HECHOS ACAECIDOS

ENTRE EL 20 Y EL 25 DE SEPTIEMBRE DE 1683

Las notas que redacté aquella noche en mi cuaderno fueron las últimas, pues los hechos que siguieron ya no me dejaron tiempo (ni me inspiraron el deseo) de continuar escribiendo. Por suerte, los días de reclusión finales en el Donzello han permanecido muy vivos en mi memoria, al menos en lo esencial.

Al día siguiente, Dulcibeni fue encontrado en su lecho penosamente empapado de su propia orina, incapaz de levantarse y hasta de mover las piernas. Todas las tentativas para que recuperase la movilidad, o incluso el dominio de las extremidades inferiores, resultaron baldías. Ni siquiera se sentía los pies. Se le podía hacer daño en las carnes sin que notase la menor sensación física.

Cristofano nos puso en guardia sobre la gravedad del mal: él mismo, refirió, había prestado asistencia en muchos casos de ese tipo. Entre ellos, recordaba el de un pobre chico, obrero en una cantera de mármol, que se había caído violentamente de espaldas al suelo desde un andamio mal construido. Al día siguiente se había despertado en su lecho en el mismo estado que Dulcibeni, y después, ay, no había recobrado el uso de las piernas, quedando inválido de por vida.

Con todo, aún había esperanzas, subrayó Cristofano, para extenderse enseguida en una serie de certezas que me parecieron tan prolijas como vagas. El enfermo, con fiebre, no daba la impresión de ser del todo consciente de su delicada condición.

Lógicamente, el grave accidente sufrido por Dulcibeni hizo que Cristofano formulase una avalancha de preguntas, pues éste no era desde luego tan tonto como para no colegir que el marquesano (y quienes lo hubiesen llevado de vuelta) había tenido la posibilidad de entrar y salir de la posada.

Las excoriaciones, los cortes y los arañazos que Atto y yo nos habíamos hecho al volcarse el carruaje de Tiracorda también requerían una explicación. Mientras Cristofano nos brindaba sus cuidados —medicando las heridas con su bálsamo y su agua celeste, y ungiendo las magulladuras con aceite filosoforum y electuario de altea magistral—, hubimos de reconocer que Dulcibeni había salido de la posada con la intención de burlar la cuarentena, y que desde el cuartito secreto se había adentrado por el enjambre de túneles subterráneos situado debajo del Donzello. Nosotros dos, sin embargo, que lo vigilábamos desde hacía tiempo, al intuir sus propósitos, únicamente lo habíamos seguido y atrapado. Cuando volvíamos, continuamos, Dulcibeni había perdido el equilibrio y caído en el pozo vertical que conducía a la posada, manera en que se había hecho la grave lesión que en ese momento lo tenía postrado en la cama.

Dulcibeni, por lo demás, no estaba en condiciones de desmentir nuestra versión: al día siguiente de la caída, la fiebre le subió tanto que quedó casi privado de razón y de palabra. Recuperaba la conciencia sólo a ratos, durante los cuales gimoteaba sin parar, quejándose de dolores atroces y constantes en la espalda.

Puede que a causa de tan penoso espectáculo, Cristofano optase por ser indulgente; nuestro relato, inverosímil y lleno de lagunas, no habría resistido un interrogatorio serio, sobre todo si lo hacían dos hombres del alguacil. El médico, a la vista de la extraordinaria mejoría de Bedford y el previsible fin de la cuarentena, debió de sopesar los riesgos y los beneficios, y así, con benevolencia, fingió conformarse con lo que le habíamos contado, sin referir al centinela (que, como siempre, montaba guardia ante la posada) lo ocurrido. Cuando terminase nuestra reclusión, dijo, haría cuanto estuviese en su mano para que Dulcibeni recibiese todos los cuidados posibles. Ahora bien, es muy probable que tan feliz resolución se la inspirase también el ambiente festivo que justo entonces empezaba a difundirse por la ciudad, y del que enseguida paso a hablar.

En efecto, habían comenzado a circular rumores sobre el resultado de la batalla de Viena. Las primeras noticias llegaron el día 20, pero no fue sino la noche del martes 21 (circunstancia cuyos detalles sólo conocería más tarde) cuando el cardenal Pío recibió una nota procedente de Venecia que daba cuenta de la huida del ejército turco de Viena. Al cabo de dos días, también de noche, del Imperio llegaron otras cartas que hablaban de la victoria de los cristianos. En la ciudad se oían ya las primeras expresiones de alegría, aunque todavía no muy convencidas. Poco a poco se fueron conociendo los detalles con más precisión: la plaza de Viena, asediada desde hacía tanto tiempo, había sido por fin rescatada.

El día 23 llegó a Roma el anuncio oficial de la victoria, llevado por el correo del cardenal Buonvisi: once días antes, el 12 de septiembre, las tropas cristianas habían puesto en fuga a los enemigos de Dios.

Los pormenores se desmenuzaron en las gacetas de las semanas siguientes, pero en mi recuerdo los relatos de la gloriosa batalla se mezclan con las agitadas y emocionantes horas en las que se recibió la noticia.

Cuando salieron las estrellas, en la noche del 11 al 12 de septiembre, el ejército cristiano oyó al ejército otomano elevar a grandes gritos sus plegarias; y asimismo lo vio entre los hachones y las hogueras que, en perfecta simetría, competían con la doble hilera de luces de los soberbios pabellones del campamento infiel.

También los nuestros rezaron, y mucho, pues las fuerzas cristianas eran infinitamente inferiores a las infieles. A la primera luz del alba del 12 de septiembre, el padre capuchino Marco d’Aviano, gran copista e inspirador del ejército cristiano, ofició una misa con los comandantes cristianos en un pequeño convento camaldulense situado en una loma, llamada del Kahlenberg, que domina Viena desde la margen derecha del Danubio. Inmediatamente después formaron nuestras tropas, dispuestas a vencer o morir.

En el ala izquierda estaba Carlos de Lorena con el margrave Hermann y el joven Ludovico Guillermo, el conde Von Leslie y el conde Caprara, el príncipe Ludomirski con sus temibles caballeros polacos encorazados, y Mercy y Tafe, futuros héroes de Hungría. Junto a decenas de otros príncipes, se preparaba al bautismo del fuego el aún oscuro Eugenio de Saboya, que, como el propio Carlos de Lorena, había dejado París huyendo del Rey Sol y acabaría cubierto de gloria, reconquistando el este de Europa a la causa cristiana. También alistaban sus tropas el príncipe elector de Sajonia, asistido por el mariscal de campo Goltz, y el príncipe elector de Baviera con los cinco Wittelsbach. En el centro de la formación cristiana, al lado de los bávaros, se hallaban las tropas de Franconia y de Suabia; figuraban, asimismo, los príncipes y los reyes de Turingia, de los gloriosos linajes de los Güelfos y de los Holstein; y otros nombres ilustres como el margrave de Bayreuth, el mariscal de campo y general Rodolfo Baratta, Dünewald, Stirum, el barón Von Degenfeld, Károly Pálfíy y muchos más héroes defensores de la causa de Cristo. Por su parte, el ala derecha la defendían los valerosos polacos del rey Jan Sobieski y sus dos lugartenientes.

No bien vislumbraron tan poderoso despliegue de fuerzas amigas, los desventurados resistentes de Viena manifestaron su alborozo lanzando docenas de cohetes y salvas.

Desde el campamento de Kara Mustafá divisaron ese ejército, pero cuando los turcos decidieron actuar, los atacantes ya bajaban a mata caballo por la ladera del Kahlenberg. Entonces el gran visir y sus hombres salieron precipitadamente de las tiendas y de las trincheras y formaron en orden de batalla. En el centro estaba Kara Mustafá, con su numeroso contingente de espahís; a su lado, el impío predicador infiel Wani Efendi, con su pendón sagrado; delante, el Aga con sus regimientos de sanguinarios jenízaros; a la derecha, junto al Danubio, los desalmados voivodas de Moldavia y Valaquia, el visir Kara Mehmet de Diyarbakir e Ibrahim Pacha de Buda; a la izquierda, el Kan de los tártaros y muchos pachas.

Las verdes y suaves lomas rebosantes de viñedos que se extienden a extramuros de Viena son el teatro de la batalla. El primer y memorable encuentro tiene lugar en los desfiladeros del Nussberg, entre el flanco izquierdo cristiano y los jenízaros. Tras largas acometidas, los imperiales y los sajones consiguen atravesar el frente enemigo, y a mediodía los turcos tienen que replegarse a Grinzing y Heiligenstadt. Entre tanto, las tropas de Carlos de Lorena llegan a Dóbling y se aproximan al campamento turco, y la caballería austríaca del conde Caprara y los encorazados de Lubomirski hacen morder el polvo a los moldavos, aunque a costa de enfrentamientos muy duros, y los hacen retroceder por el Danubio. Por su parte, desde lo alto del Kahlenberg, el rey Sobieski lanza a la caballería polaca, cuyo camino allanan los infantes alemanes y polacos, que persiguen a los jenízaros en cada casa, cada viña, cada granero, y los expulsan, con cruel tesón, de Neustift, de Pötzleinsdorf y de Dornbach.

A los cristianos les tiembla el pulso cuando Kara Mustafá, tratando de aprovechar el movimiento de sus enemigos, se introduce en los espacios vacíos que éstos han creado en su arrollador avance. Pero el ardid le servirá de poco; Carlos de Lorena envía al asalto a sus austríacos, con la orden de que se dirijan hacia la derecha: en Dornbach cortan la retirada a los turcos que intentaban refugiarse por Dobling. Al mismo tiempo, los caballeros polacos avanzan sin freno hasta Hernals, desbaratando toda resistencia.

En el centro, en primera línea, bajo el glorioso estandarte sarmático, que ondea al viento, el rey de Polonia cabalga, con el ala de halcón en la punta de la lanza, espléndido e indomable, junto al príncipe Jakob, ya héroe a sus dieciséis años, y a sus seis caballeros con cotas maravillosamente guarnecidas de sobrevestes multicolores, plumas y piedras preciosas. Al grito de «¡Por Jesús y María!», las lanzas de los húsares y de la caballería encorazada del rey Jan arrasan a los espahís y se dirigen decididas a la tienda de Kara Mustafá.

En su puesto de mando, desde donde sigue el encuentro entre los suyos y la caballería polaca, Kara Mustafá vuelve instintivamente la mirada hacia la bandera verde que le hace sombra: comprende, entonces, que los cristianos van en pos de su estandarte sagrado. Asustado, decide replegarse, llevándose consigo, en una vergonzosa retirada, primero a los pachas y luego a todas las tropas. Se postra también el centro de la formación turca; cunde el pánico en el resto del ejército, la derrota termina en desastre.

Con renovados arrestos, los vieneses asediados se atreven a salir por la Puerta de los Escoceses mientras los turcos huyen, abandonando al enemigo su inmenso campamento, repleto de tesoros incalculables, pero no sin antes degollar a centenares de prisioneros. Además, se llevan como esclavos a seis mil hombres, once mil mujeres, catorce mil niñas y cincuenta mil niños.

Tan completa y triunfal es la victoria que a nadie se le ocurre perseguir a los infieles fugitivos. Es más, por miedo a que los turcos regresen, los soldados cristianos se mantienen alerta durante toda la noche.

El rey Sobieski es el primero que entra en la tienda personal de Kara Mustafá. Se lleva como botín la cola de caballo y el corcel del vencido, además de los muchos tesoros y las maravillas orientales que rodeaban al sátrapa hereje y disoluto.

Al día siguiente se cuentan los muertos: por parte turca hay diez mil bajas, trescientos cañones, quince mil tiendas y montañas de armas requisados. Los cristianos lloran a dos mil muertos, entre los que, lamentablemente, figuran el general de Souches y el príncipe Potocki.

Pero no queda tiempo para la tristeza: toda Viena quiere festejar a los vencedores, que a través de las murallas entran triunfalmente en la capital, salvada de la marea infiel. El rey Sobieski escribe con humildad al Papa, atribuyendo la victoria a un sencillo milagro: Venimus, vidimus, Deus vicit.

Como decía antes, los detalles de tan edificantes memorias no los conocería sino más tarde. Sin embargo, en las inmediaciones del Donzello ya crecía el júbilo: el 24 de septiembre se ordenó poner un bando en las iglesias de Roma en el que se establecía que, a partir de esa misma noche, todas las campanas habían de tañer el avemaría para agradecer al Señor la derrota de los turcos. Las ventanas se llenaron de alegres luminarias, y con gozo universal e incontenible resplandecieron por doquier bengalas, petardos, girándulas y triquitraques. Así, desde nuestras ventanas se podía oír no sólo la libre alegría del pueblo, sino también los fragorosos estallidos de los fuegos artificiales que lanzaban desde los tejados de las embajadas, en Castel Sant’Angelo, en la piazza Navona y en el Campo di Fiore.

Con las contraventanas abiertas y pegados a las rejas, vimos cómo el pueblo alborozado quemaba en la calle monigotes de visires y de pachas. Y cómo familias enteras, pandillas de niños, grupos de jóvenes o de viejos iban de arriba abajo blandiendo antorchas, alumbrando las dulces noches de septiembre y acompañando con sus carcajadas el argentino contrapunto de las campanas.

Hasta los que vivían en las proximidades de la posada y que, por miedo al contagio, en los días pasados habían tenido buen cuidado de no acercase a nuestras ventanas, ahora nos hacían partícipes de su regocijo con gritos y palabras festivas. Parecían creer que faltaba poco para nuestra liberación: era como si el rescate de los ejércitos cristianos en Viena preludiase, salvadas todas las distancias, la liberación del Donzello de la amenaza de la peste.

Así pues, también entre nosotros, aunque seguíamos recluidos, se irradió el entusiasmo: yo mismo me encargué de llevar la noticia a cada huésped. Todos la celebramos en los salones de la planta baja, abrazándonos fraternalmente y brindando con enorme alborozo. Yo, más que nadie, estaba en la gloria: el plan urdido por Dulcibeni para hundir a Europa había llegado demasiado tarde, aunque seguía preocupado por la salud del Papa.

Ahora bien, además de todas esas honestas manifestaciones de alegría, entre los rumores que circulaban de boca en boca, y que desde la calle llegaban hasta nosotros, tuve conocimiento de dos circunstancias que estimé harto inesperadas y dignas de meditación.

Por uno de los centinelas (que seguían vigilando la posada, a falta de contraórdenes) supimos que a la victoria cristiana habían contribuido varios errores inexplicables cometidos por los turcos.

En efecto, los ejércitos de Kara Mustafá, que habían agotado las defensas de Viena mediante la conocida técnica de las minas y las trincheras, habrían podido, en opinión de los mismos vencedores, emprender un ataque concentrado y victorioso mucho antes de la llegada de los refuerzos del rey Sobieski. Pero, en lugar de lanzar rápidamente el ataque decisivo, Kara Mustafá se había quedado inexplicablemente inmóvil, perdiendo días muy valiosos. Los turcos no habían hecho nada por ocupar las lomas del Kahlenberg, que les habrían brindado una ventaja táctica fundamental. Y eso no era todo: tampoco habían hecho nada por contener a los refuerzos cristianos antes de que cruzasen el Danubio, lo que había permitido a éstos acercarse a los asediados.

Nadie sabía por qué habían actuado así. Era como si los turcos esperasen algo… Algo que les garantizaría la victoria. Pero ¿qué?

Hubo otra circunstancia extraña: el foco de peste que desde hacía meses amenazaba a la ciudad se había extinguido de pronto, sin motivo aparente.

Los vencedores habían tomado esa serie de milagros como un signo de la voluntad divina, la misma voluntad que, hasta el último día, había sostenido a las fuerzas desesperadas de los asediados y a las tropas de los liberadores de Jan Sobieski.

El 25, las celebraciones de Roma fueron apoteósicas; pero sobre ellas me extenderé más adelante, ya que cumple que ahora relate los otros hechos importantes de los que tuve conocimiento en los últimos días de clausura.

La extraña y repentina extinción de la peste en Viena me hizo reflexionar profundamente. En efecto, después de aterrorizar a los asediados más que el propio enemigo otomano, de pronto desapareció tan inopinada como inexplicablemente. El hecho, además, había resultado decisivo, pues, de haber causado el morbo más estragos en la población vienesa, la victoria turca habría sido segura, casi un paseo militar.

Era ineludible concatenar aquella novedad con los datos que Atto y yo habíamos descubierto o recompuesto con tanto esfuerzo, y que mentalmente traté de resumir. Luis XIV confiaba en una victoria turca en Viena para luego dividirse Europa con los infieles. Para cumplir sus sueños de dominio, el Rey Sol contaba con utilizar el principio de contagio del secretum pestis, esto es, el secretum morbi, que había conseguido arrancarle a Fouquet.

Sin embargo, al mismo tiempo la consorte del Rey Cristianísimo, María Teresa, estaba consagrada a una trama diametralmente opuesta. Orgullosamente unida a los destinos de la casa de los Habsburgo, que reinaba en el trono imperial y de la que ella misma procedía, la reina de Francia intentaba estorbar en secreto los designios de su marido. En efecto, según la hipótesis de Atto, Fouquet había hecho llegar a María Teresa, por medio de Lauzun y Mademoiselle (que no detestaban al soberano menos que María Teresa), el único antídoto capaz de acabar con la secreta arma mortífera: el secretum vitae, vale decir, el rondó con el que, en aquellos días en el Donzello, Devizé nos había deleitado, y que, al parecer, había curado a Bedford.

Por otra parte, no era casual que el antídoto de la peste estuviese en manos de Devizé: el rondó, cuyo esbozo podía ser obra de Kircher, lo había perfeccionado y transcrito el guitarrista Francesco Corbetta, maestro en el arte de cifrar mensajes secretos en las notas musicales.

El cuadro, aunque muy simplificado, desairaba tanto al intelecto como a la memoria. Pero si el método que Atto Melani me había enseñado (suponer cuando no se sabe) era correcto, todo encajaba. Así pues, había que seguir desentrañando con el razonamiento cuanto fuese necesario para explicar lo absurdo.

Así que me pregunté: si Luis XIV hubiese querido dar el golpe de gracia a los temidos Habsburgo, que lo ciñen por los lados con Austria y España, y, sobre todo, al odiado emperador Leopoldo, ¿dónde habría desencadenado la peste? La respuesta me dejó estupefacto por su sencillez: en Viena.

¿Acaso no era ésa la batalla decisiva para el destino de la cristiandad? ¿Y yo no sabía, desde que oyera la conversación entre Brenozzi y Stilone Priàso, que el Rey Cristianísimo apoyaba en secreto a los turcos para someter al Imperio a un cerco infernal entre este y oeste?

Pero eso no era todo. ¿No era cierto que meses atrás había surgido en Viena un foco pestífero, para desesperación de todos los heroicos combatientes asediados? ¿Y no era igualmente cierto que el foco se había extinguido, o que había sido misteriosamente domado por algún medio invisible y enigmático, salvando así a la ciudad y a todo Occidente?

Aunque la lógica de mis elucubraciones parecía aplastante, me costó aceptar las conclusiones que había que extraer de ellas: la peste en Viena la habían provocado agentes de Luis XIV, o individuos contratados por éstos, valiéndose de la oculta ciencia del secretum morbi. De ahí que los turcos hubiesen permanecido inactivos durante días, a pesar de que tenían Viena a un tiro de piedra: aguardaban los nefastos efectos del morbo que les había enviado su oculto aliado, el soberano de Francia.

Pero la infame artimaña había topado con fuerzas adversas y no menos poderosas: los emisarios de María Teresa habían llegado a tiempo a Viena para desbaratar la amenaza, activando el secretum vitae y deteniendo, así, el foco de infección. De qué modo, eso jamás lo sabría. Lo cierto, en cualquier caso, es que los vanos titubeos del ejército turco le habían costado la cabeza a Kara Mustafá.

Un resumen con semejante acopio de datos corría el riesgo de parecer demasiado imaginativo, cuando no delirante: pero la lógica y la necesidad me lo imponían. ¿No rayaban también en la locura todas las tramas en las que habían tomado parte Kircher y Fouquet, María Teresa y Luis XIV, Lauzun y Mademoiselle, Corbetta y Devizé? No obstante, había pasado noches enteras con Atto Melani recomponiendo todas las piezas, en una especie de divino arrebato, de aquella intriga insensata. Sí: insensata y, sin embargo, para mí ya más real que la vida que transcurría fuera del Donzello.

Poblaban mi imaginación, por un lado, los lúgubres agentes del Rey Sol, encargados de apestar la pobre Viena, ya exhausta; por otro, los defensores, los hombres-sombra de María Teresa. Todos indagaban fórmulas secretas, anidadas en los pentagramas de Kircher y Corbetta, agitando retortas y alambiques y otros oscuros instrumentos (como los que habíamos visto en la isla de Dulcibeni), y recitando incomprensibles fórmulas herméticas en algún almacén abandonado. Aquéllos envenenarían y éstos sanearían aguas, huertos, calles. En la invisible lucha entre secretum morbi y secretum vitae, a la postre había ganado el principio vital: el mismo que había cautivado mi corazón y mi mente cuando escuchaba el rondó interpretado a la guitarra por Devizé.

Huelga decir que los labios del músico siempre estuvieron sellados para mí. Con todo, resultaba tan fácil suponer cuál había sido su intervención en la trama como reconstruirla: Devizé recibe de manos de la reina la copia original del rondó de las Baricades mistérieuses: tiene órdenes de ir a Italia, a Nápoles, para buscar a un viajero anciano que posee doble identidad… Devizé encuentra a Fouquet en Nápoles, ya en compañía de Dulcibeni. Posiblemente enseña al viejo superintendente el rondó que, años atrás, él mismo enviara a la reina por medio de Lauzun. Pero Fouquet está ciego: coge entonces aquellas páginas entre sus manos descarnadas, las acaricia, las reconoce. Devizé le toca luego el rondó, y, al anciano, llorando de emoción, se le disipan las últimas dudas: la reina lo ha conseguido, el secretum vitae está en buenas manos, Europa no sucumbirá al delirio de un solo soberano. Y María Teresa, antes de despedirse de esta tierra, quería hacerle llegar, a través de Devizé, aquella postrera certeza.

Devizé y Dulcibeni, de común acuerdo, deciden llevar a su protegido a Roma, donde, a la sombra del Papa, los amenazadores emisarios del Rey Sol no pueden moverse a sus anchas. Lo cierto, sin embargo, es que Dulcibeni tiene planes muy distintos… Una vez en la ciudad, Devizé, mientras toca para nosotros en la posada las Baricades mistérieuses, sabe que María Teresa ha enviado a Viena la secreta quinta esencia de aquellas notas, el secretum vitae, para obstruir el paso a la pestilencia que puede dar el triunfo a los turcos.

Pues bien, de todo aquello Devizé jamás dijo una sola palabra en mi presencia. Supo mantener su fidelidad a María Teresa incluso después de la muerte de la soberana. Además, el riesgo de que lo identificasen como conjurado contra el Rey Sol le habría acarreado consecuencias letales. Me dispuse, pues, a librar a Devizé de ese peligro aplicando una vez más las reglas que me había enseñado el abate Melani. Hablaría yo en vez de él: yo, un humilde mozo al que nadie concedía la menor importancia. Apenas unas palabras atinadas: no deduciría nada de lo que me dijese, sino de sus silencios.

Bien pronto se me presentó la ocasión. Me había llamado por la tarde, reclamando otra colación. Le llevé una modesta cestita con un pequeño salchichón y unas lonchas de queso, que sin más empezó a comer con voracidad. No bien tuvo los carrillos atiborrados del apetitoso condumio, me acerqué a la puerta para despedirme.

—A propósito —dije con tono indiferente—, parece que en Viena todos tienen una gran deuda de gratitud con la reina María Teresa por la curación de la peste.

Devizé empalideció.

—¡Hummm…! —farfulló alarmado, con la boca llena, levantándose en busca de un poco de agua.

—¿Ah, os atragantáis? Bebed, pues —le recomendé, tendiéndole una jarra que había llevado conmigo y que adrede no le había dado. Se puso a beber con los ojos como platos, inquisitivos—. ¿Queréis saber quién me lo ha dicho? Bueno, ya estáis al corriente de que a causa de aquel desdichado accidente el señor Pompeo Dulcibeni ha padecido fiebres altas, y durante una crisis ha hablado largo y tendido. Yo estaba allí por casualidad.

Era una mentira en toda regla, que Devizé bebió con la misma avidez que el agua que acababa de apurar de un trago.

—¿Y qué más…, qué más ha dicho? —balbució enjugándose la boca y el mentón con el antebrazo y procurando mantener la calma.

—Oh, muchas cosas que puede que no haya entendido bien. Ya sabéis, la fiebre… Si no recuerdo mal, mencionaba con frecuencia a un tal Fuché, o un nombre semejante, y a un tal Lozen, me parece —respondí trabucando a propósito los nombres—. Hablaba de una fortaleza, de la peste, de un secreto de la peste o de algo así, y luego de un antídoto, de la reina María Teresa, de los turcos, hasta de una conspiración. En una palabra: deliraba, ya sabéis lo que pasa en estos casos. Al principio Cristofano se ha asustado, pero ya se le ha pasado la fiebre y ahora tendrá que preocuparse por las piernas y la espalda, que…

—¿Cristofano? ¿Él también lo ha oído?

—Sí, pero ya sabéis, el médico, cuando trabaja, se concentra en lo suyo. Yo he hablado con el abate Melani, y él…

—¿Qué has hecho? —rugió Devizé.

—Le he contado al abate Melani que Dulcibeni se encontraba mal, que tenía fiebre y que deliraba.

—¿Y se lo has contado… todo? —preguntó aterrorizado.

—¿Cómo queréis que me acuerde, señor Devizé? —respondí como ofendido—. Sólo sé que el señor Pompeo Dulcibeni estaba con un pie en la tumba, y el abate Melani ha compartido conmigo esa preocupación. Y ahora, si me dispensáis —dije saliendo por la puerta y despidiéndome.

Además de confirmar los secretos que guardaba Devizé, me había permitido una pequeña venganza. El pánico que se había apoderado del guitarrista era elocuente: no sólo estaba al tanto de los hechos que Atto y yo ya conocíamos, sino que, como suponía, había sido en ellos un actor destacado. Por eso, precisamente, me complacía haberlo dejado con una duda atroz: los delirios de Dulcibeni (sólo producto de mi imaginación) habían llegado a través de mí a oídos de Cristofano, pero también a los del abate Melani. Y si Atto hubiese querido, ahora podría señalar a Devizé como traidor al rey de Francia.

Todavía me pesaba en el alma el trato desdeñoso que había recibido siempre del guitarrista. Merced a unas mentiras oportunas, esa noche podría dormir por fin el rico sueño de los señores, mientras que Devizé dormiría el sueño miserable de los desheredados.

Lo confieso: seguía habiendo una persona, sólo una, con la que habría podido, y debido, compartir aquella prueba extrema del intelecto. Los tiempos, sin embargo, habían cambiado. No podía negarme a mí mismo que, tras el enfrentamiento con Dulcibeni en los muros del Coliseo, entre Atto y yo ya nada podía ser igual.

Había, desde luego, descubierto el plan criminal y blasfemo de Dulcibeni. Pero a la hora de la verdad lo había vencido la flaqueza, mas no de piernas, como a su adversario. Había subido a lo alto del Coliseo como acusador, y había bajado como imputado.

Su indecisión para replicar a las acusaciones y a las alusiones de Dulcibeni sobre la muerte de Fouquet me había dejado estupefacto e indignado. Ya antes lo había visto vacilar, pero única y exclusivamente por miedo a amenazas oscuras e inminentes. Frente a Dulcibeni, en cambio, había sido como si la causa de sus titubeos ya no fuese el temor a lo ignoto, sino algo que conocía perfectamente, y que debía ocultar. Así, las acusaciones del jansenista (el veneno introducido en el pediluvio, la orden de matar recibida del rey de Francia), aunque carentes de pruebas, habían resultado más definitivas que una sentencia.

Y además estaba aquella extraña, dudosa coincidencia: como había recordado Dulcibeni, las últimas palabras de Fouquet habían sido «Ay, de modo que es cierto»; el verso de una canción del maestro Luigi Rossi, que un día había oído cantar a Atto con sumo sentimiento. «Ay, de modo que es cierto… que has cambiado de parecer»: así terminaba la estrofa, como una inequívoca acusación.

Esas mismas palabras, además, se las había oído susurrar cuando, a merced de la corriente de la Cloaca Máxima, nos vimos en trance de dejar este mundo. ¿Por qué, al enfrentarse a la muerte, había aflorado a sus labios aquel verso?

Con los ojos de la fantasía, me imaginé que yo mataba a traición a un viejo amigo, y traté de pensar en la culpa que me habría corroído el alma. Si hubiese oído sus últimas palabras, ¿éstas no habrían resonado siempre en mis oídos y retumbado en mi boca?

Y mientras Dulcibeni lo acusaba y le restregaba aquel verso desgarrador y quejumbroso, oí la voz de Melani quebrarse bajo el peso de la culpa, cualquiera que fuese.

Para mí ya no era el abate Melani de antes. No era el mismo mentor premioso, ni el caudillo de confianza. Era, de nuevo, el castrado Atto Melani al que días antes había conocido escuchando a escondidas la conversación de Devizé, Cristofano y Stilone Priàso: abate de Beaubec por voluntad del rey de Francia, gran intrigante, enorme mentiroso, inmenso traidor, excelso espía. Y, tal vez, también asesino.

Me acordé entonces de que el abate jamás me había dado una explicación convincente de las palabras «baricades mistérieuses» que había musitado en sueños. Finalmente comprendí que debía de habérselas oído, sin entender su significado, al moribundo Fouquet, mientras lo zarandeaba y —como Pellegrino había referido muy bien— a voz en grito le hacía a la cara preguntas que quedaron sin respuesta.

El abate terminó dándome pena: pues, como había dicho Dulcibeni, había sido burlado por su propio rey. En efecto, ahora sabía que no me lo había contado todo sobre el registro que hiciera en el despacho de Colbert: le había entregado a Luis XIV las cartas que revelaban la presencia de Fouquet en Roma.

Estaba sobrecogido: ¿cómo, cómo había sido capaz de traicionar a su antiguo benefactor? A lo mejor había querido demostrar una vez más su lealtad a Su Majestad Cristianísima. Todo un gesto, sin duda: ofrecer al rey, en bandeja de plata, al hombre por cuya amistad él mismo, veinte años atrás, había tenido que exiliarse lejos de Francia. Sin embargo, cometió un error fatal, porque el rey recompensaría al fiel castrado con otra traición. Lo mandó a Roma nada menos que para asesinar a Fouquet, sin revelarle los auténticos motivos de aquella orden terrible, ni el abismo de muerte y odio que la impulsaba. ¿Qué absurda historia le contaría el rey a Atto, con qué vergonzosas mentiras mancillaría una vez más el ofendido honor del viejo superintendente?

Durante los últimos días que estuve en el Donzello viví acosado por la infamante imagen del abate Melani, la imagen de un hombre que vendía al soberano la vida de su pobre y viejo amigo y era incapaz de negarse a cumplir las feroces órdenes de su déspota cruel.

¿Y cómo había podido fingir ante mí el papel del amigo destrozado? Seguramente había recurrido a todas sus dotes de actor castrado, me decía con rabia. O, quizá, aquellas lágrimas fuesen auténticas, mas fruto del remordimiento.

Ignoro si Atto lloraría también cuando, forzado por las órdenes de su soberano, se disponía a partir hacia Roma para poner fin a la vida de Fouquet, o si todo lo realizó como un dócil instrumento.

Las últimas palabras del viejo y ciego superintendente, mientras por su mano moría, debieron de trastornar su ánimo: aquellas frases apenas musitadas, que hablaban de misteriosas barricadas y oscuros secretos, o tal vez más aquellos ojos opacos y honestos, hicieron que Atto se diese cuenta de que había sido víctima de las mentiras de su rey.

Ya era demasiado tarde para remediar nada, pero no para comprender. Por eso había comenzado las pesquisas, con mi inocente colaboración.

Muy pronto ya no pude razonar más. Y no pude, tampoco, dejar de sentir prevención contra el abate Melani. No volví a hablarle. Se había roto la vieja confianza entre nosotros, la antigua familiaridad que tan rápidamente habíamos entablado en esos pocos días de convivencia en el Donzello.

Sin embargo, él había sido mi verdadero maestro e inspirador. Así pues, procuraba mantener, al menos externamente, la actitud servicial a la que lo había acostumbrado. Pero en mis ojos y en mi voz faltaban esa luz y ese calor que sólo surgen cuando hay amistad.

Observaba la misma transformación en él: nos habíamos vuelto extraños el uno para el otro, y Atto lo sabía tan bien como yo. Con Dulcibeni inmovilizado en su lecho y descubierto su plan, el abate Melani ya no tenía que derrotar a ningún enemigo, ni que tender ninguna emboscada, ni que resolver ningún enigma. Y, ya sin los apremios de la acción, no necesitó ofrecerme más justificaciones ni explicaciones de su proceder, como había hecho hasta entonces cada vez que yo protestaba. Vivía, pues, desde hacía días encerrado en sí mismo y mudo por la culpa que sobre él se cernía.

Solamente una vez, una mañana, mientras preparaba la comida en la cocina, de improviso me cogió un brazo y enseguida estrechó mis manos entre las suyas.

—Ven a París conmigo. Mi casa es grande, haré que te impartan la mejor instrucción. Serás mi hijo —afirmó con tono grave y apesadumbrado.

Noté algo en mi mano: la abrí y vi que eran mis tres margaritas, las perlas venecianas que me había regalado Brenozzi. Tendría que habérmelo imaginado: me las había robado delante de mis narices, la primera noche en el cuartito, para inducirme a ayudarlo en las pesquisas.

Y en ese momento me las devolvía, poniendo fin, él mismo, a su último embuste. ¿Era acaso un intento de reconciliación?

Tras meditar un instante, tomé una decisión.

—¡Queréis que sea vuestro hijo! —exclamé lanzando una cruel carcajada a la cara del castrado que nunca podría tener hijos.

Y, sin más, abrí la mano y dejé caer las margaritas al suelo.

Mi pequeña y vana venganza puso la lápida sepulcral sobre lo que había entre nosotros: con aquellas tres perlitas, rodaron lejos nuestra unión, la confianza, el afecto y todo lo que tan íntimamente habíamos compartido durante los pasados días. Era el fin.

Ahora bien, no todo estaba resuelto. En efecto, en el cuadro faltaba algo que habíamos reconstruido: ¿cuál era el verdadero motivo del atroz odio de Dulcibeni contra los Odescalchi, y, sobre todo, contra el papa Inocencio XI? Ciertamente, existía una causa: el rapto y la desaparición de la hija de Dulcibeni. Pero, como acertadamente había señalado Atto, ésa no parecía la única razón.

Precisamente cuando cavilaba sobre aquel interrogante, un par de días después de la noche pasada en el Coliseo, sentí, como un mazazo, una de esas iluminaciones que la vida muy rara vez nos concede (puedo decirlo ahora, cuando redacto estas notas, después de que mi experiencia me lo haya demostrado con creces).

Recordé una vez más lo que la reconstrucción que el abate Melani había hecho con Dulcibeni me había permitido averiguar. A la hija de doce años de Dulcibeni, esclava de los Odescalchi, la habían raptado y llevado a Holanda Huygens y el negrero Francesco Feroni.

¿Dónde estaba ahora la hija de Dulcibeni? Esclava en Holanda, dado que el brazo derecho de Feroni se había encaprichado de ella; o podía haber sido vendida en cualquier otro país. Sin embargo, también había oído que, tarde o temprano, algunas de las esclavas más hermosas conseguían su libertad, por medio del meretricio, obviamente, que en aquellas tierras arrancadas al mar era muy próspero, según tenía entendido.

¿Qué aspecto tendría? Si seguía viva, ahora debía de tener unos diecinueve años. De su madre, de piel negra, habría seguramente heredado un color semejante. En cambio, no era fácil imaginar su rostro sin conocer el de la madre. Pero de lo que no cabía duda era de que había sido maltratada, recluida, perseguida. Su cuerpo, me dije, debía conservar las señales de su sufrimiento.

—¿Cómo lo has descubierto? —se limitó a preguntar Cloridia.

—Por las muñecas. Por las cicatrices que tenéis en las muñecas. Y además por Holanda, por los mercaderes italianos, que tanto aborrecéis, por el nombre de Feroni, por el café que os recuerda a vuestra madre, por vuestra insistencia en preguntar por Dulcibeni, por vuestra edad y vuestra piel, por vuestra búsqueda con la vara ardiente que os trajo aquí. Y por el Arcano del Juicio, ¿os acordáis?: la reparación del agravio sufrido del que me hablasteis —respondí—. Y, por último, por los estornudos del abate Melani, sensible a las telas de Holanda, que sólo vos y vuestro padre usáis en esta posada.

Cloridia, naturalmente, no se conformó con la explicación, y para justificar mi intuición hube de contarle sucintamente buena parte de las aventuras de aquellos días. En un primer momento, por supuesto, no dio crédito a muchas de mis revelaciones, no obstante omitiese, a propósito, numerosos sucesos que yo mismo habría juzgado fantasiosos e inverosímiles.

Me costó bastante demostrarle que su padre había trazado un plan para atentar contra la vida del Papa, de lo que se convenció sólo mucho más tarde.

Sea como fuere, al final, tras una larga y paciente explicación, creyó en mi buena fe y en la mayor parte de los hechos de los que le di cuenta y razón. El relato, interrumpido por sus numerosas preguntas, duró casi toda una noche, con pausas en las que yo pasaba a interrogar y ella a instruir.

—¿Y él nunca sospechó nada? —le pregunté al final.

—Nunca, estoy segura.

—¿Se lo vais a decir?

—Al principio quería hacerlo —respondió después de un breve silencio—. Lo he buscado tanto… Pero he cambiado de parecer. No me creería, o no me aceptaría de buen grado. Y, además, está mi madre: no consigo olvidar.

—Entonces, sólo lo sabremos los dos —dije.

—Es mejor así.

—¿El qué, que no lo sepa nadie?

—No: que lo sepas tú también —contestó acariciándome la cabeza.

Así las cosas, sólo faltaba confirmar una noticia, que no sólo esperaba yo. El júbilo universal por la victoria de Viena llenaba la ciudad de alegres festejos. Los esfuerzos de Dulcibeni para hundir la verdadera religión en Europa habían llegado, pues, demasiado tarde. Pero ¿el Papa? ¿Ya habían hecho efecto las sanguijuelas de Tiracorda? Quizá, a esas horas, el artífice de la victoria sobre los turcos se retorciera febril bajo las mantas, aquejado de peste. No podíamos saberlo, menos aún desde la reclusión de nuestros cuartos. Pronto, sin embargo, iba a ocurrir un hecho que nos liberaría finalmente de la cautividad.

En varias ocasiones he contado que en los días previos al principio de la cuarentena oímos un fuerte estruendo en el subsuelo de la posada, y que inmediatamente después mi amo Pellegrino descubrió una grieta en la pared de las escaleras, a la altura del primer piso. El fenómeno, lógicamente, causó bastante inquietud, que no tardó en quedar relegada por la muerte de Fouquet, la declaración de cuarentena y los muchos acontecimientos que siguieron. Sin embargo, la gaceta astrológica de Stilone Priàso presagiaba para aquellos días, según pude leer con mis propios ojos, «terremotos y fuegos subterráneos». Si de un azar se trataba, parecía hecho adrede para turbar los ánimos más templados.

Así, el recuerdo de aquellos subterráneos tembleques me causaba cierta preocupación, acentuada por la grieta de las escaleras, que —no sé si llevado por mi imaginación— cada día veía más larga y profunda.

Fue, quizá, debido a ese desasosiego por lo que me desperté de pronto en plena noche del 24 al 25 de septiembre. No bien abrí los ojos, la oscuridad húmeda de mi cuarto me pareció más angosta y asfixiante de lo habitual. ¿Qué me había despertado? No la urgencia de una micción nocturna, ni un ruido molesto, como enseguida comprendí. No: se trataba de un crujido siniestro y difuso, cuya procedencia no lograba identificar. Era como un gemido de piedras que, unas contra otras, se triturasen, como si una poderosa máquina las hiciese añicos muy despacio.

Mi reacción fue instantánea: abrí la puerta de mi cuarto, salí corriendo al pasillo y bajé a los pisos inferiores, gritando a voz en cuello. La posada estaba a punto de venirse abajo.

Cristofano, con encomiable entereza de ánimo, se cuidó primero de avisar al guardia nocturno con el fin de que nos dejase ponernos a salvo en la calle. La evacuación del Donzello, seguida con una mezcla de curiosidad e inquietud por algunos vecinos, que al momento acudieron a las ventanas, tuvo complicaciones y riesgos. Los crujidos procedían de la escalera, donde, en contadas horas, la grieta se había convertido en abismo. Como siempre, se precisó el valor de unos pocos (Atto Melani, Cristofano y yo) para trasladar al inerme Dulcibeni y sacarlo al exterior. El convaleciente Bedford pudo valerse por sí solo. Lo mismo que mi amo, que, aunque atontado, recuperó su presencia de ánimo para imprecar contra la mala suerte. Tan pronto como todos hubimos salido, dio la impresión de que el peligro había pasado. Pero no era sensato entrar de nuevo, como nos demostró un fuerte ruido de cascotes procedente del interior. Cristofano estuvo hablando largo rato con el guardia.

Se resolvió, entonces, que fuésemos al vecino convento de los padres Celestinos, quienes, seguramente apiadados por nuestra triste condición, aceptarían brindarnos ayuda y cobijo.

Y así fue. Despertados a altas horas de la noche, los padres nos recibieron sin grandes muestras de entusiasmo (quizá por la sospecha de peste de los días pasados), pero con devota generosidad nos asignaron celdas, en las que cada uno pudo encontrar un refugio muy digno y cómodo.

Al día siguiente, el sábado 25 de septiembre, conocimos la gran novedad a primera hora de la mañana. La ciudad seguía inmersa en el clima festivo de las celebraciones por la victoria vienesa, que, como pude comprobar en cuanto salí de mi celda, invitaba también a los padres a holgar. En efecto, ninguno de ellos nos vigilaba de manera especial, y la única visita de control que recibí fue la de Cristofano, que había dormido en el cuarto de Dulcibeni para poder ayudarlo si tenía alguna necesidad nocturna. Cristofano me confirmó, con cierta sorpresa, que no estábamos sometidos a ninguna restricción, que cualquiera de nosotros podía desaparecer por una de las muchas salidas del convento, y que en los próximos días seguramente habría más de una fuga. Lo que no sabía era que la primera evasión tendría lugar al cabo de pocas horas.

Por la indiscreta conversación que dos padres Celestinos sostuvieron delante de mi puerta pude enterarme del acontecimiento que se preparaba para esa noche: en la basílica de San Juan iba a celebrarse la victoria con un gran Te Deum. Y en el magno rito de agradecimiento tomaría parte Su Beatitud el papa Inocencio XI.

Aparte de dos visitas que hice a Dulcibeni y Cristofano, y una a Pellegrino, pasé toda la jornada en mi celda. De las comidas, copiosas pero poco apetitosas, se encargaron los Celestinos. A mi pobre amo, además del cuerpo, le dolía ahora el alma: le contaron que la posada estaba derrumbándose, y que al amanecer todas las escaleras, del primer piso al último, se habían vencido, así como los rellanos y la pared que daba al patio interior. Yo mismo me sobresalté al oír aquella noticia, pues significaba la casi segura desaparición del cuartito secreto por el que se accedía a los subterráneos. Me habría gustado compartir aquella novedad con el abate Melani; pero ya no quedaba tiempo.

Cuando la luz posmeridiana se apagaba en el dulce abrazo de la penumbra del anochecer, no me costó salir de mi cuarto y luego del convento, a través de una pequeña puerta falsa sin custodia. Mediante el pago de una modesta suma (que saqué de los pocos ahorros que había salvado al escapar del Donzello) conseguí la complicidad de un criado de los frailes para tener la seguridad de encontrarla abierta a mi regreso.

No era una fuga: tenía un solo objetivo, tras cuyo desempeño me retiraría nuevamente al convento. Tardé un buen rato en llegar a la basílica de San Juan, hacia la que acudían ríos de gente. Desde el convento pasé por el Panteón, por la piazza San Marco y por el Coliseo. A los pocos minutos, tras recorrer la calle que llevaba directamente del anfiteatro a la basílica, alcancé, por fin, la plaza de San Juan de Letrán, ya atestada de un gentío ansioso y febril que aumentaba sin cesar. Me acerqué a la entrada de la basílica, donde comprendí que había llegado justo a tiempo: flanqueado por una multitud jubilosa, en ese preciso instante salía Su Santidad.

Al empinarme para ver mejor, un viejo, que trataba de abrirse paso a mi lado, me dio un codazo en una oreja.

—Ten cuidado, chico —me dijo con rudeza, como si lo hubiese golpeado yo.

Tapado como estaba por montones de cuellos y cabezas, tuve que deslizarme por entre la muchedumbre para alcanzar a ver a Su Beatitud. Y lo conseguí, justo cuando iba a subir a su carruaje, eludiendo las miradas y los aplausos de la gente. Lo vi en el preciso instante en que se despedía de los fieles y con gesto risueño y amable los bendecía una, dos, tres veces. Aprovechando mi juvenil agilidad, ahora estaba a pocos pasos del Santo Padre; pude, así, escrutar su rostro desde cerca y distinguir el color de las mejillas, la luz de los ojos y hasta la consistencia de su piel.

Yo no era médico ni vidente. Sólo mi ansia de saber, pues, pudo insuflar en mis capacidades de observación dotes casi sobrenaturales, que rebasaban los límites de la común experiencia, y revelarme que el Papa no estaba enfermo. Cierto es que su rostro delataba mucho sufrimiento: pero el suyo era un dolor del alma, largo tiempo afligida por el destino de Viena. A mi lado, dos viejos prelados murmuraron que, tras la grata noticia de la victoria, a Inocencio XI lo habían visto llorar como un niño, arrodillado en el suelo, derramando sus piadosas lágrimas sobre las baldosas de su aposento.

Pero no, no estaba enfermo: lo demostraban su mirada luminosa, la tez rosada y el breve pero vigoroso salto que dio para subir al carruaje y desaparecer en el habitáculo. No lejos de donde me hallaba, vislumbré de repente el rostro plácido de Tiracorda. Lo rodeaba un grupito de jóvenes (tal vez sus estudiantes, me dije). Antes de que la mano robusta de un guardia pontificio me apartase, tuve tiempo de oír al médico:

—No, por favor, yo no merezco parabienes… Ha sido la mano del Señor: después de la feliz noticia, ya no tuve que hacer nada.

Ahora lo sabía a ciencia cierta. El Pontífice, al conocer la victoria de Viena, se había sentido mejor y se había podido prescindir de la sangría. El Papa estaba sano y salvo. Dulcibeni había fracasado.

Entonces me percaté de que no era el único que lo sabía. A poca distancia reconocí, mezclada entre la gente, la cara temblorosa y sombría del abate Melani.

Regresé al convento confundido con la multitud que desordenadamente se dispersaba hacia sus casas. No vi al abate Melani ni traté de encontrarlo. A mi alrededor bullían alegres comentarios sobre la ceremonia, la santidad del Papa y la gloriosa obra a favor de la cristiandad. Por casualidad, me tocó ir detrás de un vivaz grupo de padres capuchinos que avanzaban exultantes agitando antorchas, con lo que prolongaban el regocijo que acababan de vivir durante la celebración del Te Deum. De sus pláticas pude recabar algunos pormenores curiosos (de cuya veracidad me cercioraría meses después) acerca de lo que había ocurrido en Viena en los días del asedio. Los padres aludían a noticias que habían recibido de Marco d’Aviano, el capuchino que tan valientemente había participado en la liga antiturca. Al final del cerco, les oí contar con la lengua suelta por la emoción, el rey polaco, Jan Sobieski, contraviniendo las órdenes del emperador Leopoldo, había entrado solemnemente en Viena, donde toda la ciudad lo había aclamado como vencedor. El emperador, como él mismo había confiado a Marco d’Aviano, no le envidiaba el triunfo, sino el amor de los súbditos: toda Viena había visto a Leopoldo abandonar la capital a su destino y escapar como un ladrón; y recibía jubilosa al rey extranjero, que acababa de arriesgar su vida, la de su gente e incluso la de su primogénito para salvarla del turco. Como no podía ser menos, el Habsburgo tenía que vengarse de Sobieski: en su encuentro, el emperador estuvo hosco y glacial. «Estoy petrificado», les dijo Sobieski a los suyos.

—Pero luego el Altísimo intervino para que todo se arreglase de la mejor manera posible —concluyó conciliador uno de los capuchinos.

—Sí, si Dios quiere —contestó un cofrade—, al final todo se arregla.

Aquellas sabias palabras seguían reseñándome en la cabeza al día siguiente, cuando Cristofano me informó de que, al cabo de pocos días, se nos eximiría de la obligación de la cuarentena. Merced a la atmósfera festiva, el médico había convencido fácilmente a las autoridades de que ya no había ningún peligro de contagio. El único que aún necesitaba asistencia era Pompeo Dulcibeni, cuyo estado fue explicado por el médico a los guardias como resultado de una caída accidental por las escaleras del Donzello. A Dulcibeni, ah, infeliz, quizá lo aguardase la inmovilidad de por vida. Cristofano podría atenderlo unos días más, pero luego regresaría al gran ducado de Toscana.

¿Quién iba a cuidar, después, de la persona que había intentado asesinar al Papa?, me pregunté con una amarga sonrisa.