Inocencio XI y Guillermo de Orange

DOCUMENTOS

La historia pendiente de reconstrucción

La liberación de Viena en 1683, las disputas religiosas entre Francia y la Santa Sede, la conquista de Inglaterra por parte de Guillermo de Orange en 1688 y el final del catolicismo inglés, el aislamiento político de Luis XIV frente a las demás potencias, todo el orden político europeo en la segunda mitad del siglo XVII y en las décadas siguientes: un capítulo entero de la historia europea debería escribirse de nuevo a la luz de los documentos que ponen de manifiesto las maniobras secretas del papa Odescalchi y de su familia. Sin embargo, para hacerlo hay que levantar un telón hecho de silencios, hipocresías y mentiras.

Inocencio XI financió la victoria de Viena contra los turcos con los fondos de la Santa Sede. Se trata de un mérito que históricamente nadie puede negarle. Ahora bien, como se puede corroborar en los libros maestros de Carlo Odescalchi, no es menos cierto lo que escribe el mozo del Donzello cuando reanuda sus memorias en 1699: los Odescalchi también hacían préstamos al emperador a título privado, como simples banqueros. Recibían, en garantía de los préstamos, barriles de mercurio (o azogue, como se denominaba en la época), que la familia del Papa revendía al banquero protestante Jan Deutz. El 75% de las ganancias era para los Odescalchi, y el resto para los testaferros Cernezzi y Rezzonico, que discretamente dirigían desde Venecia toda la operación. No cabe duda de que dichas transacciones, que sólo perseguían el lucro, no constituyen un capítulo glorioso (entre los muchos ejemplos, cfr. Archivo Estatal de Roma, Fondo Odescalchi XXIIA13, f. 265; XXIII A2, f. 52, 59, 105, 139, 168-169, 220, 234, 242; XXVII B6, n. 11; XXXIII Al, f. 194,331).

A la muerte de Inocencio XI, el emperador quiso expresar enseguida su reconocimiento a los Odescalchi: trató de conceder a Livio, el sobrino del papa, tierras en Hungría a precio de favor. Sin embargo, la operación fue bloqueada: la Cámara Imperial juzgó demasiado generosas las condiciones ofrecidas a Livio Odescalchi (R. Guéze, «Livio Odescalchi y el ducado de Sirmio», en Venecia, Italia y Hungría entre la Arcadia y la Ilustración, edición a cargo de B. Kópeczi y P. Sárkózy, Budapest, 1982, pp. 45-47). Entonces, el emperador vendió a Livio, por 336 000 florines, el feudo de Sirmio, en Hungría. ¿De nuevo por un módico precio? Era la tierra que con tanto esfuerzo se había reconquistado a los invasores turcos tras la victoria de Viena. Así pues, la capital del imperio se salvó gracias al dinero de la Santa Sede, pero los frutos de la reconquista quedaron en manos de los Odescalchi. Para sellar el pacto, Livio fue nombrado príncipe del Sacro Imperio Romano.

A los contemporáneos no se les escapó que la muy estrecha liaison entre el emperador y los Odescalchi pudiese esconder algo. Así, en 1710 el memorialista Francesco Valesio {Diario di Roma, II601) señala que «con extraña metamorfosis» el antiguo ayudante de cámara de Livio Odescalchi ha sido nombrado «consejero áulico del Emperador con amplio privilegio».

Pero el dinero puede comprarlo (casi) todo. Al final de sus memorias, el mozo recuerda que Livio Odescalchi, tras la muerte de su tío, compró, por sumas enormes, feudos, edificios y villas. Y, después de la muerte del rey Jan Sobieski de Polonia, cuyos ejércitos habían acabado con el asedio de Viena, Livio inundó Varsovia de dinero, en el intento, aunque vano, de comprar el trono polaco (cfr., por ejemplo, Archivo Estatal de Roma, Fondo Odescalchi, Ap. 38, n. 1,5,9,13).

Es la única explicación plausible al hecho de que el papa Odescalchi siguiese enviando, hasta el final de su vida, dinero al emperador, incluso cuando el peligro turco dejó de ser tan acuciante: invertía en provecho de la familia. Daba lo mismo que, para lograr tal fin, tuviese que favorecer al hereje Guillermo de Orange.

Una línea implacable, que el Papa se empeña en mantener hasta en los momentos más dramáticos. Como recuerda el historiador Charles Gérín (Revue des questions historiques, XX, 1876, p. 428), cuando Luis XIV y Jacobo Estuardo piden a Inocencio XI que deje de financiar a Viena y que envíe urgentemente dinero a las tropas católicas de los Estuardo, a la sazón enfrentadas en Irlanda a las fuerzas herejes de Guillermo de Orange, el Papa replica con frases cuyo pleno significado sólo se entiende hoy. Dice que él, en Viena, combate «una cruzada perpetua» en la que desempeña, como sus antecesores, «un papel personal». El Papa suministra a los aliados «sus propias galeras, sus propios soldados y su propio dinero», y defiende no sólo la integridad de la Europa cristiana, sino «sus intereses particulares de soberano temporal y de príncipe italiano».

Los préstamos de Inocencio XI a Guillermo de Orange

Atto Melani, lamentablemente, tiene razón cuando narra el proceso de Fouquet: la historia la hacen los vencedores. Y, hasta hoy, ha ganado la historiografía oficial. Nadie ha querido (o podido) escribir la verdad sobre Inocencio XI.

Donde primero se habló de los préstamos de Inocencio XI a Guillermo de Orange fue en unas gacetas anónimas que los franceses pusieron en circulación al día siguiente del desembarco del príncipe protestante en Inglaterra (cfr. J. Orcibal, Louis XIV contre Innocent XI, París, 1949, pp. 63-64 y 91-92). Además, según las memorias de madame de Maintenon, el Papa envió a Guillermo una financiación de 200 000 ducados para el desembarco en Inglaterra. Pero es una obra de dudosa autenticidad. Los franceses hicieron correr rumores con el claro propósito de difamar al pontífice. Luego los memorialistas y libelistas difundieron las habladurías, pero sin ofrecer pruebas de sus afirmaciones.

Pierre Bayle, en cambio, comprometió seriamente la memoria de Inocencio XI. En su célebre Dictionnaire historique et critique, Bayle recuerda que Inocencio nació en una familia de banqueros, y reproduce un comentario satírico que apareció pegado en la estatua de Pasquino, el día en que el cardenal Odescalchi fue elevado al pontificado: Invenerunt hominem in telonio sedentem. Es decir: «Han elegido un Papa sentado a la mesa del usurero».

Esa vez no se trataba de un chisme manejado con artimañas. A Bayle, gran intelectual precursor de la Ilustración, no se le podía acusar de actuar con bajeza por ser partidario de Francia. Por otra parte, conocía de cerca los hechos de los que hablaba (su Dictionnaire se publicó en 1697).

Sin embargo, ningún historiador trató de esclarecer nada, de seguir el rastro señalado por las gacetas clandestinas y por Bayle. Así, la verdad sobre los Odescalchi quedó relegada en un puñado de escritos clandestinos y en un viejo y polvoriento diccionario de un filósofo holandés renegado (Bayle pasó del calvinismo al catolicismo, luego se retractó y finalmente rechazó todos los credos).

Entre tanto, la hagiografía triunfa sin necesidad de combatir, e Inocencio XI pasa a la Historia. Los hechos parecían incontrovertibles: en 1683 Viena es liberada gracias a aquel que ha movilizado a los príncipes católicos y ha enviado los subsidios de la Cámara Apostólica a Austria y a Polonia. Inocencio XI es el papa heroico y asceta que ha puesto fin al nepotismo, que ha saneado las cuentas de la Iglesia, que ha prohibido a las mujeres exhibirse en público en manga corta, que ha acabado con la depravada locura de los carnavales, que ha cerrado los teatros de Roma, lugares de perdición…

Su muerte provocó un diluvio de cartas de toda Europa: todas las casas reinantes quieren que sea proclamado beato. Y en 1714 comienza el proceso de beatificación, gracias, entre otras cosas, al empeño que pone en ello su sobrino Livio. Se oyen los testimonios de las personas aún vivas, se compran documentos, se reconstruyen los datos biográficos desde su infancia.

Pero casi enseguida surgen tropiezos que retrasan el curso del sumario. Es probable que saliesen a relucir los viejos pamphlets franceses y el Dictionnaire de Bayle: escritos malignos, meros rumores que seguramente nunca se podrían demostrar, pero que, sin embargo, hasta en el caso de una vida casta, virtuosa y heroica como la de Benedetto Odescalchi, han de ser examinados. Asimismo, se sospecha que Francia se opone, que ve con malos ojos la elevación de un viejo y acérrimo enemigo. El proceso de beatificación, ya en sí mismo prolijo a causa de las innumerables y minuciosas actas sumariales, abate el rumbo; el torrente impetuoso se hace fangoso, y todo parece encallarse.

Pasan décadas. Para que se vuelva a hablar de Inocencio XI habrá que esperar al año 1771, fecha en que el historiador inglés John Dalrymple publica sus Memoirs of Great Britain and Ireland. En ellas podemos, quizá, vislumbrar la causa del retraso de la beatificación. Sea como fuere, para entender la tesis de Dalrymple es preciso dar un paso atrás y extender la mirada al panorama político europeo en vísperas del desembarco de Guillermo de Orange en Inglaterra.

En Alemania, en los últimos meses de 1688, había un nuevo y gravísimo foco de tensión política. Desde hacía meses se esperaba el nombramiento del nuevo arzobispo de Colonia, cargo en el que Francia quería imponer a toda costa al cardenal Fürstenberg. De conseguir su propósito, Luis XIV habría contado con una cabeza de puente muy valiosa en Europa central, merced a la cual habría predominado militar y estratégicamente en la zona, algo que los otros príncipes no estaban dispuestos a aceptar. El propio Inocencio XI había negado su consentimiento, jurídicamente indispensable, al nombramiento de Fürstenberg. En esas mismas semanas, toda Europa asistía preocupada a las maniobras militares de Guillermo de Orange. ¿Qué se aprestaba a hacer Guillermo? ¿Estaba a punto de intervenir contra los franceses para resolver con las armas el asunto del arzobispo de Colonia, con lo que desataría un tremendo conflicto en toda Europa? ¿O —como sospechaban algunos— se disponía a invadir Inglaterra?

Dalrymple sostiene, a este respecto, la siguiente tesis. Guillermo de Orange hizo creer al Papa que iba a emplear sus tropas contra los franceses. Inocencio XI, que, como siempre, no veía la hora de cortarle las alas a Luis XIV, cayó en la trampa y le prestó a Guillermo el dinero necesario para mantener su ejército. Pero lo que el príncipe de Orange hizo fue cruzar el Canal de la Mancha y ganar para siempre Inglaterra a la religión protestante.

Por consiguiente, la herejía habría triunfado gracias al dinero de la Iglesia. El Papa, aunque engañado, armó a un príncipe protestante contra un príncipe católico.

Esta hipótesis ya había circulado en algunas de las gacetas anónimas que aparecieron en tiempos de Inocencio XI y Luis XIV. La diferencia, sin embargo, reside en que Dalrymple ofrece pruebas definitivas: dos largas y pormenorizadas cartas del cardenal D’Estrées, embajador extraordinario de Luis XIV en Roma, dirigidas al soberano francés y a Louvois, ministro de la Guerra del Rey Sol.

Según las dos misivas, los más estrechos colaboradores de Inocencio XI conocían con bastante anticipación las verdaderas intenciones de Guillermo de Orange. Al parecer, ya a finales de 1687 —un año antes de que el príncipe protestante invadiera Inglaterra—, el secretario de Estado del Vaticano Lorenzo Casoni mantenía contactos con un burgomaestre holandés al que Guillermo de Orange había enviado en secreto. Pero entre los servidores de Casoni se ocultaba un traidor, gracias al cual se interceptaron las misivas que Casoni había enviado al emperador Leopoldo I. Las cartas revelaban que el Papa ponía grandes cantidades de dinero a disposición del príncipe de Orange y del emperador Leopoldo I para que pudiesen enfrentarse a los franceses en el conflicto que estaba a punto de estallar por el asunto del arzobispo de Colonia. Por su parte, las cartas de Casoni a Leopoldo ponían de manifiesto las auténticas intenciones de Guillermo: no buscaba un conflicto en Europa central contra los franceses, sino que pretendía invadir Inglaterra, hecho del que, por lo tanto, los ministros de Inocencio XI estaban plenamente al corriente.

Las cartas de D’Estrées constituían un golpe mortal para el proceso de beatificación. Aunque Inocencio XI no hubiese tenido el menor conocimiento del verdadero proyecto urdido por Guillermo, a saber, la destrucción del catolicismo en Inglaterra, resultaba indiscutible que lo había financiado con fines bélicos, y, para colmo, contra el Rey Cristianísimo.

En los años siguientes, muchos historiadores volvieron a ocuparse de las cartas de Dalrymple, y con ellas demolieron la memoria de Benedetto Odescalchi. Por otra parte, se plantearon dudas sobre puntos estrictamente doctrinales, que complicaban más el proceso de la beatificación: la elevación a los altares de Inocencio XI parecía irremediablemente comprometida.

Sólo al cabo de un lapso de tiempo proporcional a la gravedad de las circunstancias, pudo aparecer alguien con el valor y la lucidez necesarios para encarar nuevamente el asunto. En efecto, en 1876 un magistral artículo del historiador Charles Gérin da a la Historia un giro de 180 grados. En la Revue des questions historiques, Gérin demuestra, con rigor y abundancia de argumentos, que las cartas de D’Estrées publicadas por Dalrymple son una vulgar falsificación, probable fruto, una vez más, de la propaganda francesa. Inexactitudes, errores, tergiversaciones y, fundamentalmente, patentes anacronismos las privan de toda credibilidad.

Por si ello no bastase, Gérin demuestra que los originales de las cartas, que, en palabras de Dalrymple, deberían encontrarse en los archivos del Ministerio de Asuntos Exteriores de París, no están en ningún sitio. El propio Dalrymple, observa Gérin, había confesado con candor que nunca había visto los originales, y que se había fiado de una copia que le había entregado un conocido. Así las cosas, el artículo de Gérin provoca un revuelo considerable, aunque sólo en el círculo de los historiadores. Decenas de autores (incluido el celebérrimo Leopold von Ranke, decano de los historiadores del papado) habían utilizado las Memoirs de Dalrymple sin molestarse en verificar sus fuentes.

La conclusión es ineludible. Una vez probada la falsedad de las cartas, falsos resultan, por ciega simetría, los hechos que aquéllas refieren, mientras que pasa a ser cierto todo lo que apunta en la dirección contraria. Si las acusaciones proceden de papeles falsos, inmediatamente el acusado se convierte en inocente.

El antiguo debate sobre las relaciones entre Inocencio XI y Guillermo de Orange, que Gérin parecía haber resuelto para siempre, lo reabrió inesperadamente el historiador alemán Gustav Roloff al principio de la Primera Guerra Mundial. En un artículo publicado en 1914 en los Preussische Jahrbücher, Roloff saca a la luz nuevos documentos relativos a Inocencio y el príncipe de Orange. El informe de un diplomático de Brandeburgo, Johann von Gortz, demuestra que en julio de 1688, pocos meses antes del desembarco de Guillermo de Orange en las costas inglesas, Luis XIV le había pedido secretamente al emperador Leopoldo I de Austria (católico pero tradicional aliado de los holandeses) que no interviniese si Francia invadía Holanda. Ahora bien, Leopoldo ya sabía que el príncipe de Orange pretendía invadir Inglaterra, de suerte que hubo de encontrarse en un dramático dilema: ¿apoyar a la católica Francia (a la que, sin embargo, toda Europa odiaba) o a la hereje Holanda?

Según el informe de Gortz, es Inocencio XI quien se encarga de disipar las dudas del emperador. En efecto, el Papa habría hecho saber a Leopoldo que no aprobaba los actos ni los proyectos de Luis XIV, por cuanto «no se derivaban de una justa pasión por la religión católica, sino de la intención de arrojar al mar a toda Europa y, por lo tanto, también a Inglaterra».

Leopoldo, ya sin el peso de la duda religiosa, no vaciló en entablar nuevos pactos de apoyo y de alianza con Guillermo, con lo que facilitó que un príncipe hereje invadiese Inglaterra. La resuelta opinión de Inocencio XI llegaría a Viena justo después del golpe de mano del príncipe de Orange, de cuya inminencia el Papa debía de estar al corriente por su representante en Londres, el nuncio D’Adda. Bien es verdad que, como señala Roloff, todavía no se ha encontrado ninguna carta de Inocencio XI dirigida a Leopoldo en la que exprese dicha opinión; con todo, es fácil suponer que se trató de una rápida y discreta comunicación oral, hecha por intermedio del nuncio vaticano en Viena.

En cualquier caso, el propio Roloff no se muestra del todo conforme con su explicación. Debía de haber en juego algo más, comenta el historiador alemán: «Si Inocencio hubiese sido un Papa del Renacimiento, su actuación se podría explicar fácilmente por la oposición política a Francia. Pero dicho motivo ya no es suficiente en la época posterior a las grandes guerras de religión». El Papa, pues, debía proceder como lo hacía impulsado por otra causa, de la que, por ahora, sólo podemos señalar su opresiva presencia.

La suerte no estaba echada. En 1926, otro historiador alemán, Eberhard von Danckelman, contraataca de nuevo con la declarada intención de combatir y ganar la batalla decisiva. Con un artículo publicado en la revista Quellen una Forschungen aus italienischen Archiven und Bibliotheken, Danckelman aborda directamente la tesis de Roloff. No es sólo que Inocencio XI no supiese nada de la expedición del príncipe de Orange, dice Danckelman, citando una serie de cartas de los representantes diplomáticos vaticanos, sino que además seguía angustiado la evolución de la situación en Inglaterra.

Luego se centra en nuestro principal punto de interés. En efecto, casi con desenfado, Danckelman añade que en el pasado habían circulado rumores que afirmaban que el príncipe de Orange debía grandes sumas al Papa, y que, para saldar su deuda, Guillermo había pensado renunciar a su principado de Orange a favor de Inocencio. Las sumas, precisa Danckelman, fueron prestadas para la expedición a Inglaterra.

En cinco líneas, Danckelman pone en los pies del lector una auténtica bomba. Saint-Simón, todo sea dicho, ya había hecho suya, en sus Mémoires, aquella venenosa hipótesis (que Voltaire luego tachó de inverosímil). Pero ningún historiador moderno, serio y documentado, había tomado en consideración la escandalosa idea de que el beato Inocencio hubiese prestado dinero al príncipe de Orange para derribar en Inglaterra la religión católica.

El propio Roloff, en efecto, se limita a concluir que el Papa sabía de antemano que el príncipe de Orange iba a invadir Inglaterra, y que no hizo nada por impedirlo. Pero en ningún momento afirma que a Guillermo lo hubiese financiado Inocencio XI. En cambio, Danckelman decide dar un nombre a esa «otra causa» que, según la intuición de Roloff, guiaba las maniobras del Papa y lo inducía a apoyar secretamente a Guillermo: dinero.

La hipótesis de que Inocencio financió la empresa de Guillermo, argumenta Danckelman, se apoya, naturalmente, en un presupuesto: que el Papa estaba al tanto del inminente desembarco del príncipe de Orange, hecho que Roloff estimaba haber demostrado. Una vez alcanzado el trono inglés, Guillermo habría podido fácilmente cumplir con sus compromisos con el pontífice, y, tarde o temprano, le habría devuelto todo, incluidos los intereses: como a un usurero cualquiera.

Sin embargo, el Papa no estaba al corriente de nada, afirma categóricamente Danckelman. No debía recibir nada de Guillermo, porque no sabía nada del inminente desembarco en Inglaterra. Así lo demuestran, sostiene Danckelman, las cartas que intercambiaron, ante la inminencia del desembarco de Guillermo, el cardenal Alderano Cybo, secretario de Estado; el cardenal Francesco Buonvisi, nuncio en Viena, y Ferdinando D’Adda, nuncio en Londres. Según las misivas, el Papa está muy alarmado por las maniobras militares del príncipe de Orange, y no se hace la menor alusión a acuerdos secretos entre la Santa Sede y Guillermo. El Papa, pues, no sabe nada.

Es más, en el supuesto de que Inocencio hubiese hecho llegar dinero a Guillermo, recalca Danckelman, los envíos debieron pasar forzosamente por el canal de la nunciatura de Londres. Resulta, sin embargo, que tras un minucioso estudio el historiador alemán comprueba que en ninguna parte constan ingresos hechos por Roma en la nunciatura de Londres destinados a financiar a Guillermo. Los documentos analizados, concluye satisfecho Danckelman, «aclaran plenamente el asunto». La tesis de Roloff, pues, ya no se sostiene, y cuantos habían afirmado que el Papa había prestado dinero al príncipe de Orange, quod erat demonstrandum, han perdido la partida.

Por fin, en 1956, tiene lugar la beatificación del papa Odescalchi, quizá con la complicidad —según algunos— de la guerra fría: los turcos se convierten en metáfora del Imperio soviético, y el Papa de entonces se yergue en continuador del héroe de tres siglos atrás. Inocencio XI salvó al Occidente cristiano de la marea turca, Pío XII lo protege de los horrores del comunismo.

La verdad ha tenido que esperar demasiado tiempo. Una vez cristalizada la versión oficial, los historiadores la aceptaron sin rechistar. Desconcertados tal vez por interrogantes antiguos y nuevos a un tiempo, apenas dedicaron una mirada indiferente al misterioso abismo que une para siempre a Guillermo III de Orange, el príncipe que volvió a instaurar en Inglaterra la religión anglicana, y el Papa más importante del siglo XVII.

Mientras, aparecen multitud de monografías, ensayos y tesis doctorales sobre la depilación en la Edad Media, la vida cotidiana de los sordomudos en el Ancien Regime o la concepción del mundo de los molineros de la Galitzia inferior. Pero hasta ahora nadie se ha dignado resolver aquel gran interrogante de la Historia, leer con honestidad los papeles de los Odescalchi y de Beaucastel, ensuciarse de polvo en los archivos.

El Papa mercenario

Ahora bien, los hechos no tienen vuelta de hoja: nadie ha intentado nunca contar la verdad sobre Inocencio XI. En la Biblioteca Nacional Vittorio Emanuele de Roma he consultado un curioso librito escrito en 1742: el De supposititiis militaribus stipendiis Benedicti Odescalchi, del conde Giuseppe Della Torre Rezzonico. El propósito de Rezzonico es desmentir un rumor que se difundió tras la muerte de Inocencio XI, a saber, que el beato, en su juventud, había combatido como mercenario en Holanda bajo las armas españolas, lo que le costó una grave herida en el brazo derecho. Rezzonico asegura que el entonces jovencísimo Benedetto Odescalchi fue, efectivamente, soldado, pero en las milicias comunales de Como, y no mercenario.

Es una lástima que el autor fuese pariente del mismo Rezzonico que actuaba como testaferro de los Odescalchi en Venecia; también que los Rezzonico tuviesen lazos familiares con los Odescalchi. Un historiador menos próximo al beato habría hecho más creíble el desmentido de sus deslices militares. Además, ciertos datos fácticos prueban la necesidad de un examen más fidedigno. Según Pierre Bayle, el joven Benedetto Odescalchi fue herido en el brazo derecho cuando combatía como mercenario en España. Curiosamente, en los partes médicos oficiales consta que el pontífice sufrió, hasta su muerte, de fuertes dolores precisamente en ese brazo.

Sea como fuere, y prescindiendo de la importancia que pueda tener, llama la atención el olvido en que durante décadas ha permanecido también ese aspecto oscuro de la vida del papa Odescalchi. Dentro del volumen de Rezzonico encontré la papeleta que el lector anterior había rellenado para el préstamo en la biblioteca. Rezaba: «Barón V. Danckelman, 16 de abril de 1925». Después de él, nadie había vuelto a hojear aquellas páginas.

Verdadero y falso

Atto Melani le imparte una buena enseñanza al mozo: no siempre los documentos falsos cuentan falsedades. Las cartas falsas de D’Estrées que publicó Dalrymple, contempladas a la debida luz, pertenecen a esa singular categoría de documentos: son apócrifas, pero cuentan la verdad. No es casual que una carta publicada por Gérin, ésta sí auténtica, del cardenal D’Estrées a Luis XIV, del 16 de noviembre de 1688, confirme los contactos entre el conde Casoni y Guillermo de Orange:

El cardenal Cybo […] ha sabido, por medio de un religioso llegado de Holanda el pasado año con cartas de algunos misioneros de aquel país, al que se hacía saber que los Estados [esto es, las Provincias Unidas de Holanda] iban a conceder la libertad de conciencia a los católicos, que él [Casoni] había entablado una especie de acuerdo con un hombre dependiente del príncipe de Orange, y le hacía abrigar la esperanza de dicha libertad; que tal hombre aseveraba al misionero que el príncipe de Orange sentía un gran respeto por el Papa y que iba a hacer muchas cosas por él; que en los últimos tiempos estas relaciones se habían afianzado y que seguramente el príncipe de Orange había hecho saber que no tenía sino buenos propósitos.

Las circunstancias que refiere D’Estrées resultan creíbles, aunque sólo sea porque la fuente de la noticia, el cardenal Cybo, era un espía al servicio de Luis XIV (Orcibal, op. cit., p. 73, n. 337). El soberano francés, en efecto, responde airado a D’Estrées el 9 de diciembre siguiente:

Si el Papa quiere volver a tener buenas relaciones conmigo, antes tiene que alejar para siempre a Casoni e interrumpir la correspondencia criminal que mantiene con el príncipe de Orange.

También las memorias de madame de Maintenon, en las que se habla de préstamos de Inocencio XI a Guillermo de Orange, son apócrifas. Pero ¿acaso no cuentan la verdad?

La misión Chamlais

Ya hemos visto que el duelo entre el príncipe de Orange, Luis XIV e Inocencio XI se resolvió en el otoño de 1688: Guillermo mantiene en vilo a Europa, pues nadie sabe si va a atacar a los franceses en el Rin por el contencioso del arzobispo de Colonia, o si va a invadir Inglaterra. El Papa aguarda y finge que ignora lo que va a pasar. ¿Y Luis XIV?

El Rey Sol, nada partidario de la paz a cualquier precio, procuraba sin embargo evitar desde hacía tiempo que se precipitasen los acontecimientos. En los meses anteriores había mandado a Roma a un enviado especial, monsieur de Chamlais (cfr. Recueil des instructions données aux ambassadeurs…, ed. G. Hanotaux, París, 1888, XVII 7), para que mantuviese una entrevista reservada con el Papa. La misión era tan secreta que hasta a los representantes diplomáticos oficiales de Francia y de Roma se les ocultó. Chamlais debía cumplir una tarea muy delicada: conseguir que el pontífice lo recibiese personalmente y presentarle una embajada de parte del Rey Cristianísimo, su acérrimo enemigo. El tema principal de la comunicación se puede imaginar con facilidad: llegar a un entendimiento sobre el problema del arzobispo de Colonia, desactivar la bomba de relojería de Guillermo de Orange y conjurar el peligro de un conflicto en toda Europa.

En el Vaticano, Chamlais es recibido por Casoni, al que anuncia que tiene que hablar personalmente con el Papa, y sólo con el Papa, por encargo del rey de Francia. Casoni no puede satisfacer su demanda: le explica que él no es más que el segretario delle cifre, y que para un asunto tan delicado procede que el enviado real pida audiencia con el cardenal Cybo, primer ministro del Papa. Chamlais acepta, con la condición de que nadie sepa nada de su entrevista con Cybo.

Por fin, Chamlais es recibido por Cybo, al que enseña la carta que Luis XIV le ha confiado para el Papa. Cybo le dice que a los dos días regrese por la respuesta. El enviado acude por enésima vez, pero entonces Cybo le comunica que el Papa no puede recibirlo. De todas formas, añade Cybo, puede contárselo todo a él, como si tuviese delante al pontífice en persona…

Inocencio XI sabe perfectamente que las órdenes de Luis XIV impiden que Chamlais hable con un interlocutor que no sea él. Por añadidura, los hombres del Papa han conseguido que pasen varios días con tantas dilaciones. El enviado secreto, extenuado y ofendido, tiene que regresar a Francia sin haber podido establecer un acuerdo con Inocencio XI. Luis XIV está furioso. El enfrentamiento entre Roma y París por el asunto del arzobispado de Colonia no se resuelve, la tensión en Alemania permanece alta, y las tropas del príncipe de Orange pueden, por ende, esgrimir un pretexto perfecto para seguir en pie de guerra. Para atacar, luego…, Londres.

Con su negativa a recibir a Chamlais, el Papa puede fingir que ignora el peligro que se cierne sobre los católicos ingleses. Sin embargo, después del desembarco del príncipe de Orange, se traicionará con una frase reveladora, que recuerda Leopold von Ranke (Englische Geschichte, Leipzig, 1870, III 201): Salus ex inimicis nostris, «la salvación llega del enemigo».

La revolución de 1688

Lo hasta aquí dicho no se ciñe al ámbito de un simple debate académico. Para calibrar el alcance de la glorious revolution, y, por lo tanto, de la actuación de Inocencio XI, cedemos nuevamente la palabra a Roloff:

La revolución con la que, en 1688, Guillermo de Orange derrocó al católico Jacobo, supuso un cambio de época tan importante como la otra gran revolución europea, la francesa de 1789. El triunfo del príncipe de Orange significó para Inglaterra no sólo el establecimiento definitivo de la fe evangélica, sino también el afianzamiento del poder del Parlamento y la apertura del camino que conduciría al reinado de los Hannover, todavía hoy en el trono. La victoria del Parlamento sobre la monarquía de Jacobo II permitió la afirmación de los dos partidos que se habían repartido el gobierno en la historia inglesa [los tories y los whigs ]. El poder político pasó duraderamente a manos de las aristocracias de cuna y de dinero, que representaban el interés mercantil en general.

Por otra parte (y eso es lo que más debería haber importado a un Papa), tras la victoria del príncipe de Orange se endurecieron notablemente las leyes que excluían a los católicos de la vida pública; durante el reinado de Jacobo II se habían profesado católicos 300 000 ingleses. En 1780, eran apenas 70 000.

Las deudas de Guillermo

Las cuentas del príncipe de Orange deberían ser un dato preliminar a nuestra disposición. Sin embargo, en las biografías de Guillermo sólo hay sombras en torno a un capítulo fundamental: ¿quién financió los ejércitos que tenía a sus órdenes para defender Holanda? El problema, con todo, radica en que la pregunta no se ha hecho con suficiente firmeza. Lo que no parece de recibo es la falta de curiosidad de los investigadores.

Según el obispo anglicano Gilbert Burnet, contemporáneo y amigo de Guillermo, el príncipe de Orange, «vino al mundo en condiciones bastante desfavorables […]. Sus asuntos privados estaban en pésimas condiciones: de su patrimonio había perdido dos grandes heredades, con las que se quedaron su madre y su abuela, por no hablar de una fuerte deuda que su padre había contraído para socorrer a la corona inglesa» (Bishop Burnet’s History of his own time, Londres, 1857, p. 212).

Burnet tomó parte activa en la preparación de la revolución de 1688, fue de los pocos que tuvo conocimiento del proyecto de desembarco en Inglaterra y estuvo al lado de Guillermo en los momentos más delicados de su «golpe de Estado», incluida la marcha final desde la costa hasta Londres. No sorprendería, pues, que haya callado otros hechos, más embarazosos para la corona y la fe anglicana.

El historiador alemán Wolfgang Windelband saca a colación una carta de Guillermo a su amigo Waldeck, escrita poco después de su ascenso al trono de Inglaterra: «Si supieses qué vida llevo, seguro que te apiadarías de mí. El único consuelo que me queda es que Dios sabe que no me impulsa la ambición» (citado en Wolfgang Windelband, «Wilhem von Oranien und das europáische Staatensystem», en Von staatlichem Werden und Wesen. Festschrift Erich Marcks zum 60. Geburtstage, Aalen, 1981).

¿Estas palabras, se pregunta asombrado Windelband, son propias de un hombre que acaba de hacer realidad el sueño de toda una vida? Y yo añado: ¿por qué no podrían esas palabras ser de alguien con agobiantes e inconfesables problemas de dinero?

Los súbditos ingleses no tenían al nuevo rey por un ejemplo de frugalidad. Como señala Von Ranke (Englische Geschichte, op. cit.), en 1689 Guillermo pidió al Parlamento una renta personal vitalicia a la que habían tenido derecho los soberanos Estuardo que lo habían precedido: «Es necesario para nuestra seguridad disponer de dinero». El Parlamento no se fió: le concedieron al rey sólo una renta anual, con una cláusula que estipulaba taxativamente «no por más tiempo». Guillermo se mostró muy dolido y consideró el rechazo como una ofensa personal. Pero no tenía forma de oponerse. Justo entonces, mira por dónde, tuvieron lugar las negociaciones secretas entre Beaucastel, Cenci y la Secretaría de Estado del Vaticano.

Bien mirada, toda la historia de la casa de Orange está entretejida de episodios reveladores de la difícil relación que los príncipes protestantes tuvieron con el dinero. Según la historiadora inglesa Mary Caroline Trevelyan, «las ambiciones de Guillermo II [el padre de Guillermo III] apenas se habrían frustrado si, en calidad de capitán general de la República holandesa, no se hubiese empeñado en mantener un ejército mayor del que podía pagar». Para encontrar el dinero necesario para la defensa, Guillermo II llegó a recurrir a la violencia, encarcelando, en 1650, a cinco de los principales diputados de los Estados de Holanda y emprendiendo el asedio de Amsterdam (G. J. Renier, William of Orange, Londres, 1932, pp. 16-17).

En 1657, siempre según Trevelyan, la madre de Guillermo III empeñó sus joyas en Amsterdam para satisfacer los deseos de sus hermanos. En enero de 1661 murió en Inglaterra. En el mes de mayo siguiente, la abuela de Guillermo, la princesa Amalia de Solms, hizo abrir una investigación para reclamar las joyas. Su secretario Rivet escribió a Huygens, secretario de Guillermo, que el joven príncipe «no habla sino de este asunto» (Mary Caroline Trevelyan, William the third and the defence of Holland 1672-1674, Londres, 1930, p. 22). Pero ¿por qué le interesaban tanto a Guillermo aquellas alhajas, entre las que había un diamante de 39 quilates montado en plata? ¿Porque quería desempeñar aquel préstamo humillante? ¿O por el valor venal de las joyas?

Por otra parte, el príncipe de Orange debía precisar grandes recursos económicos para sustentar sus empresas bélicas. Durante los meses de preparación del desembarco en Inglaterra, los agentes del Papa en Holanda estaban al corriente de las apremiantes necesidades de Guillermo: a mediados de octubre de 1688 (es Danckelman quien informa de la circunstancia) señalaban que, a causa del fuerte viento, diez o doce buques de la flota de Guillermo no habían regresado de las maniobras en alta mar, y el príncipe de Orange estaba muy afligido porque el retraso en los preparativos le costaba 50 000 livres al día.

La necesidad acuciante puede hacer que un príncipe cometa actos indignos, como el fraude y la traición. Según el historiador de la numismática Nicolò Papadopoli («Imitazione dello zecchino veneziano fatta da Guglielmo Enrico d’Orange (1650-1702)», en Rivista italiana di Numismática e scienze affini, XXIII, fase. III, 1910), en el siglo XVII la ceca del principado de Orange falsificaba con descaro los cequíes venecianos, eludiendo con facilidad las correspondientes sanciones. Cuando en 1646 se descubrió la estafa, la Serenísima República de Venecia libraba la guerra de Candía contra los turcos y obtenía precisamente de Holanda armas y milicias: los venecianos tuvieron que apurar el mal trago en silencio. Es probable que los príncipes de Orange falsificasen también los ducados de oro húngaros, la divisa más común en Holanda.

Los financieros del desembarco en Inglaterra

Guillermo de Orange, pues, era pobre o, mejor dicho, estaba permanentemente endeudado y en busca de dinero para sus empresas bélicas. Por ello, cumple establecer quiénes fueron sus financieros, empezando por los que le prestaron sin ocultarse.

La acción política y militar de Guillermo de Orange, incluida la invasión de Inglaterra, contó fundamentalmente con el apoyo de tres pilares: los banqueros judíos, el almirantazgo de la ciudad de Amsterdam y determinadas familias patricias.

Los banqueros judíos ocupaban un lugar de primer orden en la vida financiera de Amsterdam y de toda Holanda. Entre ellos deslavaba el barón Francisco Lopes Suasso, quien, además de hacer de intermediario diplomático entre Madrid, Bruselas y Amsterdam, sufragaba generosamente a Guillermo. Según los contemporáneos, le anticipó dos millones de florines holandeses sin ninguna garantía, comentando el préstamo con la célebre frase: «Si tenéis suerte, sé que me lo devolveréis; si no, acepto perderlos». El príncipe de Orange obtuvo otras ayudas financieras de los Provéditeurs Généraux (nombre que él mismo les dio) Antonio Álvarez Machado y Jacob Pereira, dos banqueros judíos sefarditas (cfr. D. Swetschinski y N. Schoenduve, De familie Lopes Suasso, financiers van Willem III, Zwolle, 1988).

No fue menos importante para Guillermo el apoyo del almirantazgo de Amsterdam, que, según el historiador Jonathan Israel, suministró cerca del 60% de la flota de guerra y del equipamiento de la tropa que desembarcó en Inglaterra. De acuerdo con estimaciones de la época, eran 1800 hombres que, en la inminencia del desembarco, tenían que hacer guardia día y noche.

Por último, Guillermo recibió aportaciones de algunas familias holandesas, aunque con enormes dificultades. En efecto, obsesionados por el peligro de armar a un príncipe, observa Israel, los patricios de Amsterdam hicieron que pareciese que los fondos que daban para la flota no estaban oficialmente destinados a la expedición a Inglaterra, como si la empresa militar fuese sólo asunto de Guillermo y no también de Amsterdam y de todas las Provincias Unidas. Pero la responsabilidad recaía en Guillermo, y él se hacía cargo de las deudas. Para la ejecución de esta trama, se puso a ese dinero una etiqueta ficticia, con el fin de que no figurase en las cuentas públicas. Así, por ejemplo, una parte de la financiación se desvió secretamente de los cuatro millones de florines que las Provincias Unidas holandesas habían recaudado, en el mes de julio anterior al desembarco, para mejorar su sistema de fortificaciones. Todo ello explica por qué los acreedores recibieron como garantía los bienes personales de Guillermo, es decir, el principado de Orange. Por otra parte, Guillermo estaba destinado a convertirse en rey de Inglaterra, lo que le iba a permitir resolver todos sus problemas de endeudamiento (J. Israel, «The Amsterdam Stock Exchange and the English Revolution of 1688», en Tijdschrift voor Geschiedenis, 103 [1990], pp. 412-440).

Los Bartolotti

Están luego los financieros ocultos: los Odescalchi. Es probable que la familia del Papa no financiase directamente el desembarco de Guillermo en Inglaterra; pero, sin duda, desde hacía mucho enviaba dinero a la familia por caminos tortuosos y secretos. El canal más interesante que los Odescalchi utilizaron con ese fin es el de los Bartolotti, la familia de la que Cloridia habla al mozo en su primer coloquio. Eran nativos de Bolonia, pero su sangre se diluyó muy pronto en la de la familia Van den Heuvel, que siguió llevando el apellido italiano únicamente por motivos hereditarios.

Bien integrados en la aristocracia holandesa, algunos Bartolotti-Van den Heuvel tuvieron acceso a cargos importantes: se hicieron comandantes de la infantería de Amsterdam, regentes de la ciudad o pastores calvinistas. Por fin, su vínculo con la clase dominante se coronó con el matrimonio de la hija de Costanza Bartolotti, Susanna, con Constantin Huygens, secretario de Guillermo III de Orange (Johan E. Elias, De vroedschap van Amsterdam, Amsterdam, 1963,1, pp. 1388-389).

Ahora bien, sólo podía ascender en el escalafón social quien realizaba un ascenso equivalente en el plano de la riqueza. Los Bartolotti, en pocas décadas, se habían convertido en unos de los banqueros más poderosos, capaces de servir a los grandes, como a la casa de Orange. Guillermo Bartolotti, por ejemplo, figuró entre los organizadores de un préstamo de dos millones de florines, a un interés del 4%, a favor de Federico Enrique de Orange, el abuelo de Guillermo. Fue también a Guillermo Bartolotti a quien la abuela de Guillermo, Amalia de Solms, empeñó las joyas de la familia.

El hijo de Guillermo Bartolotti, que había tomado el nombre del padre, prestaba dinero con interés y comerciaba con un socio llamado Frederick Rihel (ambos aparecen en la lista de deudores en los libros maestros de Carlo Odescalchi, Archivo Estatal de Roma, Fondo Odescalchi, Libros maestros, XXIIIA2, f, 152). El joven Bartolotti había heredado del padre no sólo dinero y bienes inmuebles, sino además títulos de crédito. Y, en diciembre de 1665, fallecida también su madre, Guillermo Bartolotti júnior se convirtió en acreedor de Guillermo III de Orange, que a la sazón tenía sólo quince años. En efecto, el príncipe de Orange debía a los Bartolotti 200 000 florines, que debía pagar sobre la base de dos obligaciones. La primera, de 150 000 florines, estaba garantizada por una hipoteca «sobre el dominio de la ciudad de Veere y sus polders», esto es, los terrenos bonificados arrancados al mar. En cambio, la suma restante estaba garantizada por una hipoteca «sobre algunos dominios en Alemania», donde, efectivamente, la casa de Orange tenía algunas posesiones (Elias, op. cit., 1,390).

La afluencia de dinero de la casa de los Odescalchi hacia Holanda, y, por consiguiente, hacia el príncipe de Orange, alcanza su ápice en 1665. Cierto es que en aquel momento Guillermo seguía siendo un adolescente inmaduro, y que los Estados Generales de Holanda, siempre corroídos por la desconfianza que les inspiraban los soberanos hereditarios, esperó hasta abril de 1666 para concederle el título provisional y ambiguo de Infante de Estado. Como también es cierto que durante los dos años del conflicto anglo-holandés, que estalla en 1665, todos los intercambios comerciales con Italia (y quizá también las transacciones financieras) experimentaron una sensible subida. Así pues, el aumento de las remesas de los Odescalchi bien pudo responder a un proceso más general.

Con todo, nadie puede negar que el dinero de los hermanos Odescalchi terminó en las manos de la flor y nata de la aristocracia patricia calvinista de Amsterdam, que luego sustentó a Guillermo y la expedición a Inglaterra. En el caso de los Bartolotti, per tabulas se constata un flujo de dinero que parte de los Odescalchi y termina en Guillermo de Orange. En una palabra, dar dinero a los Bartolotti era como dárselo a Guillermo.

No hay que olvidar que los Odescalchi siguieron prestando dinero a los holandeses hasta 1671; Benedetto Odescalchi era cardenal desde hacía mucho, y ya aspiraba al pontificado.

Después de 1665, los envíos de los Odescalchi a Holanda disminuyeron considerablemente. Es probable que la prudencia o la ambición terminasen imponiéndose. Pues ¿qué habría ocurrido si se descubría que un cardenal de la Santa Iglesia Romana mandaba dinero a tierra de herejes? A buen seguro, un escándalo de proporciones mayúsculas, que habría hundido su reputación. Y Benedetto Odescalchi no podía correr semejantes riesgos: en junio de 1667 iba a tomar parte, por segunda vez en su vida, en el cónclave. Esta vez su nombre figuraba en la lista de los papables. Si a alguien se le ocurría revelar los flujos financieros hacia Holanda, no sería elegido ni aquel año ni nunca.

Feroni, Grillo y Lomellini

La lista de las financiaciones secretas de los Odescalchi no termina aquí. Durante diez años, de 1661 a 1671, también el negrero Feroni recibió en Holanda financiaciones de los Odescalchi, por un total de 24 000 escudos. Las suyas tampoco son transacciones comerciales: en los raros casos en los que ordena el pago de mercancías, Carlo Odescalchi anota minuciosamente el tipo de bien adquirido, los términos de la entrega y todos los pormenores útiles. En cambio, con Feroni, como con los holandeses, no son sino remesas de dinero. Préstamos, una vez más.

Feroni se dedica al tráfico de esclavos de 1662 a 1670, aproximadamente. La fecha clave es el año 1664, cuando la corona española otorga a dos genoveses afincados en Madrid, Domenico Grillo y Ambrogio Lomellini, la concesión para la deportación de esclavos negros a las colonias españolas de Ultramar. Pero, en momentos de trastornos políticos y económicos, los dos mediadores atraviesan por apuros financieros, de los que siempre los saca Feroni. En efecto, el mercader toscano ingresa por cuenta de ellos, y a nombre del rey de España, 300 000 florines al emperador de Viena, que esperaba esos fondos para combatir a los turcos. Cuatro años más tarde, en 1668, Feroni vuelve a ayudar a Grillo y Lomellini anticipando a la corona española 600 000 pesos sobre la plaza de Amberes (P. Benigni, «Francesco Feroni empolese negoziante in Amsterdam», en Incontri — Rivista di studi italonederlandesi, 1,1985, 3, pp. 98-121). Durante esos mismos años, como hemos visto, Feroni recibía dinero de los Odescalchi, quienes, por otra parte, financiaban directamente a Grillo y a Lomellini: en un pequeño libro maestro de la empresa Odescalchi, fechado en 1669 y conservado en el Archivo Estatal de Roma, en la lista de los deudores aparecen también los dos negreros de Madrid (Fondo Odescalchi, XXIII, Al, f. 216; cfr. además XXXIIE 3,8).

Alguien objetará que Feroni no era sólo un traficante de esclavos; había empezado comerciando con sedas y licores, y teóricamente pudo emplear el dinero de los Odescalchi en negocios menos crueles. Pero no es el caso de Grillo y Lomellini: ellos sólo se dedicaban a la trata. Y, gracias a las sumas que recibieron de los Odescalchi y de Feroni, los dos genoveses lograron recuperar el control del comercio de seres humanos y quitárselo a Inglaterra y Holanda.

Intereses personales

Hasta hoy nadie ha intentado aclarar lo que realmente ocurrió entre Inocencio XI y Guillermo de Orange. Y, sin embargo, todos los documentos que he leído eran accesibles: bastaba buscar. Nadie lo ha hecho jamás, y quizá no sin motivo.

Quien debía saber, sabía. Todo conocedor del arte de leer entre líneas, en las refutaciones de Danckelman y de los otros historiadores favorables a Inocencio XI, pudo entender enseguida dónde estaba la verdad.

Por lo demás, los historiadores que han defendido a Inocencio XI de los ataques y de las sospechas no estaban libres de condicionamientos personales. El conde Della Torre Rezzonico, que rebatió la acusación de que el Papa había prestado servicio como mercenario, estaba emparentado, como hemos visto, con los Odescalchi, y era además descendiente de aquel Aurelio Rezzonico que desde Venecia enviaba dinero a Amsterdam como testaferro de los Odescalchi (cfr. G. B. Di Crollalanza, Dizionario Blasónico, Bolonia, 1886, II 99; A. M. Querini, Tiara et purpura véneta, Brescia, 1761, p. 319; Dizionario storico portatile di tutte le venete patrizie famiglie, Venecia, 1780, p. 106).

La posición de Danckelman también merece algún comentario. Los barones Von Danckelman estaban estrechamente unidos a la casa de Orange desde los tiempos de Guillermo III. En el siglo XVII, un célebre antepasado y homónimo del historiador, Eberhard von Danckelman, fue preceptor en la corte del príncipe elector Federico de Brandeburgo y posteriormente primer ministro. Pero el príncipe era además tío de Guillermo de Orange, al que respaldó varias veces en las guerras contra Francia. El príncipe elector de Brandeburgo fue quien siempre concedió a los Danckelman el título nobiliario. Calvinistas practicantes, es indudable que los Danckelman no podían aceptar la verdad: Guillermo de Orange se había hecho con el trono inglés merced, en parte, al dinero de un papa, valiéndose, por añadidura, de la política exterior de Inocencio XI, que era, como el propio Guillermo, enemigo acérrimo de Luis XIV. Por último, no se puede descartar que los Danckelman procediesen así impulsados por intereses económicos: la familia era originaria del condado de Lingen, que formaba parte del patrimonio de la casa de Orange; a la muerte de Guillermo pasó a su tío, el príncipe elector de Brandeburgo (cfr. Kürschners deutscher Gelehrter Kalender, 1926, II 374; C. Denina, La Prusse littéraire sous Frédéric II, Berlín, 1791,1 ad vocem; A Róssler, Biografisches Worterbuch, ad vocem).

Ahora bien, como todos los otros historiadores, Danckelman oculta a sus lectores sus condicionamientos personales. Mediante reticencias y artificios, presenta los hechos con una parcialidad consciente y solapada.

Determinados actores de los hechos históricos a los que aquí nos referimos no actuaron de otra forma. Hasta el cardenal Rubini, el secretario de Estado de Alejandro VIII que obligó a monseñor Cenci a rechazar la oferta de Beaucastel, tenía intereses personales en el asunto. En efecto, la familia Rubini figuraba ya en los días del abuelo del cardenal entre los deudores de Inocencio XI, como consta claramente en los libros maestros de Carlo Odescalchi. Lo más prudente era cerrar sin demora el desagradable tema de los préstamos que Cenci había sacado en Aviñón: Rubini sabía perfectamente que el dinero de los Odescalchi había ido en mil direcciones (Fondo Odescalchi, XXIIA9, f. 179; XXIIA13, año 1650; Querini, op. cit, p. 282; G. M. Crescimbeni, Notizie istoriche degli Arcadi morti, Roma, 1720, III67; T. Riccardi, Storia dei vescovi vicentini, Vicenza, 1786, p. 238).

Ese hecho también lo conocía otro personaje de la jerarquía vaticana, monseñor Giovanni Antonio Davia, que durante el golpe de mano de Guillermo de Orange ocupaba el estratégico cargo de internuncio apostólico en Bruselas. Su familia recibía dinero en préstamo de la del Papa (así lo demuestran, una vez más, los libros maestros de Carlo Odescalchi), pero a monseñor Davia le faltó olfato para comprender que Inglaterra estaba a punto de caer en manos de los herejes (Fondo Odescalchi, XXVIIB6; E. Danckelman, «Zur Frage der Mitwissenschaft Papstes Innozenz XI an der oranischen Expedition», en Quellen und Forschungen aus italienischen Archiven und Bíbliotheken, XVIII [1926], pp. 311-333).

Tampoco fue rápido de reflejos el enviado apostólico en Londres, el conde Ferdinando D’Adda, quien, como han señalado los historiadores, se mostró extrañamente incapaz de intuir y de informar a Roma de las tramas con que los amigos londinenses de Guillermo se preparaban para apoyar desde el interior el golpe de Estado (G. Gigli, «II nunzio pontificio D’Adda e la seconda rivoluzione inglese», en Nuova rivista storica XXIII [1939], pp. 285-352). Aunque el conde D’Adda cumplió francamente mal su cometido, ello no fue óbice para que Inocencio XI (también pariente suyo) lo ascendiese luego a nuncio. ¿Desempeñar mal sus funciones formaría parte de sus obligaciones?

El problema judío

Los historiadores han identificado tres canales de financiación empleados por el príncipe de Orange: el almirantazgo de Amsterdam, las familias nobles holandesas y los banqueros judíos. Ya sabemos que el dinero de los Odescalchi circulaba por dos de dichos canales. En efecto, los préstamos de la familia de Inocencio XI llegaron a poder del almirantazgo de Amsterdam (en la persona de Jean Neufville, nombrado almirante por el propio Guillermo de Orange) y de numerosas familias de la aristocracia económico-financiera holandesa: los Deutz, los Hochepied y los Bartolotti, todos los cuales figuran en los libros maestros de Carlo Odescalchi.

En una palabra, de los tres canales, a dos los surtía la familia del beato Inocencio. Los Odescalchi sólo tenían entonces un competidor para sustentar financieramente a la casa de Orange: los banqueros judíos. Puede que sea casualidad, pero entre las muchas medidas rigoristas que introdujo Inocencio XI durante su pontificado, una atañía precisamente a las finanzas. El beato Inocencio prohibió a los judíos, bajo la amenaza de fuertes sanciones, el ejercicio de la actividad bancaria: justo el ámbito donde descollaba la familia Odescalchi. La grave medida, que marcaba el final de un largo periodo de tolerancia por parte de los Papas, determinó la decadencia económica de los judíos romanos, que hasta los albores del siglo XIX asistieron impotentes al ininterrumpido crecimiento de sus deudas y al hundimiento de sus ingresos. Al mismo tiempo, el papa Odescalchi instituyó el Monte de Piedad, que, aunque constituía una iniciativa meritoria y socialmente muy valiosa, no dejó de privar a los banqueros judíos de recursos y clientes.

Inocencio XI dictó la prohibición de ejercer el préstamo con interés en 1682. Ese mismo año, el banquero judío Antonio Lopes Suasso había concedido a Guillermo de Orange un préstamo de 200 000 guilders. ¿Simple coincidencia?

Como hemos visto, los Odescalchi financiaban en Madrid el tráfico de esclavos de Grillo y Lomellini. Pero también en este caso los judíos eran sus competidores: la empresa de Grillo estaba financiada por los banqueros Lopes Suasso. ¿Otro capricho del azar?

Lo dicho hasta aquí tal vez no sea suficiente para afirmar que la prohibición que promulgó Inocencio XI respondía a intereses personales. Muchos siglos después, la beatificación del papa Pío IX acarrearía candentes polémicas a causa de su declarado antisemitismo. Bien mirado, sin embargo, ese Papa no fue el primer adversario de los judíos que alcanzó el honor de los altares, sino Inocencio XI, quien, quizá al revés que Pío IX, tenía algún motivo concreto y muy personal para odiar al pueblo de Israel. Y, por un enésimo capricho de la Historia, la beatificación de Inocencio XI tuvo lugar durante el pontificado de Pío XII: otro Papa cuya actitud con los judíos, como ya es sabido, es por lo menos controvertida, pues se le ha llegado a acusar incluso de haber ocultado lo que sabía de la Shoah.

Las otras financiaciones de los Odescalchi en Holanda

Además de las financiaciones destinadas a Guillermo de Orange, los libros maestros de la familia Odescalchi revelan muchos otros flujos de dinero en los que merece profundizar. Está, por ejemplo, el caso de Henrik y Franciscus Schilders, a quienes, de marzo de 1662 a mayo de 1671, les son ingresados 10 542 escudos. Los Schilders trabajaban en el sector de los suministros militares: Franciscus había sido comisario de avituallamiento del ejército en Amberes, en los Países Bajos españoles. Quien lo abastece de centeno para el ejército español es el mercader italiano Ottavio Tensini. Asegurador, fletador de barcos, importador de caviar, sebo y pieles de Rusia, y proveedor de fármacos para el zar, también Tensini recibe dinero de los Odescalchi: 11 206 escudos de enero de 1665 a noviembre de 1670. ¿Pudo emplearlo para proporcionar suministros militares al príncipe de Orange?

Asimismo, sería oportuno rastrear los más de 11 000 escudos que Cernezzi y Rezzonico enviaron durante tres años a la sociedad comercial holandesa de Giovan Battista Bensi y Gabriel Voet. Bensi no sólo comerciaba con pieles y cereales, sino también con armas, por lo que es legítimo preguntarse si alguna partida de mosquetes (quizá con bandolera de piel de foca, como los que vendía el mercader italiano) no fue comprada con el dinero de los católicos Odescalchi para acabar en los brazos de soldados protestantes.

Tampoco estaría de más aclarar otras operaciones financieras. Por ejemplo, los depósitos que desde 1687 se realizaron a favor del cardenal austríaco Kollonitsch: en el archivo «privado» de los Odescalchi, en efecto, constan órdenes de pago y letras de cambio por las que se envían 3600 táleros imperiales a Kollonitsch (Fondo Odescalchi, XXVIIG3). El cardenal, infatigable defensor de Viena durante el asedio de 1683, fue además protagonista de la posterior reconquista de Hungría. Pero en Hungría estaba el ducado de Sirmio, que el emperador vendió después a Livio Odescalchi: ¿quizá porque los Odescalchi eran sus acreedores? Hay que sumar el hecho de que en 1692 Livio Odescalchi hace al emperador un nuevo préstamo de 180 000 florines para la guerra contra los turcos, a un interés del 6% y con la garantía de una hipoteca sobre los aranceles imperiales de la provincia de Bolzano (Fondo Odescalchi, Ap. 38, n. 114,1). Sin duda, para la fe católica sería sumamente ultrajante confirmar el tenor de estos datos, a saber, que las tierras de Hungría fueron reconquistadas con la sangre de los soldados cristianos para ser luego vendidas a los financieros del imperio: los Odescalchi.

Por otra parte, para los aficionados a la Historia puede ser de interés la larga lista de otros mercaderes italianos afincados en Holanda y Londres, con los numerosos depósitos de dinero hechos a su nombre, que recoge el libro de Carlo Odescalchi: Ottavio Tensini (suegro de Feroni), Paolo Parenzi, Gabriele Voet, Giuseppe Bandinucci, Pietr’Andrea y Ascanio Martini, Giuseppe Marucelli, Giovanni Verrazana, Stefano Annoni, Giovan Battista Cattaneo y Giacomo Bostica.

Quedan también por aclarar las relaciones con otros negociantes holandeses y flamencos como Geremia Hagens, Isach Flamingh, Tomaso Verbecq o Peter Vandeput. Todos ellos son destinatarios de sumas cuyo total asciende a 14 000 escudos, sin que Carlo Odescalchi haya anotado en ningún sitio el motivo del depósito (cfr., por ejemplo, Fondo Odescalchi, XIII A2, f. 1, 84, 97-122, 134, 146, 159, 179, 192, 220, 244, 254, 263, 300). Una investigación en profundidad debería empezar por los registros notariales de Amsterdam, Londres y Venecia, en busca de escrituras constitutivas de empresas comerciales, contratos y letras de cambio.

El juego del emperador

En las vertiginosas vueltas dadas por el dinero que determinó secretamente la política europea de 1660 a 1700, no cabe duda de que al emperador Leopoldo I de Austria le tocó desempeñar un papel de especial relevancia. Leopoldo sabía perfectamente que el dinero circulaba entre los testaferros venecianos de los Odescalchi y los financieros herejes holandeses. Para cerciorarse de ello, basta echar una ojeada a los documentos que ya se conocen desde hace tiempo (Hans von Zwiedineck, Das graflich Lamberg’sche Familienarchiv zu Schloss Feistritz bei Ilz, Graz, 1897). Mientras desde Venecia, a través de la Cámara Imperial, Aurelio y Carlo Rezzonico concedían préstamos a Leopoldo y revendían a los holandeses los barriles de mercurio entregados como fianza por el emperador, éste otorgaba, en enero de 1666, el título de barón a los dos testaferros de los Odescalchi «por una conclusión más rápida del negocio».

En realidad, no podía haber grandes dificultades, dado que el inspector jefe de las minas austriacas de mercurio, es decir, el intermediario financiero por parte imperial de la operación, el barón Abbondio Inzaghi, era paisano de los Odescalchi: también procedía de una antigua familia de Como, como el beato Inocencio. Desde Viena, además, actuaba como mediador entre Inzaghi y los Rezzonico el barón Andrea Giovannelli, primo de Carlo y Benedetto Odescalchi, quien también debía su título nobiliario a Leopoldo.

En 1672, el año del encarnizado conflicto entre Francia y Holanda, el conde Karl Gottfried von Breuner, representante de Leopoldo para los asuntos económicos y militares, propone nombrar a Inzaghi agente para los «intercambios comerciales proyectados con los holandeses». Por su lado, el emperador le recuerda a Breuner que ya tiene una deuda de 260 000 florines con un tal Deutz: el mismo banquero holandés hereje al que los holandeses revendían el mercurio.

El notario de Como que escrituraba los contratos entre Rezzonico, Cernezzi e Inzaghi era un tal Francesco Peverelli (sobre él, cfr., por ejemplo, Fondo Odescalchi, XXXIII Al, f. 78; Archivo del Palacio Odescalchi, I D6, f. 70, 89, 352, 383). Pero la familia Peverelli también estaba integrada por súbditos de Leopoldo, a los que éste había dado generosas sumas de dinero y tierras.

Aún hay más: la devolución de los préstamos concedidos a Leopoldo estaba garantizada no sólo por barriles de mercurio, sino también por los ingresos de los aranceles de aduanas de las fronteras del Imperio. Tras la muerte de Carlo y Benedetto Odescalchi, Leopoldo seguirá financiándose con la garantía de los aranceles. Eso sí, lo hará, casualmente, con Livio Odescalchi, el sobrino del beato Inocencio, que le prestará sumas ingentes para sus gastos militares.

En el affaire Odescalchi sólo participan un círculo muy estrecho de personas. Y siempre será preferible que sus mayores secretos se guarden dentro de ese círculo. Así, cuando en 1758 un Rezzonico se convirtió en Papa con el nombre de Clemente XIII, elegirá como clericato de cámara —¡nueva casualidad!— a un Giovannelli.

Pero en esta historia abundan los ejemplos de esta clase. Baste recordar que el dinero de los Odescalchi terminó en poder de los Bartolotti, que estaban emparentados con Johann Huydecoper, burgomaestre de Amsterdam y diplomático acreditado por el Gobierno de Amsterdam ante la corte del príncipe Federico de Brandeburgo, tío de Guillermo de Orange, del que, como sabemos, era súbdito un tal Danckelman…

El secreto de los libros maestros

Descifrar los libros maestros de Carlo Odescalchi ha requerido mucho tiempo. Las autoridades venecianas del siglo XVI impusieron la obligación de llevar libros contables como garantía y protección del comercio. Sin embargo, no bien se introdujo, los mercaderes burlaron hábilmente la norma, transformando sus libros en apretadas listas incomprensibles de cifras y nombres, redactados por contables de confianza bajo el directo control de su jefe, el único capaz de descifrar los libros. Carlo Odescalchi llegó más lejos: hacía personalmente, con una grafía casi ininteligible, los libros maestros. Además, los libros contables de familia, como los de Carlo Odescalchi, ocultaban secretos aún más íntimos, asuntos privados de lo más delicados. Se guardaban bajo llave en escondrijos inaccesibles, y eran muchas veces destruidos antes de que cayesen en manos extrañas (cfr., por ejemplo, V. Alfieri, Lapartita doppia applicata alie scritture delle antiche aziende mercantili veneziane, Turín, 1881).

La partida doble, que ya se aplicaba, aunque de forma rudimentaria, en los libros maestros de los mercaderes italianos, brilla por su ausencia en los registros contables de los Odescalchi. Las operaciones se mezclan sin rigor de cronología ni de imputación. Constan las salidas, pero no se dice nada del resultado de cada una de las operaciones ni del resultado final.

Todo habría sido más sencillo si hubiese podido consultar los diarios de empresa que describen las operaciones, cuyos importes se anotan en los libros maestros. Pero los diarios, desgraciadamente, no se han conservado. El inventario de la herencia de Carlo Odescalchi podría haber ayudado a encontrar probables créditos contratados con Guillermo de Orange. Pero tampoco había rastros del inventario.

Carlo el diligente

En la Biblioteca Ambrosiana de Milán (Fondo Trotti n. 30 y 43) está el minucioso diario que Carlo Odescalchi llevó desde 1662 hasta su muerte, y que hasta ahora nadie había descubierto. Lamentablemente, no cuenta nada sobre los negocios de la familia: contiene sólo metódicas anotaciones sobre la salud, los encuentros cotidianos, las condiciones atmosféricas. El 30 de septiembre de 1673, día de la muerte de Carlo, una mano anónima describe los últimos instantes del moribundo: la extremaunción, la asistencia espiritual que le prestan dos padres de la Compañía de Jesús, la muerte vivida con sentimientos «de verdadero Caballero». Sigue un breve elogio de sus virtudes: prudencia, humildad, justicia. Pero, por encima de todo, «fue muy diligente en anotar todas sus cosas con su puño y letra, lo que le valió para que nada se torciese tras su muerte y se pudiesen hacer todos los inventarios de muebles, inmuebles, créditos e intereses externos».

El anónimo ensalza más la precisión de Carlo para llevar y registrar las cuentas y los papeles de negocios que sus virtudes morales. El «Caballero» Carlo Odescalchi debía de ser todo un maestro del arte de archivar. ¿Cómo se explica, pues, que hayan desaparecido el inventario de su herencia y los diarios de sus libros maestros?

Negociaciones secretas

Desde época medieval, cuando los Papas dejaban Roma para instalarse en Aviñón, la pequeña ciudad provenzal y los campos de alrededor (el condado de Venaissin) formaban parte integrante del Estado Pontificio.

Sin embargo, en septiembre de 1688 los enfrentamientos entre Luis XIV e Inocencio XI desembocaron en la ocupación de Aviñón por parte de las tropas francesas. Pasado menos de un año, en agosto de 1689, murió el papa Odescalchi. El nuevo pontífice, Alejandro VIII Ottoboni, dio enseguida un vuelco a la política de su antecesor, inaugurando una línea abiertamente pro francesa. En señal de deshielo, el Rey Cristianísimo aceptó entonces liberar Aviñón. Así, a finales de 1689 fue a la pequeña ciudad provenzal el vicelegado apostólico Baldassare Cenci con el encargo de controlar la devolución de los territorios pontificios, de calcular los daños que había provocado la ocupación de las tropas francesas y de recuperar las riendas de la administración local.

Pero Cenci tuvo que afrontar de inmediato una situación cuando menos turbulenta. Si la ocupación francesa había causado ingentes daños en Aviñón, las cosas estaban aún peor en el vecino principado de Orange, el feudo del príncipe Guillermo, desde hacía décadas víctima de las periódicas y devastadoras incursiones de los dragones franceses. Además, el príncipe de Orange acababa de convertirse en rey de la lejana Inglaterra, y sus súbditos se sentían —no sin motivo— abandonados a su suerte. Eran en su mayoría protestantes, y temían que las persecuciones de los franceses, aunando las razones religiosas a las políticas y militares, diesen el golpe de gracia a su ya atormentado principado. La paz en Aviñón, pues, corría pareja con una situación muy convulsa en Orange.

El 7 de noviembre Cenci informó a Roma de que en el antiguo anfiteatro romano de Orange (que entonces todos llamaban «Le Cirque») se había celebrado una asamblea con los representantes de todos los súbditos del principado, que habían decidido ofrecer a Luis XIV el dominio sobre el reino de Guillermo. Era una maniobra desesperada: más valía estar sometido al enemigo que tenerlo en contra.

Mientras Cenci viajaba de Roma hacia Aviñón, un prelado aviñonés, el auditor de la Rota Paolo de Salvador, recibió una extraña carta de uno de los súbditos de Orange, monsieur de Beaucastel, protestante convertido hacía poco al catolicismo y representante de los ciudadanos de Orange en la corte de París. La carta contenía una propuesta explosiva, por no decir más: hartos de las persecuciones francesas, los habitantes del principado de Orange deseaban en realidad entregarse al papado.

En cuanto lee la carta que ha recibido de Salvador, Cenci comprende lo delicado del asunto e informa inmediatamente a Roma, a la Secretaría de Estado del Vaticano. Cenci escribe que la propuesta se debe aceptar. Bien es cierto que Orange se había entregado a Francia, pero cabía que Luis XIV renunciase al principado de Guillermo si el Papa lo ayudaba en su lucha contra el príncipe de Orange para reponer en el trono al recién depuesto rey católico Jacobo Estuardo. Ahora bien, para la Iglesia resultaba violento recibir el feudo de un príncipe hereje (ahora convertido, además, en soberano inglés). Por consiguiente, Cenci sugiere un pretexto: el principado podría ser aceptado como resarcimiento por los daños causados en Aviñón por las luchas entre católicos y protestantes, que durante muchos años han devastado la Provenza.

Pero la Secretaría de Estado del Vaticano le ordena al vicelegado que no acepte la propuesta: Beaucastel debe acudir a Luis XIV, mucho más capacitado que la Iglesia para proteger el principado de Orange.

Entre tanto, Beaucastel visita a Cenci y, en presencia de Salvador, repite la oferta. Cenci la rechaza, y Beaucastel responde entonces de forma ambigua. Dice que en el pasado la Santa Sede ya ha hecho algo análogo: posee, en efecto, el condado de Venaissin, «por un pacto en vigor entre el rey de Francia y el Papa que estableció la división después de la guerra contra los albigenses».

Es una alusión venenosa: en efecto, entre finales del siglo XII y principios del XIII, se erradicó con gran esfuerzo de la Provenza la mala hierba de la herejía (G. Moroni, Dizionario di erudizione storico-ecclesiastica, Venecia, 1840, ad vocem «Contado venaissino»). Una cruzada sanguinaria y atroz diezmó el ejército del príncipe Raimundo VI, señor de la Provenza y desde hacía tiempo acusado de propalar las doctrinas de los albigenses, contrarias a la Iglesia de Roma. Ante el temor de que no tardasen en capturarlo y entregarlo a la Inquisición, Raimundo prometió al papado algunos territorios, entre ellos, tres castillos situados en el condado de Venaissin, así como una parte de Aviñón. Si Raimundo abrazaba la doctrina de los herejes albigenses, rezaba el pacto con el papado, esos bienes pasarían a la Iglesia. Y eso ocurrió: Raimundo perseveró en el error, fue declarado hereje y excomulgado. Entonces siguió la lucha su hijo Raimundo VII, que acabó derrotado en el campo de batalla por el papa Gregorio IX y por el soberano francés, Luis IX el Santo. Así pues, aunque mediante la fuerza, las obligaciones entre la Iglesia y los herejes se cumplieron: con el tratado de París de 1228, las tierras y los castillos de los albigenses pasaron al Vaticano. Cierto es que la promesa que hizo Raimundo a la Santa Sede no era fruto de un préstamo en dinero, pero la alusión de Beaucastel a un pacto entre católicos y herejes, pagado con las tierras de estos últimos, suena cuando menos insinuante.

Mas volvamos a las negociaciones secretas entre Cenci y el representante de Orange. Tras la maliciosa alusión al pasado, llega al meollo: «Aquí en el reino es una creencia muy común —revela Beaucastel— la de que el príncipe de Orange debe al Pontificado anterior grandes sumas, para cuyo pago cree que puede ofrecer fácilmente la posesión de un Estado del que tan poco capital se puede obtener».

En una palabra, Guillermo de Orange se había endeudado fuertemente con Inocencio XI y pensaba que podría pagarle regalándole el pequeño principado de Orange, que, por otra parte, le rendía muy poco.

Cenci vuelve a informar de todo a Roma. Pero la Santa Sede rechaza de nuevo la propuesta, y en términos más rotundos: es imposible que el papa Odescalchi haya prestado dinero a un príncipe hereje. Sin embargo, la escandalosa revelación ya está en boca de mucha gente. En efecto, Cenci escribe otra vez a Roma diciendo que hasta el ex tesorero de Guillermo de Orange, monsieur de Saint-Clément (que de los asuntos del príncipe hablaba sin duda con conocimiento de causa), aconseja a sus conciudadanos que se sometan a los franceses. Ya le hemos pagado demasiado al papado, dice el ex tesorero de Guillermo, y siempre será más fácil mantener a las tropas de Luis XIV que conseguir «del Espíritu Santo» el dinero para el Papa. El principado de Orange, por lo dicho hasta aquí, queda como un bien tasado para que el pontífice pueda recuperar su dinero.

Nos hallamos ante la prueba más clara de las deudas que Guillermo de Orange contrajo con Inocencio XI: el propio tesorero de Guillermo las menciona abiertamente, y de la circunstancia informa con el mayor sigilo una fuente (el vicelegado apostólico de Aviñón) que no tiene el menor interés en difamar a nadie.

El nuevo papa —responde a Cenci el cardenal Rubini, secretario de Estado— no tiene ninguna intención de acoger entre sus súbditos al pueblo de Orange, no obstante su «unánime voluntad» de unirse al papado: el pontífice no quiere contar con más súbditos de los que ya posee. En cambio, el rey de Francia tiene muchas más posibilidades de satisfacer las necesidades de la gente de Orange. Pero, sobre todo, subraya Rubini, hay que rechazar la justificación de la anexión, a saber, que «el príncipe de Orange debe al Pontificado anterior grandes sumas». Las negociaciones entre Cenci y Beaucastel fracasan, Francia se queda con Orange.

Ésta es la única carta que publica Danckelman, pero ad confutandum: ya que si Rubini niega que Inocencio XI prestase jamás dinero a un príncipe hereje, sencillamente los préstamos nunca existieron. Pero Danckelman, muy taimadamente, evita publicar las cartas anteriores de Cenci (conservadas, como la otra, en el Archivo Secreto del Vaticano), de las que se extrae una conclusión diametralmente opuesta. Una conclusión confirmada, como hemos visto, por los libros maestros de Carlo Odescalchi.

La correspondencia Cenci

Ofrecemos a continuación las cartas, conservadas en el Archivo Secreto del Vaticano, entre monsieur Beaucastel, Baldassare Cenci, vicelegado de Aviñón, y la Secretaría de Estado del Vaticano.

Fondo de la Secretaría de Estado, legación de Aviñón, carpeta 369 Monsieur Beaucastel a Paolo de Salvador (traducida), 4 de octubre de 1689:

Señor:

Después de testimoniaros la alegría interior que siento por haber visto restablecida la autoridad del Papa, a Su Eminencia a punto de regresar y a vos de nuevo en las funciones de vuestro cargo, me apremia la obligación de deciros que la extrema desolación en la que vive este Estado amenazado por diecisiete compañías de dragones y veinte compañías de infantería, que ya nos han ordenado alojar, nos ha forzado a darnos al rey [de Francia], y que la ceremonia se celebró el martes pasado, festividad de todos los Santos, en la plaza del Circo, donde se reunieron todos los órganos de este Estado. No sé deciros si todo estaba predispuesto, aunque estoy convencido de que sí, y os hablaré de ello detenidamente en cuanto sepa de la llegada de Su Eminencia [Cenci]. En su presencia os explicaré mis pensamientos si [palabra incomprensible] confiarla al papel, la adivinaréis fácilmente si os digo que ella haría nuestra felicidad igual a la vuestra, y que la coyuntura de los hechos presentes podría hacerla posible sin demasiado esfuerzo. Padezco un reumatismo que me tiene casi impedido, pero en cuanto me levante haré que me lleven a Aviñón, no bien sepa que Su Eminencia está con vos, para ir a renovarle el homenaje de nuestra humilde y respetuosa servidumbre. Os ruego que le transmitáis los votos que he hecho por su regreso, y el dolor que he experimentado por su alejamiento. Mientras, disfrutad de las dichas que tenéis; nosotros participamos de ellas indirectamente, pues es imposible que algún rayo no nos llegue. Yo, por mi parte, puedo aseguraros que he sentido tanto gozo por lo ocurrido [la vuelta de Aviñón al papado] como si fuese un compatriota vuestro (ojalá hubiese podido serlo), pero non datur ómnibus adire Corinthum, o mejor dicho, Avenionem. Ignoro si en estas tres palabras de latín he cometido alguna infracción contra las reglas, pero puedo aseguraros que nunca cometeré ninguna contra los votos que he hecho.

Vuestro muy humilde y obediente servidor,

Monsieur Beaucastel

Fondo de la Secretaría de Estado, legación de Aviñón, carpeta 350 Monseñor Cenci a la Secretaría de Estado (descifrada), sin fecha:

Un súbdito fidelísimo de la Santa Sede y de buen talento, caballero aviñonés, me ha hecho llegar una carta que le ha escrito un súbdito del príncipe de Orange, de la que se deduce un gran deseo de aquel principado de someterse al dominio de la Santa Sede, y mucha facilidad de que esto pueda cumplirse por las circunstancias de los tiempos presentes, y añade que vendrá a congratularme por mi regreso en cuanto se lo permita una enfermedad de catarro que sufre ahora mismo. Si me habla de ese negocio, escucharé y pasaré a informar de todo lo que me diga, y no aceptaré ni alejaré el 2657 [¿negocio?]. Parece que no se puede dudar del consentimiento de los de Orange, porque las enormes estrecheces que el Rey Cristianísimo les hace pasar y la imposibilidad de que su príncipe natural los defienda, los ha llevado a la desesperada salida de rebelarse contra esto y darse al Rey Cristianísimo, como advertía en mis anteriores, por lo que les sería infinitamente más grato someterse al dulcísimo dominio de Su Santidad, como el que han experimentado los súbditos de este Estado, sin desear nada mejor durante muchos cientos de años. Según ellos, el Rey Cristianísimo relegaría sus intereses de conservar aquel principado, si alcanzase el compromiso de Su Santidad, y de sus sucesores, para apoyar al rey Jacobo, para 2488 [¿movilizarse?] contra el rey Guillermo si la Santa Sede despojase a éste de dicho principado. La justicia de la adquisición se puede basar en el acuerdo del pueblo, que se daría a Su Santidad para librarse del sometimiento a un príncipe hereje, que además no está en condiciones ni tiene la voluntad de defenderlo de una extrema miseria. Por otra parte, en lo referente a las exigencias de la Santa Sede por el gravísimo daño que en el pasado los de Orange le causaron por su odio de la 2601 [¿fe?] católica, que, hasta donde sé, jamás ha sido resarcido, con pedir tributos a todo el país, tributos por los cuales la comunidad de Aviñón tiene una deuda de cientos de miles de escudos […].

Mi ministerio me ha obligado a comunicar lo que sé acerca del importantísimo negocio. La hoja aneja incluye copia de la carta antes mencionada, que ha sido escrita al señor Salvador, auditor de la Rota de Aviñón, por el señor Beaucastel, caballero de Courteson. Éste, por otros asuntos de los que he tratado personalmente con él, me parece hombre de gran talento, recién convertido a nuestra fe, pero firme, por su apariencia exterior, en su nueva creencia, apreciado en la corte de Francia y con un elevado cargo en su patria, que le concedió el Rey Cristianísimo, del que fue diputado hace dos años por intereses de su público como el hombre más capaz y más querido por sus conciudadanos. El susodicho señor Salvador, que me ha entregado la carta antes mencionada, me ha dicho que uno de los cónsules de Courteson está [palabra incomprensible] dispuesto a proponer la aceptación del principado, asegurando que el Rey Cristianísimo seguramente dará su consentimiento.

Fondo de la Secretaría de Estado, legación de Aviñón, carpeta 350 Monseñor Cenci a la Secretaría de Estado (descifrada), sin fecha:

El martes pasado, Beaucastel vino a verme con el auditor Salvador, y en su presencia me declaró abiertamente la voluntad conforme de las personas del principado de Orange de estar bajo el dominio de la Santa Sede. Le respondí que era algo deseable, pero lejos de poder convertirse en realidad, y en la continuación de la charla le pregunté qué fundamento tenía para creer en el consentimiento del rey de Francia. Él me respondió solamente que la Santa Sede posee también este condado de Venaissin por un pacto en vigor entre el rey de Francia y el Papa que estableció la división después de la guerra contra los albigenses. Añadió que aquí en el reino es una creencia muy común la de que el príncipe de Orange debe al Pontificado anterior grandes sumas, para cuyo pago cree que puede ofrecer fácilmente la posesión de un Estado del que tan poco capital se puede obtener. Aduje difusamente lo muy improbable que era que el difunto Santo Pontífice hubiese suministrado dinero al príncipe de Orange y, como quiera que ya no obtuve más información relevante de él, concluí que no era competencia de mi ministerio conocer los intereses que Su Santidad pudiese tener con el Rey Cristianísimo y con los otros príncipes de Europa, por lo que carecía de potestad para ofrecer a él y sus conciudadanos la satisfacción deseada. No obstante ello, le manifesté mis sentimientos de gratitud por su deseo de convertirse en súbditos de mí príncipe, y de compasión por el estado francamente miserable en el que se hallan. Salvador, que volvió otro día para hablarme de este negocio, me ha dicho que Beaucastel estaba atormentado por la frialdad con que había acogido el asunto, y yo le he replicado con los mismos argumentos.

Fondo de la Secretaría de Estado, legación de Aviñón, carpeta 350 El cardenal Ottobini a monseñor Cenci, 6 de diciembre de 1689:

A Su Beatitud ya le he informado cumplidamente de todo cuanto Vuestra Ilustrísima me dice en su hoja en números sobre lo que le ha participado el caballero aviñonés con la carta que le ha escrito su amigo en Orange, donde se presupone el vivo deseo de aquellos súbditos de darse a la Santa Sede. Nuestro Señor aprueba que Vuestra Ilustrísima escuche de buen grado y muestre sentimientos de plena satisfacción y de agradecimiento por su buena disposición en todo lo que tenga que ver con esto, pero os pide que no os comprometáis a nada, pues Nuestro Señor cree que podrán ser defendidos con más seguridad por el Rey Cristianísimo, y que vivirán mejor bajo su protección que bajo la de la Santa Sede, que ésta no tiene la fuerza ni las armas para defender al Estado de Orange.

Fondo de la Secretaría de Estado, legación de Aviñón, carpeta 59 Monseñor Cenci al cardenal Ottoboni, 12 de diciembre de 1689:

Tengo constancia de que el señor conde de Grignan y el señor intendente de Provenza [los lugartenientes franceses en Aviñón] han comunicado a los habitantes de la ciudad de Orange y de los otros lugares del principado que al Rey Cristianísimo le ha agradado el consabido acto que ellos hicieron de renunciar al dominio del príncipe y someterse al de Su Majestad, y que además les han asegurado que recibirán muestras de su bondad a principios del año próximo.

Un tal señor de Saint-Clément, ex tesorero del príncipe de Orange, ha dicho que en el futuro ellos no volverán a pagar nada, salvo una soldada para los pertrechos de cada recluta, mientras que por el papado han pagado mucho más, y que el pan y la harina de munición para el mantenimiento de esos soldados ya no tendrá que conseguirse del Espíritu Santo, como se hacía con el papado, por todo lo cual el acuartelamiento de la infantería en sus tierras va a procurarles más alivio que daño […].

Carta publicada por E. Danckelman, Zur Frage der Mitwissenschaft Papstes Innozenz XI an der oranischen Expedition, Quellen und Forschungen aus italienischen Archiven und Bibliotheken, 18 (1926), pp. 311-333.

El cardenal Rubini a monseñor Cenci, 13 de diciembre de 1689:

A las nuevas declaraciones que Beaucastel ha hecho a Vuestra Ilustrísima en presencia del auditor Salvador, acerca de la unánime voluntad de los pueblos de Orange de darse y someterse al dominio de la Santa Sede, Vuestra Ilustrísima respondió sabiamente, como hizo ante el falso supuesto de que el príncipe de Orange debía al Pontificado anterior grandes sumas, por cuya causa podía ceder aquel Estado, del que tan poco capital puede obtener el príncipe. Es un juicio sobremanera impropio y maligno, pues todo el mundo sabe muy bien que aquel Santo Pontífice no era capaz de unirse y prestar ayuda a un príncipe hereje, ni de tener el menor acuerdo con él, ni con otros príncipes herejes. En cuanto a la respuesta que hay que darles, si vuelven a presentar el tema, podéis repetir los términos que os transmití por orden de la Santa Sede el pasado mes, a saber, que ésta estima que aquellos pueblos podrán ser defendidos con más seguridad por el Rey Cristianísimo, y vivir mejor bajo su protección que bajo la de la sede apostólica, que no desea los Estados ajenos, sino sólo conservar los propios, ni tiene armas ni fuerzas para defender el de Orange.

Pagar el préstamo

¿Se pagó alguna vez el préstamo que los Odescalchi hicieron a Guillermo de Orange? Para responder a este interrogante, antes hay que examinar otro acontecimiento, no menos extraordinario.

Inocencio XI pasa a mejor vida en agosto de 1689. Pocos meses después, muere en Roma Cristina de Suecia, la soberana que se había convertido del protestantismo al catolicismo más de treinta años atrás, y que vivía en Roma bajo la protección del papado.

Antes de fallecer, Cristina nombró como heredero al cardenal Decio Azzolino, consejero e íntimo amigo suyo durante largos años. Sin embargo, al cabo de pocos meses también muere el cardenal, y la herencia de Cristina pasa entonces a un pariente de aquél, Pompeo Azzolino.

Pompeo, pequeño caballero de provincias (los Azzolino eran de Fermo, en las Marcas, como Tiracorda y Dulcibeni), se encuentra así en poder de la gigantesca herencia de Cristina de Suecia: más de doscientos cuadros de Rafael, Tiziano, Tintoretto, Rubens, Caravaggio, Miguel Ángel, Domenichino, Van Dick, Andrea del Sarto, Bernini, Guido Reni, Carracci, Julio Romano, Parmigianino, Giorgione, Velázquez, Palma el Viejo; tapices de oro y de plata pintados por Rafael; centenares de dibujos de autores famosos; toda una galería de estatuas, bustos, cabezas, jarrones y columnas de mármol; más de seis mil medallas y medallones; armamentos, instrumentos musicales, muebles muy valiosos; joyas guardadas en Holanda, créditos a favor con las coronas sueca y francesa, así como pretensiones sobre algunas posesiones en Suecia; por último, la extraordinaria biblioteca de Cristina, con miles de libros impresos y manuscritos que los contemporáneos juzgaban de incomparable valor.

Pero ser dueño del tesoro de Cristina no hace dar saltos de alegría a Pompeo. En efecto, sobre la herencia de la antigua reina de Suecia pesan fuertes deudas, y corre el riesgo de acabar estrangulado por los acreedores si no consigue vender al mejor precio. Son muy pocos los que tienen medios suficientes para comprar un patrimonio de esas dimensiones: quizá lo mejor sea entablar negociaciones con soberanos que no estén demasiado endeudados. Pero Pompeo es un parvenú: no sabe siquiera por dónde empezar, y Roma está llena de aventureros dispuestos a engatusar a este tímido caballero recién llegado de la provincia.

Pompeo intenta simplificar las cosas vendiendo en bloque toda la herencia, pero la operación resulta sumamente difícil y arriesgada. Los acreedores empiezan a ponerse nerviosos; Pompeo decide entonces a toda prisa desmembrar el patrimonio, vendiendo colecciones y piezas aisladas. Los tapices y los muebles de valor (entre ellos, un espejo diseñado por Bernini) terminaron pronto en manos de los Ottoboni, la poderosa familia del nuevo pontífice, Alejandro VIII; en cambio, los libros pasaron a enriquecer la Biblioteca Vaticana.

Pero los problemas se multiplican. En efecto, además de las deudas, la herencia de Cristina conlleva problemas legales de difícil resolución. Suecia reclama derechos sobre las joyas de Cristina empeñadas en Holanda y depositadas en las oficinas de un banquero, consiguiendo que los magistrados de Amsterdam ordenen su secuestro.

Lo que menos desea Pompeo es afrontar un conflicto diplomático con Suecia. Le aconsejan entonces que escriba una súplica a la persona que mejor puede mediar con los suecos e influir en las cosas de Holanda: el príncipe Guillermo de Orange, ahora rey de Inglaterra.

Así pues, en marzo de 1691 Pompeo Azzolino dirige una súplica a Guillermo, pidiéndole protección y ayuda por el asunto de las joyas. La respuesta es, cuando menos, inesperada: tan pronto como sabe que la colección de Cristina está en venta, a través de un intermediario Guillermo ofrece comprar todo lo que queda, e inmediatamente pide un inventario de la colección.

La noticia cae como una bomba. Hasta hacía pocos días Pompeo estaba vendiendo los cuadros de uno en uno, por lo que no da crédito a la posibilidad de concluir toda la operación de golpe. Pero todavía más asombroso es que Guillermo, que siempre había tenido que pedir dinero para sus empresas militares, quiera de pronto gastar una fortuna en cuadros y estatuas. El mismísimo Rey Sol había renunciado a optar por la compra de la colección de Cristina cuando su embajador en Roma, el cardenal D’Estrées, le señaló la posibilidad de hacerse con esos tesoros.

Es entonces cuando se produce la segunda sorpresa. Entra en liza otro comprador, al que ya conocemos muy bien: Livio Odescalchi, el sobrino de Inocencio XI.

Por 123 000 escudos, Livio se adelanta a Guillermo y compra casi todo lo que quedaba de la herencia. Increíblemente, Guillermo no se lo toma mal, sino que seguirá manteniendo excelentes relaciones con Pompeo Azzolino. En un abrir y cerrar de ojos, ha quedado resuelto el complicado asunto de la herencia.

Es un epílogo tan sorprendente como inverosímil. Un rey protestante, siempre falto de recursos económicos, pretende comprar una colección de arte enormemente costosa. El sobrino de un Papa (que, entre otras cosas, había prestado mucho dinero a aquel rey) le pisa la adquisición, y el rey se limita a felicitar al vendedor (T. Montanari, «La dispersione delle collezioni di Cristina di Svezia. Gli Azzolino, gli Ottoboni e gli Odescalchi», en Storia dell’Arte, n. 90,1997, pp. 251-299).

Algunas cifras: los Odescalchi habían prestado a Guillermo aproximadamente 153 000 escudos. Livio compra las obras de arte de Cristina por una cifra no muy lejana: 123 000 escudos.

Sin duda, unas mentes refinadas tuvieron que intervenir. Guillermo era rey de Inglaterra desde finales de 1688, y por consiguiente se encontraba en situación de saldar la deuda que tenía con los Odescalchi. Sin embargo, al año siguiente Inocencio XI fallece. ¿Cómo podía pagar su deuda a la familia del Papa? Es probable que para entonces sólo una parte hubiese sido satisfecha. La herencia de Cristina de Suecia ofrecía, pues, una ocasión perfecta. Livio compra, pero quien paga es Guillermo, a través de un discreto intermediario.

Después de tantas guerras, la partida secreta entre la casa Odescalchi y los Orange concluye de puntillas. Es fácil imaginarse la escena. Admirando un Tintoretto o un Caravaggio a la dorada luz de la tarde romana, un procurador de confianza de Guillermo dejaría una letra de cambio en las manos de un emisario de Livio Odescalchi. Todo ello, naturalmente, mientras ensalzaban la memoria de la gran Cristina de Suecia.

Livio y los Paravicini

Así, fue quizá mediante la herencia de Cristina de Suecia como Guillermo pudo devolver el dinero que debía a los Odescalchi. Ahora bien, la familia de Inocencio XI le había prestado al menos 153 000 escudos, a los que luego había que sumar los intereses. Pompeo Azzolino, cuando vende a Livio Odescalchi la herencia de Cristina, cobra sólo 123 000 escudos. ¿Qué fue de la diferencia?

Carlo Odescalchi, el hermano de Inocencio, murió en 1673. En 1680 se liquidó la empresa Odescalchi de Venecia, mientras que la de Génova había cerrado sus puertas hacía años. ¿Inocencio XI seguía contando con algún intermediario experto y de confianza para cobrar la primera cuota de devolución del préstamo?

Desde luego, no podía dar ese encargo a su sobrino Livio, y no sólo porque estuviese demasiado expuesto a los ojos del mundo. Livio es el prototipo del vástago rico y consentido: susceptible, rebelde, introvertido, caprichoso, inestable, quizá incluso de lágrima fácil. Adora el dinero, pero siempre que ganarlo no le suponga ningún esfuerzo. Su tío Benedetto lo mantiene alejado de los asuntos de Estado, pues quiere que perpetúe la estirpe. Livio, sin embargo, como por venganza, nunca se casará. Y nunca dejará Roma para visitar las tierras húngaras de Sirmio que compró al emperador. ¿El papa Odescalchi había cerrado por el bien de la decencia todos los teatros? Tras la muerte de su tío, Livio adquirió, para desquitarse, un palco en el Tor di Nora. Es probable que de su tío heredase cierta tendencia a la avaricia y a la astucia: cuando el embajador austriaco en Roma le pide que le cambie unos ducados imperiales por monedas romanas, Livio intenta torpemente embaucarlo ofreciéndole cuarenta bayocos por ducado (el cambio oficial era de cuarenta y cinco). Resultado: el embajador, conforme al fácil antisemitismo de la época, difunde el rumor de que el sobrino de Inocencio XI hace negocios «como un judío» (M. Landau, Wien, Rom, Neapel — Zur Geschichte des Kampfes zwischen Papsttum und Kaisertum, Leipzig, 1884, p. 111, n. 1).

Livio hizo también un grave desaire al emperador, al que prometió el envío de un préstamo en dinero y de un contingente militar: 7000 soldados que se unirían a las tropas imperiales en cuanto éstas se acercasen a los Abruzos. A cambio, pide el título de príncipe del Imperio. Ya sabemos que el título se le concedió, y que Livio prestó al emperador una modesta suma de dinero (eso sí, a un alto interés). Pero nadie verá nunca rastro de los 7000 soldados.

Víctima de su hipocondría, el sobrino del beato Inocencio guarda celosamente diagnósticos médicos y partes de autopsias. Con una caligrafía minúscula e ilegible, anota obsesivamente los síntomas más insignificantes. Atraído por lo oculto, pasa las noches entre experimentos alquímicos y afanosas búsquedas de remedia que está dispuesto a pagar muy bien incluso a desconocidos (Fondo Odescalchi, XXVIIB6; Archivo del Palacio Odescalchi, IIIB6, n. 58 y 80). Y cuando su personalidad morbosa no soporta las órdenes de su tío, se desahoga anotando observaciones y chismes malévolos, como si preparase una infantil venganza (Fondo Odescalchi, Diario de Livio Odescalchi).

Un hombre así no habría podido soportar el peso de abrumadores secretos, de encuentros comprometedores, de decisiones tajantes. Para el cobro de la deuda de Guillermo se precisaba un procurador experto, rápido, de sangre fría.

En Roma, Inocencio XI contaba con un hombre capaz de cuidar sus intereses con discreción y fidelidad. Era el banquero Francesco Paravicini, nacido en una familia cercana a los Odescalchi. Poseía las aptitudes y la eficiencia de un genuino hombre de negocios, y se ocupaba de los más variados asuntos económicos del futuro Papa: de la percepción de los arriendos a la compra de montes de piedad, pasando por el cobro del dinero que la familia enviaba y el reembolso de los créditos. Ya en 1640 fue Paravicini quien, por encargo de Carlo Odescalchi, compró dos secretariados prelaticios de cancillería y una presidencia (coste: 12 000 escudos) a favor de Benedetto, inaugurando con el dinero, como entonces era habitual, su ingreso en la jerarquía eclesiástica.

La familia Paravicini debía gozar, pues, de la más absoluta confianza de los Odescalchi. En cuanto el cardenal Benedetto fue elegido Papa, nombró a otros dos Paravicini, Giovanni Antonio y Filippo, tesoreros secretos y pagadores generales de la Cámara Apostólica: es decir, encargados de las donaciones de todo tipo ordenadas por la Santa Sede o por el propio pontífice. Sin embargo, el nuevo Papa suprime simultáneamente el cargo de pagador de las legaciones pontificias de Forlí, Ferrara, Ravena, Bolonia y Aviñón: un cargo que será asignado, sin motivo aparente, a los Paravicini (Archivo Estatal de Roma, Camerale I - Chirografi, vol. 169, 237 y 239, 10 de octubre de 1676 y 12 de junio de 1667, y Carteggio del Tesoriere genérale della Reverenda camera apostólica, años 1673-1716. Cfr. también C. Nardi, I Registri del pagatorato delle soldatesche e dei Tesoriere della legazione diAvignone e del contado venaissino nell’Archivio di Stato di Roma, Roma, 1995).

¿Merecía la pena confiar a los Paravicini, que residían en Roma, una tarea en la lejana Aviñón, donde el pagador general sólo debía ocuparse de los gastos rutinarios del palacio apostólico y de unas cuantas soldadas? Curiosamente, no bien muere Inocencio XI y acaba la ocupación francesa en la Provenza, Pietro Del Bianco, cuya familia había sido titular del cargo durante décadas, es nuevamente nombrado pagador de Aviñón.

La profunda confianza que el Papa tenía en Giovanni Antonio y Filippo Paravicini se aprecia en algunos detalles reveladores. Cuando hay que poner a disposición de los nuncios apostólicos de Viena y Varsovia los fondos necesarios para la guerra contra los turcos, el dinero de la Santa Sede transita por las plazas de Ulm, Innsbruck y Amsterdam (de nuevo…), a través de intermediarios de confianza del pontífice: además del conocido Rezzonico, los dos Paravicini. ¿No serían estos últimos, pues, los mediadores ideales para cobrar el dinero del príncipe de Orange? (Fondo Odescalchi, XXII, A 13, f. 440).

Las frases de monsieur de Saint Clément y de Beaucastel que refiere monseñor Cenci permiten sospechar que a los súbditos de Orange se les había impuesto una especie de Odescalchi tax para el pago de las deudas que tenían contraídas con la familia del Papa. Una vez dispuestos a solventarlas, la solución más económica y segura consistiría en hacer la entrega a pocos kilómetros de Orange: tal vez en el mismo Aviñón, donde tenían competencia los fiables Paravicini. El tesorero de Guillermo mandaría periódicamente a un intermediario del Papa para que le diesen una simple letra de cambio en cualquier rincón perdido de la campiña provenzal. Ya no hacían falta testaferros, ni cuentas bancarias, ni triangulaciones internacionales.

Otros documentos ilocalizables

Para confirmar documentalmente esta hipótesis había que revisar las actas de la depositaría de Aviñón, conservadas en el Archivo Estatal de Roma. Esos papeles revelan que los Paravicini se hacen acreedores desde que son pagadores: en vez de pagar, cobran varios miles de escudos, derivados de compensaciones de caja. Un indicio interesante. Por desgracia, los registros de Aviñón presentan una laguna grave e inexplicable: faltan cinco años, de 1682 a 1687, casi la mitad del pontificado de Inocencio XI.

Para disipar las dudas, podía ayudar la correspondencia del superior jerárquico de los Paravicini, el tesorero general de la Cámara de Aviñón. Nada que hacer: faltan todos los años desde 1673, año de la muerte de Carlo Odescalchi, hasta 1716.

Solución final

Después de la Segunda Guerra Mundial, pocos años antes de la beatificación de Inocencio XI, el Archivo Secreto del Vaticano compró los papeles Zarlatti, un fondo de archivos con documentos relativos a los Odescalchi y a los Rezzonico. El fondo empezó a formarse en el siglo XVIII; habría sido interesante averiguar si en aquella época aún había rastros documentales de las antiguas relaciones entre Benedetto Odescalchi, su hermano Carlo y sus testaferros de Venecia. Pero nunca lo sabremos. Los mismos responsables del Archivo Secreto del Vaticano han revelado las «extrañas dispersiones» y las «evidentes extrapolaciones» que ha sufrido el fondo desde que se depositó en el Vaticano: legajos separados del fondo original, dejados sin signatura (por tanto, no identificables) y mal colocados (por tanto, de imposible localización). (Cfr. S. Pagano, «Archivi di famiglie romane e non romane nell’Archivio segreto vaticano», en Roma moderna e contemporánea I, sept.-dic. de 1993, f. 194 y 229-231. Extrañas desapariciones de documentos señaladas también en V. Salvador [edición a cargo de], I carteggi delle bihlioteche lombarde, Milán, 1986, II, 191).

¿Será que alguien ha preferido evitar riesgos?

En la estela luminosa del ejemplo de Juan Pablo II, que hace cuarenta años no vaciló en reconocer ni en pedir perdón por los graves errores cometidos por la Iglesia durante su historia, sería dar un paso atrás no sólo ocultar, sino recompensar las desviaciones y las excesivas sombras que han salpicado la obra terrenal del papa Benedetto Odescalchi. Puede que haya llegado la hora de saldar también esta cuenta.