SEPTIEMBRE DE 1699
En el instante en que pongo fin a estas memorias han pasado casi once años del desembarco de Guillermo de Orange en Inglaterra. El soberano hereje reina aún hoy, y felizmente; Inocencio XI vendió el honor de la religión y de los católicos ingleses por un puñado de monedas.
Pero el papa Odescalchi ya no podrá repetir su miserable empresa. Expiró hace diez años, tras larga y penosa agonía. Cuando abrieron el cadáver, encontraron los intestinos podridos y los riñones llenos de piedras. Hay quien ha propuesto elevarlo a los altares y proclamarlo beato.
También Pompeo Dulcibeni nos ha dejado. Murió este año, como buen cristiano, después de rezar mucho y arrepentirse sinceramente de sus no pocos pecados. Fue un domingo de abril; quizá nos hubiéramos excedido algo con la comida, y Pompeo (que en los últimos años se había aficionado a la bebida y tenía el rostro muy encarnado) me pidió que lo ayudase a tumbarse en la cama para descansar un rato. No volvió a levantarse.
Lo que hoy soy creo que se lo debo en buena medida a él: se había convertido, por decirlo así, en mi nuevo maestro, pero completamente distinto, bien lo sabe Dios, del abate Melani. Gracias a su larga y dolorosa estancia en esta tierra, Pompeo me reveló muchas cosas de la vida y de sus males, aunque tratando siempre de transmitírmelas con el consuelo de la fe y el temor de Dios. He leído todos los volúmenes que me regaló: libros de historia, de teología, de poesía y hasta de medicina, además de otros sobre rudimentos de la ciencia de los mercaderes y de las empresas, en la que tan versado era Dulcibeni, cuya ignorancia no puede consentirse uno en nuestros días. Por ello, ahora me doy cuenta de que tal vez he redactado las memorias de entonces con el pensamiento de hoy, atribuyendo muchas veces al joven e inculto mozo del Donzello reflexiones y palabras que Dios me acaba de conceder.
Con todo, los mayores descubrimientos no los hice en los tomos de doctrinas políticas y morales, sino en los de medicina. Me ha costado bastante convencerme de que no era inmune a la peste, al revés de lo que Cristofano había asegurado al principio de la cuarentena: mi desdichada condición no me preservaba en absoluto del contagio. El médico había mentido, quizá para valerse de mis servicios, y se lo había inventado todo: desde la fábula del homúnculo sodomita africano, hasta las clasificaciones de Gaspar Schott, Fortunio Liceto y Juan Eusebio Nieremberg, en ninguna de las cuales se menciona nada sobre mi supuesta inmunidad. Cristofano sabía perfectamente que la estatura no guarda la menor relación con la peste. Así, contra el morbo pestífero no vale de nada ser un pobre enano como el que soy: «Dilecto de los príncipes y maravilla de los espectadores», como me había llamado Dulcibeni para agraviarme.
Pese a todo, siempre estaré agradecido a Cristofano: merced a su venial mentira, mi pecho de pigmeo se hinchó de orgullo. Fue la única vez. Mi cruel minoración sólo me ha acarreado el abandono a edad temprana y el escarnio de toda la sociedad humana; aun cuando —como subrayara Cristofano— yo me cuente entre los más afortunados de mi clase, los mediocres de estatura, y no entre los minores o, peor todavía, entre los minimi.
Al recordar las aventuras del Donzello, vuelven a resonar en mis oídos las carcajadas crueles de los hombres del alguacil cuando me empujaron violentamente en la posada, al principio de la cuarentena; y oigo a Dulcibeni, que para burlarse de mí me llamó pomilione, enanito, en latín. Y veo la obscena manía de Brenozzi de frotarse el apio entre los muslos, justo a la altura de mi nariz; y a todos esos saqueadores de tumbas que me confundieron con uno de los daemunculi subterránea los minúsculos diablillos que pululan en sus pesadillas. Y me veo, creado casi para aquel mundo subterráneo, precediendo ágilmente a Atto por los estrechos túneles de la posada.
Como durante el resto de mi vida, también durante aquellos días en el Donzello mi infeliz condición me causó enormes sinsabores. Pero he preferido dejarla en la sombra al evocar el gran teatro de aquellos hechos, pues ¿quién iba a dar crédito al relato de un hombre que se diferencia de un niño sólo por las arrugas?
Entre tanto, las revelaciones de Dulcibeni se han confirmado. El sobrino de Inocencio XI, Livio Odescalchi, único heredero del Papa, ha comprado al emperador Leopoldo, a un precio irrisorio, el feudo húngaro de Sirmio. Y ello no obstante, según se rumorea en Roma, la oposición de los propios funcionarios imperiales. Para dar más lustre al buen negocio, el emperador incluso lo ha nombrado príncipe del Sacro Imperio Romano. Empero, todo regalo demasiado llamativo, sabido es, oculta la devolución de un favor. Así que era verdad: también el emperador estaba en deuda con los Odescalchi. Ahora ha pagado aquel dinero, además de los intereses.
Livio Odescalchi no parece experimentar la menor vergüenza por sus negocios exorbitantes y descarados. Se cuenta que, a la muerte de Inocencio XI, disponía de más de un millón y medio de escudos, además del feudo de Ceri. Inmediatamente después se hizo con el ducado de Bracciano, con el marquesado de Roncofreddo, con el condado de Montiano y con el señorío de Palo, así como con la villa Montalto di Frascati. Estaba a punto de comprar también el feudo de Albano, pero la Cámara Apostólica consiguió in extremis arrebatarle el negocio. Por último, tras la muerte del rey Jan Sobieski, el triunfador de Viena, Livio ha intentado sucederlo en el trono de Polonia, ofreciendo ocho millones de florines.
Es inútil indignarse: el dinero —horda infame sin tierra ni piedad— nunca ha dejado de apestar Europa, y con frecuencia creciente pisoteará el honor de la fe y de las coronas.
Ya no soy el muchacho inocente de los días del Donzello. Lo que entonces vi y oí, que nunca podré revelar a nadie, ha marcado para siempre mi vida. La fe no me ha abandonado; en cambio, he perdido para siempre la devoción y fidelidad que todo buen cristiano debe profesar por su Iglesia.
Confiar mis recuerdos a estas páginas me ha permitido, al menos, sobreponerme a los momentos de mayor desconsuelo. De lo demás se han encargado las oraciones, la proximidad de Cloridia y las lecturas de las que me he alimentado durante estos años.
Hace tres meses Cloridia y yo nos unimos por fin en matrimonio: un fraile mendicante apareció por nuestros miserables parajes y no desaprovechamos la ocasión.
Hace pocos días vendí unas uvas a un cantor de la capilla Sixtina. Le pregunté si por casualidad cantaba alguna vez arias del célebre Luigi Rossi.
—¿Rossi? —respondió arrugando las cejas—. Ah, sí, creo haber oído ese nombre, pero para mí que es antiguo, de la época de los Barberini. No —añadió con una sonrisa—, hoy nadie se acuerda de él: ahora en Roma el dueño de la gloria es el gran Corelli, ¿no lo sabías?
En ese momento comprendí que había dejado pasar los años sin moverme de mi casita. No, no conozco al tal Corelli. Mas sé que nunca podré olvidar el nombre del seigneur Luigi, ni las sublimes cadencias de sus arias, que ya habían pasado de moda cuando el abate Melani las evocaba para sí mismo y para mí.
De cuando en cuando, a veces incluso en sueños, me acuerdo de la voz y de los ojillos avispados de Atto Melani, al que imagino ya viejo y encorvado en su casa de París, aquella casa espaciosa adonde me propuso que fuese a vivir.
Por suerte, la fatiga me aleja de la nostalgia: ahora tenemos más terreno y el trabajo es cada vez mayor. Vendemos, entre otras cosas, hierbas frescas y buena fruta a la villa de la familia Spada, aquí cerca, adonde a menudo me llaman también para otros servicios.
Con todo, cada vez que la faena me concede una pausa, vuelvo a acordarme de las palabras de Atto, me repito una frase que habla de águilas solitarias y bandadas de cuervos, y busco en mi interior los tonos, los acentos y las intenciones, a pesar de que sé que son imprudentes y audaces.
He regresado muchas veces a la via dell’Orso para preguntar a los nuevos inquilinos del edificio donde estaba emplazada la posada (ahora sólo hay casas en arriendo) si han llegado cartas de París para mí, o si alguien ha preguntado por el mozo de entonces. Pero siempre confirmo mis temores: espero inútilmente.
El tiempo me ha ayudado a entender. Hoy sé que en realidad el abate Melani no pretendía traicionar a Fouquet. Sí es verdad que Atto entregó al Rey Sol las misivas que robó a Colbert, que revelaban que el superintendente estaba oculto en Roma. Ahora bien, el rey ya había empezado a mostrar clemencia con Fouquet; había lenificado el rigor de su encierro, e incluso se confiaba en su liberación. Todos, sin embargo, creían que la excarcelación se demoraba a causa, como siempre, de Colbert: ¿no era, pues, una buena idea llevar las cartas del Colubra al rey? Desde luego, Melani no podía imaginar lo que el monarca iba a pensar instantáneamente en cuanto leyese las misivas que había robado en el despacho de Colbert: Fouquet estaba en Roma, con el secretum pestis, y a lo mejor se lo daba al Papa, que sostenía la resistencia de Viena.
Luis XIV no podía permitir que todo se hundiese justo en ese momento, cuando estaba a punto de alcanzar un pacto con el turco. Despediría rápidamente a Atto porque necesitaba tiempo para reflexionar. Más tarde lo convocaría de nuevo para contarle no sé qué embuste. Sea como fuere, de lo que estoy seguro es de cuál fue el final del encuentro: Atto fue enviado a cumplir un extremo y trágico acto de fidelidad a la corona.
Hoy nada de aquello me parece tan espantoso. Casi con ternura pienso en el truco de robarme las perlitas para implicarme en sus pesquisas. Y me gustaría volver atrás, al último día en que vi a Atto Melani: señor abate, deteneos, querría deciros…
Pero eso ya es imposible. Nos separaron, entonces y para siempre, mi candor de muchacho, mi entusiasmo desengañado, mi impaciencia. Ahora sé que fue injusto sacrificar la amistad a la pureza, la confianza a la razón, el sentimiento a la sinceridad.
No se puede ser amigo de un espía sin renunciar a la verdad.
Todas las profecías se han cumplido. En los primeros días de la cuarentena soñé que Atto me entregaba un anillo y que Devizé tocaba el clarín. Pues bien, en el libro de oniromancia de mi Cloridia he leído que el anillo es símbolo de dicha aunado a dificultades, mientras que el clarín indica conocimientos ocultos: tal como el secreto de la peste.
En sueños vi resucitar a Pellegrino: presagio de penalidades y daños, como los que luego, efectivamente, sufrimos. En mis fantasías oníricas vi esparcir sal, símbolo de asesinato (la muerte de Fouquet), y también una guitarra, que representa la melancolía y el trabajo sin reputación (Cloridia y yo, anónimos y olvidados en nuestro campito). Sólo el último símbolo me fue favorable, y Cloridia lo sabía muy bien: el gato, que anuncia lujuria.
También la gaceta astrológica de Stilone Priàso lo había predicho todo: no sólo el hundimiento de la posada, sino también el encarcelamiento de un grupo de caballeros (la cuarentena en el Donzello), el asedio de una ciudad (Viena), las fiebres malignas y los morbos venenosos (que más de un huésped padeció), la muerte de un soberano (María Teresa), los viajes de los embajadores (para dar la noticia de la victoria de Viena). Sólo un vaticinio no se cumplió, o mejor dicho, fue vencido por una fuerza superior: las Baricades mistérieuses impidieron que se produjese aquella «muerte de nobles encerrados» que la gaceta había predicho.
Todo ello me ha ayudado a tomar una decisión, o, por decirlo de otro modo, a liberarme de un anhelo antiguo e insensato.
Ya no quiero ser gacetero. Y no sólo por la duda (incompatible con la fe) de que los caprichos de las estrellas rijan nuestros destinos. Otra circunstancia ha contribuido a la extinción de mi viejo entusiasmo.
En las gacetas, que tras la aventura del Donzello he leído con asiduidad, no he encontrado nada de lo que Atto me había enseñado. Y no me refiero a los hechos: ya sabía que los auténticos secretos de los soberanos y de los Estados jamás hallan espacio en las hojas sueltas que se venden en las plazas. Las crónicas de los gaceteros carecen, sobre todo, del valor del razonamiento, de la sed de conocimiento, de la prueba honesta y osada del intelecto. No es que las gacetas sean del todo inútiles: pero no están hechas para quien busca realmente la verdad.
Ciertamente, con mis fuerzas nunca habría podido cambiar ese estado de cosas. Cualquiera que se atreviese a divulgar los misterios de Fouquet y Kircher, de María Teresa y Luis XIV, de Guillermo de Orange e Inocencio XI habría sido arrestado inmediatamente, encadenado y arrojado para siempre a la cárcel de los locos.
Atto tenía razón: de nada le sirve conocer la verdad al que escribe las gacetas. Al revés: es el mayor de los obstáculos.
El silencio es la única salvación del que sabe.
Lo que nadie podría devolverme jamás, y más añoro, no son las palabras, sino los sonidos. De las Baricades mistérieuses (de las que, ay, no pude guardar una copia) apenas me queda un recuerdo exiguo y lleno de lagunas, un recuerdo de hace dieciséis años.
Por eso tengo un pasatiempo solitario, una divertida lucha con mi propia memoria. ¿Cómo era, cómo sonaba aquel pasaje, aquel acorde, aquella audaz modulación?
Cuando la canícula estival me reseca la cabeza y las rodillas, me siento bajo la encina que da sombra a nuestra modesta casita, en la silla preferida de Pompeo Dulcibeni. Cierro entonces los ojos y tarareo quedamente el rondó de Devizé: una vez, y otra, y otra más, aunque sé que en cada intento no hago sino desvirtuarlo, deslucirlo, alejarme de su esencia.
Hace pocos meses escribí una carta a Atto. Como no tenía sus señas en París, envié la carta a Versalles, con la esperanza de que alguien se la hiciese llegar. Estoy seguro de que en la corte todo el mundo conoce al célebre castrado, consejero del Rey Cristianísimo.
En la carta le confieso mi profunda pena por haberme despedido de él sin haberle expresado mis sentimientos de gratitud y devoción. Le ofrezco mis servicios, rogándole que me conceda la gracia de aceptarlos y declarándome su siervo humilde y fiel. Por último, le menciono que he escrito estas memorias, basadas en el diario que empecé a llevar aquellos días, diario cuya existencia Atto ni siquiera sospechaba.
Lamentablemente, todavía no me ha respondido. Por ese motivo, desde hace un tiempo no hago más que darle vueltas a una sospecha atroz.
¿Qué le contaría Atto al Rey Cristianísimo, a su regreso a París? ¿Conseguiría ocultar los verdaderos secretos que llegó a descubrir? ¿O agacharía la mirada, avasallado por las preguntas, permitiendo que su rey intuyese que estaba al corriente de demasiadas infamias?
Así, en ocasiones imagino una celada nocturna en un callejón perdido, un grito ahogado, los pasos de los asesinos que huyen y el cuerpo de Atto tendido en el barro y la sangre…
Pero no cejo. Luchando con mis fantasías, sigo esperando. Y, mientras aguardo la llegada del correo de París, a veces susurro unos versos de su antiguo maestro, el seigneur Luigi:
Esperanza, a tu palidez
sé que no esperas.
Y por ello no dejas
de halagar mi corazón.