibeni. Le referí que, según el padre Robleda, el provecto marquesano pertenecía a la secta de los jansenistas. Le hablé también del duro juicio que había expresado Dulcibeni contra la actividad de espías de los jesuitas y de su apasionado soliloquio contra los matrimonios entre consanguíneos, que desde hacía siglos tenían lugar entre las familias reinantes de Europa. Hice hincapié en que el caballero de Fermo estaba tan escandalizado por aquella costumbre que, ya muy sulfurado, había deseado en voz alta —en una conversación imaginaria con una mujer ante el espejo— la victoria de los turcos en Viena: porque así, en suma, habría ascendido a los tronos un poco de sangre fresca e incorrupta.

—Un parlamento, pardon, un soliloquio, de genuino jansenista. Al menos en parte —comentó el abate Melani arrugando pensativo la frente—. Sí, porque desear que los turcos invadan Europa, y sólo por vengarse de los Borbones y los Habsburgo, me parece algo desmedido hasta para el más fanático seguidor de Jansenio.

Sea como fuere, concluyó Atto, mi descubrimiento nos forzaba a regresar a la casa de Tiracorda. Como habíamos oído la noche anterior, también Dulcibeni estaría allí.