Segunda Jornada

12 DE SEPTIEMBRE DE 1683

La mañana siguiente estuvo marcada por un despertar inesperado. Yo mismo encontré a don Pellegrino dormido en su lecho, en el cuarto que compartíamos en el desván. No se había ocupado de preparar nada para los huéspedes: lo cual, no obstante lo excepcional de la situación, seguía siendo de su competencia. Mi amo, con la ropa de la noche anterior y despatarrado sobre las mantas, tenía todo el aspecto de haber caído vencido por el sueño a causa del vino tinto. Tras despertarlo con esfuerzo, fui a la cocina. Mientras bajaba las escaleras, oí aproximarse cada vez más un cúmulo lejano de sonidos, en un primer momento confusos aunque agradables. Según me allegaba a la entrada del comedor contiguo a la cocina, la música se hacía más clara e inteligible. Era el señor Devizé, que, incómodamente erguido sobre un taburete de madera, practicaba con su instrumento.

Todos seguían las notas de Devizé extasiados por un extraño encantamiento. Mientras tocaba, el placer de escuchar se aunaba al de mirar. Su justillo, de delicado burato amacigado, y el sayo sin flecos, los ojos, entre verdes y grises, la fina cabellera cenicienta: todo en él parecía someterse a los vividos tonos que, con desbordante cromatismo, sabía extraer de las seis cuerdas. Una vez desvanecida en el aire la última nota, el encantamiento se rompía y aparecía ante nuestros ojos un hombrecillo colorado y cariacontecido, casi huraño, de facciones poco marcadas, una pequeña nariz respingona sobre una boca carnosa y mohína, el físico breve y taurino de un antiguo germano, el paso marcial, los modales bruscos.

No prestó mucha atención a mi llegada y, tras una breve pausa, siguió tocando. De sus dedos brotó enseguida no sólo un tema musical, sino una admirable arquitectura de sonidos que aún hoy podría describir con exactitud si el Cielo tuviese a bien concederme las palabras, y no sólo la memoria. El arranque era un motivo de lo más sencillo e inocente, que como una danza pasaba arpegiando del acorde de la tonalidad al de la dominante (así me lo explicó luego el abate ejecutante, pues yo entonces aún ignoraba el arte de los sonidos), y a continuación volvía al mismo motivo, y, tras un sorprendente salto de cadencia evitada, lo repetía todo. Mas esto no era sino la primera de una rica y sorprendente colección de gemas que, como el señor Devizé me explicaría más tarde, se llamaba rondó y estaba compuesta precisamente por aquella primera estrofa repetida varias veces, pero seguida cada vez por una nueva preciosidad, del todo inédita y que resplandecía con luz propia.

Como cualquier otro rondó, éste, que iba a escuchar muchas veces más, estaba coronado por la extrema y consecutiva repetición de la primera estrofa, casi para dar significado, redondez y reposo al conjunto. Ahora bien, esa primera estrofa, con toda su deliciosa inocencia y sencillez, no habría sido nada sin la sublime armonización de las otras, que, una tras otra, retornelo tras retornelo, se erguían en la admirable construcción, siempre más libres, imprevisibles, exquisitas y supremas, como las que por motivos de honor se lanzan entre caballeros. El arpegio final, tras haber merodeado con circunspección y casi tímidamente hacia las notas bajas, realizaba un súbito ascenso hacia los agudos, para luego saltar hacia los altísimos, transformando su paso tortuoso y tímido en un clarísimo río de belleza, en el que soltaba su cabellera de armonía con una admirable progresión hacia abajo. Allí se detenía, absorto en unas asaz misteriosas e inefables armonías, que a mi oído sonaron prohibidas e imposibles (para éstas, sobre todo, me faltan las palabras); y, por último, se mitigaba de mala gana, para dejar espacio a la extrema repetición de la estrofa final.

Escuché embelesado, sin pronunciar palabra, hasta que el músico francés extinguió el último eco de su instrumento. En ese momento me miró.

—Tocáis francamente bien el laúd —me atreví a decir con timidez.

—Ante todo, no es un laúd —respondió—, sino una guitarra. Y además a ti no te interesa cómo toco. A ti te gusta esta música. Eso se ve por la forma en que escuchas. Y tienes razón: estoy muy orgulloso de este rondó. —Y entonces me explicó en qué consiste un rondó y en qué se diferenciaba de los demás el que acababa de tocar—. El que has escuchado es un rondó de estilo brisé, o quebrado, como creo que se dice en tu idioma. O sea, imitando el laúd: los acordes no se tocan todos juntos, sino arpegiados.

—Ajá —comenté aturdido.

Por mi expresión Devizé debió de comprender lo poco esclarecedora que me había resultado su explicación, así que continuó diciendo que ese rondó gustaba tanto porque, mientras el retornelo estaba escrito según las buenas normas antiguas de la consonancia, las estrofas alternas contenían siempre nuevos retos armónicos, todos los cuales concluían de manera inesperada, casi como si fuesen ajenos a la buena doctrina musical. Y una vez alcanzado el cenit, el rondó empezaba bruscamente su final.

Le pregunté por qué hablaba mi lengua con tanta soltura (aunque con fuerte acento francés; pero eso no se lo dije).

—He viajado mucho y he conocido a muchos italianos que, por inclinación y por experiencia, considero los mejores músicos del mundo. En Roma, por desgracia, el Papa mandó cerrar ya hace años el teatro Tor di Nona, que quedaba apenas a dos pasos de la posada. Pero en Bolonia, en la capilla de San Petronio, y en Florencia, pueden escucharse a muchos músicos excelentes y muchas obras nuevas y magníficas. Hasta nuestro gran maestro Jean-Baptiste Lully, que glorifica al rey en Versalles, es florentino. Yo conozco sobre todo Venecia, que para la música es la más floreciente de todas las ciudades italianas. Adoro los teatros de Venecia: el San Cassiano, el San Salvatore, o el famoso teatro del Cocomero, en donde, antes de ir a Nápoles, asistí a un concierto maravilloso.

—¿Teníais previsto permanecer largo tiempo en Roma?

—Lamentablemente, ahora da lo mismo cuáles pudiesen ser mis proyectos. No sabemos siquiera si vamos a salir vivos de aquí —dijo mientras volvía a tocar un pasaje perteneciente, según me explicó, precisamente a una chacona del maestro Lully.

No bien salí de la cocina, donde tras la conversación con Devizé me había encerrado para aprestar la comida, topé con Brenozzi, el vidriero veneciano. Le comuniqué que, si deseaba una comida caliente, ya se hallaba todo dispuesto. Mas él, sin pronunciar palabra, me agarró y arrastró por el tramo de escalera que llevaba al sótano. En cuanto intenté protestar, me tapó la boca con una mano. Nos detuvimos en medio de la escalera, y al momento me instó:

—Cálmate y atiende, no te asustes, sólo quiero que me digas algunas cosas.

Farfullaba con voz ahogada, sin darme la posibilidad de abrir la boca. Quería conocer los comentarios de los otros huéspedes acerca de la muerte del señor de Mourai, y si se consideraba que había peligro de una nueva muerte por veneno u otra causa, y si alguien en especial temía tal posibilidad, o si en cambio otros aparentaban no temer nada, y cuánto podía durar a mi entender la cuarentena, si más de los veinte días fijados por el magistrado, y si sospechaba que uno o más huéspedes poseían venenos, o si consideraba incluso que de dichas sustancias se había hecho realmente uso; y, por último, si alguno de todos los presentes se mostraba inexplicablemente tranquilo, a despecho de la cuarentena impuesta a la posada.

—Señor, lo cierto es que yo…

—¿Los turcos? ¿Han hablado de los turcos? ¿Y de la peste en Viena?

—Pero yo no sé nada, no…

—Deja de hablar sin ton ni son y respóndeme —me apremió apretándose con impaciencia el badajo—. ¿No te dicen nada las margaritas?

—¿Cómo, señor?

—Las margaritas.

—Si lo deseáis, señor, en la bodega las guardo secas para hacer infusiones. ¿Os sentís mal?

Resopló y elevó los ojos al cielo.

—Haz como si no te hubiese dicho nada. Sólo te ordeno una cosa: a quien te pregunte, tú no sabes nada de mí, ¿entendido? —Y me estrechó con fuerza ambas manos hasta hacerme daño. La turbación me impedía mirarlo—. ¿Entendido? —repitió nervioso—. ¿Qué pasa, no tienes bastante?

No capté el sentido de su última pregunta y empecé a temer que hubiese perdido el juicio. Me liberé de sus manos y me escabullí escaleras arriba, mientras mi raptor trataba con un tirón de retenerme. Salí de la penumbra en el instante en que la guitarra de Devizé atacaba de nuevo el espléndido e inquietante motivo que había oído antes. Pero, en vez de quedarme allí, subí deprisa al primer piso. Como mis muñecas aún estaban entumecidas por el apretón al que las había sometido el vidriero, sólo entonces pude notar que tenía algo en una mano. La abrí y vi tres perlitas de admirable brillo.

Las guardé en el bolsillo y me dirigí al cuarto en el que había fallecido el señor de Mourai. Allí encontré a algunos de nuestros huéspedes entregados a una tristísima tarea. Cristofano transportaba el cuerpo del difunto, envuelto en un paño blanco a modo de sudario, bajo el cual se intuía la rigidez mortal de los miembros. El médico era ayudado por don Pellegrino y, a falta de voluntarios más mancebos, Dulcibeni y Atto Melani. El abate no llevaba peluca ni albayalde. Me asombró verlo con atuendos seculares —greguescos y corbata de muselina—, exageradamente elegante para la penosa ocasión. El único signo de su título eran las medias de seda encarnadas.

El pobre cuerpo fue colocado en un gran cesto oblongo, lleno de trapos y mantas. Encima pusieron el hatillo con sus escasas pertenencias, que había recogido Dulcibeni.

—¿No poseía nada más? —preguntó el abate Melani, al advertir que el caballero de Fermo sólo había entregado algunos indumentos del difunto.

Respondió Cristofano, diciendo que era obligatorio entregar únicamente la ropa, mientras que lo demás podía desde luego guardarlo Dulcibeni, quien ya se encargaría de hacerlo llegar a los probables parientes. Luego los tres descolgaron el cuerpo con una gruesa cuerda desde la ventana hasta la calle, donde la Compañía de la Oración y Muerte esperaba su triste carga.

—¿Qué harán con el muerto, señor Cristofano? —pregunté al médico—. Lo quemarán, ¿no es cierto?

—Eso ya no es asunto nuestro. No pueden enterrarlo —dijo soltando el aliento.

Oímos un leve tintineo. Cristofano se agachó.

—Se te ha caído algo… Pero ¿qué tienes en la mano? —preguntó.

De mi puño semiabierto se había caído al suelo una perlita. El médico la recogió y la examinó.

—Francamente espléndida. ¿De dónde la has sacado?

—Bueno, me las ha dejado en consigna un cliente —mentí enseñándole las otras dos.

Mi amo, entre tanto, salió de la habitación. Parecía cansado. Atto hizo lo mismo y se encaminó hacia su cuarto.

—Hace mal. Uno no debe separarse nunca de las perlas, maxime en nuestro caso.

—¿Por qué?

—Entre sus numerosas y ocultas virtudes, protegen del veneno.

—¿Cómo es posible? —pregunté empalideciendo.

—Porque son siccae et frigidae en segundo grado —respondió Cristofano—, y si se conservan bien en una copa y no se perforan, habent detergentem facultatem, y pueden absterger en presencia de fiebres y putrición. Purgan y clarifican la sangre, de hecho, reducen el menstruo, y, según Avicena, curan el cor crassatum, las palpitaciones y los síncopes cardíacos.

Mientras Cristofano alardeaba de sabiduría médica, yo no hacía más que devanarme los sesos: ¿qué oscura señal podía esconder el presente de Brenozzi? Necesitaba imperiosamente hablar con el abate Melani, me dije, y traté de obtener licencia del médico.

—Interesante —añadió sin embargo Cristofano escrutándolas y dándoles vueltas entre las yemas de los dedos—. Las perlas de esta forma indican que han sido pescadas antes del plenilunio, y en agua vespertina.

—¿Y eso qué significa?

—Que curan las falsas cogitaciones y las fantasías del alma. Si se disuelven en vinagre, recuperan de omni imbecillitate et animi deliquio, sobre todo de la muerte aparente.

Cristofano me devolvió al fin las perlitas y acto seguido me marché. Subí las escaleras corriendo, hacia el cuarto del abate Melani.

El cuarto de Atto estaba en la segunda planta, justo encima del que el viejo Mourai compartía con Dulcibeni. Eran los aposentos más amplios y luminosos de toda la posada: cada uno de ellos contaba con tres ventanas, dos de las cuales daban a la via dell’Orso y una a la esquina con el callejón. En la época de doña Luigia, allí se habían alojado importantes personajes con su séquito. Había un cuarto idéntico también en el desván, que constituía la tercera y última planta, donde en su día estuvo instalada doña Luigia. Ese cuarto, no obstante la prohibición de Cristofano, seguíamos compartiéndolo, aunque temporalmente, mi amo y yo: un privilegio que sólo podía durar hasta el regreso de la mujer de don Pellegrino, pues ella, llevada por el deseo de reservar toda la planta a la familia, me mandaría seguramente de nuevo a dormir a la cocina.

Me llamó poderosamente la atención la variedad de libros y legajos de todo tipo que el abate llevaba consigo. Atto Melani era un amante de las antigüedades y de las bellezas de Roma, a juzgar al menos por los títulos de algunos de los volúmenes que pude entrever bien ordenados en una estantería, y que más tarde, de un modo muy distinto, aprendí a conocer: El esplendor de la antigua y moderna Roma, en el que se representan todos los principales templos, teatros, anfiteatros, circos, naumaquias, arcos triunfales, obeliscos, palacios, termas, cortes y basílicas de Lauri, la Chemnicensis Roma de Fabricius, y las Antigüedades de la inmortal ciudad de Roma recopiladas brevemente por muchos autores antiguos y modernos, con un discurso sobre los fuegos de los antiguos de Andrea Palladio. Destacaban además nueve grandes mapas con varillas de color caña de Indias y remates redondos dorados, así como un montón de papeles manuscritos que Melani tenía sobre la mesa y que guardó rápidamente. Me hizo sentar.

—Precisamente contigo quería hablar. Dime: ¿tienes conocidos en este barrio? ¿Amigos, confidentes?

—Creo… La verdad es que no. No conozco a casi nadie, señor abate Melani.

—Puedes llamarme don Atto. Lástima. Me hubiese gustado saber, desde la ventana quizá, lo que se dice sobre nuestra situación. Y tú eras mi única esperanza —dijo.

Se asomó a la ventana, y con voz muy suave y apenas contenida empezó a cantar:

Disperate speranze, addio, addio.

Ahi, mentite speranze, andate a volo[2].

El improvisado ensayo de virtuosismo del abate me dejó estupefacto y admirado: a pesar de la edad, Melani conservaba un timbre sumamente hermoso de soprano. Lo felicité y le pregunté si él era el autor de la espléndida cantata de la que sólo había entonado unos compases.

—No, es del seigneur Luigi Rossi, mi maestro —respondió distraídamente—. Pero cuéntame, cuéntame cómo ha ido el día. ¿Has notado algo extraño?

—Me ha pasado algo asaz curioso, don Atto. Acababa de tener una pequeña charla con Devizé cuando…

—Ah, Devizé, precisamente de él te quería hablar. ¿Estaba tocando?

—Sí, pero…

—Es bueno. Al rey le gusta mucho. Su Majestad adora la guitarra al menos tanto como antes, de joven, adoraba escuchar ópera y aparecer en los ballets de corte. Bellos tiempos. ¿Y qué te dijo Devizé?

Comprendí que si no hubiese agotado primero el argumento musical, no me habría dejado continuar. Le hablé, pues, del rondó interpretado por las cuerdas del músico francés, quien me había contado que había oído música italiana en muchos teatros, sobre todo en Venecia, donde se hallaba el famoso teatro del Cocomero.

—¿El teatro del Cocomero? ¿Estás seguro de recordar bien?

—Bueno, sí, es un nombre tan… Vaya, que es un nombre peculiar para un teatro. Devizé me dijo que estuvo allí justo antes de irse a Nápoles. ¿Por qué?

—Oh, por nada. Lo único que pasa es que tu guitarrista cuenta alguna patraña, pero sin prepararla bien.

Me quedé de piedra.

—¿Por qué lo dice?

—El Cocomero es un teatro magnífico, donde, en efecto, actúan muchos espléndidos virtuosos. Yo mismo he cantado allí. Recuerdo que una vez el organizador pretendía darme el papel de Apeles en el Alessandro vincitor di se stesso. Yo, naturalmente, me negué en redondo y conseguí que me diesen el papel del protagonista, ja, ja. Un teatro fabuloso, el Cocomero. Lástima que esté en Florencia, y no en Venecia.

—Pero… Devizé me dijo que estuvo allí antes de ir a Nápoles.

—Precisamente. O sea, hace poco tiempo, dado que después vino directamente de Nápoles a Roma. Pero es un embuste: un teatro con ese nombre se queda grabado en la memoria, como te ha pasado a ti. Es difícil situarlo en la ciudad equivocada. Te lo digo yo: Devizé jamás ha estado en el Cocomero. Y quizá tampoco en Venecia. —Me quedé consternado ante la revelación de aquella pequeña pero alarmante mentira del músico francés—. Y ahora sigue con lo que me estabas contando —prosiguió el abate—. Me decías que te había pasado algo extraño, si no me equivoco.

Pude finalmente referirle a Atto las preguntas que con tanta insistencia me había formulado el veneciano Brenozzi, así como su singular petición de margaritas y el misterioso presente de tres perlas, que Cristofano había identificado como las que se usaban para curar envenenamientos y muertes aparentes. Por ese motivo temía que aquellos pequeños tesoros guardasen relación con la muerte del señor de Mourai, y tal vez Brenozzi supiese algo, pero había tenido miedo de hablar con claridad. Le enseñé las perlas a Melani. El abate les echó un vistazo y se rió con ganas.

—Hijo mío, francamente, no creo que el pobre señor de Mourai… —empezó a decir moviendo la cabeza, mas fue interrumpido por un grito muy agudo.

Parecía proceder del piso superior.

Salimos corriendo al pasillo y subimos las escaleras. Nos detuvimos en medio del segundo tramo, donde yacía, boca arriba sobre los escalones, el cuerpo exánime de don Pellegrino.

Llegaban tras nosotros también los otros huéspedes. De la cabeza de mi amo brotaba un reguero de sangre que descendía un par de escalones. Sin la menor duda, el grito había salido de la boca de la cortesana Cloridia, que miraba trémula, con un pañuelo que le tapaba casi todo el rostro, el cuerpo aparentemente sin vida. Detrás de nosotros, que seguíamos inmóviles, se abrió camino el médico Cristofano. Con una gasa apartó los luengos cabellos canosos de la cara de mi amo. Éste entonces se reanimó y, tras dar fuertes arcadas, vomitó una masa verdosa y pestilente. Luego don Pellegrino quedó postrado en el suelo, sin dar señales de vida.

—Debemos llevarlo a su cuarto —dijo con apremio Cristofano inclinándose sobre mi amo.

Nadie se movió aparte de mí, que enseguida intenté, con magros resultados, levantarle el tronco. Me sustituyó, empujándome a un lado, el abate Melani.

—Sujétale la cabeza —me ordenó.

El médico agarró a Pellegrino por las piernas, y, abriéndose camino en medio del silencio general, lo llevaron a la gran estancia del desván, donde lo colocaron en la cama.

El rostro rígido de mi amo tenía una palidez innatural, y cubría su cutis una fina capa de sudor. Parecía de cera. Los ojos, abiertos de par en par, estaban clavados en el techo, y debajo de ellos tenía dos bolsas lívidas. El médico acababa de limpiarle una herida en la frente, descubriendo una brecha larga y profunda, que a los lados dejaba entrever el hueso del cráneo, probablemente lesionado por un fuerte golpe. Mi amo, empero, no estaba muerto: respiraba con dificultad.

—Se ha caído por las escaleras y se ha dado un golpe en la cabeza. Pero temo que ya estuviese privado de conocimiento.

—¿Qué queréis decir? —preguntó Atto.

Cristofano dudó antes de responder:

—Ha sido víctima del ataque de un mal que aún no he podido identificar con certeza. De lo que sí estoy seguro es de que ha sufrido una crisis fulminante.

—¿Qué queréis decir? —repitió Atto elevando un poco el tono de voz—. ¿También han envenenado a éste?

Esas palabras me estremecieron y me recordaron lo que me había dicho el abate la noche anterior: si no lo deteníamos a tiempo, pronto el asesino se cobraría otras víctimas. Y quizá, mucho antes de lo que esperábamos, ya había dado cuenta de mi amo.

Pero el médico respondió con un gesto negativo de la cabeza a la pregunta de Melani y quitó del cuello de Pellegrino el pañuelo que solía llevar anudado sobre la camisa: dos manchas azuladas y tumefactas aparecieron bajo la oreja izquierda.

—Por la rigidez general, diría que se trata de la misma dolencia del viejo Mourai. Pero éstas —prosiguió señalando las dos bubas—, éstas de aquí… Yo no diría…

Comprendimos que Cristofano pensaba en la peste. Nos apartamos todos instintivamente, alguno invocó al Cielo.

—Estaba sudado, probablemente tenía fiebre. Cuando bajamos a la calle el cuerpo del señor de Mourai, se cansó con suma facilidad.

—Si es peste, tiene los días contados.

—Sin embargo… —continuó el médico agachándose de nuevo sobre las dos tumefacciones oscuras del cuello de mi amo—, sin embargo, existe la posibilidad de que se trate de otra enfermedad similar, pero no tan desesperante. Por ejemplo, de petequias.

—¿De qué? —interpelaron el padre Robleda y el poeta Stilone Priàso.

—En España, padre, las llamáis tabardillo, mientras en el reino de Nápoles se denominan pastici, y en Milán segni —explicó Cristofano dirigiéndose primero a uno y luego a otro—. Es un morbo que causa la sangre corrompida por indisposición de estómago. Pellegrino, en efecto, ha vomitado. La peste comienza con enorme ímpetu, mientras que las petequias tienen muy leves manifestaciones, como laxitud y confusión mental, que precisamente esta mañana pude notar en él. Luego la enfermedad se va agravando y produce los síntomas más dispares, hasta que hace surgir en todo el cuerpo manchas rojas, moradas o negras como estas dos. Las cuales, bien es verdad, están muy hinchadas para ser petequias, pero también son muy pequeñas para ser nacencias, es decir, bubas de peste.

—Pero ¿no es indicio seguro de peste que Pellegrino se haya desmayado tan repentinamente? —intervino Cloridia.

—No sabemos si perdió el conocimiento por el golpe en la cabeza o por el morbo —contestó el médico con un suspiro—. Sea como fuere, la verdad nos la dirán mañana estas dos manchas, que, por desgracia, están bien negras, lo que indica que el morbo se halla más extendido y putrefacto.

—En resumidas cuentas —interrumpió el padre Robleda—: ¿es o no contagioso?

—El morbo de las petequias es consecuencia del exceso de calidez y sequedad, y por lo tanto ataca facillime a los temperamentos coléricos, como Pellegrino, precisamente. Entenderéis, pues, la importancia, para evitar el contagio, de no inquietarse ni desasosegarse —dijo mirando expresivamente al jesuita—. La enfermedad seca y agota en breve tiempo la humedad radical de los cuerpos, y, al cabo, puede matar. Ahora bien, cuando se da sustancia al cuerpo debilitado del enfermo, aquélla mata la contagiosidad, y muy pocos perecen: por ello es menos grave que la peste. En cualquier caso, casi todos hemos estado cerca de él en las últimas horas. Y todos, en consecuencia, corremos riesgos. Conviene que volváis a vuestros aposentos, donde yo os visitaré más tarde, de uno en uno. Procurad mantener la calma.

Después Cristofano me llamó a su lado para que lo ayudase.

—Ha sido una suerte que Pellegrino vomitase enseguida: el vómito evacua las materias del estómago capaces de putrefactarse y corromperse debido a los humores —me dijo en cuanto me acerqué—. A partir de ahora habrá que alimentar al enfermo con comidas frías, que refrescan la índole colérica.

—¿Va a hacerle una sangría? —pregunté, pues había oído que ese remedio se recomendaba universalmente para todos los males.

—Eso está absolutamente descartado: la sangría podría enfriar demasiado el calor natural y el enfermo moriría con celeridad. —Me estremecí—. Afortunadamente —prosiguió Cristofano—, tengo conmigo hierbas, bálsamos, aguas, polvos y todo cuanto necesito para los morbos. Ayúdame a desnudar completamente a tu amo, pues he de untarle el ungüento para el sarampión, como Galeno llama a las petequias, que penetra y preserva el cuerpo de la corrupción y la putrefacción.

Salió, y poco después ya estaba de vuelta con una serie de ampollas.

Tras doblar con cuidado en un rincón el delantal gris y la ropa de don Pellegrino, pregunté:

—¿Puede entonces que la muerte de Mourai se haya debido a la peste o las petequias?

—No he encontrado ni la sombra de una mancha en el viejo francés —fue la brusca respuesta—. De todos modos, ya es tarde para saberlo. Nos hemos deshecho del cuerpo.

Y se encerró en el cuarto con mi amo.

Los momentos siguientes fueron, por no decir más, convulsos. Casi todos reaccionaron a la desventura del posadero con gestos de desesperación. Sin duda, la muerte del viejo huésped francés, atribuida por el médico al veneno, no había provocado en el grupo tanto abatimiento. Una vez que terminé de limpiar la escalera del líquido fétido de mi amo, pensé de súbito en el bienestar de su alma, que bien podía encontrarse pronto con el Omnipotente. Recordé, a este respecto, que un edicto mandaba poner en cada cuarto de la posada un cuadro o retrato de Nuestro Señor, de la Bienaventurada Virgen o de los santos, y un frasco con agua bendita.

Transido y rogando con todo mi corazón al Cielo que no me privase del afecto de mi amo, subí al desván y fui a los tres aposentos que habían quedado vacíos tras la marcha de la esposa de don Pellegrino para buscar el agua santa y alguna sagrada imagen que se pudiese colgar sobre el lecho del enfermo.

Eran las habitaciones que antaño habitara la difunta doña Luigia. Seguían más o menos intactas, debido a la breve permanencia en ellas de la familia del nuevo posadero.

Tras buscar durante unos minutos, hallé en el dormitorio, encima de una mesilla asaz polvorienta, junto a dos relicarios y un Agnus Dei de pan de azúcar, guardado en una campana de cristal, una estatua de cerámica del Bautista, entre cuyas manos sostenía una ampolla de cristal llena de agua bendita.

En las paredes había hermosas imágenes sagradas. Su contemplación me conmovió, y, pensando en los tristes avatares de mi joven vida, se me hizo un nudo en la garganta. Era una lástima, me dije, que en el comedor estuviesen colgadas únicamente pinturas con motivos profanos, aunque bellos: un cuadro de frutas, dos con follaje y figurillas, otros dos de pergamino oblongos con varios pájaros, dos aldeas, dos amorcillos que parten un arco con las rodillas, y por último, como única concesión bíblica, una representación licenciosa de Susana con los viejos en el baño.

Absorto en esas meditaciones, elegí un pequeño cuadro de la Virgen de los Siete Dolores que estaba colgado allí al lado y volví al cuarto en el que Cristofano seguía atareado con el cuerpo de mi pobre amo.

Tan pronto como coloqué en silencio el cuadro y el agua santa junto al lecho del enfermo, sentí que me flaqueaban las fuerzas. Así pues, me ovillé en un rincón del cuarto y rompí a llorar.

—Ánimo, chico, ánimo.

Volví a encontrar en el tono de voz del médico al Cristofano paternal y alegre que en los días anteriores tanta simpatía me había inspirado. Me estrechó paternalmente la cabeza entre sus manos y finalmente me pude desfogar. Se estaba muriendo aquel que me había tomado a su cargo, le expliqué, librándome de la probable miseria. Era un hombre de humor bilioso pero bueno, don Pellegrino, y aunque estaba a su servicio desde hacía sólo seis meses, a mí me parecía que llevaba con él toda la vida. ¿Qué iba a ser de mí? Cuando terminase la cuarentena, en el supuesto de que sobreviviésemos, me encontraría sin ningún recurso, y al nuevo párroco de Santa Maria in Posterula ni siquiera lo conocía.

—Ahora todos te van a necesitar —me dijo levantándome en vilo del suelo—. Yo mismo habría ido a buscarte, porque hemos de calcular nuestras reservas. El subsidio que nos va a entregar la Congregación de Sanidad va a ser muy exiguo y convendrá que racionemos nuestras provisiones.

Sin dejar de sollozar, le aseguré que la despensa no estaba en absoluto vacía, mas él quiso que de todos modos se la enseñase. Estaba en el sótano, y sólo yo, además de Pellegrino, poseía una llave. A partir de ese momento, me dijo Cristofano, debía guardar ambas copias en un lugar conocido únicamente por mí y por él, de manera que nadie pudiese arrasar con las provisiones. A la tenue luz que penetraba por las claraboyas, entramos en la despensa, que se distribuía en dos planos.

Por suerte, mi amo, como el gran trinchante y maestro de cocina que había sido, tuvo el cuidado de proveer la despensa con gran variedad de quesos, carnes saladas y pescados ahumados, legumbres y tomates secos, además de hileras de odres de vino y de aceite, que durante un instante deleitaron la vista del médico y distendieron sus facciones. Pero todo su comentario quedó en una media sonrisa, y prosiguió:

—Cuando tengas algún problema acudirás a mí, y cuando veas a alguien en mala salud has de referírmelo sin demora. ¿Entendido?

—¿Entonces a otros les va a pasar lo mismo que a don Pellegrino? —pregunté con los ojos otra vez arrasados en lágrimas.

—Esperemos que no. Eso sí, es menester hacer de todo para que no pase —dijo sin mirarme a los ojos—. Tú, mientras, puedes quedarte a dormir en el cuarto con él, como por otra parte ya hiciste anoche pese a mis disposiciones: es una dicha que tu amo tenga quien lo vele de noche.

Me asombró sobremanera que el médico no tuviese en cuenta la posibilidad de que así pudiese contagiarme, mas no me atreví a hacer preguntas.

Lo acompañé hasta su cuarto, situado en la primera planta. No bien doblamos a la derecha, donde estaba el aposento de Cristofano, pegamos un salto: allí, apoyado en la puerta, topamos con Atto.

—¿Qué hacéis aquí? Creía que había dado disposiciones claras a todos —protestó el médico.

—Sé perfectamente lo que dijisteis. Pero ninguno de nosotros tres tiene nada que perder si estamos juntos. ¿No hemos cargado acaso al pobre Pellegrino? El mozalbete aquí presente ha vivido codo a codo con su amo hasta esta mañana. Si debíamos ser contagiados, ya lo estamos.

Una fina capa de sudor cubría la amplia frente arrugada del abate Melani mientras hablaba, y su voz, a pesar del tono sarcástico, delataba la sequedad de la boca.

—Ése no es un buen motivo para cometer imprudencias —rebatió Cristofano inmutable.

—Lo admito —dijo Melani—. Pero antes de que nos encerremos en esta especie de clausura, quisiera saber cuántas posibilidades tenemos de salir vivos de aquí. Y apuesto…

—No quiero saber qué apostáis. Los demás ya están en sus habitaciones.

—… Apuesto a que nadie sabe exactamente qué hacer en los próximos días. ¿Qué pasa si los muertos empiezan a amontonarse? ¿Nos desembarazamos de ellos? Pero ¿cómo, si los que sobreviven son los más débiles? ¿Estamos seguros de que nos van a entregar las provisiones? ¿Y qué está pasando fuera de estas paredes? ¿El contagio se ha extendido o no?

—Esto no es…

—Todo esto es importante, Cristofano. Nadie hace nada solo, como vos pretendéis. Tenemos que hablar, aunque sólo sea para que nuestra triste situación resulte menos ingrata.

Por la blanda defensa del médico, pude comprender que las argumentaciones de Atto estaban haciendo mella. Para completar la obra del abate llegaron en ese ínterin Stilone Priàso y Devizé, con aire de tener también una gran cantidad de ansiosos interrogantes para el médico.

—De acuerdo —cedió Cristofano con un suspiro antes de que los dos pronunciasen palabra—. ¿Qué queréis saber?

—Absolutamente nada —respondió Atto frunciendo la boca—. Debemos, antes que nada, razonar juntos: ¿cuándo caeremos enfermos?

—Bueno, eso depende de que haya contagio —respondió el médico.

—¡Oh, vamos! —rebatió Stilone—. Admitida la peor hipótesis, esto es, que se trate de peste, ¿cuándo ocurrirá? ¿No sois acaso médico?

—¿Sí, cuándo? —repetí yo, casi para darme ánimos.

Cristofano fue tocado en lo más sensible. Abrió con autoridad sus redondos ojos negros de lechuza y, arqueando una ceja como señal inequívoca de que se disponía a disertar, se llevó gravemente dos dedos al hoyuelo de la barbilla.

Sin embargo, al punto cambió de idea y dejó las explicaciones para esa misma noche, pues era su intención, dijo, reunir a todos después de la cena y entonces aclararnos cuanto deseásemos.

En ese momento el abate Melani regresó a su cuarto. Cristofano retuvo, empero, a Stilone Priàso y a Devizé.

—Hace poco me pareció oír, mientras hablaba, que sufríais de una ventosidad de intestinos. Si lo deseáis, tengo conmigo un buen remedio que os liberará de la molestia.

Los dos asintieron, no sin cierto empacho. Resolvimos entonces acudir los cuatro a la planta baja, donde Cristofano me mandó calentar un poco de caldo sustancioso, con el que a cada uno suministraría por vía oral cuatro granos de aceite de azufre. A la vez, el médico procedería a aplicar en la espalda y los riñones de Stilone Priàso y de Devizé un bálsamo de su invención.

Mientras aguardábamos a que Cristofano volviese con lo que necesitaba, que había olvidado en su cuarto, el francés fue a un rincón ubicado en el extremo opuesto de la sala para afinar su guitarra. Esperé que interpretase de nuevo la intrigante pieza que aquella mañana me había encantado tanto, pero al rato lo vi levantarse e ir a la cocina, donde se detuvo junto a la mesa, a la que estaba sentado el poeta napolitano, y ya no volvió a tocar el instrumento. Stilone Priàso había sacado una libreta y garabateaba algo.

—Chico, no temas. No moriremos de peste —dijo dirigiéndose a mí, que trajinaba en la cocina.

—¿Es que prevéis el futuro, señor? —preguntó irónicamente Devizé.

—¡Mejor que los médicos! —bromeó Stilone Priàso.

—Vuestro ingenio no se acomoda a esta posada —lo reprendió Cristofano, que en ese instante apareció con la camisa remangada y empuñando el bálsamo.

El napolitano se descubrió entonces la espalda, mientras el médico enumeraba como tenía por costumbre las numerosas virtudes de su preparado:

—… y por último es beneficioso también para la carnosidad de verga. Basta aplicarlo enérgicamente en el bálano hasta la absorción. El alivio es seguro.

Mientras me ocupaba de fregar y de calentar el caldo que me habían pedido, me percaté de que los tres charlaban con creciente intensidad.

—… Y, sin embargo, te repito que es él —oí susurrar a Devizé, fácil de reconocer merced a la característica pronunciación gálica, cuyo parlamento además resultaba inconfundible sobre todo cuando decía palabras como «carro», «guerra» o «correr».

—No cabe duda, no cabe duda —respondió con entusiasmo Stilone Priàso.

—Los tres lo reconocemos, y cada cual por caminos distintos —concluyó Cristofano.

Discretamente me puse a escuchar, sin cruzar el umbral que separaba la cocina del comedor. No tardé en comprender que hablaban del abate Melani, al que los tres evidentemente ya conocían por su fama.

—Una cosa es segura: se trata de un individuo peligrosísimo —afirmó tajantemente Stilone Priàso.

Como cada vez que quería dar autoridad a sus palabras, miraba fijamente y con severidad hacia un punto invisible, mientras se rascaba la protuberancia de la nariz con un meñique y luego se sacudía nerviosamente los dedos de la mano, como para desprenderse de a saber qué polvillo.

—Hay que mantenerlo bajo constante vigilancia —concluyó.

Los tres discutían sin prestarme atención, como por otra parte ocurría con todos los otros clientes, para los que un mozo era poco más que una sombra. Averigüé así una serie de hechos y circunstancias que hicieron que me arrepintiese de haber estado la noche anterior tan largo rato con el abate Melani, y sobre todo de haberle prometido mis servicios.

—¿Y ahora está a sueldo del rey de Francia? —preguntó en voz baja Stilone Priàso.

—Creo que sí. Aunque nadie puede decirlo con seguridad —respondió Devizé.

—La profesión preferida de ciertos personajes es estar con todos y con nadie —añadió Cristofano, siguiendo con el masaje y apretando con más fuerza las yemas de los dedos sobre la espalda de Stilone Priàso.

—Ha servido a más príncipes de los que él mismo es capaz de recordar —murmuró Stilone—. Creo que en Nápoles no le permitirían siquiera entrar en la ciudad. Más a la derecha, gracias —dijo dirigiéndose al médico.

Conocí así, con indescriptible consternación, el sombrío y borrascoso pasado del abate Melani. Un pasado del que la noche anterior no me había dicho palabra.

Siendo muy joven Atto fue empleado por el gran duque de Toscana como cantante emasculado (cosa que el abate sí me había contado). Pero no era el único trabajo que Melani hacía para su señor: en realidad, le servía como espía y correo secreto. El canto de Atto, en efecto, era admirado y reclamado en todas las cortes de Europa, lo que brindaba al castrado gran crédito en las Coronas, además de una especial libertad de movimientos.

—Con la excusa de entretener a los soberanos, se introducía en las cortes para espiar, intrigar, corromper —explicó Devizé.

—Para luego referírselo todo a sus valedores —dijo con acritud Stilone Priàso.

Además de los Médicis, muy pronto también el cardenal Mazzarino solicitó los dobles servicios de Atto, merced a los antiguos lazos de amistad que existían entre Florencia y París. Es más, el cardenal se convirtió en su principal protector y lo llevaba incluso a las negociaciones diplomáticas más delicadas. Atto era casi considerado uno de la familia. Se convirtió en amigo íntimo de la sobrina de Mazzarino, por la que el rey había perdido la cabeza, hasta el punto de quererla como esposa. Y cuando más tarde la muchacha tuvo que dejar Francia, Atto siguió siendo su confidente.

—Hasta que Mazzarino murió —continuó Devizé—, y entonces a Atto se le pusieron difíciles las cosas. Su Majestad acababa de alcanzar la mayoría de edad y desconfiaba de todos los protegidos del cardenal —explicó—. Además, Melani se vio complicado en el escándalo de Fouquet, el superintendente de Finanzas.

Sentí escalofríos. ¿No era precisamente Fouquet el nombre que el abate había mencionado de pasada la noche anterior?

—Fue un paso en falso —prosiguió el músico francés— que el Rey Cristianísimo sólo le ha perdonado después de mucho tiempo.

—¿Un paso en falso, decís? ¿Acaso él y ese ladrón de Fouquet no eran además amigos? —objetó Cristofano.

—Nadie ha conseguido nunca aclarar la verdad de los hechos. Cuando Fouquet fue arrestado, en su correspondencia se encontró una nota con la orden de hospedar secretamente a Atto en su casa. Los jueces le enseñaron la nota a Fouquet.

—¿Y cómo la explicó el superintendente? —preguntó con apremio Stilone Priàso.

—Cuentan que, tiempo atrás, Atto buscaba con urgencia un refugio seguro. Aquel entrometido se había granjeado la enemistad del potente duque de La Meilleraye, el heredero de la fortuna de Mazzarino. El duque, hombre sumamente irascible, había obtenido del rey la orden de alejar a Melani de París y ya había mandado sicarios para que le diesen una paliza. Entonces unos amigos intercedieron ante Fouquet a favor de Atto: en su casa estaría a salvo, dado que no había constancia de ninguna relación entre las dos partes.

—¡De modo que Atto y Fouquet no se conocían! —dijo Stilone Priàso.

—No es tan sencillo —aclaró Devizé con una picara sonrisilla—. Han pasado más de veinte años, y yo entonces era un niño. Después, empero, leí las actas del juicio a Fouquet, que en París estaban más difundidas que la Biblia. Pues bien, Fouquet dijo a los jueces: «No hay constancia de que entre Atto y yo se hiciese un trato».

—¡Menudo perillán! —exclamó Stilone—. Una respuesta perfecta: nadie podía atestiguar que los había visto juntos anteriormente, lo que sin embargo no empece que pudiesen estar secretamente en contacto. Tengo para mí que los dos se conocían, vaya si se conocían. Esa nota lo dice a las claras: Atto era uno de los espías privados de Fouquet.

—Es posible —asintió Devizé—. Sea como fuere, con esa respuesta ambigua Fouquet salvó a Melani de la cárcel. Atto durmió en la casa de Fouquet, e inmediatamente se fue a Roma, huyendo de la paliza. Ahora bien, en Roma recibió otras malas noticias: el arresto de Fouquet, el escándalo, su nombre infamado, la ira del rey…

—¿Y cómo se las arregló? —inquirió Stilone Priàso.

—Se las arregló de maravilla —intervino Cristofano—. En Roma se puso al servicio del cardenal Rospigliosi, pistoyés como él, y más tarde Papa. Melani sigue vanagloriándose de que gracias a él lo proclamaron pontífice. Creedme, los pistoyeses siempre escupen por el colmillo.

—A lo mejor —respondió cauto Devizé—. Pero para que elijan a un Papa hay que maniobrar bien en el Cónclave. Y en ese Cónclave, quien ayudó a Rospigliosi fue precisamente Atto Melani. Además, el papa Rospigliosi fue un excelente amigo de Francia. Y se sabe que Melani ha sido siempre muy amigo no sólo de los cardenales de más renombre, sino también de los más poderosos ministros franceses.

—Es un individuo intrigante, poco fiable y peligroso —zanjó Stilone Priàso.

Yo estaba sobrepasado por el estupor. ¿El individuo del que hablaban los tres huéspedes de la posada era realmente el mismo con el que había estado, a unos pasos de esas mismas sillas, la noche anterior? Lo había conocido como músico y ahora, en cambio, descubría que era un agente secreto partícipe de turbias maniobras de palacio y que, para colmo, estaba involucrado en varios escándalos. Casi me parecía que había conocido a dos personas distintas. Sin duda, de ser cierto lo que el propio abate me había contado (o sea, que aún gozaba de la gracia de numerosos príncipes), debía de hallarse bien situado. Ahora bien, tras escuchar la conversación entre Stilone Priàso, Cristofano y Devizé, ¿cómo no tomar las palabras de Melani con recelo?

—En todo asunto político de cierta importancia aparece siempre el abate —dijo el músico francés recalcando esa última palabra—. Con suerte, sólo tiempo después se descubre que Melani estaba mezclado en tal o cual asunto. Siempre consigue colarse en todas partes. Atto se contaba entre los ayudantes de Mazzarino durante las negociaciones con los españoles en la isla de los Faisanes, cuando se concluyó la paz de los Pirineos. También lo mandaron a Alemania, para convencer al Elector de Baviera de que se presentase como candidato al trono imperial. Ahora que la edad no le permite viajar como antes, procura ser útil sobre todo enviando al rey informes y memorias sobre la corte de Roma, que conoce bien y en la que todavía tiene muchos amigos. Al parecer, en más de un asunto de Estado se han oído voces en París reclamando con ansia los consejos del abate Melani.

—¿El Rey Cristianísimo le concede audiencia? —preguntó con incredulidad Stilone Priàso.

—Es otro misterio. Un personaje de tan dudosa reputación no debería siquiera ser admitido en la corte, y sin embargo Atto mantiene relaciones directas con los ministros de la Corona. Y hay quien jura haberlo visto deslizarse a las horas más inauditas en los aposentos del rey. Como si Su Majestad hubiese querido llamarlo para hablar con él con gran apremio y en gran secreto.

Era, pues, verdad que el abate Melani podía obtener audiencia con Su Majestad el rey de Francia. Al menos en eso no me había mentido, pensé.

—¿Y sus hermanos? —preguntó Cristofano mientras me acercaba con una escudilla de caldo caliente.

—Actúan siempre en grupo, como los lobos —comentó Devizé con una mueca de desaprobación—. Tan pronto como Atto se instaló en Roma, tras la elección de Rospigliosi, dos de sus hermanos fueron a la ciudad, y uno se convirtió enseguida en maestro de capilla en Santa María la Mayor. En Pistoya, su ciudad, han arrasado con los beneficios y los tributos, y muchos pistoyeses los odian con razón.

• • •

Ya no me cabían dudas. No había topado con un abate, sino con un infame sodomita, ducho en granjearse la confianza de ignaros soberanos con el canallesco respaldo de sus hermanos. Había cometido un craso error al prometerle mi ayuda.

—Ya es hora de que me ocupe de don Pellegrino —anunció Cristofano tras suministrar a sus dos compañeros de charla el aceite de azufre con el caldo.

Sólo entonces nos dimos cuenta de que, quién sabe desde hacía cuánto rato, Pompeo Dulcibeni estaba allí: se había quedado sentado en silencio en un rincón de la otra sala, pegado al frasco de aguardiente que mi amo solía tener en una de las mesas rodeado de copitas. Debía de haber oído, me dije, la conversación sobre Atto Melani.

Me uní, pues, al terceto. Dulcibeni, en cambio, no se movió. Una vez en el primer piso, nos encontramos con el padre Robleda.

El jesuita, intentando dominar y refrenar su pavor al contagio, se había detenido un instante en el umbral de su cuarto para aparentar compostura y secarse el sudor que aplastaba sobre su corta frente los rizos entrecanos. Dio luego unos pasos fuera de la habitación y empezó a avanzar rígido cerca de la pared del pasillo, pero sin rozarla: su aspecto, aunque iba erguido, era ridículo. De esa guisa se quedó mirándonos, con la ansiosa y leve esperanza de oír buenas noticias del médico, con todo el peso de su enorme cuerpo apoyado en la punta de los pies y el tronco exageradamente reclinado, de suerte que el perfil de su negra figura formaba una enorme línea curva.

No se puede decir que fuese pingüe, salvo por la estructura asaz redonda del rostro moreno y el cuello. Era alto, y la moderada prominencia del vientre no lo afeaba, sino que le daba un aura de madura sensatez. Sin embargo, tan singular postura forzaba al jesuíta a proyectar los ojos hacia abajo, con los párpados ligeramente cerrados, si quería mirar a la cara a su interlocutor; lo cual, aunado a las luengas y separadas cejas y a las ojeras que le contorneaban los ojos, le conferían un aire de altivo desinterés. Nada más verlo, Cristofano lo invitó con tono tajante a seguirnos, pues Pellegrino podía necesitar con urgencia un sacerdote. Robleda hubiese querido objetar algo, mas, como no se le ocurrió nada, se resignó a acompañarnos.

Cuando llegamos al desván para echar una ojeada al lecho del que ya temíamos fuese el cadáver de mi amo, comprobamos en cambio que aún estaba vivo. Y que seguía respirando, débil aunque regularmente. Las dos manchas, sin embargo, no habían menguado ni crecido: el diagnóstico quedaba en el aire, entre peste y petequias. Cristofano procedió a limpiarlo completamente y a refrescarlo con gasas húmedas, tras enjugarle el sudor.

Al jesuíta, que se había quedado prudentemente en la puerta, le recordé entonces que, dada la situación, lo adecuado era administrarle a Pellegrino el sacramento de la extremaunción. El edicto que prescribía la presencia de imágenes sagradas en las posadas añadía que si alguien caía enfermo en las posadas o fondas —precisé—, debía ser confesado sacramentalmente al menos en el tercer día de enfermedad, si no antes, y recibir los otros sacramentos.

—Puesssss, claro, así es —dijo Robleda secándose nerviosamente con un pañuelo los rizos sudados.

Empero, se apresuró a agregar que la norma del precepto eclesiástico establecía que sólo el párroco o el sacerdote dependiente del primero podían administrar lícitamente tal sacramento, y que si cualquier otro cura secular o regular lo administraba incurría en pecado mortal y en la excomunión mayor, sin posibilidad de ser absuelto por el Papa. En efecto, continuó, el edicto cuyas buenas y justas prescripciones conocía tan bien mandaba además que el encargado de imponer el Santo Óleo en la frente de los moribundos y de susurrar en su pobre oído las Sagradas Letanías fuese el párroco de la parroquia local, y que, hasta donde él sabía, los que tenían competencia con los viajeros eran los caritativos hermanos de la Compañía de la Perseverancia de San Salvador en Lauro, llamada de las Copelas, cuyo oficio era el cuidado de los forasteros enfermos, et cetera, et cetera. Por último, se necesitaba aceite expresamente bendecido por un obispo, que él no tenía.

El jesuita conocía a fondo el tema, dijo con un ardor que hizo temblar su abultado mentón, pues en el Jubileo de 1675 un cofrade suyo se vio en circunstancias análogas a las que estábamos padeciendo nosotros y no tuvo que ser él el encargado de administrar el último rito.

Mientras Robleda repetía sus perplejidades al resto del grupo, yo en un santiamén encontré el edicto que Pellegrino guardaba en un cajón, junto a todas las disposiciones que deben cumplir posaderos, huéspedes y taberneros. Lo repasé rápidamente: el jesuita tenía razón.

Intervino entonces el médico Cristofano, quien señaló pausadamente que las doctas y sabias observaciones del padre Robleda debían desde luego tomarse al pie de la letra, por cuanto se trataba de un precepto eclesiástico y de un edicto, cuya contravención podía comportar la excomunión, y que por lo tanto había que avisar de inmediato al párroco de la vecina iglesia de Santa Maria in Posterula de que se había verificado un nuevo caso de supuesto contagio. Luego habría que alertar a los caritativos hermanos de la Compañía de la Perseverancia de San Salvador en Lauro, llamada de las Copelas: en este caso no era admisible la menor preterición. Es más, tal y como estaban las cosas, añadió Cristofano guiñando uno de sus redondos y grandes ojos negros, sería prudente que cada uno de los huéspedes tuviese ya aprestados sus bártulos y maletas, pues, una vez dados los dichos pasos, podríamos ser trasladados a lugar seguro y después a un lazareto.

El padre Robleda, que hasta ese momento había permanecido inmóvil tras sus indiferentes párpados entornados, se sobresaltó.

Todos volvimos la mirada hacia él.

Fijos en el suelo y como colgados de la narizota puntiaguda, los ojillos negros del jesuíta no se movieron; era como si el padre Robleda temiese desperdiciar —dirigiendo la mirada a otros rostros— las valiosas fuerzas internas que le quedaban, y que reservaba rabiosamente para que lo sacasen de apuros. Entonces me arrancó el edicto de la mano.

—Pero… sí, sí. Lo sabía —dijo apretándose la boca con el pulgar y el índice e hinchando el negro vientre—. ¡En este edicto no se habla de supuestos de necesidad, como la ausencia, el impedimento o el retraso del párroco, en cuyo caso cualquier cura puede administrar la Sagrada Unción!

Cristofano le hizo notar que nada de todo aquello había ocurrido aún.

—Pero podría ocurrir —lo rebatió ensanchando la boca con gesto teatral—. Si llamásemos a los hermanos de la Compañía de la Perseverancia, ¿creéis que no serían capaces de mandarnos al lazareto sin acercarse siquiera al enfermo por miedo al contagio? Además, la exclusiva competencia del párroco es necesaria por precepto eclesiástico, pero jamás lo ha sido por precepto divino. Así pues, es mi im-pos-ter-ga-ble deber impartir a este pobre hermano agonizante el Sagrado Crisma que elimina los residuos del pecado y fortalece el alma para soportar los extremos sufrimientos y…

—Pero no tenéis el aceite bendecido por el obispo —lo interrumpí.

—La Iglesia griega, por ejemplo, prescinde de él —respondió con suficiencia.

Y, sin más explicaciones, me mandó que le llevase aceite de oliva para bendecirlo para el oficio, como indica expresamente San Jacobo; y también una varilla. Pasados unos minutos, el padre Robleda estaba en la cabecera de la cama de don Pellegrino dándole la extremaunción.

Todo fue francamente rápido: empapó la varilla en aceite y, cuidándose de mantener la mayor distancia posible del enfermo, le ungió una oreja y masculló velozmente sólo la breve fórmula Indulgeat tibi Deus quidquid peccasti per sensus, bien distinta de la más larga que todos conocíamos.

—La Universidad de Lovaina —se justificó luego dirigiéndose al perplejo auditorio— aprobó en mil quinientos ochenta y ocho que, en caso de contagio, el sacerdote podía impartir el Sagrado Crisma con una varilla en vez de con el pulgar. Y en lugar de ungir la boca, la nariz, los ojos, las orejas, las manos y los pies pronunciando cada vez la fórmula canónica Per istas sanctas unctiones, et suam piissimam mi-sericordiam indulgeat tibi Deus quidquid per visum, auditum, odora-tum, gustum, tactum deliquisti, muchos teólogos de allá consideraron válido el sacramento con una sola unción efectuada con prontitud en uno de los órganos de los sentidos, pronunciando la breve fórmula universal que antes habéis oído.

Tras lo cual el jesuíta se alejó a toda prisa.

Para no llamar la atención, esperé a que el grupito se hubiese disuelto, y enseguida seguí al padre Robleda. Lo alcancé justo cuando franqueaba la puerta de su cuarto.

Aún algo jadeante, le dije que estaba muy inquieto por el alma de mi amo: ¿el aceite había purgado la conciencia de Pellegrino de los pecados, para que no corriese peligro de perecer en el infierno? ¿O era menester que se confesase antes de morir? ¿Y qué podía pasar si no recuperaba la conciencia antes de la muerte?

—Ah, si es eso —respondió Robleda resueltamente—, no has de preocuparte: tu amo no tendrá culpa si antes de morir no recupera el sentido mínimo necesario para hacer plena confesión de sus pecadillos al Señor.

—Lo sé —rebatí al punto—, pero, además de los pecados veniales, también hay pecados mortales…

—¿Estás acaso al corriente de algún pecado grave cometido por tu amo? —preguntó alarmado el jesuita.

—Que yo sepa, nunca ha pasado de alguna intemperancia o algunas copas de más.

—En cualquier caso, que hubiese matado —dijo Robleda santiguándose— no cambiaría mucho las cosas.

Y me explicó que los padres jesuitas, como tenían una especial vocación por el sacramento de la confesión, tiempo atrás habían estudiado con gran esmero la doctrina del pecado y el perdón.

—Hay delitos que provocan la muerte del alma, siendo éstos la mayoría. Pero hay también otros parcialmente permitidos —dijo bajando púdicamente la voz—, e incluso los hay, en casos excepcionales, bien entendido, permitidos. Es un asunto de circunstancias, y te aseguro que para el confesor la decisión siempre es peliaguda.

La casuística era infinita y había que contemplarla con enorme cautela. ¿Debe darse la absolución a un hijo que mata a su padre en legítima defensa? ¿Comete pecado quien, para evitar que lo ajusticien injustamente, mata a un testigo? ¿Y una mujer que mata a su marido, sabedora de que él se dispone a dispensarle idéntico servicio? ¿Puede un noble, por defender ante sus pares el honor (que para él es lo más importante), asesinar a quien lo ha ofendido? ¿Comete pecado un soldado si por orden de un superior mata a un inocente? Más aún: ¿puede una mujer prostituirse para librar del hambre a sus hijos?

—¿Y cuando se roba, padre, se comete siempre pecado? —insistí al acordarme de que la ingente cantidad de exquisiteces que había en la bodega de mi amo bien podía no ser de origen lícito.

—Al contrario. También en ese caso has de considerar las circunstancias internas y externas en las que se comete el acto. Hay ciertamente mucha diferencia entre que el rico robe al pobre, el pobre al rico, el rico al rico, el pobre al pobre y así sucesivamente.

—Pero ¿no se puede obtener el perdón en todos los casos devolviendo lo robado?

—¡Corres demasiado! El deber de devolución es importante, sin duda, y el confesor ha de recordárselo al fiel que se encomienda a él. Pero el deber también puede ser limitado, u omitirse. No es menester devolver todo lo que se ha robado si ello comporta empobrecerse: un noble no se puede privar de la servidumbre y un ciudadano de alcurnia no puede, desde luego, rebajarse a trabajar.

—Pero si no estoy obligado a devolver lo sustraído, como decís vos, ¿qué debo hacer entonces para conseguir el perdón?

—Depende. En algunos casos lo adecuado es ir a la casa del ofendido y pedirle excusas.

—¿Y los impuestos? ¿Qué pasa si no se paga lo debido?

—Puesssss, el tema es delicado. Los impuestos se cuentan entre las res odiosae, en el sentido de que nadie los paga de buen grado. Digamos que seguramente es pecado no pagar los impuestos justos, mientras que los impuestos injustos hay que estudiarlos caso a caso.

Robleda me iluminó a continuación sobre muchos casos más, que, sin conocer la doctrina de los jesuitas, habría a no dudar juzgado de manera asaz distinta: quien es condenado injustamente puede evadirse de la cárcel y puede emborrachar a los centinelas y ayudar a huir a sus compañeros de celda; puede celebrarse la muerte de un padre que nos deja una gran herencia, con tal de que se haga sin odio personal; pueden leerse los libros prohibidos por la Iglesia, pero a lo sumo durante tres días y no más de seis páginas; se puede robar a los padres sin incurrir en pecado, pero no más de cincuenta monedas de oro; por último, el que jura, pero lo hace fingidamente y sin la intención de jurar de verdad, no está obligado a mantener la palabra.

—¡O sea, que se puede perjurar! —resumí pasmado.

—No seas tan zafio. Todo depende de la intención. El pecado es el distanciamiento voluntario de la ley de Dios —recitó solemne Robleda—. En cambio, si sólo lo cometemos en apariencia, pero sin quererlo realmente, estamos salvados.

Salí del cuarto de Robleda en un estado mezcla de postración e inquietud. Gracias a la sabiduría de los jesuitas, pensé, Pellegrino tenía buenas probabilidades de salvar su alma. Ahora bien, de aquellas palabras casi se desprendía que el blanco se llamaba negro, que la verdad era igual a la mentira, que el bien y el mal eran lo mismo.

Tal vez el abate Melani no fuera el hombre ejemplar que quería aparentar. Mas de Robleda, me dije, había que desconfiar aún más.

La hora de almorzar ya había pasado y nuestros huéspedes, ayunos desde la noche anterior, bajaron rápidamente a la cocina. Después de reponerse con una sopita de gnocchetti y lúpulo hecha por mí, que no entusiasmó a nadie, Cristofano nos volvió a pedir que hablásemos de lo que debíamos hacer. Pronto recibiríamos la llamada de los armígeros para que compareciésemos en las ventanas. Sin duda, otro enfermo convencería a la Congregación de Sanidad de la necesidad de decretar el peligro de contagio pestífero, en cuyo caso la cuarentena sería mantenida y reforzada. Cabía que improvisasen un lazareto, adonde tarde o temprano nos trasladarían. Esa probabilidad hacía temblar incluso a los más valientes.

—Entonces no nos queda más que intentar la huida —resopló el vidriero Brenozzi.

—Sería imposible —observó Cristofano—. Ya habrán cerrado la calle con vallas, y aunque consiguiésemos atravesarlas, nos perseguirían por todo el territorio pontificio. Podríamos tratar de cruzarlo hacia Loreto, huyendo por los bosques, para luego embarcarnos en el Adriático y escapar por mar. Pero por esa ruta no cuento con amigos de confianza, y creo que ninguno de vosotros se halla en mejores condiciones. Nos veríamos forzados a pedir hospitalidad a extraños, lo que supondría exponernos al riesgo de ser traicionados por quien nos ofrezca asilo. Otra posibilidad es buscar refugio en el reino de Nápoles, viajando siempre de noche y durmiendo de día. Pero yo ya no tengo edad para afrontar semejante fatiga, y puede que la Naturaleza tampoco lo aconseje a algunos de vosotros. Además, necesitaríamos un guía, un pastor o un aldeano, no siempre fácil de convencer, que nos condujese por las colinas y los desfiladeros, y que sobre todo no descubriese nuestra condición de fugitivos, pues en tal caso nos entregaría a su amo sin pensárselo dos veces. Por último, nuestro número sería excesivo, y ninguno de nosotros tiene pasaporte sanitario: nos detendrían en el primer puesto de frontera. Las posibilidades de salir airosos, en una palabra, son muy exiguas. Y todo ello sin contar con que, en el supuesto de que consiguiésemos nuestro propósito, ya nunca podríamos regresar a Roma.

—¿Entonces? —inquirió Bedford refunfuñando con desprecio y balanceando ridículamente las manos en un gesto de impaciencia.

—Entonces Pellegrino responderá cuando lo llamen —respondió Cristofano sin alterarse.

—Pero si ni siquiera es capaz de mantenerse en pie —objeté.

—Será capaz —rebatió el médico—. Tiene que ser capaz.

Cuando hubo terminado, nos pidió que nos quedásemos y nos propuso, para fortalecernos contra cualquier contagio, remedios que purificaban los humores. Algunos, dijo, ya los tenía listos, otros los prepararía él mismo con hierbas y esencias que había traído consigo, valiéndose además de la surtida bodega de Pellegrino.

—No os gustarán ni su sabor ni su olor. Pero son preparados de gran autoridad —dijo mirando provocadoramente a Bedford—, como el elixir vitae, la quinta esencia, la segunda agua y la madre de bálsamo artificiado, el aceite filosoforum, el magnolicor, el cáustico, el diaromático, el electuario angélico, el aceite de vitriolo, el de azufre, las musarañas imperiales y muchas variedades de sahumerios, píldoras y bolas aromáticas que se llevan en el pecho. Purifican el aire e impedirán el contagio. Pero no debéis abusar: en su interior, aparte del aceite destilado, tienen arsénico cristalino y pez griega. Además, cada mañana os suministraré por vía oral mi quinta esencia original, obtenida de un excelente vino blanco añejo nacido en lugares montuosos, que destilé en baño maría, luego introduje en una jarra con un tapón de hierba amarga y enterré volcado en estiércol de caballo bien caliente durante veinte días seguidos. Tras sacar la jarra del estiércol, lo que recomiendo hacer siempre con la mayor destreza, para no contaminar el preparado, separé el destilado color de cielo de las heces: ésa es la quinta esencia. La guardo en copitas de cristal herméticas. Os preservará de la corrupción y putrefacción y de cualquier otra enfermedad, y su virtud es tal que resucita a los muertos.

—Nos conformamos con que no mate a los vivos —dijo riendo socarronamente Bedford.

El médico se ofendió.

—Su principio está aprobado por Ramón Llull, Philippus Ulstadius y muchos otros filósofos antiguos y modernos. Mas quiero concluir: tengo aquí, para cada uno de vosotros, píldoras magníficas, de medio dracma cada una, que debéis llevar en la faltriquera y tomar en cuanto os sintáis afectados por el contagio. Están elaboradas con hierbas medicinales asaz apropiadas, sin extravagancias: cuatro dracmas de bolo arménico, tierra sigillata, cedoaria, alcanfor, cincoenrama, díctamo blanco y áloe pático, con un escrúpulo de azafrán y clavo, y otro de diagridio, jugo de berza y miel cocida. Están especialmente estudiadas para evitar la peste causada por la corrupción del calor natural. El bolo arménico y la tierra sigillata apagan, en efecto, el gran fuego del cuerpo y mortifican las alteraciones. La cedoaria tiene la virtud de secar y resolver. El alcanfor refresca y asimismo seca. El díctamo sirve contra el veneno. El áloe pático protege de la putrefacción y ayuda a hacer de vientre. El azafrán y el clavo conservan y alegran el corazón. Y el diagridio disuelve la superflua humedad del cuerpo.

El auditorio guardaba silencio.

—Os podéis fiar —insistió Cristofano—. Yo mismo he perfeccionado las fórmulas inspirándome en célebres recetas experimentadas por excelentísimos maestros en las pestes más brutales. Como los jarabes estomacales del maestro Giovanni de Volterra, que…

En ese instante se armó un pequeño barullo entre los presentes: acababa de aparecer, de forma completamente inesperada, Cloridia.

Hasta ese momento había permanecido en su habitación, indiferente como siempre a los horarios de las comidas. Su llegada fue recibida de distintos modos. Brenozzi se sobó el arbolejo, Stilone Priàso y Devizé se arreglaron el pelo, Cristofano metió discretamente la barriga, el padre Robleda se sonrojó y Atto Melani se puso a estornudar. Sólo se quedaron impasibles Bedford y Dulcibeni.

La cortesana se colocó, sin ser invitada, justo entre estos últimos.

Cloridia tenía un aspecto francamente singular: bajo el niveo afeite se traslucía, a su pesar, una tez morena, la cual formaba un extraño contraste con la tupida cabellera rizada y artificiosamente enrubiada, que enmarcaba la frente asaz espaciosa y las facciones regulares. La nariz chata, pero pequeña y graciosa, los ojos grandes y negros, de luengas pestañas, los dientes perfectos y sin huecos en la boca carnosa, no eran más que el contorno de lo que en ella más llamaba la atención: un escote amplísimo, remarcado por un sostén policromo de flecos trenzados que le ceñía ambos hombros y terminaba en un gran nudo entre los senos.

Bedford le hizo un sitio en el banco, mientras Dulcibeni permanecía inmóvil.

—Estoy segura de que alguno de vosotros ha de tener ganas de saber dentro de cuántos días nos dejarán salir —dijo Cloridia con tono amablemente tentador, poniendo en la mesa una baraja de cartas para el juego del tarot.

Libera nos a malo —murmuró Robleda persignándose y marchándose a toda prisa sin despedirse siquiera.

Nadie aceptó la invitación de Cloridia, que todos estimaban propedéutica para otros sondeos más exhaustivos, pero financieramente onerosa.

—Quizá no sea éste el mejor momento, gentil dama —dijo cortésmente Atto Melani para que no se abochornase—. La tristeza de la situación presente lleva a prescindir incluso de vuestra amable compañía.

Sorprendiendo a todos, Cloridia agarró entonces la mano de Bedford y coquetamente se la puso delante del pecho exuberante y descotado a la moda francesa.

—Tal vez sea preferible una buena lectura de la mano —propuso Cloridia—, pero gratuita, por supuesto, y sólo en aras de vuestro placer.

Esta vez a Bedford se le trabó la lengua, y, antes de que pudiese negarse, Cloridia le abrió amorosamente el puño.

—Espera y verás —le dijo acariciando con la punta de un dedo la palma del inglés—. Te va a encantar. —Todos los presentes (yo incluido) habíamos estirado imperceptiblemente el cuello para ver y escuchar mejor—. ¿Alguna vez te han leído la mano? —preguntó Cloridia a Bedford rozándole con suma suavidad las yemas de los dedos y luego la muñeca.

—Sí. O mejor dicho, no. Así no, quiero decir.

—No te agites, ahora Cloridia te va a explicar todos los secretos de la mano y de la buena ventura. El dedo gordo se llama Pulgar, quia pollet, porque tiene más fuerza que los otros. El segundo, Índice, porque sabe indicar, el tercero se llama Infame, porque es signo de mofa y de contumelia. El cuarto se denomina Médico o Anular, porque lleva el anillo, el quinto Auricular, porque sirve para mondar y para limpiar las orejas. Los dedos de la mano son desiguales por mayor decencia, y para facilitar su uso.

Mientras pasaba revista al aparato digital, Cloridia subrayaba cada frase estimulando lúbricamente las falanges de Bedford, que intentaba ocultar su turbación con una tímida sonrisa y una especie de involuntaria reticencia con el sexo femenino que yo sólo había visto en los viajeros procedentes de las tierras nórdicas. Acto seguido Cloridia pasó a ilustrar las otras partes de la mano:

—Fíjate, la línea que sale de en medio de la muñeca y asciende hacia el índice, justo aquí, es la línea de la vida, o línea del corazón. La que corta la mano más o menos de derecha a izquierda es la línea natural, o línea de la cabeza. Su línea hermana, la que está pegadita, es la línea llamada mensal. Este pequeño abultamiento se llama cintura de Venus. ¿Te gusta el nombre? —preguntó insinuante Cloridia.

—¡A mí sí, muchísimo! —exclamó Brenozzi.

—Atrás, idiota —le respondió Stilone, oponiéndose al intento de Brenozzi de conquistar una posición más cercana a Cloridia.

—Lo sé, lo sé, es un nombre bonito —dijo Cloridia dirigiendo primero a Brenozzi y luego a Bedford una sonrisita cómplice—, pero también son bonitos éstos: dedo de Venus, monte de Venus, dedo del Sol, monte del Sol, dedo de Marte, monte de Marte, monte de Zeus, dedo de Saturno, monte de Saturno y silla de Mercurio.

Mientras así ilustraba dedos, nudillos, arrugas, articulaciones, abultamientos y oquedades, con un hábil y sensual contrapunto de gestos, Cloridia pasaba el índice alternativamente por la mano de Bedford y por sus propias mejillas, por la palma de la mano del inglés y luego por sus propios labios, de nuevo por la muñeca de Bedford y enseguida por el aún inocente nacimiento de su generoso pecho. Bedford tragó saliva.

—Están además la línea del hígado, la línea o camino del Sol, la línea de Marte, la línea de Saturno, el monte de la Luna, y luego todo acaba en la Vía Láctea…

—Oh, sí, la Vía Láctea —dijo Brenozzi desfallecido.

Entre tanto, todo el grupito se había agolpado alrededor de Cloridia, como no hicieron ni el buey y el asno con Nuestro Señor la noche en que vino al mundo.

—De todos modos, tenéis una mano hermosa, y todavía más hermosa debe de ser vuestra alma —dijo Cloridia complaciente, al tiempo que, durante un breve instante, ponía la palma de Bedford entre su pecho y cuello morenos—. En cambio, del cuerpo no puedo opinar —rió enseguida apartando juguetonamente de sí, como si se defendiese, la mano de Bedford, y apoderándose de la de Dulcibeni.

Todos los ojos se clavaron en el maduro caballero, que sin embargo soltó la mano de la cortesana con un brusco gesto y se levantó de la mesa para encaminarse sin más hacia las escaleras.

—¡Cuántos melindres! —comentó irónicamente Cloridia tratando de encubrir su desilusión y colocándose con femenino mohín un mechón de pelo—. Y qué mal carácter.

Justo en ese ínterin pude reflexionar sobre el hecho de que en los últimos días Cloridia había buscado con insistencia la compañía de Dulcibeni, quien la rechazaba con creciente impaciencia. Al revés que Robleda, en efecto, que alardeaba de escandalizarse de la cortesana, pero que bien podía haberla visitado de buen grado alguna noche, Dulcibeni repudiaba auténtica y profundamente a la joven. Ningún otro huésped de la posada se atrevía a tratar a Cloridia con tanto desprecio. Empero, quizá precisamente debido a ello, o quizá por el dinero que (como parecía evidente) no le debía de faltar a Dulcibeni, diríase que la cortesana estaba empeñada en hacer buenas migas con el caballero de Fermo. Al no lograr arrancarle de la boca ni una sílaba, en repetidas ocasiones Cloridia me había preguntado por Dulcibeni, curiosa de conocer cuanto particular lo atañese.

Bruscamente interrumpida de ese modo la lectura de la mano, el médico aprovechó para reanudar sus aclaraciones acerca de los remedios contra el riesgo de contagio. Nos repartió varias píldoras, bolas aromáticas y otras cosas. Luego todos fuimos con Cristofano a comprobar el estado de salud de Pellegrino.

Entramos en el cuarto de mi amo, quien, menos exangüe, seguía yaciendo en el lecho. La claridad procedente de las ventanas consolaba el espíritu mientras el médico inspeccionaba al enfermo.

—Ehmmm —rezongó Pellegrino.

—No está muerto —sentenció Cristofano—. Tiene los ojos entornados, aún tiene fiebre, pero ha mejorado el color. Y se ha orinado encima.

Comentamos con alivio la noticia. Bien pronto, sin embargo, el médico toscano tuvo que constatar que el paciente se hallaba en un estado de catatonía que sólo le permitía responder débilmente a los estímulos externos.

—Pellegrino, di qué entiendes de mis palabras —le susurró Cristofano.

—Ehmmm —repitió mi amo.

—No puede —estableció el médico con convicción—. Es capaz de distinguir las voces, pero no de responder. Ya he topado con un caso semejante: un aldeano que quedó sepultado por un tronco de árbol que había derribado el viento. Durante meses no pudo pronunciar palabra, aunque era perfectamente capaz de entender lo que le decían la mujer y los hijos.

—¿Y después qué pasó? —pregunté.

—Nada: murió.

Se me pidió que dirigiese suavemente algunas frases al enfermo para intentar reanimarlo. Pero no obtuve frutos; ni siquiera al susurrarle que la posada estaba en llamas y que todas sus reservas de vino corrían peligro pude sacarlo del torpor en el que estaba sumido.

No obstante ello, Cristofano se mostró aliviado. Las dos protuberancias del cuello de mi amo empezaban a aclararse y a deshincharse; no eran, pues, nacencias. Ya se tratasen de petequias o de meras equimosis, ahora estaban remitiendo. No parecíamos amenazados por una epidemia de peste. Por lo tanto, podíamos rebajar la tensión. Aun así, no abandonamos al hombre postrado en la cama a su destino. Nos cercioramos enseguida de que Pellegrino podía deglutir, aunque con lentitud, así alimentos triturados como líquidos. Me ofrecí a darle de comer regularmente. Cristofano iría a visitarlo con asiduidad. Sin embargo, por el momento la posada se quedaba huérfana de quien mejor la conocía y más ayuda nos podía brindar. Mientras me rondaba todo eso por la mente, los demás, satisfechos de la visita a la cabecera del posadero, fueron marchándose poco a poco. Al final me quedé solo con el médico, que pensativo escrutaba el cuerpo de Pellegrino, tendido e inerte.

—Diría que las cosas van mejor. Pero con los morbos nunca hay que sentirse demasiado seguros —comentó.

Fuimos interrumpidos por un fuerte campanilleo en la via dell’Orso, bajo nuestras ventanas. Me asomé: eran tres hombres enviados para comprobar que ninguno de nosotros había escapado al centinela. Previamente, anunciaron, era preciso que Cristofano diese noticias sobre nuestro estado de salud. Corrí, pues, a los otros aposentos para reunir a todos los huéspedes. Alguno miró con aprensión a mi pobre amo, totalmente incapaz de sostenerse en pie.

Afortunadamente, la sagacidad de Cristofano y del abate Melani resolvió enseguida el problema. Nos reunimos en la primera planta, en el cuarto de Pompeo Dulcibeni. El primero que salió a la reja fue Cristofano, asegurando que nada notable había ocurrido, que nadie había mostrado el menor signo de enfermedad y que todos aparentaban hallarse en perfecta salud.

A continuación todos empezamos a pasar por la ventana, uno tras otro, para que nos inspeccionasen. El médico y Atto, sin embargo, ya se las habían ingeniado para confundir a los tres inspectores. Así, Cristofano llevó a la ventana a Stilone Priàso, luego a Robleda y por último a Bedford cuando los inspectores convocaban la presencia de otros huéspedes. Cristofano pidió disculpas varias veces por el involuntario cambio de persona, pero mientras tanto se había creado una notable confusión. Cuando le llegó el turno a Pellegrino, Bedford supo crear otro caos: comenzó a desgañitarse en inglés, pidiendo (como explicó Atto) que lo dejasen de una vez en libertad. Los tres inspectores reaccionaron prodigándole insultos y burlas, pero entre tanto ya estaba allí Pellegrino, aparentemente en perfecta forma: bien peinado, con las pálidas mejillas maquilladas y sonrosadas con el colorete de Cloridia. Al mismo tiempo, también Devizé empezó a gesticular y a protestar por nuestra reclusión, distrayendo definitivamente de Pellegrino la atención de los inspectores, que concluyeron así su visita, sin percatarse del pésimo estado de mi amo.

Mientras razonaba sobre tales recursos, oí que me llamaba el abate Melani. Quería saber dónde solía guardar Pellegrino los valores que los viajeros le confiaban a su llegada. Di un paso atrás, manifestando estupor por la pregunta: el lugar era obviamente secreto. Aun cuando no guardase tesoros, era en cualquier caso el sitio donde mi amo escondía las sumas de dinero que los clientes dejaban a su custodia. Me vino entonces a las mientes la pésima opinión que de Atto tenían Cristofano, Stilone Priàso y Devizé.

—Me imagino que tu amo lleva las llaves siempre consigo —agregó el abate.

Cuando me disponía a responderle, eché una mirada a Pellegrino a través de la puerta mientras lo llevaban a su cuarto. El manojo de llaves, recogidas en un aro de hierro, que el amo llevaba noche y día abrochado a los pantalones, no estaba en su sitio.

Fui corriendo al sótano, donde tenía las llaves de reserva, ocultas en un agujero de la pared cuya existencia sólo yo conocía. Allí estaban. Tratando de no atraer la curiosidad de los huéspedes (que, aún acalorados por el éxito de la farsa, se dirigían a la planta baja para cenar), subí al tercer piso.

Es menester que explique que para llegar a cada piso había dos tramos de escaleras. Al final de cada tramo había un rellano. Pues bien, en el rellano entre el segundo y el tercer piso estaba la portezuela que daba acceso al escondrijo donde se guardaban los valores.

Me aseguré de que no hubiera nadie en los alrededores y entré. Extraje la piedra, encajada en la pared, tras la cual se hallaba el pequeño cofre. Lo abrí. No faltaba nada: ni el dinero, ni las notas de depósito refrendadas por los clientes. Me tranquilicé.

—Ahora la pregunta es: ¿quién ha cogido las llaves de don Pellegrino? —Era la voz del abate Melani. Me había seguido. Entró y entornó la puerta tras de sí—. Por lo que parece, podría haber un ladrón entre nosotros —comentó casi divertido. Luego se detuvo alarmado—: Silencio, llega alguien —dijo señalando con la cabeza hacia el rellano.

Con un gesto me pidió que me asomase, lo cual hice, aunque de mala gana. Oí llegar, apagadas desde la planta baja, las notas del laúd de Devizé. Nada más.

Invité al abate a salir sin vacilar de ese trastero, ansioso como estaba de reducir al mínimo nuestros contactos. Mientras cruzaba la angosta puerta, noté que fijaba la mirada en el pequeño cofre con gesto muy preocupado.

—¿Pasa algo más, señor abate? —pregunté tratando de ocultar mi creciente nerviosismo y de refrenar el tono descortés que me salía sin querer.

—Reflexionaba: no tiene ningún sentido que quien ha birlado el manojo de llaves no haya robado nada del cofre de la posada. ¿Estás completamente seguro de que lo has revisado bien?

Volví a mirar: allí estaban el dinero y las notas de depósito. ¿Qué más podía haber? Entonces hice memoria: las perlitas que me había dado Brenozzi.

Había desaparecido el singular y fascinante regalo del veneciano que con gran celo yo había escondido entre los otros valores. Pero ¿por qué el ladrón no se había llevado nada más? Y eso que allí había conspicuas sumas de dinero, mucho más visibles y comerciables que mis perlitas.

—Tranquilízate. Ahora iremos a mi cuarto, aquí abajo, y estudiaremos la situación —dijo. Sin embargo, cuando percibió que iba a negarme, añadió—: Si quieres volver a ver tus perlitas.

Y, aunque de muy mala gana, acepté.

Una vez en su cuarto, el abate me invitó a sentarme en una de las sillas. Intuía mi desasosiego.

—Tenemos dos posibilidades —empezó—. O el ladrón ya ha hecho todo lo que quería, o sea, robar las perlitas, o bien no ha podido llevar a cabo sus intenciones. Y yo me inclino por la segunda.

—¿Por qué? Ya os he dicho lo que me ha contado Cristofano: esas perlas guardan relación con el veneno y con la muerte aparente. Y quizá Brenozzi sepa algo.

—Por ahora, al menos, olvidémonos de esa historia, chico —dijo con una risita—. Y no, por supuesto, porque tus pequeños tesoros valgan poco, o porque no posean los poderes que les atribuye nuestro médico. Pero creo que en el trastero el ladrón tenía algo más que hacer. Resulta que el trastero está entre el segundo y el tercer piso, donde, desde que se encontró el cuerpo exánime de don Pellegrino, ha habido un tráfago que no le ha permitido actuar.

—Seguid.

—Creo que el ladrón va a volver a ese cubil, aprovechando la noche. Nadie, por ahora, sabe que has descubierto el hurto de las llaves. Si no dices nada a los huéspedes, el ladrón pensará que puede actuar libremente.

—De acuerdo —dije por fin, aunque lleno de desconfianza—, dejaré que pase la noche antes de ponerlos en guardia. Rogando al Cielo que no les ocurra nada malo. —Miré al abate de reojo y me decidí a formularle la pregunta que me guardaba desde hacía tiempo—: ¿Creéis que el ladrón mató al señor de Mourai y que ha podido intentar hacer lo mismo con mi amo?

—Todo es posible —respondió Melani hinchando curiosamente las mejillas y frunciendo los labios—. El cardenal Mazzarino me decía: cuando se piensa mal se comete pecado, pero se adivina siempre. —A esas alturas, el abate ya debía de saber perfectamente que yo desconfiaba de él, mas no hizo preguntas y siguió como si no pasase nada—: A propósito de Mourai, justo esta mañana me disponía a proponerte una exploración, cuando de pronto tu amo se sintió mal.

—¿Qué queréis decir?

—Creo que ha llegado la hora de registrar los aposentos de los dos compañeros de viaje del pobre viejo. Al fin y al cabo, tú tienes copia de todas las llaves.

—¿Pretendéis entrar a escondidas en los cuartos de Dulcibeni y de Devizé? ¿Y queréis que yo os ayude? —pregunté desconcertado.

—Anda, no me mires así. Reflexiona: los únicos que pueden ser sospechosos de haber tenido relación con la muerte del viejo francés son Dulcibeni y Devizé. Llegaron al Donzello con Mourai, procedentes de Nápoles, y se alojan aquí desde hace más de un mes. Devizé, con la historia del teatro del Cocomero, ha demostrado que tiene probablemente algo que ocultar. Pompeo Dulcibeni ha compartido incluso habitación con el muerto. A lo mejor son inocentes; pero sobre el señor de Mourai saben más que cualquier otro.

—¿Y qué esperáis encontrar en sus cuartos?

—No lo sabré hasta que entre —respondió secamente.

Me volvieron a resonar en los oídos las atrocidades que sobre Melani había oído de boca de Devizé.

—No os puedo dar copia de sus llaves —dije tras un momento de reflexión. Melani comprendió que habría sido inútil insistir y guardó silencio—. Por lo demás, quedo a vuestra disposición —añadí con tono más suave, pensando en mis desaparecidas perlitas—. Por ejemplo, podría preguntar algo a Devizé y a Dulcibeni, intentar que hablen…

—Por favor, no sacarías nada y los pondrías sobre aviso. Vayamos por etapas: procuremos primero averiguar quién es el ladrón de las llaves y de tus perlitas.

Atto me expuso entonces su idea: después de la cena vigilaríamos las escaleras desde nuestros cuartos, yo en el tercer piso y él en el segundo. Pasaríamos una cuerda de mi ventana a la suya (nuestras habitaciones quedaban justo la una encima de la otra), y ambos nos la ataríamos a un pie. Cuando uno notase algo, tiraría de la cuerda varias veces y con fuerza, para que el otro acudiese presto a interceptar al ladrón.

Mientras él hablaba así, yo sopesaba los hechos. Saber que las perlitas de Brenozzi podían valer una fortuna me había desmoronado del todo: nadie me había regalado nunca algo tan preciado. Lo más conveniente para mí era tal vez colaborar con el abate Melani. Tendría, eso sí, que mantener los ojos bien abiertos: no debía olvidar los pésimos juicios que había oído sobre él.

Le aseguré que seguiría sus indicaciones, como por otra parte (recordé para tranquilizarlo) ya había prometido la noche anterior durante nuestro largo y singular coloquio. Mencioné vagamente que había oído a tres huéspedes de la posada discutir sobre el superintendente Fouquet, cuyo nombre el abate había sacado a colación la noche previa.

—¿Y qué dijeron en concreto?

—Nada que yo recuerde con precisión, pues estaba recogiendo la cocina. Sólo que al oír ese nombre me acordé de que me había prometido contarme algo.

Un rayo surcó las agudas pupilas del abate Melani: finalmente había descubierto la causa de la repentina desconfianza que le mostraba.

—Tienes razón, estoy en deuda contigo —dijo.

De pronto, su mirada se tornó lejana, perdida en la memoria del pasado. Canturreó en voz baja y con melancolía:

Ai sospiri, al dolore,

ai tormenti, al penare,

torna o mio core[3].

—Así te habría hablado de Fouquet el seigneur Luigi Rossi, mi maestro —añadió al notar mi expresión interrogativa—. Pero, dado que me toca contar a mí, y que debemos esperar la hora de la cena, ponte cómodo. Me preguntas quién era Nicolas Fouquet. Pues bien, fue ante todo un vencido. —Calló, como si tratase de buscar las palabras, mientras le temblaba el hoyuelo del mentón—. Un vencido por la envidia, la razón de Estado, la política, pero sobre todo un vencido por la Historia. Porque, recuérdalo, la Historia la hacen siempre los vencedores, ya sean buenos o malos. Y Fouquet perdió. Por ello, a quienquiera que preguntes, en Francia o en el mundo, por Fouquet, te responderá ahora y siempre que fue el ministro más ladrón, corrupto y faccioso, más ligero y pródigo de nuestros tiempos.

—¿Y quién fue, según vos, antes de ser un vencido?

—El Sol —respondió con una sonrisa—. Así llamaban a Fouquet desde que Le Brun lo pintó de esa guisa en La apoteosis de Hércules en las paredes del castillo de Vaux-le-Vicomte. Y lo cierto es que no había otro astro apropiado para un hombre de tanta magnificencia y generosidad.

—¿Así que el Rey Sol se ha dado ese apelativo porque ha querido copiar a Fouquet?

Melani me miró absorto y no respondió. Luego pasó a explicarme que las Artes, como delicadas inflorescencias de rosas, necesitan de alguien que las ponga en el florero adecuado, y haga fértil y roture la tierra, y luego día a día deje piadosamente caer el agua que las refresque. A su vez, agregó el abate Melani, el jardinero debe poseer los mejores utensilios para cuidar a sus criaturas; un toque delicado para no lastimar las tiernas hojas, ojo experto para reconocer sus enfermedades y, por último, saber transmitir su arte.

—Nicolas Fouquet tenía todo lo que servía para ese fin —dijo el abate Melani con un suspiro—. Era el mecenas más espléndido, más grandioso, más tolerante y más generoso, el más dotado para el arte de vivir y de hacer política. Pero se vio enredado en la urdimbre de enemigos ávidos, celosos, orgullosos, intrigantes y simuladores.

Fouquet pertenecía a una rica familia de Nantes que el siglo anterior había hecho una merecida fortuna en el comercio con las Antillas. Fue confiado a los padres jesuitas, que descubrieron en él una inteligencia superior y un carisma excepcional: los seguidores del gran Ignacio lo convirtieron en un espíritu noblemente político, capaz de probar cualquier oportunidad, de hacer que redundase en su favor cualquier situación y de persuadir a cualquier interlocutor. A los dieciséis años ya era consejero del Parlamento de Metz, a los veinte estaba en el prestigioso cuerpo de los maîtres des requêtes, los funcionarios públicos que administraban la Justicia, las Financias y los cuerpos militares.

Entre tanto había muerto el cardenal Richelieu, y había ascendido el cardenal Mazzarino: Fouquet, discípulo del primero, pasó sin dificultad al servicio del segundo. Ello gracias también a que al estallar la Fronda, la famosa rebelión de los nobles contra la Corona, Fouquet había defendido bien al joven rey Luis y organizado su regreso a París, después de que el soberano y su familia se hubiesen visto forzados a dejar la ciudad por los desórdenes. Había dado pruebas de ser un excelente servidor de Su Excelencia el cardenal, muy fiel al rey y hombre audaz. Una vez terminados los tumultos, cuando ya tenía treinta y cinco años, consiguió el cargo de Procurador General del Parlamento de París, y en 1653 fue finalmente superintendente de Finanzas.

—Pero todo ello no es sino el marco de lo que Fouquet hizo de noble, de justo y de eterno —se animó a decir el abate Melani.

Su casa estaba abierta a los literatos y a los hombres de negocios; tanto en París como en el campo, todos esperaban los preciosos momentos que Fouquet robaba a los asuntos de Estado para colmar de atenciones a cuantos destacaban por su talento en la poesía, la música y las otras artes.

No era casual que Fouquet hubiese sido el primero en entender y apreciar al gran La Fontaine. El brillante talento del poeta era sobradamente merecedor de la sustanciosa pensión que el superintendente le concedió desde que entablaron conocimiento. Además, para evitar que esa ayuda abrumase el alma delicada de su amigo, le ofreció la posibilidad de desendeudarse devolviéndole periódicamente una parte, pero en versos. El propio Moliere estaba en deuda con el superintendente, hecho que sin embargo no acarrearía a aquél ningún reproche, pues la deuda mayor era moral. También el bueno de Corneille, ya viejo y abandonado por los labios ardientes y caprichosos de la gloria, justo en el momento más difícil de su vida fue remunerado y salvado de la espiral de la melancolía por Fouquet.

Ahora bien, la noble alianza del superintendente con las letras y la poesía no terminaba en una larga serie de dádivas. El superintendente no se limitaba a brindar ayuda material. Leía las obras aún en gestación, daba consejos, animaba, corregía, amonestaba, criticaba si era menester, elogiaba si era oportuno. Y daba inspiración: no sólo con las palabras, sino también con su noble presencia. El buen corazón que se desprendía del rostro del superintendente serenaba e infundía confianza: los grandes ojos cerúleos de niño, la larga nariz acabada en punta, la ancha boca carnosa y los hoyuelos de las mejillas siempre hundidos en una amplia sonrisa.

A la puerta del alma de Nicolas Fouquet habían llamado bien pronto también la arquitectura, la pintura y la escultura. Aquí, sin embargo, me advirtió el abate, se abría un capítulo doloroso.

En la campiña de Melum, en Vaux-le-Vicomte, hay un castillo, joya de la arquitectura, maravilla de las maravillas, mandado construir con incomparable gusto por Fouquet y realizado por artistas que él mismo descubrió: el arquitecto Le Vau, el jardinero Le Nôtre, el pintor Le Brun, al que hizo ir desde Roma, el escultor Puget y muchos más a los que bien pronto el rey tomaría a su servicio para convertirlos en los nombres más excelsos del arte francés.

—Vaux, castillo de las ilusiones —suspiró Atto—, enorme dilapidación de piedra: ornamento de una gloria que duró una noche de verano, la del diecisiete de agosto de mil seiscientos sesenta y uno. A las seis de la tarde Fouquet era el auténtico rey de Francia, a las dos de la mañana del día siguiente ya no era nada.

Aquel 17 de agosto, el superintendente, recién inaugurado el castillo, ofreció una fiesta en honor del rey. Quería agradarlo y complacerlo. Lo hizo con el júbilo y la munificencia que lo caracterizaban, pero, para su desgracia, sin haber reparado en la retorcida índole del soberano. Los preparativos fueron impresionantes. Llevó a Vaux, para los salones aún incompletos, lechos de brocado con pasamanerías de oro, tapices, muebles exóticos, objetos de plata, candelabros de cristal. Por las calles de Melum pasaron tesoros procedentes de cien museos y de mil anticuarios: alfombras de Persia y de Turquía, cueros de Córdoba, porcelanas que los jesuitas le enviaban de Japón, lacas importadas de la China a través de Holanda gracias a la ruta privilegiada que el superintendente había creado para la importación de rarezas de Oriente. Y además los cuadros que Poussin había descubierto en Roma y que le llegaban por medio de su hermano, el abate Fouquet. Todos los amigos artistas y poetas, Molière y La Fontaine entre ellos, fueron convocados.

—En todos los salones, del de madame de Sévigné al de madame de La Fayette, no se hablaba sino del castillo de Vaux —continuó Melani ya sumido en el recuerdo de aquellos días—. La entrada recibía al visitante con el austero encaje de su reja y las ocho estatuas de divinidades situadas a cada lado. Se pasaba enseguida al inmenso patio de honor, que estaba unido a las dependencias por pilares de bronce. Y, en los arcos de medio punto de los tres imponentes portales de acceso, la ardilla trepadora, escudo de Fouquet.

—¿Una ardilla?

—En bretón, el dialecto natal del superintendente, la palabra fouquet significa «ardilla». Y mi amigo Nicolas se parecía, por complexión y temperamento, a ese animal: industrioso, veloz, fino, el cuerpo nervioso, la mirada jovial y seductora. Bajo el escudo, el lema Quo non ascendam?, es decir, «¿Adónde no subiré?», referido a la pasión de la ardilla de alcanzar cimas cada vez más altas. Eso sí, siempre desde la generosidad: a Fouquet le gustaba el poder como si fuese un niño. Tenía la sencillez de quien nunca se toma demasiado en serio.

»Alrededor del castillo —prosiguió el abate—, estaban los espléndidos jardines de Le Nôtre: arriates de césped y de flores de Génova, donde los bordes de begonias tenían la regularidad de los hexámetros. Tejos podados en forma de cono, matas de boj modeladas con braseros, y luego la gran cascada de agua y el laguito de Neptuno que llevaba a las grutas, y detrás de ellas el parque con las célebres fuentes que asombraron a Mazzarino. Todo estaba listo para recibir al joven Luis XIV.

El joven rey y la reina madre habían partido de la residencia de Fontainebleau por la tarde. A las seis llegaron a Vaux con su séquito. La reina consorte, María Teresa, que llevaba en su regazo el primer fruto del amor de su marido, era la única que faltaba. El cortejo pasó ostentando indiferencia entre las gallardas filas de guardias y mosqueteros, y luego entre un atareado tropel de pajes y lacayos que llevaban bandejas de oro repletas de viandas muy decoradas, arreglaban triunfos de flores exóticas, cargaban cajas de vino, colocaban sillas alrededor de las enormes mesas damasquinadas, sobre las cuales los candelabros, la vajilla y los cubiertos de oro y de plata, las cornucopias de fruta y de verdura, las copas de finísimo cristal también acabadas en oro, se exhibían de un modo espléndido, admirable, inimitable, irritante.

—Fue entonces cuando el péndulo de la suerte comenzó a dar marcha atrás —comentó el abate Melani—. Y el cambio de rumbo fue tan imprevisto como violento.

Al joven rey Luis no le gustó el boato casi descarado de aquella fiesta. El calor y las moscas, tan deseosas de celebrar como los invitados, habían hecho perder la paciencia al soberano y a su comitiva, constreñidos por las convenciones a una torturante visita de los jardines de Vaux. Abochornados por el sol, asfixiados por los duros cuellos de encaje ceñidos a la garganta y las corbatas de batista prendidas en el sexto botón del justillo, todos se morían de ganas de quitarse pantalones y pelucas. Hasta que con infinito alivio pudieron recibir el fresco de la noche, y finalmente se sentaron a la mesa.

—¿Y cómo fue la cena? —pregunté relamiéndome los labios, intuyendo que los manjares debían de estar a la altura del lugar y de la ceremonia.

—Al rey no le gustó —dijo el abate con el entrecejo fruncido.

Sobre todo no le gustaron, al joven rey Luis, las treinta y seis docenas de platos de oro macizo y las quinientas docenas de platos de plata que había sobre la mesa. No le gustó que hubiese tantos invitados, centenares y centenares, que la fila de carruajes, pajes y cocheros que esperaban fuera de la villa fuese tan larga y alegre, casi una segunda fiesta. No le gustó averiguar por el susurro de un cortesano suyo, como si se tratase de un chisme que hubiese aceptado compartir, que la fiesta había costado más de veinte mil livres.

No le gustó al rey la música que acompañó la comida —tamboriles y trompetas con las entrées, seguidos por violines—, ni tampoco la enorme azucarera de oro macizo que le pusieron delante, lo que restringía sus movimientos.

No le gustó ser recibido por quien, sin corona, estaba demostrando ser más munífico, más fantasioso, más hábil en asombrar a sus huéspedes y al mismo tiempo en propiciar la aproximación, uniendo a la magnificencia la hospitalidad, lo que lo hacía más espléndido. O, por decirlo en una palabra, más rey.

A los padecimientos de la cena se sumaron para Luis los del espectáculo al aire libre. Mientras el banquete se prolongaba, Moliere, paseando nerviosamente de un lado a otro al abrigo de los cortinajes, maldecía al superintendente: Les Fâcheux, la comedia que había preparado para la ocasión, tendría que haber empezado dos horas antes, y en ese momento la luz del día ya menguaba. Al cabo, salió a escena bajo el escudo azul y verde del final del ocaso, mientras en levante las primeras estrellas salpicaban ya la bóveda del cielo. Aquello también suscitó maravilla: en el escenario apareció una concha, las valvas se abrieron, y una bailarina, cual dulcísima náyade, se levantó, y fue como si toda la Naturaleza hablase y los árboles y las estatuas circundantes, movidos por fuerzas muy delicadas y divinas, se aproximasen a la ninfa para entonar con ella el más dulce carmen, el elogio del rey, con el que empezaba la comedia:

Pour voir sur ces beaux lieux le plus grand roi du monde

Mortels, je viens a vous de ma grotte profonde[4].

Al final del sublime espectáculo empezaron los fuegos artificiales que había preparado el italiano Torelli, al que en París ya llamaban el Gran Brujo merced a los maravillosos rayos y colores que sólo él sabía con tanta destreza revolver en la olla negra y vacía del cielo.

A las dos de la madrugada, o quizá más tarde, el rey dio a entender con un gesto que había llegado la hora de marcharse. Fouquet reparó en su semblante sombrío: se quedó atónito, tal vez lo comprendió todo, empalideció. Y sin demora se acercó al rey, se hincó de rodillas y con un amplio gesto de la mano le obsequió públicamente Vaux.

El joven Luis no respondió. Subió al carruaje y lanzó una última mirada al castillo que se recortaba en la oscuridad: fue entonces cuando quizá le pasó ante los ojos (hay quien lo jura) una imagen de la Fronda, en una confusa tarde de su infancia, una imagen cuyo origen ya no sabía si atribuir a cuentos de otros o a sus propios recuerdos; una incierta reminiscencia de la noche en que hubo de salir huyendo de las murallas de París con la reina madre Ana y el cardenal Mazzarino, ensordecido por los estallidos y los gritos de la multitud, el olor agrio de la sangre y el hedor de la plebe en la nariz, avergonzado de ser rey y desesperado por poder regresar algún día a la ciudad, a su ciudad. O quizá el rey (hay quien también lo jura), al mirar los chorros de las fuentes de Vaux, que aún se elevan hermosos y arrogantes, y cuyo fragor oía mientras el carruaje se alejaba, recordó de pronto que en Versalles no había siquiera una gota de agua.

—¿Y luego qué sucedió? —pregunté con un hilo de voz, emocionado y confundido por el relato del abate.

Pasaron pocas semanas y el lazo se apretó rápidamente en el cuello del superintendente. El rey fingió que tenía que ir a Nantes para que en Bretaña conociesen el peso de su autoridad y para imponer algún tributo que los bretones no habían mostrado prisa por pagar a la tesorería del reino. El superintendente lo acompañó sin albergar excesivas preocupaciones, puesto que Nantes era su ciudad de origen y allí vivían muchos de sus amigos.

Antes de partir, sin embargo, alguien comenzó a decirle que haría bien en cubrirse las espaldas: se estaba tramando algo contra él, le susurraron los amigos más fieles. El superintendente pide audiencia al rey, le abre su corazón, le pide perdón si la tesorería de la corona va mal, pero él ha estado hasta hace pocos meses a las órdenes de Mazzarino, cosa que Luis sabe perfectamente. El rey da muestras de entenderlo muy bien y lo trata con la mayor consideración, pidiéndole consejo sobre todo lo que se le ocurre y siguiendo sin pestañear sus indicaciones.

Empero, Fouquet se da cuenta de que algo no va bien y cae enfermo: vuelve a padecer las fiebres intermitentes que lo habían aquejado en las largas exposiciones al frío húmedo, cuando vigilaba las obras de Vaux. Le cuesta cada vez más conciliar el sueño. Hay quien lo ve llorar en silencio, detrás de una puerta.

Parte por fin con Luis, y a finales de agosto llega a Nantes. Sin embargo, enseguida la fiebre lo obliga a guardar cama de nuevo. El rey, que se ha instalado en un castillo situado en el extremo opuesto de la ciudad, parece incluso atento, hace que lo visiten para tener noticias sobre su salud. Aunque con dificultad, Fouquet se repone. Por fin, el 5 de septiembre, día del cumpleaños del soberano, es convocado a las siete de la mañana. Trabaja con el rey hasta las once, y al cabo, inesperadamente, el soberano lo retiene un rato más para discutir de unos asuntos. Cuando por fin Fouquet sale del castillo, su carruaje es detenido por un escuadrón de mosqueteros. Un subteniente mosquetero, un tal D’Artagnan, le lee la orden de arresto. Fouquet no da crédito: «Señor, ¿estáis seguro de que soy yo a quien debéis arrestar?». Sin concederle más tiempo, D’Artagnan le secuestra todos los papeles que tiene en su poder, incluso los que lleva encima. Lo sellan todo y lo montan en un convoy de carruajes que lo lleva al castillo de Angers, donde permanecerá tres meses.

—¿Y luego?

—No era más que el primer paso en el camino del suplicio. Fue instruido el proceso, que duró tres años.

—¿Por qué fue tan largo?

—El superintendente supo defenderse como nadie. Pero al final no le quedó más remedio que sucumbir. El rey lo mandó encerrar a perpetuidad en la fortaleza de Pignerol, al otro lado de los Alpes.

—¿Allí murió?

—De allí no se sale, como no sea por voluntad del rey.

—De modo que fue la envidia del rey lo que perdió a Fouquet, porque no soportaba su magnificencia, y la fiesta…

—No te consiento que hables así —me interrumpió—. El joven rey empezaba entonces a fijar la mirada en las distintas partes del Estado, y la suya no era una mirada indiferente, sino de dueño. Sólo en ese momento comprendió que él era el rey, y que había nacido para serlo. Pero ya era tarde para buscar desagravio en Mazzarino, el difunto padrastro de sus años mozos, que le había negado todo. El que había quedado era Fouquet, el otro Sol, cuyo sino quedó de ese modo marcado.

—Y el rey se vengó. Y además no le había gustado la vajilla de oro…

—Nadie puede decir que el rey quisiese vengarse, pues es el más poderoso de los príncipes de Europa, y con mayor motivo nadie puede decir que Su Majestad Cristianísima tuviese envidia del superintendente de las Finanzas Reales, que de hecho pertenecen al propio soberano y a nadie más. —Volvió a callar, pero él mismo comprendió que su respuesta no podía satisfacer mi curiosidad—. En efecto —dijo al fin mirando cómo entraba la última luz diurna por la ventana—, no conocerías la verdad si no te hablase de la Serpiente que envolvió a la Ardilla en sus anillos.

Porque, si el superintendente era la Ardilla, había una Serpiente que acechaba sus pasos. Y es que, como en latín el resbaladizo animal se llama colubra, el señor de Colbert se congratulaba de este apelativo, convencido de que la similitud con un reptil podía (idea tan errónea como reveladora) dar más lustre y magnificencia a su nombre.

—Y, realmente, supo actuar como una serpiente de mil anillos —dijo el abate—. Porque la Serpiente en la que tanto había confiado la Ardilla fue la misma que la arrojó al abismo. —Al principio, Jean Baptiste Colbert, hijo de un rico comerciante de telas, no era señor de absolutamente nada—. Aunque —dijo riendo burlonamente Atto— luego se jactó de augustos orígenes haciéndose labrar una falsa piedra tumbal que hizo pasar por la de un antepasado del siglo trece, y ante la cual llegaba a hacer el gesto de arrodillarse.

De mediocre instrucción, la fortuna, sin embargo, no tardó en llegarle gracias a la mediación de un primo de su padre, cuya ayuda le permitió comprar un cargo de funcionario en el ministerio de la Guerra. Allí sus dotes adulatorias le permitieron conocer y estrechar lazos con Richelieu, y después, tras la muerte del cardenal, convertirse en secretario de Michel Le Tellier, el poderoso secretario de Estado para la Guerra. Entre tanto, Richelieu había sido reemplazado por la figura de un cardenal italiano muy próximo a la reina madre, Giulio Mazzarino.

—Mientras, merced al dinero obtenido con el comercio, se había comprado un titulillo nobiliario. Y, por si llegaba a necesitar más dinero, resolvió el problema contrayendo matrimonio con Marie Charron, y sobre todo con sus cien mil livres de dote —agregó el abate para remachar su ojeriza—. Pero lo que le procuró su auténtica fortuna —continuó— fue la desventura del rey. —En efecto, en 1650 la Fronda, que había empezado dos años antes, estaba en su apogeo, y el soberano, la reina y el cardenal Mazzarino tuvieron que huir de París—. El mayor problema para el Estado no residía, por supuesto, en la ausencia del rey, que aún era un niño de doce años, ni en la de la reina madre, que fundamentalmente era la amante del cardenal, sino en la de Mazzarino.

¿A quién, pues, confiar los asuntos y los secretos de Estado que el cardenal manejaba tan hábil como oscuramente? Colbert puso entonces en práctica todas sus virtudes de diligente ejecutor: estaba en su despacho a las cinco de la madrugada, mantenía el orden más absoluto y nunca emprendía nada importante por propia iniciativa. Todo ello mientras Fouquet trabajaba en su casa y era una fábrica de ideas, en medio del más completo caos de papeles y documentos.

De ese modo, en 1651 el cardenal, que empezaba a sentirse amenazado por la intrepidez de Fouquet, eligió a Colbert para que se ocupase de sus asuntos, pues éste había dado además pruebas de especial destreza para la correspondencia en clave. Colbert sirvió a Mazzarino no sólo hasta que éste, acabada la Fronda, regresó triunfalmente a París con Luis y Ana de Austria, sino hasta la muerte del cardenal.

—Le confió incluso la administración de sus bienes —dijo el abate con un suspiro que manifestaba su pesar por toda la confianza depositada en la persona equivocada—. Le enseñó todo el arte que la Serpiente, por sí sola, jamás habría podido cultivar con sus fuerzas. La Serpiente, en lugar de mostrarle gratitud, se hizo pagar bien. Y obtuvo favores para sí misma y para su familia —añadió frotando el pulgar y el índice, como vulgarmente se alude al dinero—. La reina lo recibía en audiencia todos los días. Y eso que por su aspecto era la antítesis de Nicolas: rechoncho, cara ancha y abultada, tez amarillenta, pelo color azabache, largo y ralo en la coronilla, mirada ávida, párpados semicerrados, bigotillo puntiagudo como un látigo sobre unos labios finos y muy poco proclives a la sonrisa. El carácter glacial, arisco y reservado lo habría hecho intratable de no ser por su ridícula ignorancia, que camuflaba mal con citas latinas extemporáneas que repetía como un loro, tras oírselas a jóvenes ayudantes a los que contrataba con ese fin. Fue el hazmerreír de todos y nadie lo quiso, tanto es así que madame de Sévigné lo llamó «el Norte», como el punto cardinal más gélido y desagradable.

Evité preguntarle a Melani por qué en su relato era tan evidente su aversión a Colbert y en cambio no a Mazzarino, que parecía haber estado tan ligado a Colbert. Ya conocía la respuesta: ¿acaso no había oído decir a Devizé, a Cristofano y a Stilone Priàso que el castrado Atto Melani había sido ayudado y protegido desde muy joven por el cardenal?

—¿Colbert y el superintendente Fouquet eran amigos? —me atreví, en cambio, a preguntar.

Dudó un instante antes de responder.

—Se conocieron en los días de la Fronda y al principio se apreciaron bastante. Durante los tumultos, Fouquet se comportó como el mejor de los súbditos y Colbert lo aduló, brindándole sus servicios cuando Fouquet se convirtió en Procurador General de París, cargo que sumó al de superintendente de Finanzas. Mas no duró mucho: Colbert no podía aguantar que la estrella de Fouquet resplandeciese tan alta y clara. ¿Cómo iba a perdonar a la Ardilla la celebridad, la fortuna, el encanto, el trabajo ágil y el ingenio agudo, mientras Colbert sudaba tinta para tener alguna buena idea, y además la fastuosa biblioteca que él, inculto, no habría siquiera sabido aprovechar? Así pues, la Serpiente se hizo pasar por araña y empezó a tejer la tela.

Los resultados de las maquinaciones de Colbert no se hicieron esperar. Primero instiló el veneno de la desconfianza en Mazzarino, luego en el rey. El reino salía entonces de décadas de guerra y de pobreza, y no fue difícil falsificar los papeles para acusar al superintendente de haber acumulado riquezas a espaldas del soberano.

—¿Fouquet era muy rico?

—En absoluto, pero debía aparentar que lo era por razones de Estado: sólo de ese modo podía obtener siempre nuevos créditos y satisfacer así las apremiantes demandas de dinero que le hacía Mazzarino. El cardenal sí que era riquísimo. Y, sin embargo, el rey leyó su testamento, poco antes de la muerte de Mazzarino, y no tuvo nada que objetar.

Ahora bien, para Colbert no era ése, explicó Atto, el verdadero problema. Una vez muerto el cardenal, había que decidir quién ocuparía su puesto. Fouquet había embellecido el reino, le había dado la gloria, se había prodigado día y noche para cumplir las exigencias de nuevos ingresos: se pensaba, con motivo, que le correspondía a él.

—Pero cuando se le preguntó al joven rey quién era el sucesor de Mazzarino, respondió: «C’est moi». Ya no había sitio para un primer actor además del soberano, y Fouquet era de un jaez demasiado refinado para actuar de secundario. Colbert, en cambio, era perfecto para el papel de cobista: estaba sediento de poder, se parecía mucho al rey en tomarse a sí mismo en serio, y por lo mismo no marró un solo movimiento. Luis XIV cayó en su juego.

—Entonces fue por la envidia de Colbert por lo que Fouquet sufrió persecución.

—Evidentemente. Durante el proceso, la Serpiente se cubrió de vergüenza: sobornó a jueces, falsificó documentos, amenazó y extorsionó. A Fouquet sólo le quedaron la heroica defensa de La Fontaine, el alegato en su favor de Corneille, las valientes cartas que sus amigos enviaron al rey, la solidaridad y la amistad de las nobles damas y, entre el pueblo, la fama de héroe. Sólo Moliere, el muy vil, calló.

—¿Y vos?

—Bueno, yo no estaba en París y bien poco fue lo que pude hacer. Pero ya es hora de que me dejes. Oigo que otros huéspedes empiezan a bajar para la cena, y no quiero atraer la atención de nuestro ladrón: ha de creer que nadie está alerta.

En la cocina, a la vista de la hora avanzada y porque los otros huéspedes llevaban largo rato esperando, no pude hacer nada mejor que servir las sobras de la comida con algún huevo y un poco de escarola blanca. Yo, desde luego, no era más que un pequeño mozo con cierta experiencia en los fuegos: no podía competir con la maestría de mi amo, y los huéspedes empezaban a darse cuenta.

Durante la cena no noté nada inusual. Brenozzi, con su carita rosada de niño, no paraba de pellizcarse el rapónchigo de entre las ingles, mientras era observado con gravedad por el médico, que se apretaba con una mano la negra perilla. Stilone Priàso, con su hirsuto y fruncido entrecejo, respondía como siempre a sus múltiples automatismos: frotarse la protuberancia de la nariz, limpiarse las yemas de los dedos, agitar un brazo como para bajar una manga, soltarse el cuello de la camisa, pasarse las palmas de las manos por las sienes. Devizé, por su parte, como era su costumbre en la mesa, comía ruidosamente, acallando casi la imparable locuacidad que vanamente derrochaba Bedford con Dulcibeni, cada vez más impenetrable, y el padre Robleda, que asentía con ojos vacíos. El abate Melani terminó de comer en absoluto silencio, alzando sólo de cuando en cuando la mirada. Se levantó un par de veces, acometido por un ataque de estornudos, para llevarse a la nariz un pañuelo de encaje.

Cuando la cena estaba a punto de acabar y ya todos se aprestaban a regresar a sus aposentos, Stilone Priàso le recordó al médico su promesa de aclararnos las ideas sobre cuántas esperanzas teníamos de salir vivos de la cuarentena.

Cristofano no se hizo de rogar y, ante el pequeño auditorio, comenzó una doctísima disertación en la que explicó, con abundancia de ejemplos sacados de las obras de los autores antiguos y modernos, de qué manera se produce el contagio pestífero.

—Por cuanto la primera causa por la cual llega al mundo el contagio de la peste es la voluntad divina y no existe mejor remedio que la oración, habéis de saber que ella procede de la corrupción de cuatro elementos, aire, agua, tierra y fuego, que entran por el aire en la nariz y en la boca: en efecto, la peste no puede entrar por otro lugar en el cuerpo. En verano, como es nuestro caso, se da la corrupción del fuego o calor natural: el morbo que de aquélla procede causa fiebres, jaquecas y todo lo que ya os expliqué en la cabecera de la cama de Pellegrino. Luego el muerto se pone enseguida negro y muy caliente. Para evitar semejante exceso es menester cortar las nacencias recién maduradas y poner cataplasmas en las heridas. En invierno, en cambio, se está expuesto a la peste que proviene de la corrupción de la tierra, y que por ende causa nacencias parecidas a los tubérculos que durante la estación fría reposan en las entrañas del terreno. Y son bubas, éstas, que hay que hacer madurar con ungüentos calientes. En primavera y en otoño, por su parte, cuando las aguas son más abundantes, la peste procede precisamente de la corrupción del agua, debida a veces también a los planetas celestes, y provoca nacencias que, al romperse, se sanan con gran prontitud. La curación consiste en hacer salir el agua venenosa con purgas, bálsamos y jarabes. De todos modos, el aire malo es siempre el factor determinante en la difusión del contagio. El aire entra en todo, pues non datur vacuum in natura. Por ello, conviene poner antorchas en las esquinas de las calles. La llama purifica: con ella se refina el oro, se purifica la plata, se purga el hierro, se licuan los metales, calcínanse las piedras vivas, cocínanse las viandas, caliéntanse las cosas frías y sécanse las cosas húmedas. La llama, pues, ha de purificar también el aire de la corrupción y su malignidad. Es un remedio que debe aplicarse especialmente en las ciudades, más propicias a recibir corrupción que los campos, al hallarse éstos abiertos.

—Entonces aquí, en el centro de los burgos romanos, nos hallamos en el peor lugar —intervine horrorizado.

—Lamentablemente. A mi modesto entender —manifestó Cristofano con modestia a decir verdad muy escasa—, la presencia de aire malo en algunas ciudades, como Roma, se debe ante todo al hecho de que están despobladas. Roma, ciudad santa y antiquísima y dominadora de todo el universo, en la época en que triunfaba y acogía a gentes de todas las naciones, disfrutaba del mejor y más saludable aire. Hoy, en cambio, en ella respiramos, cuando ha quedado despoblada por las guerras, un aire de lo más corrupto. Lo mismo se puede decir de Terracina, de Romana Cervetro, de la ciudad en la playa de Neptuno, así como de Baia en el reino de Nápoles, Avernia, Dignano y la gran ciudad de Como, que fueran tan famosas y en las que vivía tanta gente que causaba asombro: hoy se hallan tan arruinadas en todo y tienen un aire tan triste que la gente no puede vivir allí. Por el contrario, en Nápoles y en Trapani, donde por los malos aires no se podía vivir, ahora que se han hecho florecientes y están bien cultivadas el aire es perfecto. Ello es debido también a que en las tierras selváticas crecen hierbas venenosas y animales tosigosos, y tanto aquéllas como éstos atosigan a la gente. En una palabra, también aquí en Roma era razonable albergar temores, por mucho que la última epidemia de peste se remonte a mil seiscientos cincuenta y seis, o sea, nada menos que a hace veintisiete años. Si se tratase realmente de peste, esta vez a nosotros nos habría tocado la mala suerte de abrirle la puerta.

Guardamos silencio durante unos instantes, meditando las palabras que con tanta gravedad el médico había dispensado a su exiguo público. Atto tomó la palabra:

—¿Cómo se transmite?

—Por medio de los olores, facillime. Pero también a través de objetos peludos, como mantas o abrigos de piel, que por ello han de quemarse. Los átomos impuros, según algunos autores, arraigan en ellos con fuerza y más tarde se desprenden —respondió Cristofano con rotundidad.

—Así que la ropa de don Pellegrino puede habernos infectado —dije reprimiendo un ataque de pánico.

—Trataré de ser más claro —respondió el médico atenuando ligeramente el tono de presunción—: no estoy completamente seguro de que nos hallemos en esa situación. En realidad, nadie sabe con certeza cómo se propaga el morbo. En Palermo conocí a un boticario muy viejo, de ochenta y siete años, Giannuccio Spatafora, de enorme doctrina y experiencia. Me contó que las epidemias de peste que asolaban la ciudad no tenían explicación: el aire de Palermo era excelente, protegido de los vientos de Ostro y de Siroco, que son muy perjudiciales para la salud y la fertilidad de los pueblos, e hinchan a los hombres, generando una especie de fiebres continuas que matan a muchísima gente. Y, sin embargo, la peste en Palermo era de tal sevicia que, tras los primeros síntomas de mareo, el sujeto caía redondo y moría al momento. Y una vez muerto se ponía negro y muy caliente.

—Dicho de otro modo, nadie sabe cómo se difunde el contagio —resumió Atto con tono hostil.

—Puedo decir que muchas epidemias han empezado seguramente debido a algún enfermo que llevaba la infección de una zona infectada —replicó Cristofano—. Aquí en Roma, por ejemplo, en la última epidemia se dijo que el morbo había llegado de Nápoles y que lo había traído un ignorante pescadero. Pero mi padre, que fue proveedor de Sanidad en la gran peste de Prato de mil seiscientos treinta y se ocupó de numerosos apestados, al cabo de muchos años me confió que la naturaleza del mal es misteriosa y que ninguno de los autores antiguos había sabido comprenderla.

—Y tenía razón. —La áspera y severa voz de Pompeo Dulcibeni, el anciano viajero que acompañaba a Mourai, nos pilló de sorpresa. Continuó con tono humilde—: Un doctísimo hombre de Iglesia y de Ciencia ha mostrado el camino que hay que seguir. Pero desgraciadamente no ha sido escuchado.

—Un hombre de Iglesia y de Ciencia. Dejadme adivinar: el padre Athanasius Kircher, quizá —dijo el médico.

Dulcibeni no respondió, lo que permitía intuir que el médico había adivinado, pero enseguida proclamó:

—Aerem, acquam, terram innumerabilibus insectis scatere, adeo cer-tum est.

—Dice que en la tierra, el aire y el agua pululan seres minúsculos invisibles para el ojo —tradujo Cristofano.

—Pues bien —prosiguió Dulcibeni—, esos seres minúsculos proceden de los organismos en putrefacción, pero han podido ser observados sólo después de la invención del microscopio, y por lo tanto…

—Ese jesuíta alemán es tan conocido —lo interrumpió Cristofano con una punta de desprecio—, que se ve que el señor Dulcibeni es incluso capaz de citarlo de memoria.

A decir verdad, a mí el nombre de Kircher no me decía absolutamente nada. Ahora bien, debía de ser verdad que era conocido, pues al oír el nombre del padre Athanasius, el auditorio en pleno hizo gestos de asentimiento.

—Las ideas de Kircher, sin embargo —seguía mientras tanto Cristofano—, aún no han suplantado a las de los grandes autores, quienes en cambio…

—Puede que las doctrinas de Kircher tengan algún fundamento, pero la sensación es la única base sólida y fiable para nuestro conocimiento. —Esta vez se había interpuesto el señor Bedford. El joven inglés, que parecía liberado del terror de la noche anterior, había recuperado su habitual jactancia—. La misma causa —continuó— puede en casos distintos producir efectos opuestos. ¿Acaso la misma agua hirviente no es la que endurece el huevo y la que ablanda la carne?

—Sé perfectamente —murmuró con acritud Cristofano— quién hace circular esos sofismas: el señor Locke y su compadre Sidenamio, que puede que sepan todo sobre los sentidos y el intelecto, pero en Londres pretenden curar a los enfermos sin ser médicos.

—¿Y qué tiene eso de malo? Lo que ellos quieren es curar —rebatió Bedford— y no captar clientes con mera palabrería, como hacen algunos médicos. Veinte años atrás, cuando en Nápoles la peste causaba veinte mil muertos al día, médicos y boticarios napolitanos acudían a Londres para vender sus métodos secretos contra el contagio. Eran estupendos: hojas que se colgaban al pecho con el signo de los jesuitas, el I.H.S. trazado en una cruz; o el famoso cartel que se colgaba al cuello y rezaba:

ABRACADABRA

ABRACADABR

ABRACADAB

ABRACADA

ABRACAD

ABRACA

ABRAC

ABRA

ABR

AB

A

Entonces el joven inglés, tras peinarse con vanidad la roja cabellera y fijando en el auditorio (salvo en mí, a quien no prestaba la menor atención) sus glaucos ojillos bizcos, se levantó para apoyarse en la pared y poder hablar con más tranquilidad.

Las esquinas de las calles y las columnas de las casas, contaba, estaban repletas de anuncios de medicastros que invitaban a la gente a comprar «infalibles píldoras», «incomparables pociones», «antídotos magníficos» y «aguas universales» contra la peste.

—Y cuando no timaban con esas idioteces —prosiguió—, despachaban pociones hechas con mercurio, que envenenaban la sangre y mataban peor que la peste.

Esta última intervención del inglés tuvo en Cristofano el efecto de una mecha, y reencendió violentamente la disputa entre los dos.

En ese momento también el padre Robleda se sumó a la discusión. Tras farfullar unas frases ininteligibles, el jesuíta dio la cara en defensa del padre Kircher, su cofrade. Pero las reacciones no se hicieron esperar y se desató una indecorosa pugna, en la que cada cual intentaba imponer sus argumentos mucho más con la fuerza de la voz que con la del razonamiento.

Era la primera vez, en mi pobre vida de mozo, que asistía a una contienda tan docta, si bien es cierto que me sentía muy sorprendido y decepcionado por la índole pendenciera de los participantes.

Sea como fuere, oí las primeras referencias a las teorías de aquel misterioso Kircher, que no podía dejar de suscitar curiosidad. En el transcurso de medio siglo de infatigables estudios, el doctísimo jesuíta había plasmado su multiforme doctrina en más de treinta magníficas obras sobre los temas más dispares, entre las que se contaba un tratado sobre la peste, el Scrutinium phisico-medicum contagiosae luis quae pestis dicitur, publicado veinticinco años antes. El científico jesuita sostenía que con su microscopio había hecho grandes descubrimientos, los cuales, aunque tal vez el lector no les daría crédito (como en efecto luego había ocurrido), probaban la existencia de seres diminutos invisibles, causa, a decir de Kircher, del contagio pestífero.

Según Robleda, lo que sustentaba la ciencia del padre Kircher eran facultades dignas de un vidente, o en cualquier caso inspiradas por el Altísimo. ¿Y si ese extraño padre Kircher, me dije, hubiese sabido realmente curar la peste? Sin embargo, a la vista del enardecido ambiente, no me atreví a preguntar nada.

Durante todo ese rato, aún más pendiente que yo a todo lo que se contaba sobre el padre Kircher había estado el abate Melani. Obligado a frotarse la nariz constantemente en el vano intento de reprimir algunos sonoros estornudos, no volvió a intervenir, pero sus penetrantes ojillos se movían raudos entre las bocas que mencionaban el nombre del jesuita alemán.

En cuanto a mí, me sentía a la vez aterrorizado por el inminente peligro de la peste y fascinado por aquellas doctas teorías sobre el contagio, cuya existencia conocía por primera vez.

Por ello no recelé del hecho (cuando habría debido) de que Dulcibeni conociese tan bien la antigua y olvidada teoría de Kircher sobre la peste. Y no reparé en que Atto aguzó el oído cuando se mencionó el nombre del jesuíta.

Después de horas de discusión, poco a poco la mayoría de los huéspedes —ya vencidos por el aburrimiento— empezaron a retirarse a sus cuartos, hasta quedar sólo los contendientes. Y, un rato después, sin el alivio de las paces, nos fuimos todos a dormir.