Cuarta Jornada
14 DE SEPTIEMBRE DE 1683
A la mañana siguiente estaba entre las mantas, con los huesos molidos y la cabeza aturdida, evidentemente afectado por las aventuras de la víspera, que apenas me habían dejado dormir, y mal. El largo descenso al túnel y los esfuerzos necesarios para atravesar trampillas y escalinatas, además de la espeluznante refriega con los saqueadores de tumbas, me habían dejado rendido de cuerpo y de alma. De algo, sin embargo, me sentía tan sorprendido como feliz: en las pocas horas de sueño de las que había podido disfrutar no había tenido pesadillas de ningún tipo, y ello a pesar de las espantosas visiones mortíferas que me había deparado el encuentro con Ugonio y Ciacconio. Como tampoco inquietó mi descanso nocturno la desagradable (aunque necesaria) búsqueda de aquel que me había robado el único objeto de valor que había poseído nunca.
Antes al contrario, no bien abrí los ojos fui plácidamente asaltado por dulces reminiscencias oníricas: todas parecían querer hablarme en susurros de Cloridia y de sus delicadas facciones. No estaba en condiciones de reconstruir en un cuadro aquel dichoso concierto de ilusorias pero casi reales impresiones de los sentidos: el hermoso rostro de mi Cloridia (¡ya la llamaba así!), su vehemente y celestial voz, sus manos suaves y sensuales, su razonar vago y leve…
Afortunadamente, fui arrancado de esos melancólicos desvaríos antes de que la languidez me invadiese sin remedio y de que procediese a realizar un acto solitario que podría haberme privado de las escasas fuerzas que me quedaban.
En efecto, un gemido a mi derecha llamó de pronto mi atención. Me di la vuelta y vi a don Pellegrino sentado en su cama, con la espalda apoyada en la pared y la cabeza entre las manos. Asombrado y encantado de verlo en mejores condiciones (pues desde el principio de su enfermedad no había levantado la cabeza de la almohada), fui corriendo a su lado y lo acosé a preguntas.
Por toda respuesta se sentó con dificultad en el borde del catre y me dirigió una mirada ausente, sin emitir ningún sonido.
Desilusionado y al tiempo preocupado por su inexplicable mutismo, salí enseguida a llamar a Cristofano.
El médico acudió al momento y, ansioso por la sorpresa, empezó a reconocer a Pellegrino. Pero, justo cuando el toscano le observaba de cerca los ojos, Pellegrino soltó un resonante flatus ventris. A continuación lanzó un leve eructo, seguido de una nueva flatulencia. A Cristofano le bastaron unos minutos para aclarar sus ideas.
—Está adormilado, o abúlico, diría que aún debe despertarse completamente. Sigue estando pálido. No habla, bien es cierto, pero no desespero de que dentro de poco se recupere del todo. El hematoma de la cabeza parece deshinchado, y ya no me preocupa tanto.
Ahora Pellegrino sólo daba muestras de un fuerte atontamiento y ya no tenía fiebre; con todo, no podíamos estar aún completamente tranquilos.
—¿Por qué no podemos estar tranquilos? —pregunté al advertir que el médico era renuente a confiarme las malas noticias.
—Tu amo es víctima de un evidente exceso de aire en el vientre. Tiene temperamento bilioso, y hoy hace bastante calor: eso nos obliga a ser prudentes. Conviene, pues, intervenir con un servicial, cosa que, por otra parte, ya tenía prevista.
Añadió que a partir de ese momento, dado el tipo de cuidados y tratamientos depurativos a los que tendría que someter a Pellegrino, éste debería permanecer solo en su cuarto. Así, resolvimos que trasladaría mi jergón al cuartito contiguo, uno de los tres que habían quedado casi intactos tras la muerte de la vieja posadera, doña Luigia.
Mientras me disponía a realizar la breve mudanza, Cristofano sacó de una bolsa de cuero una bomba de fuelle del tamaño de mi antebrazo. En la punta introdujo un tubo, al que a su vez estaba perpendicularmente unido otro tubito ahusado, que terminaba en un pequeño agujero. Probó un par de veces el mecanismo para comprobar si el fuelle, correctamente accionado, insuflaba aire en el conducto y luego lo expelía por el agujerito del extremo.
Pellegrino asistía con ojos vacíos a la preparación. Lo observé con una mezcla de alegría, al ver que por fin abría los ojos, y de aprensión por su singular estado de salud.
—Ya está —dijo satisfecho Cristofano al final del ensayo, para inmediatamente mandarme que le llevase agua, aceite y un poco de miel. En cuanto regresé con los ingredientes, me sorprendió encontrar al médico atareado con el cuerpo medio desnudo de Pellegrino—. No colabora, ayúdame a sujetarlo.
Tuve, pues, que ayudar al médico a desnudar el trasero de mi amo, que acogió de mala gana esa iniciativa. En la casi riña que siguió (debida, todo sea dicho, más a la falta de cooperación de Pellegrino que a una resistencia propiamente dicha) pude preguntarle a Cristofano cuál era el objetivo de nuestros esfuerzos.
—Es sencillo —me respondió—, quiero que expulse un poco de aire inútil.
Y me explicó que su modelo, merced a los tubos dispuestos en ángulo recto, permitía que uno se hiciese solo la insuflación, y que por ende protegiese su pudor. Pellegrino, empero, no parecía en condiciones de valerse por sí mismo, de modo que tendríamos que hacérsela nosotros.
—Pero ¿va a ayudarlo a sentirse mejor?
Cristofano me dijo, casi sorprendido por la pregunta, que el clister (pues tal es el nombre que algunos solían dar a ese tratamiento) es siempre provechoso y nunca dañino: como dice Redi, evacuas los humores del cuerpo con suma placidez sin debilitar las vísceras, y sin que envejezcan, al contrario de lo que hacen los medicamentos que se ingieren por la boca.
Mientras vertía el preparado en el fuelle, Cristofano alabó los serviciales purgantes, pero también los alterantes, anodinos, litontrópicos, carminativos, sarcóticos, epulóticos, abstergentes y hasta astringentes. Los ingredientes benignos eran infinitos: podían usarse infusiones de flores, hojas, frutas o semillas de hierbas, pero también con pies o cabeza de castrón, intestinos de animales, así como caldo de gallos viejos machacados a latigazos.
—Muy interesante —comenté, tratando de complacer a Cristofano disimulando mi desagrado.
—A propósito —dijo el médico al final de su útil disertación—. En los próximos días el convaleciente tendrá que seguir una dieta de caldos, panetelas y agua hervida para recuperarse de tanta extenuación. Hoy, pues, le darás media jícara de chocolate, un poco de gallina cocida y mostachones bañados en vino. Mañana, una jícara de café, una sopa de borraja y seis pares de testículos de pollastros.
Después de apretar vigorosamente el fuelle unas cuantas veces, Cristofano dejó a Pellegrino medio desnudo y me encargó que no me apartase de su lado hasta que hubiese culminado corporalmente el benéfico efecto del servicial. Cosa que, en efecto, ocurrió casi enseguida, y con tanta violencia que comprendí perfectamente por qué el médico me había dicho que me fuese con mis cosas al cuartito contiguo.
Bajé a preparar la comida, que el médico me recomendó hacer ligera pero nutritiva. Hice, pues, farro cocido en leche de almendras ambrosinas con azúcar y canela, y luego una sopa de uva espina con pescado seco aderezado con manteca, hierbas y huevos batidos, a la que añadí trocitos de pan y canela. Repartí los platos a los huéspedes y pregunté a Dulcibeni, Brenozzi, Devizé y Stilone Priàso cuándo les iba bien que les administrase los remedios prescritos por Cristofano contra el contagio. Pero los cuatro, con gesto asqueado tras oler la comida, me respondieron, resoplando, que por el momento querían que los dejase en paz. Sospeché que tanta desgana e irritabilidad podía deberse a mi inexperta cocina: a lo mejor el dulce efluvio de la canela no la dignificaba lo suficiente. Por ello me prometí aumentar la dosis en el futuro.
Después de la cena, Cristofano me hizo saber que el padre Robleda había preguntado por mí porque necesitaba un poco de agua para beber. Me hice con una garrafa llena y llamé a la puerta del jesuita.
—Entra, hijo —me dijo recibiéndome con inesperada urbanidad. Y, una vez que se refrescó bien el gaznate, me invitó a sentarme. Picada mi curiosidad por ese comportamiento, le pregunté cómo había pasado la noche—. Mal, hijo, mal —respondió de un modo tan lacónico que enseguida me puse en guardia.
Robleda estaba más pálido que nunca, tenía los párpados hinchados y dos bolsas oscuras bajo los ojos. Era fácil suponer que había pasado la noche en blanco.
—Tú y yo hablamos ayer de ciertas cosas —se decidió a decir el jesuita—, pero te ruego que no prestes demasiada importancia a algunos razonamientos que pudimos hacer con exceso de ligereza. Muchas veces la misión pastoral induce, para estimular a las jóvenes mentes a nuevos y más fecundos logros, a figuras retóricas inadecuadas, a la desmedida destilación conceptual, al desorden de la sintaxis. Los jóvenes, por otra parte, no siempre están preparados para recibir esos fructíferos estímulos del intelecto y el corazón. Asimismo, la difícil situación que todos estamos sufriendo en esta posada puede llevar tanto a interpretar erróneamente el pensamiento ajeno como a formular infelizmente el propio. Por todo ello, te ruego simplemente que olvides lo que hablamos ayer, sobre todo lo relativo a Su Beatitud, nuestro queridísimo papa Inocencio XI. Y, massime, apreciaría mucho que no refirieses esas pasajeras y superfluas disquisiciones a los huéspedes de la posada. La recíproca separación física podría inducir a malentendidos. Creo que te harás cargo…
—No os preocupéis —mentí—. De todos modos, habría recordado poco de aquella conversación.
—¿En serio? —exclamó Robleda súbitamente irritado—. Bueno, mejor así. Tras reconsiderar lo que hablamos, llegué a sentirme casi oprimido por el peso de la gravedad de las palabras. Como cuando te adentras en las catacumbas y, de improviso, bajo tierra sientes que te falta la respiración.
Mientras se dirigía a la puerta para despedirme, quedé como fulminado por aquella frase, que juzgué de lo más reveladora. Robleda se había traicionado. Traté de encontrar rápidamente un argumento para que me contase algo más.
—Aunque mantengo mi promesa de no volver a hablar, la verdad es que preciso haceros aún una pregunta sobre Su Beatitud Inocencio XI, o mejor dicho sobre los Papas en general —dije un instante antes de que abriese la puerta.
—Dime.
—Bueno, veréis… —balbucí procurando improvisar—. Me preguntaba si existe alguna manera de distinguir entre los Pontífices que en el pasado fueron buenos, muy buenos y santos.
—Es curioso que me hagas esa pregunta. Justamente sobre eso mismo estuve meditando anoche —respondió casi para sí.
—Entonces estoy casi seguro de que tendréis una respuesta para mí —añadí con la esperanza de poder prolongar la conversación.
El jesuita me invitó de nuevo a sentarme y enseguida me explicó que a lo largo de los siglos había habido innumerables razonamientos y profecías relacionados con los Pontífices presentes, pasados y futuros.
—Y ello porque, especialmente en esta ciudad, todo el mundo conoce, o cree conocer, las virtudes del Papa vivo. Al mismo tiempo, añoran a los del pasado y esperan que el próximo sea mejor, o incluso que sea el Papa angélico.
—¿El Papa angélico? —inquirí.
—El que volverá a instaurar en la Iglesia de Roma la santidad de sus orígenes.
—No entiendo —dije con fingida ingenuidad—. ¿Cómo se puede esperar el advenimiento futuro de un papa mejor si, por lo que contáis, los Papas nuevos son peores, en la medida en que siempre se añoran los Pontífices del pasado y en la que los vivos siempre han hecho añorar a sus predecesores?
—Es el contrasentido de las profecías. Roma ha estado siempre en el punto de mira de la propaganda de los herejes del Papado: desde que, mucho tiempo atrás, el Super Hieremiam y el Oraculum Cyrilli presagiaron la caída de la ciudad, y Tomás de Pavía anunció las visiones que preparaban el hundimiento del palacio de Letrán, y así Robert d’Uzés como Joan de Peratallada advirtieron que la ciudad en la que Pedro puso la primera piedra ya era la ciudad de las dos columnas, morada del Anticristo.
De repente me sentí un poco culpable por haber sacado esos temas con el único fin de obtener más información sobre un robo de llaves y unas joyitas. Sin embargo, Robleda no había hecho más que empezar, ya que, afirmaba, no podía dejar de citar la segunda, insondable profecía de Carlomagno, quien el Día del Juicio ha de cumplir un glorioso viaje a Tierra Santa para ser coronado allí por el Papa angélico, al tiempo que las santas visiones de Santa Brígida daban por cierta la justa devastación de Roma por obra de la estirpe germánica.
Ahora bien, esas fantasías de destrucción y purificación de la sede del Papado, de avidez y lujuria corrompida, eran pálidos artificios de la imaginación comparados con la Apocalipsis nova del beato Amadeo, donde se comunicaba que el Señor iba a elegir un Pastor para su grey y que aquél purificaría a la Iglesia de todos sus pecados y explicaría todos los misterios, y que guiaría los deseos de todos, y que los reyes llegarían de todo el mundo para adorarlo, y que la Iglesia de Oriente y la de Occidente serían una, y que los infieles se reintegrarían en la única y verdadera fe y que finalmente habría unum ovile et unus Pastor.
—Y ese Pastor sería el Papa angélico —dije tratando de aclararme las ideas, con la impresión de que el jesuíta quería llegar a otra cosa.
—Exacto —respondió.
—¿Y vos lo creéis?
—Hijo mío, esas cosas no pueden preguntarse. No pocos de esos presuntos videntes rayan en la herejía.
—¿Vos, entonces, no creéis en el Papa angélico?
—Por supuesto que no. A ver si me explico: los que propugnaban el advenimiento de un Papa angélico eran herejes, o aún peor. Querían inspirar la idea de que había que derribar toda la Iglesia y la de que el Papa no es digno de estar en su puesto.
—¿Qué Papa?
—Verás, por desgracia, todos los Pontífices han sufrido este tipo de ataques blasfemos.
—¿También Su Beatitud, nuestro papa Inocencio XI?
Robleda se puso serio, y en sus ojos noté una sombra de recelo.
—Digamos que entre las muchas predicciones hay algunas que, como ya he señalado, pretenden contar el pasado desde el principio de los tiempos, y el futuro hasta el fin del mundo. Por consiguiente, incluyen a todos los Papas y, en efecto, también a Su Beatitud Inocencio XI.
—¿Y qué presagian?
Me percaté de que Robleda volvía al tema con una extraña mezcla de repugnancia y deleite. Con un tono ligeramente más grave, me explicó que, entre las muchas profecías existentes, una afirmaba conocer la serie de todos los Papas a partir aproximadamente del año mil cien hasta el fin de los tiempos. Y, como si desde hiciera años no se ocupase de otra cosa, recitó de memoria una enigmática sarta de frases latinas: Ex castro Tiberis, Inimicus expulsus, Ex magnitudine montis, Abbas suburranus, De rure albo, Ex tetro carcere, Via transtiberina, De Pannonia Tusciae, Ex ansere custode, Lux in ostio, Sus in cubro, Ensis Laurentii, Ex schola exiet, De rure bovensi, Comes signatus, Canonicus ex latere, Avis ostiensis, Leo sabinus, Comes laurentius, Jerusalem Campaniae, Draco depressus, Anguineus vir, Concionator gallus, Bonus comes…
—Pero ésos no son los nombres de los Papas —lo interrumpí.
—Sí que lo son. Un profeta los leyó en el futuro antes de que viniesen al mundo, pero los señaló con las frases en clave que acabo de decirte. El primero es Ex castro Tiberis, que significa: «de un castillo en el Tíber». Pues bien, el Papa designado con esas palabras era Celestino II, que, en efecto, nació en Cittá di Castello, a orillas del Tíber.
—De modo que la profecía era exacta.
—Así es. Y también la siguiente. Inimicus expulsus es, seguramente, Lucio II, de la familia Caccianemici: justo la traducción de la frase latina. El Papa número tres es Ex magnitudine montis: se trata de Eugenio III, nacido en el castillo de Grammont, que en francés significa precisamente eso. El número cuatro…
—Deben de ser Papas muy antiguos —lo interrumpí—. Nunca los he oído nombrar.
—Sí, son muy antiguos. Pero también los modernos fueron pronosticados con la mayor exactitud. Jucunditas crucis, el número ochenta y dos de la profecía, es Inocencio X. Quien, en efecto, fue elegido Papa el catorce de septiembre, festividad de la Santa Cruz. Montium custos, el guardián de los montes, el número ochenta y tres, es Alejandro VII, que efectivamente fundó los Montes de piedad. Sydus olorum, es decir, el astro de los cisnes, el número ochenta y cuatro, es Clemente IX, que en el Vaticano vivía en la habitación de los Cisnes. El lema de Clemente X, el número ochenta y cinco, es De flumine magno, o sea, «del gran río». Y, ciertamente, nació en una casa a orillas del Tíber, justo en un punto donde el río se desbordaba.
—De manera que la profecía se ha confirmado siempre.
—Digamos que algunos, o mejor dicho muchos, así lo afirman —dijo Robleda guiñando un ojo.
En ese momento calló, como si esperase una pregunta. Al nombrar a los Papas anunciados por la profecía se había detenido en el papa Clemente X, el número ochenta y cinco. Había comprendido que no iba a resistirme a la tentación de preguntarle por el siguiente: se trataba de Su Beatitud Inocencio XI, nuestro Papa.
—¿Y cuál es el lema del número ochenta y seis? —pregunté muy alterado.
—Bueno, ya que tú me lo preguntas… —dijo el jesuíta suspirando—, sabe que su lema es, por decirlo de algún modo, bastante curioso.
—Soy todo oídos.
—Belua insatiabilis —dijo Robleda con voz átona—. «Fiera insaciable».
Me costó ocultar mi sorpresa y consternación. Mientras los lemas de los otros Papas eran enigmas inocuos, el del nuestro amado Pontífice era atroz y amenazador.
—Pero ¡a lo mejor el lema de Nuestro Señor no se refiere a sus rasgos morales! —objeté indignado, como para envalentonarme.
—Eso es sin duda posible —convino serenamente Robleda—. Ahora que lo pienso, en el escudo de familia del Papa figuran un león pasante y un águila. Esto es, dos fieras insaciables. Sí, ésa podría ser, o mejor dicho seguramente es la explicación —concluyó el jesuita con una flema más burlona que cualquier sonrisa—. Sea como fuere, no debes perder el sueño —añadió—, porque según la profecía habrá en total ciento once Papas, y todavía vamos por el número ochenta y seis.
—Pero ¿quién será el último Papa? —insistí.
Robleda se puso de nuevo ceñudo y reflexivo.
—A partir de Celestino II, la serie enumera a ciento once Pontífices. Hacia el final llegará Pastor angelicus, o sea, el Papa angélico del que antes te hablaba, pero no será el último. Seguirán, en efecto, otros cinco Papas y, por último, cuenta la profecía, in extrema persecutione Sacrae Romanae Ecclesiae sedebit Petrus romanus, qui pascet oves in multis tribulationibus; quibus transactis, dvitas septicollis diruetur, et judex tremendus judicabit populutn.
—Regresará San Pedro, Roma será destruida y tendrá lugar el juicio universal.
—Te felicito, tú lo has dicho.
—¿Y cuándo ocurrirá?
—Ya te lo he dicho: según la profecía, aún falta mucho tiempo. Pero ahora es preciso que me dejes: no me gustaría que descuidases a los otros huéspedes por escuchar estas fábulas sin importancia.
Decepcionado por el súbito final del coloquio, y sin haber podido arrancarle a Robleda otro indicio útil, ya estaba en la puerta cuando quise satisfacer una última, y esta vez sincera, curiosidad.
—A propósito, ¿quién es el autor de la profecía de los Papas?
—Oh, un santo monje que vivió en Irlanda —respondió deprisa Robleda mientras la puerta se cerraba—. Se llamaba, creo, Malaquías.
Acalorado por las inesperadas y extraordinarias novedades, fui sin demora al cuarto de Atto Melani, situado en el extremo opuesto de la planta, para ponerlo al corriente. Tan pronto como me abrió la puerta, vi que sobre la cama y en el suelo, formando un auténtico revoltijo, había papeles, libros, viejos grabados y paquetes de cartas.
—Estaba estudiando —dijo al recibirme.
—Es él —anuncié jadeante.
Y le conté mi coloquio con Robleda, y cómo éste, sin motivo aparente, se había puesto primero a hablar de las catacumbas. Y que el jesuita, pero sólo porque yo oportunamente lo había estimulado, se había extendido luego en un largo razonamiento sobre los vaticinios que anunciaban el advenimiento del Papa angélico, y que a continuación me había hablado de una profecía acerca del fin del mundo que tendría lugar después del Pontífice centésimo undécimo primero, en la que se menciona a una «fiera insaciable», que resultaría ser Nuestro Señor el papa Inocencio XI, y que al final había admitido que la predicción la había hecho el profeta irlandés Malaquías…
—Calma, calma —me interrumpió Atto—. Me temo que te estás haciendo un pequeño lío. Sé que San Malaquías era un monje irlandés que vivió mil años después de Cristo, muy distinto, pues, al profeta Malaquías de la Biblia. —Le aseguré que eso lo sabía perfectamente y que no me estaba haciendo ningún lío, y le expliqué de nuevo todo más por extenso—. Interesante —comentó al final Atto—, dos Malaquías distintos, ambos profetas, se cruzan en nuestro camino en pocas horas. Demasiado para que sea una mera coincidencia. El padre Robleda te ha referido que meditaba sobre la profecía de San Malaquías justo anoche, cuando nosotros hallamos el capítulo bíblico del profeta Malaquías en los subterráneos. Finge que no recuerda bien el nombre del santo, que sin embargo es de fama universal. Y encima saca a colación las catacumbas. No me sorprendería nada que fuese un jesuíta el ladrón de las llaves: han hecho cosas mucho peores. Ahora bien, me gustaría saber para qué tenía que ir a los subterráneos: eso sí que es interesante.
—Para estar seguros de que era Robleda tendríamos que revisar su Biblia —observé— y comprobar si la página arrancada proviene de ahí.
—Así es, y para hacerlo sólo disponemos de una oportunidad. Cristofano ha advertido que dentro de poco nos llamarán para la cuarentena: tendrás que aprovechar el momento en que Robleda acuda a la llamada para colarte en su cuarto y buscar su Biblia. Supongo que ya sabes dónde encontrar, en el Antiguo Testamento, el libro de Malaquías.
—Después del libro de los Reyes, entre los doce profetas menores —respondí al momento.
—Excelente. Yo no podré hacer nada porque Cristofano no me va a quitar ojo. Debe de haberse olido algo: antes me ha preguntado si por casualidad he salido durante la noche de mi cuarto.
Precisamente en ese ínterin oí que el médico me llamaba. Enseguida me uní a él en la cocina, donde me comunicó que los hombres del alguacil ya estaban en la calle, listos para efectuar la segunda llamada. La esperanza que todos albergábamos en secreto, es decir, que la espera por el resultado de la batalla de Viena hubiese distraído a nuestros inspectores, se había desvanecido.
Cristofano estaba inquieto. Si Bedford no pasaba el examen, nuestro traslado a otro lugar era casi seguro y nos someterían a medidas mucho más severas. Además, requisarían todas nuestras pertenencias para que fuesen depuradas de los miasmas maléficos mediante la exposición a los vapores de vinagre. Y, según ya nos había explicado Cristofano, bajo régimen de peste, por un motivo u otro, difícilmente se recuperaba más de una cuarta parte de las pertenencias requisadas.
Siguiendo las instrucciones de Cristofano, todo el grupo se congregó trémulo en el primer piso, frente al cuarto de Pompeo Dulcibeni. Tuve un tierno sobresalto al ver que la dulce Cloridia me sonreía, también ella sabedora (o al menos eso quería yo imaginar) de que en aquel trance no había lugar para intimidades verbales ni de otra especie. Los últimos en llegar fueron el médico, Devizé y Atto Melani. En contra de lo que había supuesto, no traían a Bedford: el inglés (y eso se deducía del rostro consternado de Cristofano) aún no era capaz de mantenerse en pie, ni mucho menos de responder a una llamada. Mientras se acercaban, vi que Atto y el guitarrista se cruzaban gestos con los que refrendaban una confabulación urdida entre ellos.
Cristofano se abrió camino en la estancia y fue el primero en aproximarse a la ventana, ante la cual los esbirros del alguacil ya alargaban el cuello en el intento de observarnos. El médico se anunció y mostró a su lado la figura, joven y a todas luces sana, de Devizé. A continuación fueron convocados y rápidamente observados el abate Melani, Pompeo Dulcibeni y el padre Robleda. Hubo una breve pausa, que los examinadores dedicaron a discutir. Vi a Cristofano y al padre Robleda casi doblegados por el miedo. Dulcibeni, en cambio, asistía impasible. Advertí que Devizé era el único del grupo que había desaparecido de la estancia.
Los examinadores (sobre cuya pericia en el arte médica hasta un profano como yo podía albergar serias dudas) formularon unas preguntas de carácter general a Cristofano, quien mientras tanto aprovechó para acercarme a la ventana, con el fin de que fuese debidamente observado. Luego le tocó el turno a Cloridia, que enseguida fue objeto de toscas burlas por parte de los examinadores, quienes además aludieron a morbos sin precisar de los que la cortesana podía hacerse portadora.
Nuestros temores alcanzaron el clímax cuando finalmente fue llamado don Pellegrino. Cristofano, con firmeza pero sin humillantes tirones, lo condujo hasta la ventana. Todos sabíamos que Cristofano estaba temblando: el hecho mismo de llevar a Pellegrino ante la autoridad, y sin anteponer la menor reserva, suponía que él era el primero en certificar su buena salud.
Pellegrino sonrió débilmente a los tres desconocidos. Dos de ellos se cambiaron una mirada interrogante. Pocas varas separaban a Cristofano y a mi amo de sus inquisidores. Pellegrino se tambaleó.
—¡Te lo había advertido! —exclamó airado Cristofano mientras le sacaba una petaca vacía de los pantalones. Pellegrino eructó.
—Ha hablado demasiado con el vino —bromeó uno de los tres esbirros refiriéndose a la propensión, a la sazón palmaria, de mi amo por el vino. Cristofano había conseguido que Pellegrino no pareciese enfermo, haciéndolo pasar por borracho.
Fue entonces cuando vi aparecer milagrosamente (y eso nunca lo olvidaré) a Bedford entre nosotros.
Se acercó a grandes zancadas a la ventana, donde fue recibido atentamente por Cristofano, y se ofreció a la vista del temible triunvirato. Yo estaba, como todos, aterrorizado y obnubilado, casi como si hubiese presenciado una resurrección. Podía creer perfectamente que se trataba de su espíritu, hasta tal punto parecía haberse librado de los sufrimientos de la carne. Los tres esbirros no se mostraban tan sorprendidos, pues ignoraban los tristes sucesos del mal que lo habían aquejado en las pasadas horas.
Bedford profirió algo en su idioma, de cuyo conocimiento los tres esbirros mostraron enojados no ser dueños.
—Ha vuelto a decir que quiere marcharse —tradujo Cristofano.
Los tres, que recordaban la protesta de Bedford con motivo de la llamada anterior, y estaban altaneramente seguros de que Bedford no los entendía, se mofaron de él con gran y vulgar regodeo.
Bedford, o mejor dicho su milagroso simulacro, respondió a las bromas de los tres esbirros con un simétrico lanzamiento de insultos, e inmediatamente fue sacado de allí por Cristofano. Al dispersarse también todo el resto del grupo, algunos se cruzaban miradas incrédulas por la inexplicable curación del inglés.
En cuanto estuve en el pasillo, busqué a Atto Melani con la esperanza de obtener de él una explicación. Le di alcance justo cuando el abate se disponía a subir las escaleras para ir a la segunda planta. Me miró divertido, intuyendo al punto mis ansias por saber algo, y me escarneció canturreando:
Fan battaglia i miei pensieri,
e al cor dan fiero assalto.
così al core, empi guerrieri,
fan battaglia, dan guerra i miei pensieri[8].
—¿Has visto cómo se ha recuperado nuestro Bedford? —preguntó luego irónico.
—Pero ¡es imposible! —dije manifestando mi incredulidad.
Atto se detuvo en la mitad del tramo de la escalera.
—¿Acaso creías que a un agente especial del rey de Francia iban a embaucarlo como a un chiquillo? —susurró guasón—. Bedford es joven, bajo de estatura y de pelo claro; y tú, ciertamente, has visto a un joven bajo y rubio. El británico tiene ojos azules, y el Bedford de esta noche también tenía ojos glaucos. En la llamada anterior Bedford protestó porque se quería ir, y lo mismo ha hecho en esta ocasión. Bedford habla un idioma que los tres hombres del alguacil no entienden, y, efectivamente, esta vez tampoco lo han entendido. ¿Dónde, pues, reside el misterio?
—Pero él no podía ser quien…
—Claro que no era Bedford. Él sigue medio muerto en su lecho, y roguemos para que un día se levante de nuevo. Ahora bien, si tuvieses buena memoria, y si quieres ser gacetero has de tenerla, recordarás que en la pasada llamada hubo cierta confusión: cuando me llamaron a mí, Cristofano llevó a la ventana a Stilone Priàso; cuando tocó el turno de Dulcibeni, Cristofano llevó a Robleda, y así sucesivamente, fingiendo que se equivocaba. En tu opinión, tras aquel guirigay, ¿podían los tres hombres del alguacil estar seguros de reconocer a todos los huéspedes de la posada? Piensa que el alguacil no tiene nuestro retrato, ya que ninguno de nosotros es el Papa ni el rey de Francia. —Mi silencio respondió por mí—. Por supuesto que no podían reconocer a nadie —reafirmó el abate—, salvo al joven de la cabellera rubia que se queja en una lengua extranjera.
—De manera que Bedford…
Me interrumpí y tuve una iluminación justo cuando veía a Devizé desaparecer tras la puerta de su cuarto.
—… Toca la guitarra, habla francés y a veces finge que sabe inglés —dijo Atto lanzando una sonrisa cómplice a Devizé—. Y esta noche no ha hecho más que ponerse ropa semejante a la que usa el pobre Bedford. También podría haberla tomado prestada al inglés, pero el amigo Cristofano nos habría mandado directamente al lazareto: nunca hay que utilizar mantas ni indumentaria de apestados.
—Pero ¡entonces el señor Devizé se ha presentado una segunda vez a la ventana, en lugar de Bedford, y no me he dado cuenta!
—No te has dado cuenta porque era absurdo, y las cosas absurdas, por ciertas que sean, son las más difíciles de ver.
—Pero los hombres del alguacil ya nos habían convocado de uno en uno —contesté—, cuando la posada fue cerrada por la sospecha de contagio.
—Sí, pero aquella primera llamada fue sumamente confusa y convulsa, porque los esbirros debían ocuparse además de cortar la calle y cerrar la posada. Por otra parte, desde entonces han pasado unos cuantos días. El obstáculo visual, es decir, la reja en la ventana del primer piso, ha hecho el resto. Yo mismo, desde detrás de esa reja, no sabré, dentro de uno o dos días, identificar con absoluta certeza a ninguno de nuestros carceleros. Hablando de ojos: ¿cómo son los de Bedford?
Tras reflexionar durante un instante, se me escapó una sonrisa.
—Son… bizcos.
—Exactamente. Si lo piensas bien, el estrabismo es, por desgracia, su seña más característica. Cuando los tres esbirros se sintieron observados por dos ojos azules convergentes, y en eso nuestro Devizé supo desenvolverse muy bien, ya no tuvieron dudas: era el inglés. —Callé, rumiando perplejo—. Y ahora ve con Cristofano —me dijo Atto—, que seguramente te querrá a su lado. No le digas nada de los truquitos que me ha ayudado a aplicar: le dan vergüenza, porque teme traicionar con ellos los principios de su arte. Yo creo que se equivoca, pero es preferible dejar que piense como quiera.
No bien me encontré con él, Cristofano me dio noticias alentadoras: se había entrevistado con los hombres del alguacil, a los que había asegurado que las condiciones de todo el grupo eran buenas. Asimismo, les había ofrecido su garantía personal de que cualquier novedad de relieve sería comunicada inmediatamente a un emisario que cada mañana iba a acudir a la posada para que el propio Cristofano le explicase la situación. Ello nos liberaba de la obligación de presentarnos a la llamada, como habíamos hecho (y milagrosamente) hasta entonces.
—En otros momentos no habría sido posible tanta ligereza —comentó el médico.
—¿Qué queréis decir?
—Sé cómo se procedió en Roma durante la peste de mil seiscientos cincuenta y seis. Tan pronto como se supo que en Nápoles había habido casos de posible contagio, se cerraron todos los caminos entre las dos ciudades y se prohibió el tráfico de personas y mercancías con las otras tierras limítrofes. A las cuatro partes del Estado Pontificio se enviaron cuatro comisarios para que vigilasen la aplicación de las medidas sanitarias y se reforzó la guardia en el litoral para limitar o impedir que fondeasen buques, mientras en Roma algunas puertas de la ciudad fueron céleremente atrancadas, y en las que quedaron abiertas se pusieron rastrillos infranqueables para que pasase el menor número de personas posible.
—¿Y todo eso no bastó para detener el contagio?
Era demasiado tarde, explicó con tristeza el médico. Un pescadero napolitano, un tal Antonio Ciothi, había llegado a Roma en el mes de marzo para escapar de una acusación de homicidio presentada contra él en Nápoles. Encontró alojamiento en una posada del Trastevere, en la zona de Montefiore, donde de pronto cayó enfermo. La mujer del posadero (Cristofano conoció esos pormenores charlando con algunos viejos testigos de los sucesos) hizo trasladar enseguida al pescadero al hospital de San Giovanni, donde, al cabo de pocas horas, el joven murió. La autopsia no reveló ningún motivo de inquietud. Unos días después, sin embargo, murió la esposa del posadero, y luego murieron también la madre y la hermana de aquélla. De nuevo, los médicos no hallaron signos de contagio pestífero, pero de todas formas decidieron, a la vista de la evidente coincidencia, enviar al lazareto al posadero y a todos sus mozos. El Trastevere se separó con rastrillos del resto de la ciudad, y se reunió la especial Congregación de Sanidad para hacer frente a la emergencia. Se crearon comisiones para cada barrio, formadas por prelados, caballeros, médicos cirujanos y notarios, que registraron a todos los habitantes de la ciudad anotando el oficio, las necesidades y el estado de salud, para así brindar a la Congregación de Sanidad la posibilidad de que conociese claramente la situación y de que visitase o socorriese las casas que lo precisasen, en días alternos.
—Ahora, en cambio, parece que toda la ciudad está pendiente de la batalla de Viena —observó Cristofano—, y los tres examinadores me han dicho que recientemente se ha visto al Papa postrado en el suelo ante el crucifijo, llorando de pesar y preocupación por el destino de toda la Cristiandad. Y, si llora el Papa, razonan los romanos, hemos de temblar todos.
El médico agregó que la responsabilidad que había asumido era de suma gravedad, y que también recaía sobre mí. A partir de ahora tendríamos que fijarnos con mucha mayor atención en cualquier variación de la salud de los huéspedes. Y, además, por cualquier falta que cometiésemos uno u otro (pues no debía caberme duda de que informaría de mis errores), nos impondrían graves sanciones. Debíamos, en especial, vigilar que nadie, bajo ningún concepto, dejase la posada antes del fin de la cuarentena. De todos modos, el control necesario quedaba garantizado por las dos rondas que alternativamente velaban para que nadie intentase desclavar las tablas y descolgarse por las ventanas.
—Os serviré en todo —dije a Cristofano para halagarlo, mientras con impaciencia esperaba a que se hiciese de noche.
La supresión de la llamada, aunque grata, comprometía el plan que había tramado con Atto Melani de curiosear en la Biblia del padre Robleda. Discretamente puse al corriente al abate de esa novedad con una nota que deslicé por debajo de su puerta, tras lo cual volví a la cocina, pues temía que Cristofano (que a la sazón iba de cuarto en cuarto para visitar a los pacientes) pudiese sorprenderme hablando con el abate.
Fue Cristofano, sin embargo, el que me llamó desde el cuarto de Pompeo Dulcibeni, ubicado en el primer piso. El caballero de Fermo había tenido un ataque de ciática. Lo encontré en la cama, tendido de costado, dolorido y agarrotado, y suplicando al médico que lo ayudase a ponerse en pie lo antes posible.
Cristofano maniobraba pensativo con las piernas de Dulcibeni. Levantaba una y al tiempo me ordenaba que le doblase la otra: tras cada movimiento inducido de esa manera, el médico se detenía para esperar la reacción del enfermo. Cada vez que éste gritaba, Cristofano asentía solemnemente.
—Ya lo tengo. Aquí procede una cataplasma magistral con cantáridas. Chico, mientras la preparo, úngele todo el costado izquierdo con este bálsamo —dijo tendiéndome un frasquito.
A continuación informó a Dulcibeni de que tendría que llevar ocho días la cataplasma magistral.
—¡Ocho días! ¿Queréis decir que voy a quedar inmovilizado durante un tiempo tan largo?
—Por supuesto que no: el dolor disminuirá mucho antes —contestó el médico—. Es evidente que no vais a poder correr. Pero ¿qué más os da? Mientras dure la cuarentena, no vais a poder hacer otra cosa que mover los dedos. —Dulcibeni, muy malhumorado, se puso a refunfuñar—. Consolaos —siguió Cristofano—, pues hay quien, siendo más joven que vos, está lleno de achaques: el padre Robleda no se queja, pero desde hace unos días padece de reumatismo. Su complexión debe de ser delicada, dado que la posada no me parece húmeda y estamos disfrutando de un tiempo agradable y seco.
Esas palabras me hicieron dar un respingo. Mis sospechas sobre Robleda se agudizaron. Entre tanto, vi con horror que el médico sacaba de su bolsa un tarro lleno de coleópteros muertos. Extrajo dos de color verde dorado.
—Cantáridas —dijo agitando los insectos bajo mi nariz—, muertas y disecadas. Milagrosas como las sanguijuelas. Y también afrodisíacas.
Dicho eso, se puso a triturarlas diligentemente sobre una gasa empapada.
—¡Así que el jesuita tiene reumatismo! —exclamó Dulcibeni un rato después—. Menos mal: así dejará de husmear por todas partes.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Cristofano mientras cortaba los coleópteros con una navajita.
—¿No sabéis que la Compañía de Jesús es un nido de espías?
Yo tenía el corazón en un puño. Necesitaba saber más. Pero como a Cristofano no parecía interesarle el tema, todo indicaba que Dulcibeni no iba a continuar con su relato.
—No hablaréis en serio, ¿no? —intervine entonces con fuerza.
—¡Claro que sí! —dijo convencido Dulcibeni.
Según él, los jesuitas no sólo eran maestros en el arte del espionaje, sino que pretendían además que fuese un privilegio de su orden y que quien se dedicase a él sin su consentimiento expreso recibiese un riguroso castigo. Antes de que los jesuitas se introdujesen en el mundo, también los otros religiosos habían desempeñado un papel en las intrigas de la Sede Apostólica. Sin embargo, cuando los seguidores de San Ignacio empezaron a dedicarse a la práctica del espionaje, desplazaron a todos los demás. Ello debido a que los Pontífices siempre han tenido la imperiosa necesidad de conocer los asuntos más recónditos de los príncipes. Así, sabedores de que nunca había habido fisgones más eficientes que los jesuitas, los erigieron en héroes: una vez relegadas todas las otras órdenes, los enviaron a las ciudades más importantes y les concedieron privilegios y bulas.
—Disculpadme —objetó Cristofano—, pero ¿cómo pueden los jesuitas espiar tan bien? Si les está vedado el trato con mujeres, que siempre se van de la lengua; si no pueden ser vistos por ahí con criminales o con personas de baja estofa, si además…
La explicación era simple, respondió Dulcibeni: los Pontífices habían asignado a los jesuitas el sacramento de la confesión, y no sólo en Roma, sino en todas las ciudades de Europa. Por medio de la confesión, los jesuitas podían insinuarse en el espíritu de todos, ricos y pobres, reyes y campesinos. Pero, sobre todo, de ese modo escrutaban la inclinación y el humor de cada consejero o ministro de Estado: con una retórica bien estudiada, sacaban del fondo del corazón todas las resoluciones e ideas que sus víctimas secretamente iban madurando.
Para poder dedicarse por completo a las confesiones y sacar un provecho siempre mayor, obtuvieron de la Santa Sede la exención de sus otras tareas. Las víctimas, mientras tanto, no paraban de caer. Los reyes de España, por ejemplo, se valieron siempre de confesores jesuitas, y pidieron a sus ministros que hiciesen lo propio en todos los territorios sometidos a España. Los otros príncipes, que hasta ese momento habían actuado de buena fe y no conocían la malicia de los jesuitas, comenzaron a creer que los padres gozaban de alguna virtud especial para la confesión. Así, poco a poco empezaron a seguir el ejemplo de los reyes de España y también eligieron a los jesuitas como confesores.
—Pero alguien los habrá descubierto —contestó el médico mientras seguía chascando los apéndices de las cantáridas con su bisturí.
—Claro. Mas cuando su juego fue descubierto, se pusieron al servicio de unos príncipes y otros, según su conveniencia y siempre prestos a la traición.
A eso se debe que todos los quieran y odien, dijo Dulcibeni: los odian porque sirven a todos como espías; los quieren porque no saben dónde encontrar mejores espías para sus fines; los quieren porque se ofrecen voluntariamente como espías; los odian porque así obtienen el mayor beneficio para su orden, y el mayor daño para todo el mundo.
—Y en el fondo es verdad —concluyó el caballero marquesano— que los jesuitas se merecen el privilegio del espionaje: los otros suelen fracasar incluso antes de empezar. Los jesuitas, en cambio, cuando deciden espiar a un desventurado, se le pegan como la pez, para ya nunca despegarse. En los días de la revolución de Nápoles daba gusto ver cómo espiaban al virrey de España para Masaniello, y a Masaniello para el virrey, pues lo hacían con tanta destreza que ninguno de los dos se daba cuenta de nada. Y es que ellos siempre nadan y guardan la ropa…
Cristofano le aplicó a Dulcibeni la cataplasma magistral con los trocitos de coleóptero, tras lo cual ambos nos despedimos. Yo estaba absorto en un montón de pensamientos: lo que había dicho el médico sobre el reumatismo del padre Robleda y la revelación de que el jesuita español había aprendido en el seminario más a espiar que a rezar, me reafirmaban cada vez más en mis sospechas sobre Robleda.
Justo cuando me disponía a retirarme (tras el desgaste de la noche que había pasado insomne, me urgía descansar), advertí que el jesuita había salido de su cuarto, en compañía de Cristofano, para ir a la fosa ubicada al lado de la cocina, donde se depositaban las deyecciones orgánicas. Ante una oportunidad tan propicia, no vacilé: subí silenciosamente al segundo piso y, tras empujar con suavidad la puerta de la habitación del jesuita, entré. Demasiado tarde: me pareció oír que el padre Robleda subía las escaleras.
Salí sigilosamente y me fui deprisa a mi cuarto, decepcionado por el fracaso.
• • •
Antes, sin embargo, fui a ver a mi amo, al que encontré medio incorporado en la cama. Tuve que ayudarlo a hacer de vientre. Confundido y abatido, me preguntó por su estado, ya que, farfulló, el médico sienés lo había tratado como a un crío, ocultándole la verdad. Yo, a mi vez, intenté tranquilizarlo, tras lo cual le di de beber, lo acomodé lo mejor que pude entre las mantas y le acaricié largo rato la cabeza, hasta que se quedó dormido.
Pude así, por fin, recluirme en mi cuartito. Saqué mi cuaderno y, extenuado, anoté —un poco al tuntún, a decir verdad— los últimos sucesos.
Una vez que me abandoné en mi lecho, la necesidad de reposo luchó con el agolpamiento de pensamientos, que en balde trataban de conjuntarse en un todo razonable y ordenado. La página de la Biblia que habían encontrado Ugonio y Ciacconio podía ser de Robleda, que la habría perdido en los subterráneos próximos a la piazza Navona: era verosímil, pues, que él fuese el ladrón de las llaves, y en cualquier caso tenía acceso a aquellos subterráneos. La ayuda al abate Melani me había costado un susto indescriptible, por no mentar la pelea con los dos nauseabundos saqueadores de tumbas. Empero, el mismo abate había resuelto la situación, y con una simple pipa que hizo pasar por pistola. Un éxito que luego repetiría, planeando y poniendo en práctica la burla a los tres emisarios del alguacil, con la que se pudo eludir el peligro de que se declarase el estado de pestilencia, y, mejor aún, que aquéllos decidiesen reducir notablemente su vigilancia. Sentí que la desconfianza que albergaba por el abate se atenuaba por mi gratitud y admiración, hasta el punto de que casi esperaba, con un poco de temor, el momento en que, seguramente esa misma noche, fuésemos a reanudar la búsqueda del ladrón. ¿Acaso el hecho de que el abate fuese sospechoso de espionaje y de intrigas políticas suponía alguna desventaja para todos nosotros? En todo caso, sería lo contrario, me dije: merced a sus ardides, todo el grupo de huéspedes se había salvado de la terrible perspectiva de ser internado en un lazareto. Además, me había puesto al corriente de su misión, lo que demostraba que confiaba en mí. Como un ladrón, había sustraído las cartas de la casa de Colbert; pero esas tareas, aseguraba el abate, eran consecuencia directa e ineludible de su devoción por el soberano de Francia, y no había pruebas para afirmar lo contrario. Con un escalofrío, rechacé el repentino recuerdo, entre mis elucubraciones, de la repugnante masa de restos humanos que había caído sobre mí desde el montón de Ciacconio, e improvisamente sentí el corazón henchido de gratitud al abate Melani. Tarde o temprano, reflexionaba ya casi sumido en el sopor, no podría dejar de revelar a los otros huéspedes su sagacidad a la hora de someter a los dos saqueadores de tumbas, y de mantenerlos a raya con promesas y amenazas. Me imaginaba que así debía de actuar un agente especial del rey de Francia, y sólo lamentaba no ser aún dueño del saber y la experiencia necesarios para ilustrar adecuadamente tan admirables empresas. Un enjambre de pasadizos secretos bajo el suelo de la ciudad; un agente del rey de Francia en búsqueda generosa y temeraria de truhanes; todo un grupo de caballeros encerrados a causa de una muerte misteriosa, y bajo sospecha de contagio pestífero. Por último, el superintendente Fouquet, al que se creía muerto pero a quien los informadores de Colbert habían visto varias veces en Roma. Así, ya casi vencido por el sueño, rogué al Cielo que me permitiese escribir un día, como gacetero, sobre otros sucesos igualmente maravillosos.
Entonces se abrió la puerta (que en verdad tendría que haber cerrado mejor) con un chirrido. Me volví hacia la entrada, justo a tiempo de ver cómo una sombra se ocultaba veloz detrás de la pared.
Me levanté de un salto para sorprender al intruso y me asomé al pasillo. Vislumbré una figura a pocos pasos de la puerta. Era Devizé, que llevaba en la mano su guitarra.
—Estaba durmiendo —protesté—, y además Cristofano ha prohibido que se abandonen los cuartos.
—Mira —dijo señalando en el suelo el motivo de su visita.
De repente me di cuenta de que caminaba sobre una alfombra de piedrecillas crujientes, cuyo ruido quedo había acompañado mis pasos desde que salí de la cama. Pasé la palma de la mano por el suelo.
—Parece sal —dijo Devizé.
Me llevé una de las piedrecillas a la lengua.
—Es sal —confirmé alarmado—. Pero ¿quién la ha esparcido por el suelo?
—Para mí que ha sido… —dijo Devizé, pero mientras pronunciaba un nombre me tendió la guitarra y sus últimas palabras se perdieron en el silencio de la noche.
—¿Qué habéis dicho?
—Ésta es para ti —contestó con una risita irónica al entregarme el instrumento—, pues te gusta cómo toco.
Me quedé algo pasmado. No sé por qué, me dije que a lo mejor era capaz de sacar de esas tripas enroscadas algún sonido agradable, incluso toda una suave melodía. ¿Y si probaba con aquella indescriptible melodía que había oído ejecutar al músico francés? Decidí intentarlo enseguida, delante de él, aunque sabía perfectamente que me exponía a sus burlas. Tanteaba ya el mástil con la izquierda, mientras con la otra mano ensayaba la blanda resistencia de las cuerdas junto al agujero del instrumento tan amado por el Rey Cristianísimo, cuando fui interrumpido por un roce tan familiar como inesperado.
—Ha venido a buscarte —comentó Devizé.
Un hermoso gato atigrado, de ojos verdes, restregaba su cola contra mi pantorrilla con insistencia implorando un poco de comida. Esa visita inesperada me inquietó mucho más. Si el gato había entrado en la posada, pensé, quizá existía otra vía de comunicación con el exterior que el abate Melani y yo todavía no habíamos descubierto. Alcé la mirada para compartir mis pensamientos con Devizé, pero había desaparecido. Entonces una mano me tocó delicadamente un hombro.
—¿No debías cerrar por dentro?
Abrí los ojos. Estaba en mi cama, y Cristofano me había sacado del sueño. Me pedía que preparase y distribuyese la cena. Abandoné, pues, reluctante y somnoliento, mis oníricas visiones.
Tras poner rápidamente en orden la cocina, preparé una sopa de tronchos de alcachofas con pescado seco, sazonada con aceite bueno, cebolla, guisantes y rollitos de atún con lechuga. Añadí a la sopa un trozo generoso de queso y una caña de vino tinto aguado. Y, como me había prometido, esa vez fui más generoso con la canela. El propio Cristofano me ayudó a distribuir la colación y se ocupó personalmente de dar de comer a Bedford, mientras yo llevaba la cena a todos los demás para luego dedicarme a mi amo.
Cuando terminé de dar de comer a Pellegrino, sentí la imperiosa necesidad de un poco de aire puro en los pulmones. Los largos días de reclusión, casi todos ellos transcurridos en la cocina, con la puerta atrancada y la reja en la ventana, entre humos de cocción que ininterrumpidamente emanaban de la chimenea, me habían afectado al pecho. Así pues, resolví quedarme un rato en mi cuartito. Abrí la ventana, que daba al callejón, y eché un vistazo a la calle: no se veía ni un alma en aquel soleado mediodía de finales de verano. El centinela, acurrucado en la esquina del edificio con la via dell’Orso, dormitaba plácidamente. Me acodé en el alféizar y aspiré con fuerza.
—Pero antes o después los turcos se enfrentarán a los príncipes más poderosos de Europa.
—¿No me digas? ¿Con quién?
—Bueno, por ejemplo, con el Rey Cristianísimo.
—Pues entonces tendrán por fin ocasión de darse un buen apretón sin necesidad de esconderse.
Las voces, agitadas y prudentemente apagadas, eran sin duda las de Brenozzi y Stilone Priàso. Procedían de la segunda planta, donde sus cuartos contiguos disponían de ventanas muy próximas. Con discreción, me asomé para mirar: nuevos Píramo y Tisbe, los dos habían dado con un modo asaz simple para hablar protegidos de la estricta vigilancia de Cristofano. De temperamento inquieto y curioso, y muy inclinados a la chachara, podían así desahogar mutuamente su incontenible ansiedad.
Me pregunté si debía aprovechar aquella ocasión inesperada: si no me veían, a lo mejor conseguía sonsacar alguna información más sobre esos dos personajes singulares, uno de los cuales ya sabía que era un fugitivo. Y, quizá, descubriría algún detalle útil para las complicadas pesquisas que el abate Melani estaba llevando a cabo con mi colaboración.
—Luis XIV es el enemigo de la Cristiandad, y no los turcos —proclamó Brenozzi con tono áspero e impaciente—. Sabéis perfectamente que en Viena se combate para salvar a todo el mundo cristiano, y que todos los soberanos deberían haber acudido para socorrer a la ciudad. Desgraciadamente, el rey de Francia no ha querido acudir. Sólo que su negativa no es nada, pero nada, casual.
Como ya he dicho, y como supe someramente en aquellos meses por lo que contaba el pueblo y por las noticias de los visitantes de la posada, Nuestro Señor Inocencio XI había prodigado enormes esfuerzos para formar una Liga Santa contra el turco. A su llamada respondió el rey de Polonia enviando cuarenta mil hombres que se sumaron a los sesenta mil que el emperador había reunido en Viena antes de huir vergonzosamente de su ciudad. Más tarde, a la justa cruzada se unió el valeroso duque de Lorena, y se contaba que, entre tanto, habían salido hacia Viena once mil soldados bávaros. Los turcos, sin embargo, contaban con la ayuda de los kuruc, los temibles herejes húngaros que, tras romper la tregua con el emperador, asolaban las inermes aldeas de la llanura que hay entre Budapest y Viena. Por no mentar el fatal apoyo que los otomanos podían encontrar en el contagio: daba la impresión, en efecto, de que se difundía un foco de peste entre los asediados, ya extenuados por la disentería roja.
El apoyo decisivo para los cristianos habría podido llegar de París. Pero el rey de Francia, recordaba Brenozzi, no se había presentado.
—Es una vergüenza —declaró Stilone Priàso—. Y, sin embargo, es el soberano más poderoso de Europa, que actúa siempre a su antojo. A diario se inventa una invasión nueva en Lorena, en Alsacia…
—Y cuando no le basta con la fuerza, recurre a la corrupción. Todo el mundo lo sabe: con dinero, el rey de Francia compra a otros reyes, como al panoli de Carlos de Inglaterra.
—¡Qué asco, qué asco! Puede que tengáis razón: Francia asusta más a los soberanos cristianos que los turcos —comentó Stilone Priàso.
—¡Desde luego! Antes Mahoma que los franceses. Dispararon mil cañonazos contra Génova solo porque desde tierra no envió un saludo a sus buques, que pasaban por allí.
Brenozzi calló, quizá para gozar de la expresión desconsolada que me imaginé dibujada en el rostro del napolitano. Stilone, por su parte, no tardó en echar más leña al fuego con nuevas observaciones punzantes.
Me descolgué con cautela desde mi segura posición para mirarlos por encima de sus cabezas: sumidos en el calor del razonamiento, los dos recuperaban la vitalidad perdida a la sombra de la soledad, al tiempo que la pasión política casi espantaba el miedo a la peste. Hacían lo que otros huéspedes de la posada cuando el médico o yo los visitábamos —a veces para aplicarles vapores penetrantes, aceites especiados y leves presiones—: dar rienda suelta a la lengua y manifestar sus pensamientos más íntimos.
—En toda Europa —dijo Stilone Priàso—, sólo el príncipe Guillermo de Orange, quien sin embargo siempre anda pidiendo préstamos, ha logrado parar a los franceses, que tienen dinero a espuertas, e imponerles la paz de Nimega.
Entre nuestros huéspedes surgía de nuevo el holandés Guillermo de Orange, cuyo nombre había aparecido por vez primera en los delirios de Bedford y sobre quien más tarde me había ilustrado el abate Melani. Me intrigaba aquel David noble y pobre, tan famoso por su gloria militar como por sus deudas.
—Hasta que el ansia de conquista del Rey Cristianísimo no quede satisfecha —insistió Brenozzi—, en Europa no habrá paz. ¿Y sabéis cuándo será? Cuando en la cabeza del rey de Francia brille la corona de emperador.
—Os referís al Sacro Imperio Romano, supongo.
—¡Por supuesto! Convertirse en emperador: eso es lo que quiere. Quiere la corona que Carlos de Habsburgo le robó a Francisco I, su abuelo, sólo gracias a las maniobras económicas.
—Claro, claro, corrompiendo a los príncipes electores, creo…
—Así es, tenéis buena memoria. Si Carlos no los hubiese comprado, el emperador sería hoy francés. Pero ahora quiere recuperar esa corona. Y quiere vengarse de los Habsburgo. Por eso a Francia le viene tan bien la invasión de los turcos: si ellos presionan a Viena, el Imperio se debilita en Oriente, mientras Francia se expande en Occidente.
—¡Es cierto! Es una maniobra de tenaza.
—Exactamente.
Por eso, continuó Brenozzi, cuando Inocencio XI convocó a las potencias europeas contra los turcos, el Rey Cristianísimo, hijo primogénito de la Iglesia, se negó a enviar tropas, pese al ruego que le hicieron todos los jefes cristianos. Es más, el rey de Francia impuso al emperador un pacto indigno: se mantendría neutral, siempre y cuando le reconociesen todas sus conquistas de bandolero.
—Tuvo incluso las agallas de tachar de «moderadas» sus pretensiones. Pero el emperador, y eso que está con el agua al cuello, no se doblegó. Ahora el Rey Cristianísimo ha optado por no ser hostil. ¿Creéis que lo hace por escrúpulos? ¡En absoluto! Lo hace por táctica. Espera a que Viena esté exhausta. Entonces tendrá el terreno libre. En el mes de agosto ya se decía que las tropas francesas estaban de nuevo listas para partir contra los Países Bajos.
¡Si Brenozzi hubiese leído en mi rostro los graves pensamientos que suscitaba tal razonamiento! Acurrucado en mi escondite, desde donde oía las palabras que se pronunciaban, mascullaba con amargura: ¿a qué soberano tan terrible ha jurado servir Atto Melani? Huelga decir que mi apego al abate era firme, y que, pese a las dudas que en ocasiones me inspiraba, no había renunciado aún a considerarlo mi maestro y señor.
Y así, una vez más, víctima de mi ansia indagadora y de conocimiento, muy a mi pesar daba en conocer hechos de los que habría preferido no oír jamás ni una palabra.
—Ah, pero eso no es nada —añadió Brenozzi con tono viperino—. ¿Sabéis la última? Ahora los turcos protegen a los mercaderes franceses de los piratas. El comercio con Oriente se halla, pues, en manos de Francia.
—¿Y qué van a conseguir los turcos a cambio? —preguntó Stilone.
—Oh, nada —respondió con sarcasmo Brenozzi—. Quizá solamente… la victoria sobre Viena.
No bien los habitantes se hubieron parapetado dentro de la ciudad, explicó Brenozzi, los turcos excavaron una red de trincheras y túneles que llegaba hasta debajo de las murallas. Luego colocaron minas muy potentes, con las que derribaron varias veces la barrera fortificada. Pues bien, aquélla era la misma técnica en la que eran maestros los ingenieros y los artificieros franceses.
—Pretendéis decir, en una palabra, que los franceses están a favor de los turcos —concluyó Priàso.
—No lo digo yo, sino todos los expertos militares del campo cristiano en Viena. Los ejércitos del Rey Cristianísimo aprendieron el arte de usar trincheras y túneles de dos soldados al servicio de Venecia, durante la defensa de Candía. El secreto llegó después a Vauban, un ingeniero militar del Rey Cristianísimo. Vauban lo ha perfeccionado: trincheras verticales, con las que se introducen las minas, y trincheras horizontales para desplazar a las tropas de un punto a otro del campo de batalla. Es un arte mortífero: en cuanto se crea la brecha apropiada, se entra en la ciudad asediada. Ahora, de repente, en Viena, los turcos son maestros de esa técnica. ¿Creéis que es un azar?
—Hablad más bajo —le dijo Stilone Priàso—. No olvidéis que aquí al lado está el abate Melani.
—Ah, claro. Ese espía de Francia, que es tan abate como el conde Dönhoff. Tenéis razón: dejémoslo aquí —dijo Brenozzi, y, tras despedirse, ambos se retiraron.
Una nueva sombra se extendía sobre Atto. ¿Qué significaba aquella observación, que sacaba a colación a un personaje desconocido? Mientras cerraba la ventana, recordé la ignorancia de Melani en lo concerniente a la Biblia. Sumamente curioso, me dije, para tratarse de un abate.
• • •
—Guitarra, gato y sal —rió divertida Cloridia—. Ahora tenemos algo mejor.
Recogí la cocina con un único pensamiento: volver a su cuarto. Las duras palabras de Brenozzi exigían, sin duda, un nuevo encuentro con el abate Melani: pero para eso estaba la noche, cuando él mismo acudiría a mi puerta para llevarme a los conductos subterráneos. Llevé a toda prisa las vituallas a los otros huéspedes, esquivando a quienes (como Robleda y Devizé) trataron de retenerme con distintos pretextos. Me apremiaba mucho más sostener una nueva plática con la hermosa Cloridia, lo que hice con la excusa de interpretar el segundo y curioso sueño que había tenido desde que los hombres del alguacil habían clausurado las puertas de la posada.
—Empecemos por la sal esparcida —dijo Cloridia—. Desde ya te advierto que no es una buena señal. Significa asesinato u oposición a nuestros designios. —Leyó el malestar en mi rostro—. Ahora bien, hay que saber evaluar cada caso —añadió—, porque el significado puede no corresponder al soñador. En tu sueño, por ejemplo, se podría referir a Devizé.
—¿Y la guitarra?
—Significa gran melancolía, o trabajo sin reputación. Como un campesino que trabaja arduamente todo el año, pero sin recibir nunca compensaciones. O un excelente pintor, o arquitecto, o músico, cuyas obras nadie conoce y permanece siempre en el olvido. ¿Ves que casi es sinónimo de melancolía?
Estaba consternado. En el mismo sueño, dos pésimos símbolos, a los que, anunció Cloridia, se añadía un tercero.
—El gato es un signo clarísimo: adulterio y lujuria —sentenció.
—Pero yo no tengo mujer.
—Para la práctica de la lujuria el matrimonio no es necesario —rebatió Cloridia enroscándose maliciosamente un mechón de pelo sobre la mejilla—. Y, por lo que respecta al adulterio, recuerda: cada señal ha de ser evaluada y sopesada cuidadosamente.
—¿Cómo? Si no estoy casado, estoy soltero y punto.
—Veo que no sabes nada —me reprochó amablemente Cloridia—. Los sueños se pueden interpretar de una manera completamente opuesta a lo que aparentan. Por consiguiente, son infalibles, pues podemos conjeturar sus pros y sus contras.
—Pero así de un sueño puede decirse todo, y lo contrario de todo —objeté.
—¿Tú crees? —respondió recogiéndose el cabello en la nuca e irguiendo, con un amplio movimiento circular de los brazos, las redondas y turgentes cúpulas de los senos. A continuación se sentó en un escabel, dejándome de pie—. Sé bueno —dijo desatándose del cuello una cinta de terciopelo con un camafeo—, vuelve a ponerme esto, que ante el espejo no me veo bien. Colócala un poco más abajo, pero no demasiado. Hazlo despacio, mi piel es muy delicada.
Como si fuese necesario facilitarme la tarea, abrió todo lo que pudo los brazos, detrás de la cabeza, dejando así expuesto su pecho bien escotado, cien veces más florido que los prados del Quirinal y mil veces más perfecto que la cúpula de San Pedro.
Cuando vio que palidecía por el inesperado espectáculo, Cloridia aprovechó para no responder a mis objeciones. Yo seguí atareado con su cuello, como si no pasase nada.
—Según algunos, los sueños que preceden a la salida del sol se refieren al futuro; los que llegan mientras el sol sale se refieren al presente; por último, los que siguen a la salida del sol se refieren al pasado. Los sueños son más seguros en verano e invierno que en otoño y primavera; y más a la salida del sol que a cualquier otra hora del día. Otros dicen que los sueños que se tienen durante el periodo del Adviento navideño y el de la Anunciación predicen cosas sólidas y duraderas; mientras que los que se tienen durante las fiestas móviles, como la Semana Santa, designan cosas variables, con las que apenas debemos contar. Y otros… Ay, no, así no, aprieta mucho. ¿Por qué te tiemblan las manos? —preguntó con una sonrisita picara.
—Ya casi he terminado, no quería…
—Calma, calma, disponemos de todo del tiempo que queramos —dijo con un guiño, viendo que por quinta vez no me salía el nudo—. Y otros —prosiguió Cloridia descubriendo desmesuradamente el cuello y alzando aún más los senos hacia mis manos— dicen que en Bactriana hay una piedra llamada Eumetris que si se pone debajo de la cabeza para dormir, convierte los sueños en predicciones sólidas y ciertas. Los hay, también, que sólo utilizan preparaciones quiméricas: perfume de mandragora y mirto, agua de verbena u hojas de laurel pulverizadas y aplicadas detrás de la cabeza. O quienes recomiendan cerebro de gato con lodo de murciélago curado en cuero rojo, y otros que rellenan un higo con excrementos de paloma y polvo de coral. Créeme, para las visiones nocturnas todos esos remedios son muy, muy excitantes…
De repente me tomó las manos entre las suyas y, risueña, me miró: yo todavía no había conseguido hacer el nudo. Mis dedos, torpemente enredados en la cinta, estaban gélidos; los de ella, ardientes. La cinta cayó en su escote y desapareció. Alguien tenía que recuperarla.
—En resumen —dijo estrechando mis manos y clavando sus ojos en los míos—, es importante tener sueños claros, ciertos, duraderos, verídicos, y para cada fin hay un medio. Si sueñas que no estás casado, es probable que eso signifique justo lo contrario, es decir, que pronto lo estarás. O a lo mejor significa que no lo estás, y punto. ¿Has entendido?
—Pero ¿en mi caso no hay manera de entender si es cierta la letra del sueño, o su contrario? —pregunté con un hilo de voz y las mejillas encarnadas.
—Claro que hay manera.
—¿Y por qué no me la decís? —imploré agachando involuntariamente la mirada hacia la perfumada vorágine que se había tragado la cinta.
—Por un motivo muy simple, querido mío: porque no has pagado.
Dejó de sonreír, apartó bruscamente de su pecho mis manos, recuperó la cinta y se la ató en un santiamén al cuello, como si jamás hubiese tenido necesidad de ayuda.
Me allegué a las escaleras con el alma hondamente conturbada, maldiciendo el mundo todo, tan incapaz de someterse a mis anhelos, y deseando que se me abriesen las puertas del infierno por haber sido tan inepto hermeneuta de aquel mundo. Los sueños que a Cloridia había confiado, mísero de mí, habían caído desnudos e indefensos sobre el regazo de una cortesana: ¿cómo había podido olvidarlo? ¿Cómo pude creer, idiota de mí, que fuese a conquistar sus gracias sin seguir el camino real de la retribución? ¿Y cómo pude esperar, imbécil de mí, que ella fuese a abrir liberaliter su espíritu y mucho más a alguien como yo, y no a otros mil veces más aguerridos y valiosos y admirables? ¿No debí ya sospechar algo, en las dos consultas oníricas, cuando me pidió que me tumbase en su cama, mientras ella, en un extremo del tálamo, se sentaba en una silla, detrás de mí? Esa petición incomprensible y extraña debió recordarme la índole mercenaria de nuestros breves encuentros.
Debido a tan tristes pensamientos, no bien bajé las escaleras hacia mi cuarto me resultó agradable ver ante mi puerta, ya impaciente por la corta espera, al abate Melani. A mi llegada no pudo reprimir un sonoro estornudo, exponiéndonos de ese modo a que Cristofano descubriese nuestra cita.