Octava Noche
ENTRE EL 18 Y EL 19 DE SEPTIEMBRE DE 1683
—¡Cerrada! Está cerrada, maldición.
Era de esperar, pensé mientras Atto Melani empujaba inútilmente la trampilla que conducía al establo de Tiracorda. Ya cuando íbamos por los subterráneos, escoltados por el quedo murmullo de Ugonio y Ciacconio, la enésima expedición nocturna a la casa de Tiracorda me parecía destinada al fracaso. Dulcibeni se había dado cuenta de que estábamos vigilándolo. No se imaginaba, tal vez, que lo habíamos espiado en el gabinete de Tiracorda. Sea como fuere, no podía exponerse a ser descubierto haciendo extraños manejos con (o contra) su antiguo amigo. Por eso mismo, tras entrar en casa de su paisano, había cerrado la trampilla.
—Dispensadme, señor abate —dije mientras Atto se limpiaba nerviosamente las manos—, pero quizá sea mejor así. Si Dulcibeni no nota nada raro esta noche, cuando juegue a los acertijos con Tiracorda, puede que mañana encontremos vía libre.
—De eso nada —respondió Atto con sequedad—. Ya sabe que le seguimos los pasos. Si va a hacer una de las suyas, tiene que actuar rápido: esta misma noche o, a más tardar, mañana.
—¿Entonces?
—Entonces, de todas formas debemos entrar en la casa de Tiracorda, aunque la verdad es que no se me ocurre de qué manera podemos hacerlo. Necesitaríamos…
—Gfrrrlûlbh —lo interrumpió Ciacconio poniéndose a nuestro lado.
Ugonio lo miró con el entrecejo fruncido, como para regañarlo.
—Por fin un voluntario —comentó satisfecho el abate Melani.
A los pocos minutos ya nos habíamos dividido en dos grupos, aunque desiguales. Atto, Ugonio y yo marchábamos por el túnel C, hacia el riachuelo subterráneo. Ciacconio, por su parte, había salido a la superficie por el pozo que, desde el mismo canal, conducía a la piazza della Rotonda, cerca del Panteón. No había querido decir cómo pensaba entrar en la casa de Tiracorda. Después de describirle pacientemente la vivienda del médico hasta en sus más mínimos detalles, el saqueador de tumbas nos confesó que eso no le resultaba de ninguna utilidad. Le habíamos entregado incluso un plano de la casa, que contenía el emplazamiento de las ventanas. Sin embargo, no bien nos separamos, en el túnel oímos un frenético y bestial chiquichaque. La vida de nuestro plano, con el que Ciacconio estaba dándose un atroz festín, había sido breve.
—¿Creéis que lo ha conseguido? —le pregunté al abate Melani.
—No tengo la menor idea. Le hemos descrito hasta la saciedad cada rincón de la casa, pero es como si él ya supiese qué debe hacer. Estos dos me sacan de mis casillas.
Avanzábamos a buen paso, y ya nos faltaba poco para llegar al pequeño río subterráneo en cuyas cercanías habíamos visto desaparecer misteriosamente a Dulcibeni dos noches antes. Pasamos al lado de las viejas y nauseabundas osamentas de ratas, y muy pronto oímos el rumor del curso de agua. Esta vez íbamos bien pertrechados: los saqueadores de tumbas, cumpliendo lo que les había pedido Atto, habían llevado una cuerda larga y robusta, unos cuantos clavos de hierro, un martillo y algún palo largo. Todo eso nos serviría para la peligrosa y poco prudente empresa que Atto tenía previsto emprender a toda costa: vadear el río.
Permanecimos largo rato observando pensativos el curso de agua, que parecía casi más negro, fétido y amenazador de lo habitual. Me estremecí, imaginándome una violenta caída en aquella corriente asquerosa y hostil. Hasta Ugonio parecía preocupado. Saqué fuerzas de flaqueza dirigiendo una silenciosa plegaria al Señor.
Pero en eso vi que Atto se apartaba de mi lado y miraba hacia el punto en el que la pared de la derecha del túnel hacía esquina con el canal por el que discurría el río. Durante un instante, Atto se quedó inmóvil frente a la arista de los dos conductos. Luego apoyó una mano en la pared del túnel fluvial.
—¿Qué hacéis? —dije alarmado, viendo que se inclinaba peligrosamente hacia el río.
—Calla —respondió palpando con creciente avidez la pared, como si buscase algo.
Me disponía a acudir en su ayuda, pues temía que perdiese el equilibrio, pero en ese momento retrocedió, apretando un objeto en la mano izquierda. Era una pequeña maroma, como las que usan los pescadores para amarrar sus barcas en el Tíber. Atto empezó a halarla, hasta que formó un ovillo. Cuando al fin pareció que el extremo opuesto presentaba resistencia, el abate nos pidió a Ugonio y a mí que mirásemos en el riachuelo. Justo delante de nosotros, apenas iluminada por la luz del candil, flotaba una gabarra.
—Supongo que ya lo has entendido —dijo el abate Melani mientras navegábamos silenciosamente, impulsados por la corriente.
—La verdad es que no —admití—. ¿Cómo habéis descubierto la barca?
—Muy sencillo. Dulcibeni tenía dos posibilidades: cruzar el río o recorrerlo en barca.
Empero, para navegar necesitaba una embarcación amarrada en el cruce entre los dos túneles. Cuando llegamos, no vimos rastros de ninguna barca; pero, de haber alguna, debía estar sometida al impulso de la corriente.
—Por tanto, si estaba atada a una cuerda —intuí—, debía ser impulsada hacia el túnel de nuestra derecha, por efecto del curso de agua que discurre de izquierda a derecha, antes de adentrase en el Tíber.
—Exacto. La maroma, pues, tenía que estar fijada en un punto situado a la derecha del túnel C, es decir, siempre en el sentido de la corriente. De lo contrario, habríamos visto la maroma justo delante de nosotros, tendida de izquierda a derecha, hacia la barca. Por eso he buscado la maroma a la derecha. Estaba anudada a un gancho de hierro, que a saber cuánto tiempo lleva ahí.
Mientras meditaba sobre la nueva prueba de sagacidad del abate Melani, Ugonio nos hacía avanzar más rápidamente, hundiendo con suavidad en el agua los dos remos de la gabarra. El paisaje que se ofrecía a la luz de nuestro candil era tétrico y monótono. El chapoteo de las ondas que chocaban contra nuestro frágil casco resonaba en la redonda bóveda de piedra del túnel.
—De todos modos, no estabais seguro de que Dulcibeni hubiese usado una barca, ¿no? —objeté de pronto—. Porque antes habéis dicho «de haber alguna…».
—A veces, para conocer la verdad, es necesario suponerla. —¿Qué queréis decir?
—Pasa lo mismo con los asuntos de Estado: ante hechos inexplicables e ilógicos, hay que figurarse cuál es la condición indispensable que los determina, por increíble que parezca.
—No entiendo.
—Las verdades más absurdas, chico, que además son las más espantosas, nunca dejan rastro. Recuérdalo.
—¿Queréis decir que jamás pueden descubrirse?
—No necesariamente. Hay dos posibilidades. La primera es que uno conozca una verdad o la deduzca, pero no tenga pruebas.
—¿Y entonces? —pregunté sin haber entendido casi nada de lo que había dicho el abate.
—Entonces uno crea las pruebas que no tiene, para que la verdad salga a relucir —respondió Atto con llaneza.
—¿Queréis decir que puede haber pruebas falsas de hechos verdaderos? —inquirí boquiabierto.
—Así es. Pero no te asombres. No debes incurrir en un error muy común, a saber: cuando se descubre que un documento o una prueba han sido falsificados, no hay que juzgar falso también su contenido, ni cierto lo contrario. Tenlo presente cuando seas gacetero: muchas veces las verdades más atroces e inaceptables están ocultas en los documentos falsos.
—¿Y si tampoco hay documentos falsos?
—En ese caso, y ésta es la segunda posibilidad, no queda sino hacer suposiciones, como te decía al principio, y luego comprobar si el razonamiento es congruente.
—Entonces hay que razonar de ese modo para entender también el secretum pestis.
—Todavía no. Primero hay que averiguar cuál es el papel de cada actor y, sobre todo, la comedia que se interpreta. Y yo creo que ya sé cuál es. —Lo miré en silencio, sin poder disimular mi impaciencia—. Es una conjura contra el Rey Cristianísimo —proclamó solemnemente Atto.
—¿Y quién puede haberla urdido?
—Está muy claro: su esposa, la reina.
Ante mi incredulidad, Atto hubo de refrescarme la memoria. Luis XIV había encarcelado a Fouquet para sonsacarle el secreto de la peste. Pero alrededor de Fouquet se movían personajes que, como el superintendente, habían sido humillados y arruinados por el soberano. Ante todo, Lauzun, prisionero en Pignerol con Fouquet y usado como espía; luego, Mademoiselle, la rica prima de Su Majestad, a quien el rey había prohibido casarse con Lauzun. Y Devizé, en cuya compañía Fouquet había llegado al Donzello, era muy fiel a la reina María Teresa, que había sufrido todo tipo de traiciones, actos de prepotencia y vejaciones por parte de Luis XIV.
—Sin embargo, eso no es suficiente para afirmar que todos ellos han confabulado contra el Rey Cristianísimo —lo interrumpí vacilante.
—Dices bien. Pero razona: el rey quería el secreto de la peste. Fouquet se lo niega, declarando, quizá, que no sabe nada. Cuando la delirante carta de Kircher que hemos encontrado en la ropa de Dulcibeni llega a poder de Colbert, Fouquet tiene que contar la verdad para salvar su vida y la de su familia. Al final firma un pacto con el rey y sale de Pignerol a cambio del secretum pestis. ¿Hasta aquí estamos de acuerdo?
—Sí.
—Pues bien, así las cosas, el rey ha vencido. En tu opinión, después de veinte años de dura cárcel y pobre de solemnidad, ¿eso deja satisfecho a Fouquet?
—No.
—¿Y no habría sido humano que, antes de desaparecer, pretendiera desquitarse?
—Bueno, sí.
—Bien. Ahora ponte en el siguiente caso: un enemigo muy poderoso te arranca el secreto de la peste. Lo quiere a cualquier precio porque ansia hacerse aún más poderoso. Sin embargo, no ha reparado en que tú también posees el secreto del antídoto, el secretum vitae.
Si no puedes usarlo personalmente, ¿qué haces?
—Se lo doy a…, a un enemigo de mi enemigo.
—Excelente. Y Fouquet podía recurrir a muchísimos, todos dispuestos a vengarse del Rey Sol. Empezando por Lauzun.
—Pero ¿por qué, según vos, Luis XIV no reparó en que Fouquet poseía también el antídoto contra la peste?
—Lo supongo. Como recordarás, en la carta de Kircher leí también secretum vitae arcanae óbices celant, esto es, el secreto de la vida está encubierto en misteriosos obstáculos, no así el secreto de la trasmisión de la peste. Pues bien, tengo para mí que Fouquet no pudo seguir negando que conocía el secretum morbi, pero se guardó el secreto del antídoto, aduciendo como pretexto, merced a aquella frase, que Kircher también se lo había ocultado a él. Al superintendente debió de resultarle bastante fácil el ardid, dado que al rey le interesaba difundir la peste, no combatirla. Te lo digo yo, que lo conozco bien.
—Me parece un poco enrevesado.
—Pero tiene sentido. Y ahora, atiende: ¿a quién podía causar quebraderos de cabeza Luis XIV con el secreto de la peste?
—Bueno, sobre todo al Imperio —contesté recordando lo que me había contado Brenozzi.
—Muy bien. Y a lo mejor también a España, enfrentada a Francia en continuas guerras desde hace siglos. ¿No es cierto?
—Es posible —admití sin comprender adonde quería ir a parar Atto.
—Ahora bien, el Imperio está en manos de los Habsburgo, y también España. ¿A qué casa pertenece la reina María Teresa?
—¡A la de los Habsburgo!
—Ya hemos llegado al quid. Para poner orden en los hechos es preciso, pues, pensar que María Teresa recibió, y usó, el secretum vitae contra Luis XIV. Es probable que Fouquet entregase el secretum vitae a Lauzun, quien a su vez se lo habría dado a su amada Mademoiselle, y ésta a la reina.
—Una reina que actúa a la sombra contra el rey, su marido —reflexioné en voz alta—. Es inaudito.
—Te equivocas una vez más —replicó Atto—, porque hay un precedente.
En 1637, me contó el abate, un año antes del nacimiento de Luis XIV, los servicios secretos de la corona francesa interceptaron una carta del embajador de España en Bruselas.
La misiva estaba dirigida a la reina Ana de Austria, hermana del rey de España Felipe IV y consorte del rey Luis XIII, o sea, la madre del Rey Sol. De la carta se desprendía que Ana de Austria mantenía correspondencia secreta con su antigua patria. Y lo hacía precisamente cuando un duro conflicto enfrentaba a Francia y España. El rey y el cardenal Richelieu ordenaron minuciosas y discretas pesquisas. Así, se descubrió que la reina iba con inusual frecuencia a un convento de París: oficialmente, para rezar, pero en realidad para cambiar cartas con Madrid y con los embajadores españoles en Inglaterra y Flandes.
Ana negó que se hubiese prestado al espionaje. Richelieu la convocó entonces a un coloquio privado: la reina podía acabar en la cárcel, le advirtió glacial el cardenal, y una mera confesión no la salvaría. Obtendría el perdón de Luis XIII sólo si contaba por extenso lo que había sabido a través de su correspondencia secreta con los españoles. Y es que las cartas de Ana de Austria no contenían quejas sobre su vida en la corte de París (en la que Ana, como le ocurriría después a María Teresa, era muy infeliz). La reina de Francia intercambiaba con los españoles informaciones políticas de enorme valor, en la probable creencia de que así podría acelerar el final de la guerra. Sin embargo, perjudicaba los intereses de su reino. Ana lo confesó todo.
—En mil seiscientos cincuenta y nueve, en las negociaciones para la paz de los Pirineos celebradas en la isla de los Faisanes —prosiguió Atto—, Ana se encontró de nuevo con su hermano, el rey Felipe IV de España. No se veían desde hacía cuarenta y cinco años. El día que ella, joven princesa de apenas dieciséis años, había partido para siempre a Francia, se habían separado con dolor. Ana abrazó y besó tiernamente a su hermano. Felipe, sin embargo, apartó el rostro de los labios de la hermana y la miró directamente a los ojos. Ella dijo: «¿Podéis perdonarme que haya sido tan buena francesa?». «Tenéis mi aprecio», respondió el rey. Desde que Ana había dejado de espiar para él, aunque forzada, su hermano había dejado de quererla.
—Pero era la reina de Francia, no podía…
—Lo sé, lo sé —dijo atropelladamente Atto—. Te he contado esa vieja historia sólo para que entiendas cómo son los Habsburgo, incluso cuando se casan con un rey extranjero: siempre son Habsburgo.
—El aguachicha galopatea.
Nos había interrumpido Ugonio, que mostraba signos de inquietud. Después de un tramo de relativa calma, el riachuelo discurría con más intensidad. El saqueador de tumbas bogaba con más fuerza, tratando, en realidad, de aminorar nuestra marcha. Como avanzaba contracorriente, ya había roto un remo en el duro lecho del curso de agua. Nos hallábamos en un momento delicado: un poco más adelante, el río se dividía en dos ramales, uno de ellos dos veces más ancho que el otro. El rumor y la velocidad de las aguas eran paulatinamente mayores.
—¿Derecha o izquierda? —pregunté al saqueador de tumbas.
—Quitando gotitas para no aumentar goteras, y por sacar más benefice que malefice, omitizo la comprensión y timonizo la dirección —respondió Ugonio mientras Atto protestaba.
—Sigue por el ramal más ancho, no vires —dijo el abate—. La bifurcación quizá no tenga salida. —Pero Ugonio, moviendo con fuerza los remos, nos introdujo en el canal más pequeño, donde casi enseguida la velocidad disminuyó—. ¿Por qué no me has obedecido? —se enfadó Atto.
—El canalito es conductivo, el canalote es reflugivo, bien entendido que todo se hace por cumplir con las obligaciones para aumentar el júbilo del bautizado.
Frotándose los ojos como sí padeciese una fuerte jaqueca, Atto renunció a comprender la misteriosa explicación de Ugonio y se sumió en un iracundo mutismo.
Bien pronto la rabia contenida del abate Melani tuvo ocasión de manifestarse. Pasados unos minutos de plácida navegación, la altura de la bóveda del nuevo túnel empezó a disminuir.
—Es una red de alcantarillas secundaria, malditos seáis tú y tu cerebro de gallina —le dijo Atto a Ugonio.
—Pero no refiuge, al reverso del otro ramaje, que fiuge —replicó Ugonio sin descomponerse.
—Pero ¿qué quieres decir? —inquirí preocupado por la bóveda, cada vez más angosta.
—No refluge, sin óbice de la estrechura.
Renunciamos definitivamente a interpretar los jeroglíficos verbales de Ugonio, porque además, en ese ínterin, el túnel se había vuelto tan bajo que no nos quedó más remedio que agacharnos como mejor pudimos en la pequeña barca. Ugonio a duras penas podía remar, así que Atto tuvo que ayudarlo a impulsar la embarcación desde la popa con uno de los palos. El hedor de las aguas negras, ya de por sí insoportable, resultaba aún más repulsivo a causa del asfixiante espacio y de la posición en la que teníamos que estar. Con una punzada de añoranza, pensé en Cloridia, en las intemperancias de mi amo Pellegrino, en los días de sol, en mi jergón.
De pronto, justo al lado de nuestra barca, oímos movimiento en el agua. Seres vivos de naturaleza desconocida pululaban en torno nuestro.
—Ratoncios —anunció Ugonio—. Se esfumizan.
—Qué horror —comentó el abate Melani.
La altura de la bóveda era ahora tan baja que Ugonio dejó los remos en la embarcación.
Sólo Atto, que se había pasado a proa, nos empujaba con rítmicos movimientos del palo contra el fondo del canal. Las aguas que surcábamos estaban ya casi completamente estancadas, aunque huérfanas de su natural silencio: en singular contrapunto con los golpes del palo, por todas partes nos seguían los siniestros ruidos de las ratas.
—Si no supiese que estoy vivo, diría que nos hallamos en el Éstige —dijo Atto resoplando por el cansancio—. Siempre y cuando en lo primero no esté equivocado, por supuesto —añadió.
Instantes después tuvimos que tumbarnos boca arriba y apretujarnos en el minúsculo habitáculo de la barca. Así, mientras avanzábamos de esa guisa, de pronto oímos que la acústica del túnel se suavizaba, como si el canal estuviese a punto de ensancharse. Entonces, ante nuestros ojos atónitos, en la bóveda apareció un círculo de fuego crepitante, con lenguas amarillas y rojizas que parecían querer devorarnos.
En la aureola del círculo había tres magos, inmóviles y como salidos de las tinieblas.
Envueltos en túnicas carmesíes y largas capuchas cónicas, nos observaban gélidamente. En las capuchas, a través de dos agujeros redondos, centelleaban unos ojos malvados y omniscientes. Uno de los magos llevaba en la mano una calavera.
La sorpresa hizo que los tres diésemos a la vez un respingo. La barca se desvió ligeramente de su curso natural y se ladeó; la proa y la popa arañaron los dos lados del canal, y la embarcación quedó enclavada justo debajo del círculo de fuego.
Uno de los tres magos (¿o eran centinelas infernales?) inclinó la cabeza y se puso a observarnos con malévola curiosidad. Blandía una antorcha, que balanceó varias veces con la intención de iluminar mejor nuestras caras; sus compañeros hablaban entre sí en voz baja.
—Tal vez en lo primero estuviese equivocado —oí balbucir a Atto.
El segundo mago, que empuñaba un gran cirio blanco, también avanzó. En ese instante Ugonio profirió un grito de pánico más propio de un niño, se revolvió como un loco, y sin querer me propinó a mí una patada en la barriga y al abate Melani un recio puñetazo en la nariz. Atto y yo, hasta entonces agarrotados por el miedo, reaccionamos con imperdonable descompostura, y también empezamos a dar manotazos a diestro y siniestro. Entre tanto, la barca se había soltado: cuando nos dimos cuenta, los tres, al unísono, lanzamos un bramido de terror. Oí luego el ruido de una caída, o mejor dicho de dos caídas, por los lados.
El mundo se replegó sobre sí mismo, y de improviso todo se volvió frío y oscuro, mientras unos seres brotaban de diabólicos remolinos y se restregaban por mi cara y la rociaban de porquerías infames. Redoblé mis gritos, pero mi voz se quebró y cayó cual Icaro.
Nunca sabré cuánto tiempo (¿segundos, horas?) duró la pesadilla del canal subterráneo.
Sólo sé que quien me salvó fue Ugonio, que con fuerza animal me sacó de las ondas, arrojándome sin muchas contemplaciones a un duro suelo donde casi me partí la espalda.
El miedo me había hecho perder la memoria. Debía de haberme arrastrado por el canal, me dije, en parte chapoteando (podía tocar el fondo con las puntas de los pies) y en parte flotando, antes de que me socorriese Ugonio. Ahora estaba en la barca, de nuevo enderezada y varada.
Me dolía mucho la espalda; tiritaba de frío y de miedo, cuyos diabólicos efectos aún sentía. Por eso creí que mis ojos me engañaban cuando, al sentarme, miré a mi alrededor.
—Dad ambos las gracias al abate Melani —oí que decía Atto—. Si mientras caía al agua hubiese soltado el candil, ahora seríamos pasto de las ratas.
La tímida luz, que heroicamente seguía alumbrándonos, ofrecía a nuestros ojos el paisaje más inesperado. Aunque forzado a luchar con la oscuridad, supe con certeza que nos encontrábamos en el centro de un vasto lago subterráneo. Sobre nuestras cabezas se abría, como revelaba el eco, una cavidad grande y majestuosa. A nuestro alrededor, por doquier, las negras y amenazadoras aguas subterráneas. Pero nuestros cuerpos estaban a salvo: habíamos desembarcado en una isla.
—Por sacar más benefice que malefice, y por ser más padre que parricida, deplorizo al artificiero de esta panorámica patitiesa y mierdilocuente. ¡Es un horrísono occisiero!
—Tienes razón. Sólo puede ser un monstruo —dijo Atto, por primera vez de acuerdo con Ugonio.
No era difícil explorar la isla lacustre en la que el destino (o mejor dicho, nuestra desconsideración, o falta de temor de Dios) nos había misericordiosamente depositado.
Aquella pequeña franja de tierra se podía recorrer a pie en contados segundos, pues, por ser más explícito, diría que no era más grande que la modesta iglesia de Santa Maria in Posterula.
Pero lo que atraía la atención de Atto y Ugonio era el centro del islote, donde había amontonados algunos objetos de distinto tamaño que yo aún no conseguía distinguir bien.
Me toqué la ropa: estaba completamente empapado y temblaba de frío. Con el objeto de recobrar el calor interno, quise moverme y me apeé también de la barca, pisando con desconfianza el suelo cinéreo de la isla. Di alcance a Atto y a Ugonio, que escudriñaban todos los rincones con expresión pensativa y nauseada.
—He de decir, chico, que tu talento para los desmayos se agudiza —me dijo Atto al verme llegar—. Estás muy pálido. Veo que el encuentro de hace un rato te ha asustado.
—Pero ¿quiénes eran? Dios santo, parecían…
—No, no eran los guardianes del Infierno. Era simplemente la Compañía de la Oración y Muerte.
—La devota cofradía que entierra los cadáveres abandonados.
—La misma. Son los que fueron a la posada a recoger el cuerpo del pobre Fouquet, ¿te acuerdas? Lamentablemente, había olvidado que cuando se reúnen en procesión llevan túnicas, capuchas, antorchas, calaveras y cosas así. Que son un poco pintorescos, vaya.
—También Ugonio se ha asustado —observé.
—Le he preguntado por qué, pero no ha querido responderme. Tengo la impresión de que la Compañía de la Muerte es una de las pocas cosas que asustan a los saqueadores de tumbas. La compañía iba por un túnel subterráneo que cuenta con una trampilla que da al canal por el que precisamente en ese momento, por desgracia, avanzábamos nosotros. Nos oyeron pasar y se asomaron, y el pánico nos jugó una mala pasada. ¿Sabes qué ocurrió después?
—Yo… no me acuerdo de nada —reconocí.
Atto me contó brevemente lo que había sucedido: él y Ugonio se habían caído al agua, provocando el vuelco de la gabarra. Yo me había quedado atrapado debajo del casco, con el cuerpo sumergido y la cabeza fuera; de ahí que mis gritos se hubiesen ahogado, como si me hubiera hallado en una campana. Las ratas que infestaban las aguas del canal, espantadas por el cataclismo, se me habían echado encima, ensuciándome con sus excrementos.
Me toqué la cara: era verdad. Me limpié con un antebrazo mientras el asco hacía que se me retorciese el estómago.
—Hemos tenido suerte —continuó Atto al tiempo que me guiaba en el registro de la isla—, porque entre un grito y otro Ugonio y yo hemos conseguido desprendernos de esos animales repugnantes…
—Ratoncios, no animoncios —lo corrigió tristemente Ugonio, con la mirada en una especie de jaula situada a nuestros pies.
—¡Ratas, roedores, sea! En resumen, te hemos sacado a ti y la barca de este maldito canal, y otra vez nos encontramos en este lago subterráneo —terminó de explicarme el abate Melani—. Ninguno de los tres encapuchados nos ha seguido, a Dios gracias, y henos aquí. ¡Ánimo! No eres el único que tiene frío. Mírame: yo también estoy empapado y lleno de fango. Quién iba a decirme a mí que destrozaría de esta manera tantos espléndidos atuendos en tu maldita posada… Y ahora, ven —añadió, y me señaló el extraño taller ubicado en el centro de la isla.
En el suelo había dos grandes bloques de piedra blanca sobre los que se apoyaban dos mesas de madera oscura y podrida. En una vi gran número de instrumentos: pinzas, pequeños cuchillos puntiagudos y cuchillos de carnicero, tijeras y distintas cuchillas sin mango; al acercar el candil, advertí que todos estaban manchados de sangre seca, con matices que iban del carmín al negro de las costras. La mesa despedía un atroz olor a carroña. Entre los cuchillos había un par de grandes cirios casi consumidos. El abate Melani los prendió.
Pasé a la otra mesa, en la que había objetos aún más misteriosos: un jarrón de cerámica con tapa, muy historiado, con algunos agujeros a los lados, que me resultó extrañamente familiar; una ampollita de cristal transparente, cuyo aspecto tampoco se me antojaba nuevo; al lado, un cuenco de barro naranja, de boca muy ancha, más o menos de un brazo de diámetro, en cuyo centro había una rara herramienta de metal. Era como una pequeña horca: sobre un ancho trípode, se elevaba un palo vertical con dos brazos curvos en su extremo superior, que, por medio de un tornillo, podían ser apretados a voluntad, como para estrangular a cualquier desventurado homúnculo. El cuenco estaba medio lleno de agua, de modo que el diminuto patíbulo (que no era más alto que una jarra) quedaba completamente sumergido, salvo en su ápice estrangulador.
Ahora bien, en el suelo estaba la pieza más singular de todo el misterioso laboratorio: una jaula de hierro, de la altura de un niño y rejas muy prietas; parecía una cárcel, me dije, para seres minúsculos, vivaces y volátiles como mariposas y canarios.
Noté un movimiento dentro, así que me acerqué. Un pequeño ser gris me miraba, asustado y furtivo, desde su cubil: una casita de madera llena de paja.
Atto aproximó el candil para que pudiese contemplar mejor lo que Ugonio ya había reconocido. Así, descubrí con asombro al único rehén de la isla, una pobre rata a todas luces asustada por nuestra presencia.
Amontonados cerca de la jaula había otros siniestros aparatos, que examinamos con cauto desagrado: urnas llenas de polvos amarillentos, escurriduras, secreciones, humores biliosos, gargajos y légamo; tinajas repletas de grasa animal (¿o humana?) mezclada con cenizas y piel muerta, y otros repulsivos compuestos; retortas, alambiques, tarros de cristal, un cubo atiborrado de huesos seguramente animales (pero que Ugonio quiso revisar minuciosamente), un trozo de carne podrida, cáscaras rancias de frutas, de nuez; un recipiente de cerámica con mechones de pelo, otro de cristal con una maraña de culebrillas en alcohol; una pequeña red de pesca, un brasero con su fuelle, leña vieja para quemar, hojas de papel casi podrido, una montaña de trapos mugrientos y más cachivaches sórdidos y viles.
—Es la guarida de un nigromante —dije desconcertado.
—Peor que eso —replicó Atto mientras seguíamos recorriendo despistados aquella desquiciada y bárbara especiería—. Es la guarida de Dulcibeni, huésped de tu posada.
—¿Y qué hace aquí? —pregunté horrorizado.
—Difícil saberlo. Sin duda, algo con los roedores que no le gusta a Ugonio.
El saqueador de tumbas seguía observando pensativo la mesa de carnicero, en absoluto afectado por el mortífero hedor que emanaba.
—Encarcelicia, descogoticia, sajicia…, pero la cogitación no se cogiticia —dijo por fin.
—Mil gracias, hasta ahí había llegado también yo —repuso Atto—. Captura los ratones con la red y los mete en la jaula. Luego los usa para algún extraño sortilegio y los estrangula en esa especie de pequeño patíbulo. A continuación los descuartiza, y después a saber lo que hace —dijo Atto con una sonrisa amarga—. Sea como fuere, todo lo ejecuta obedeciendo las devotas prescripciones de los jansenistas de PortRoyal. La de la jaula debe de ser la única superviviente.
—Don Atto —dije nauseado por aquel triunfo de obscenidad—, ¿no tenéis vos también la sensación de haber visto antes alguna de estas cosas?
Le señalé la ampolla que había en la mesa, al lado del patíbulo en miniatura.
Por toda respuesta, Atto sacó del bolsillo un objeto cuya existencia había olvidado. Tras desenvolverlo de un pañuelo, mostró los fragmentos de la ampollita de vidrio llena de sangre que habíamos encontrado en el túnel D. Luego los colocó junto a la ampolla intacta.
—¡Son gemelas! —comprobé con sorpresa.
En efecto, la ampollita rota era idéntica, en la forma y en el color, a la que habíamos encontrado en la isla.
—Pero también hemos visto antes el jarrón historiado, con tapa —insistí—. Estaba, si no me equivoco…
—… en el tabuco secreto de Tiracorda —me ayudó Atto.
—¡Precisamente!
—Pues no. Tú piensas en el jarrón con el que trajinó Dulcibeni cuando su amigo se quedó dormido. Éste es más grande y los dibujos están más juntos. Acepto que el motivo de la decoración y las flores de los lados sean casi idénticos: a lo mejor son obra del mismo artesano.
También el jarrón hallado en la isla contaba, en efecto, con respiraderos laterales, y estaba ornado con plantas de estanque y pequeñas criaturas, probablemente renacuajos, que nadaban entre las hojas. Abrí la tapa, acerqué el jarrón al candil e introduje un dedo: el recipiente contenía agua grisácea, en la que flotaban trozos de tela blanca y ligera. En el fondo había un poco de arena.
—Don Atto, Cristofano me ha dicho que es peligroso tocar ratas en tiempo de peste.
—Lo sé. También yo lo pensé la otra noche, después de que encontrásemos aquellas ratas moribundas que vomitaban sangre. Es evidente que a nuestro Dulcibeni eso no lo amedrenta.
—Esta islicia no es buenicia, porque asesinicia y espanticia —nos advirtió Ugonio con voz grave.
—Ya me he dado cuenta, so animal, dentro de un momento nos vamos. Pero, en vez de quejarte, al menos podrías decirnos dónde estamos, ya que hemos llegado aquí gracias a ti.
—Es verdad —le dije yo también a Ugonio—, si en la bifurcación hubieses elegido el otro ramal del río, no habríamos descubierto la isla de Dulcibeni.
—No se encomiabilicia, pues la melancolicia de la islicia en el altar se utilicia con pericia.
—Vaya, ahora le ha dado por acabarlo todo en «icia» —susurró para sí el abate Melani, alzando los ojos como desbordado por el hastío. Calló un instante, y luego estalló—: ¡Que alguien me diga qué diablos es esta islicia pitipitipiticia! —gritó, y con tal fuerza que retumbó toda la gruta.
El eco se apagó. Sin decir palabra, Ugonio me invitó entonces a seguirlo. Me señaló la parte de atrás del enorme bloque de piedra que servía de base a una de las mesas, y asintió con la cabeza lanzando un gruñido de satisfacción, como si de ese modo quisiese responder al reto del abate Melani.
Atto nos dio alcance. En la piedra era visible un altorrelieve en el que se distinguían figuras de hombres y animales. Melani se acercó más y con las yemas de los dedos empezó a explorar impacientemente la superficie grabada, como para cerciorarse de lo que veían sus ojos.
—Extraordinario. Es un mitreo —murmuró—. Mira, mira aquí. Un caso de manual, está todo: el taurobolio, el escorpión…
Nos hallábamos en el lugar donde, mucho tiempo atrás, se levantaba un templo subterráneo dedicado por los antiguos romanos a adorar al dios Mitra. Era una divinidad procedente de Oriente, explicó Atto, que en Roma había llegado a competir con Apolo porque ambos simbolizaban el Sol. Que se trataba de un antiguo mitreo era seguro: en la imagen esculpida en una de las dos piedras aparecía el dios montando a un toro al que un escorpión atenaza los testículos, típica representación de Mitra. Además, los adoradores de ese dios preferían los emplazamientos subterráneos, suponiendo que aquél tuviese tal condición en su origen.
—Sólo hemos encontrado las dos grandes piedras de las que se vale Dulcibeni para sus prácticas —concluyó el abate Melani— quizá porque el resto del templo está ahora debajo del lago.
—¿Y cómo ha podido ocurrir eso?
—Debido a todos estos ríos subterráneos, la tierra cambia de cuando en cuando. Tú mismo ya has podido comprobarlo: en los subterráneos no hay solamente túneles, sino también grutas, cavernas, grandes cavidades, palacios romanos englobados en las edificaciones de los recientes siglos. El agua de los ríos y de las cloacas se va adentrando, y entonces se hunde una gruta, otra se inunda, y así sucesivamente. Es la naturaleza de la Urbs subterránea.
Instintivamente me acordé de la grieta que, pocos días antes, se había abierto en la pared de la escalera de la posada, después de un estruendo subterráneo.
Ugonio volvía a mostrar signos de impaciencia. Decidimos, pues, embarcar de nuevo e intentar el regreso. Atto no veía la hora de reunirse con Ciacconio para conocer el resultado de su intrusión en la casa de Tiracorda. Felizmente, nuestra embarcación no tenía vías de agua ni daños de consideración, y nos dispusimos a recorrer en sentido inverso el estrecho canal que nos había conducido al misterioso subterráneo.
Ugonio parecía de pésimo humor. De pronto, justo cuando íbamos a partir, se apeó de la barca y, levantando un montón de lodo con su rápido paso, tornó a la isla.
—¡Ugonio! —lo llamé estupefacto.
—Tranquilo, tardará un instante —dijo Atto Melani, que ya debía de haber intuido lo que iba a hacer el saqueador de tumbas.
Segundos después, en efecto, Ugonio regresó y, dando un ágil salto, subió a la barca.
Parecía aliviado.
Cuando me disponía a preguntarle qué diantres lo había hecho volver a la isla, de improviso comprendí.
—Islicia asesinicia —masculló Ugonio para sí.
Había liberado de la jaula a la última rata.
El regreso por el sofocante canal, afluente del lago, fue quizá menos dramático que el viaje de ida, pero igual de agotador. Nuestro ritmo era más lento y penoso a causa del cansancio y la corriente en contra, pese a su debilidad. Nadie hablaba; a popa, Atto y Ugonio empujaban con los palos, y yo, a proa, hacía de contrapeso y llevaba el candil.
Pasado un rato, quise romper aquel pesado silencio, que sólo interrumpía el viscoso chapoteo del canal.
—Don Atto, a propósito de los remezones que provocan los ríos subterráneos, me ha ocurrido algo extraño.
Le conté entonces que la gaceta astrológica que le habíamos sustraído a Stilone Priàso había predicho, para el mes de septiembre, fenómenos naturales como terremotos y similares. En la posada, unos días antes, se había oído una especie de tenebrosa y amenazadora conmoción de las entrañas de la tierra, de resultas de la cual una grieta se había abierto en la pared de la escalera. ¿No era más que un vaticinio azaroso? ¿O acaso el autor de la gaceta astrológica sabía que en el mes de septiembre iban a producirse más fácilmente fenómenos de esa índole?
—Lo único que puedo decirte es que no creo en esas necedades —respondió el abate Melani con una risita despreciativa—. De lo contrario, ya habría acudido a un astrólogo para que me dijese el presente, el pasado y el futuro. Me niego a aceptar que por el hecho de que yo haya nacido el treinta y uno de marzo pueda…
—Aries —musitó Ugonio.
Atto y yo nos miramos.
—Ah, claro. Olvidaba que eres, bueno, un experto, digamos… —dijo Atto procurando contener una carcajada.
Pero el saqueador de tumbas no se dejó intimidar. Según el gran astrólogo Arcandam, vaticinó Ugonio con voz imperturbable, el nacido bajo el signo de Aries, de naturaleza caliente y seca, será dominado por la cólera. Será pelirrojo o rubio y casi siempre tendrá marcas en los hombros o en el pie izquierdo, de abundante pelo, barba fuerte, ojos de color intenso, dientes blancos, mandíbulas bien colocadas, bonita nariz, grandes párpados.
Será escrutador e indagador de palabras y hechos de otros, así como de todos los secretos. Será de espíritu estudioso, elevado, variable y vigoroso. Tendrá muchos amigos, rehuirá el mal. Será poco propenso a las enfermedades, fuera de los graves tormentos que le harán padecer las jaquecas. Será elocuente, solitario en su manera de vivir, pródigo en las cosas necesarias. Meditará cuestiones fraudulentas y muchas veces se embarcará en empresas de amenazas. Tendrá buena suerte en todo tipo de guerras, así como en cualquier negociación que emprenda.
A edad temprana será muy pleitista e iracundo. Sufrirá una ira interior que le costará mucho manifestar. Será mendaz y falso, y con dulces palabras disimulará sus malos propósitos, diciendo una cosa y haciendo otra, prometiendo maravillas y no manteniendo su palabra. Vivirá una parte de su edad en autoridad. Será avaro, y por ello se cuidará de comprar y vender. Será envidioso, y por ende propenso al rencor, pero será más envidiado por los demás, por lo que se ganará la enemistad y la inquina de muchos. Por lo que hace a la mala suerte, puede sufrir varias calamidades, tanto es así que no tendrá una sola comodidad sin incomodidad y peligro de sus bienes. Poseerá una herencia inestable, o sea, que perderá enseguida lo que ha adquirido y recuperará al momento lo que había disipado.
Pero nunca le faltarán riquezas.
Hará muchos viajes y dejará su país y a sus padres. Desde los veintitrés años conseguirá mejores logros y manejará dinero. Se hará rico a los cuarenta y obtendrá gran dignidad.
Realizará a la perfección lo que se proponga; le agradecerán sus servicios. No se casará con la mujer que al principio le será destinada, sino con otra, a la que amará y con la que tendrá hijos nobles. Conversará con gentes de Iglesia. Si nace en las horas diurnas, será afortunado y muy estimado por los príncipes y los señores. Vivirá hasta los ochenta y siete años y tres meses.
En lugar de burlarnos de Ugonio, Atto y yo lo escuchamos hasta el final en religioso silencio. El abate había dejado incluso de mover el palo, no así el saqueador de tumbas, que había mantenido humildemente el ritmo.
—Bueno, veamos —reflexionó Atto—. Rico, es cierto. Hábil en los negocios, es cierto. De pelo claro, al menos antes de encanecer, es cierto. Gran viajero, escrutador de palabras y hechos de otros: desde luego. Barba fuerte, bonitos ojos, dientes blancos, mandíbulas bien colocadas, bonita nariz: eso no se discute. Elocuente, espíritu estudioso, elevado, variable y vigoroso: que Dios me perdone la inmodestia, pero no falta a la verdad. ¿Qué más? Ah, sí: la estima de los príncipes, la frecuentación de prelados y las jaquecas. Ignoro de dónde ha podido sacar nuestro Ugonio todos esos conocimientos sobre el signo de Aries, pero ciertamente no carecen de fundamento.
No quise preguntarle a Atto Melani si también se reconocía en la avaricia, la iracundia, la fraudulencia, la envidia y en el recurso a la mentira y a la amenaza, rasgos, todos ellos, mencionados también en el retrato astrológico. Y tampoco le pregunté a Ugonio por qué, entre los muchos defectos de los nacidos bajo el signo de Aries, no había incluido la vanidad. Asimismo, me guardé bien de hacer referencia al vaticinio sobre la mujer y la prole, algo que el abate, huelga decirlo, no podía tener.
—La verdad es que sabes mucho de astrología —le dije al saqueador de tumbas, recordando su elocuente excursus sobre astrología médica de hacía unas noches.
—Leyesco, oyesco, verbisco.
—Ten en cuenta, chico —se entrometió el abate Melani—, que en esta santa ciudad todas las casas, todas las paredes, todas las piedras están impregnadas de magia, de superstición, de oscura sabiduría hermética. Nuestros dos animalillos deben de haber leído algún manual de consulta astrológica. Son moneda corriente, pero su posesión se mantiene en secreto. El escándalo es sólo teatro para los ingenuos: acuérdate de la historia del abate Morandi.
En ese preciso instante el rumor del agua interrumpió nuestra conversación: estábamos otra vez en la confluencia con el canal principal.
—Es hora de que echemos mano de los remos —anunció Atto mientras nuestra embarcación entraba en aguas bastante más rápidas e intensas que las del riachuelo subterráneo.
Apenas unos segundos después, los tres, sin saber qué decir, nos estábamos mirando.
—¡Los remos! —exclamé por fin—. Creo que los perdimos cuando aparecieron los tres de la Compañía de la Muerte.
Vi que Atto miraba al saqueador de tumbas con odio, como si pretendiese una explicación.
—Aries también distraíble —se defendió Ugonio, tratando de responsabilizar al abate de la pérdida de los remos.
La pequeña barca, a merced de la corriente, comenzó a incrementar la velocidad con una regularidad despiadada. Resultó inútil todo intento de frenar nuestra carrera presionando los palos contra el fondo del río.
Durante un breve tramo seguimos por el riachuelo. Bien pronto, sin embargo, por la izquierda surgió un afluente que provocó una ola que nos obligó a agarrarnos con fuerza a nuestra pobre gabarra para no ser despedidos. El fragor del agua era ahora más fuerte e insoportable y las paredes del canal no ofrecían ningún apoyo. Nadie se atrevía a decir nada.
Ugonio trató de usar la cuerda que llevaba consigo para engancharla a algún saliente de las paredes, pero todas las piedras y todos los ladrillos eran completamente lisos.
En eso me acordé de que en el viaje de ida el saqueador de tumbas había explicado, aunque de forma enigmática, el motivo que lo había disuadido de seguir por el canal principal cuando llegamos a la bifurcación que conducía al lago.
—¿Antes dijiste que este río «refluge»? —le pregunté.
Asintió con la cabeza y contestó:
—Refluge con horrísona hedorancia.
De pronto nos encontramos en medio de una especie de encrucijada acuática: por la izquierda y por la derecha, dos afluentes iguales entraban con estruendo aún mayor en nuestro río.
Fue el principio del fin. Como ebria por el agolpamiento de hídricas confluencias, la barca empezó a dar vueltas sobre sí misma, primero despacio y luego vertiginosamente. En ese momento, los tres ya no estábamos aferrados solamente al casco, sino también los unos a los otros. Las vueltas nos hicieron perder pronto la orientación, tanto que durante un instante me asaltó la absurda idea de que remontábamos el río contracorriente, hacia la salvación.
Mientras, iba aproximándose un crepitar ensordecedor. Nuestro candil, que con ímprobo esfuerzo Atto seguía manteniendo inmóvil a media altura, como si de él dependiese el destino del mundo, era el único punto de referencia. Alrededor de aquel destello de luz todo giraba enloquecidamente. Era como si estuviésemos volando, pensé, arrebatado por el miedo y el vértigo.
Poco después fui complacido. El agua abandonó el casco y oí que las olas se precipitaban hacia abajo, como si una fuerza magnética nos hubiese elevado y se dispusiese a dejarnos piadosamente en una playa salvadora. Durante un breve instante de rapto, me vinieron a las mientes las palabras del padre Robleda sobre el magnetismo universal de Kircher, que emana de Dios y une todas las cosas.
Empero, en ese momento una fuerza ciega y colosal se estrelló contra la barca, de la que nos arrojó en un tris, y todo quedó a oscuras. Me vi, pues, en el agua, envuelto en remolinos gélidos y malignos, lamido por espumas asquerosas e infames, lanzando gritos de terror y desesperación.
Habíamos saltado desde una cascada y caído en otro río todavía más fétido y repelente.
Al chocar con el agua, la barca se había volcado y nosotros habíamos perdido el candil. Sólo en algunos puntos hacía pie, seguramente allí donde había grandes rocas. De no ser por ello, sin duda me habría ahogado. La peste era insoportable, y sólo porque jadeaba de cansancio y miedo aún llegaba aire a mis pulmones.
—¿Estáis vivos? —gritó Atto en la oscuridad mientras el fragor de la catarata nos atormentaba los oídos.
—Yo sí —respondí, moviendo los brazos para mantenerme a flote.
Un cuerpo contundente me golpeó el pecho, dejándome sin respiración.
—Agárrate, agárrate a la barca, está aquí, en medio de nosotros —dijo Atto.
Por puro milagro alcancé el borde de la embarcación, mientras la corriente volvía a absorbernos.
—¡Ugonio! —chilló Atto con todas sus fuerzas—. Ugonio, ¿dónde estás?
Ya éramos sólo dos. Seguros de avanzar hacia la muerte, nos dejamos llevar por el pobre desecho, flotando entre líquidos pútridos y otras indescriptibles materias fecales.
—Refluge…, ahora lo entiendo —dijo el abate.
—¿Qué es lo que entendéis?
—Éste no es un canal cualquiera. Es la Cloaca Máxima, la mayor alcantarilla de Roma, construida por los antiguos romanos.
La velocidad aumentó aún más y la acústica nos hizo intuir que nos hallábamos en un conducto amplio pero de bóveda muy baja, quizá apenas suficiente para que pasase el casco invertido de la barca. El fragor de las aguas había disminuido gracias a la lejanía de la cascada.
Sin embargo, de súbito la barca se detuvo. La bóveda era demasiado baja y la gabarra había encallado. A duras penas logré seguir agarrado al borde; levanté un brazo y me fijé, con horror, en la mínima distancia que nos separaba de la bóveda. El aire era muy denso y hediondo; respirar, casi imposible.
—¿Qué hacemos? —pregunté entre resoplidos, tratando desesperadamente de mantener la boca fuera del agua.
—No podemos volver atrás. Dejemos que la corriente nos arrastre.
—Pero yo no sé nadar…
—Yo tampoco. Mas el agua es densa, sólo tienes que flotar. Ponte de espaldas y procura llevar la cabeza bien erguida —dijo escupiendo para limpiarse los labios—. Y mueve los brazos de vez en cuando, pero sin perder los nervios, porque acabarías en el fondo.
—¿Y luego?
—Por algún lado saldremos.
—¿Y si antes la bóveda se cierra del todo?
No respondió.
Ya sin fuerzas, nos abandonamos a las olas (si tal nombre se puede dar a aquel asqueroso cieno), hasta que se confirmó mi profecía. De nuevo el flujo que nos arrastraba cobró más ímpetu, como si ahora descendiese una pendiente. El aire estaba tan enrarecido que primero contenía largamente la respiración, y luego, cuando ya no aguantaba más, aspiraba con fuerza. Los gases malsanos que así inhalaba me provocaban espasmos en la cabeza y violentos mareos. Era como si un torbellino remoto y poderoso estuviese a punto de engullirnos.
De pronto, mi cabeza tocó el techo del túnel. La velocidad no hacía más que aumentar.
Era el fin.
Iba a vomitar. Sin embargo, me contuve, como si faltase poco para alcanzar la liberación y, con ella, la paz. La voz de Atto, ahogada pero muy próxima, llegó una última vez a mis oídos.
—Ay, de modo que es cierto —susurró para sí.