ACONTECIMIENTOS DEL AÑO 1688
Pasaron cinco años de la terrible aventura del Donzello. La posada no se volvió a abrir. A Pellegrino se lo llevó su esposa, a la casa de los parientes de ella, creo.
Cloridia, Pompeo y yo nos fuimos a vivir a un modesto caserío a extramuros de la ciudad, a considerable distancia de la Porta San Pancrazio, donde ahora mismo escribo estas líneas. Pautan las jornadas y las estaciones la cosecha de nuestro huerto y el cuidado de los pocos animales de granja que compramos con los ahorros de Dulcibeni. Me he habituado a los rigores del campo: he aprendido a hundir las manos en la tierra, a interrogar al viento y al cielo, a trocar mis productos por los frutos de los desvelos de otros, a estipular precios y a no dejarme estafar. He aprendido a hojear las páginas de los libros, de noche, con las manos hinchadas y sucias del campesino.
Cloridia y yo vivíamos more uxorio. Nadie nos acusaría de estar en pecado, pues hasta nuestro perdido rincón no llegaban ni curas para la bendición pascual.
Pompeo, una vez resignado definitivamente a la pérdida de las piernas, se había vuelto aún más taciturno y arisco. Y ya no recurría a las hojas trituradas de mamacoca, la droga de Perú que había conseguido en Holanda. Gracias a ello, por otra parte, tampoco sufría aquellos estados de profunda exaltación que precisaba para resistir las desenfrenadas incursiones por los túneles del Donzello.
A Dulcibeni le costaba entender por qué lo habíamos acogido en nuestra casa y le prestábamos nuestros cuidados. En un primer momento sospechó que nos interesaba por su no pequeño peculio. Nunca supo nada de Cloridia, y ella tampoco quiso revelarle que era su hija. En el fondo de su alma no le ha perdonado que permitiese que vendieran a su madre.
Cuando hubo pasado el tiempo suficiente para sentirse resguardada de la congoja del recuerdo, Cloridia por fin me contó sus vicisitudes desde que fue arrancada de los brazos de su padre. Siendo aún niña, Huygens le hizo creer que la había comprado a Dulcibeni. La mantuvo apartada de todo el mundo, y luego, harto de ella, la revendió a otros mercaderes italianos antes de regresar a la Toscana, donde estaba Feroni.
Durante largos años, mi Cloridia viajó con aquellos mercaderes y con muchos más, y fue varias veces comprada y revendida. Pero no tardó en dedicarse al antiguo y vergonzoso arte. Después, con el dinero que había reunido ardua y secretamente, compró su libertad: la opulenta y liberal Amsterdam era la ciudad ideal para aquel ignominioso tráfico de cuerpos. Al cabo, sin embargo, el deseo de volver a ver a su padre, y de pedirle cuentas por el abandono, la llevaron hasta la puerta del Donzello con la ayuda de la ciencia de los números y con la arcana práctica de la vara ardiente.
No obstante sus padecimientos y los tristes recuerdos que a veces le impedían conciliar el sueño, Cloridia atendía a Dulcibeni con constancia y abnegación. Él, por su parte, pronto dejó de tratarla con desprecio. Nunca le preguntó nada sobre su pasado, ahorrándole el empacho de la mentira.
Poco después, Pompeo me pidió que fuese a buscar los baúles de libros que había dejado en Nápoles. Me los regaló, advirtiéndome que con el tiempo sabría apreciar cada vez más su valor. Merced a esos libros, y a los razonamientos que nos inspiraban, la lengua de Dulcibeni fue soltándose poco a poco. Así, pasó de los comentarios a los recuerdos, y de éstos a las enseñanzas. Aunque no sólo de doctrina, sino también de experiencia: quien durante años ha ejercido de mercader por toda Europa, y máxime al servicio de una casa tan poderosa como la de los Odescalchi, tiene mucho que contar. Con todo, entre nosotros quedaba, suspendido en el aire, aquel misterio nunca revelado: ¿por qué Dulcibeni había atentado contra la vida del Papa?
Confiaba en que un día me revelaría el misterio. Lo inútil, en cambio, por su carácter sombrío y testarudo, era pedírselo. Por eso había que esperar.
• • •
Corría el otoño de 1688, y en Roma las gacetas informaban de hechos gravísimos y dolorosos. El príncipe hereje Guillermo de Orange había cruzado con su flota el Canal de la Mancha y desembarcado en una localidad de la costa inglesa llamada Torbay. Su ejército avanzaba casi sin encontrar resistencia, y en el transcurso de pocos días Guillermo había usurpado el trono del rey católico Jacobo Estuardo, culpable de que su segunda esposa hubiese concebido de él apenas dos meses antes el tan suspirado heredero varón que habría privado al Orange de toda esperanza de convertirse en rey de Inglaterra. Con el golpe de mano de Guillermo, Inglaterra caería en poder de los herejes protestantes y la religión de Roma la perdería para siempre.
Cuando le hube referido tan dramáticas novedades, Pompeo Dulcibeni no hizo el menor comentario. Estaba sentado en el jardín, con un gatito sobre su regazo, al que acariciaba. Parecía tranquilo. Pero de pronto vi que se mordía el labio y espantaba al animal, y que enseguida daba un golpe con la mano temblorosa en la mesa que tenía al lado.
—¿Qué os pasa, Pompeo? —le pregunté levantándome de un salto y temiendo que se encontrase mal.
—¡Lo ha conseguido, el muy maldito! Al final lo ha conseguido —dijo jadeando con sorda ira, con la vista perdida en el horizonte.
Lo miré con gesto interrogativo, pero no me atreví a preguntarle nada. Y Pompeo Dulcibeni, cerrando lentamente los párpados, empezó a hablar.
Todo había empezado casi treinta años atrás. Fue entonces, contó Dulcibeni, cuando la familia Odescalchi se manchó con el crimen más infame: ayudar a los herejes.
En aquella época, hacia el año 1660, el príncipe Guillermo de Orange era aún un niño. La casa de Orange, como siempre, pasaba por serios apuros económicos. Como ejemplo, baste saber que la madre y la abuela de Guillermo habían empeñado todas las joyas de la familia.
El teatro europeo anunciaba a Holanda guerras tremendas, que, en efecto, no tardaron en estallar. Primero contra Inglaterra, luego contra Francia. Para combatir hacía falta dinero, y mucho.
Tras una serie de preámbulos secretos, cuyos particulares no conocía ni el mismo Dulcibeni, la casa de Orange acudió a los Odescalchi. Se contaban entre los prestamistas más solventes de Italia, y no desairaron a los holandeses.
Así, las guerras de la hereje Holanda fueron financiadas por la familia católica del cardenal Odescalchi, el futuro papa Inocencio XI.
Naturalmente, toda la operación fue llevada a cabo con el mayor sigilo. El cardenal Benedetto Odescalchi vivía en Roma; su hermano Carlo, que dirigía personalmente los negocios de la familia, residía en Como. A los Orange se les envió el dinero desde Venecia a través de dos testaferros de confianza, con el fin de que la familia de Inocencio XI quedara al margen. Los abonos, además, no se hacían directamente a integrantes de la casa de Orange, sino a intermediarios secretos: el almirante Jean Neufville, el financiero Jan Deutz, el comerciante Bartolotti, el miembro del cabildo de Amsterdam Jan Baptista Hochepied…
Por último, éstos mandaban el dinero a la casa de Orange, para financiar la guerra contra Luis XIV.
—¿Y vos? —lo interrumpí.
—Yo tenía que viajar cada dos por tres a Holanda, mandado por los Odescalchi: comprobaba la llegada y el cobro de las letras de cambio, y la extensión del correspondiente recibo. Velaba, además, para que todo se hiciese al abrigo de los curiosos.
—En una palabra, el dinero del papa Inocencio XI ha servido para el desembarco de los herejes en Inglaterra —concluí pasmado.
—Más o menos. Sin embargo, los Odescalchi dejaron de prestar dinero a los herejes holandeses hace quince años, mientras que Guillermo acaba de desembarcar.
—¿Qué queréis decir?
Había ocurrido algo extraño, explicó Dulcibeni. En 1673 murió Carlo Odescalchi, el hermano del futuro Papa. El Pontífice ya no podía seguir desde Roma los negocios familiares y decidió suspender los préstamos a los holandeses. El juego se había vuelto demasiado peligroso, y el devoto cardenal Odescalchi no podía exponerse a ser descubierto. Su imagen debía mantenerse inmaculada. Y fue previsor: sólo tres años después tuvo lugar el cónclave en que lo eligieron Papa.
—Pero ¡había prestado dinero a los herejes! —exclamé escandalizado.
—Escucha el resto.
Con el tiempo, la deuda de la casa de Orange con los Odescalchi aumentó desmedidamente: más de ciento cincuenta mil escudos. ¿Cómo iban a reembolsarles todo ese dinero, ahora que Benedetto había sido elegido Papa? En caso de insolvencia, el acuerdo inicial estipulaba que los Odescalchi podrían quedarse con las propiedades privadas de Guillermo. Ahora bien, Benedetto Odescalchi, convertido en Pontífice, era objeto de todas las miradas: no podía, desde luego, embargar el feudo de un príncipe hereje, pues así habría sacado a la luz también los préstamos. El escándalo habría sido atroz. Cierto es que, entre tanto, había hecho una donación formal de todos sus bienes a su sobrino Livio, pero se sabía perfectamente que todo seguía bajo su férreo control.
Había, además, otro problema. Guillermo no tenía recursos, pues sus financieros holandeses (es decir, las ricas familias de Amsterdam) se negaban a rascarse la faltriquera. Inocencio XI, en una palabra, corría el riesgo de no recuperar nunca su dinero.
De ahí, dijo Dulcibeni, toda la animosidad que Inocencio XI ha mostrado siempre contra Luis XIV: el Rey Cristianísimo de Francia era el único que obstruía el paso a Guillermo, el único que podía impedirle ascender al trono inglés. Luis XIV era el único estorbo entre Inocencio XI y su dinero.
Los Odescalchi habían conseguido solapar sus actividades. Sin embargo, en 1676, poco antes de la sesión inaugural del cónclave, ocurre el incidente: Huygens, brazo derecho del traficante de esclavos Francesco Feroni (que también tiene negocios con los Odescalchi), se encapricha de la hija de Pompeo Dulcibeni, habida de su relación con una esclava turca, y, valiéndose del apoyo de Feroni» pretende apropiarse de ella. Dulcibeni no puede oponerse legalmente porque no se ha casado con la madre de la niña. Insinúa entonces a los Odescalchi que si Feroni y Huygens no renuncian a su propósito, podría divulgar secretos muy comprometedores para el cardenal Benedetto, relacionados con préstamos con interés, concedidos a los herejes holandeses…, con lo que se acabaría el cónclave para el cardenal Odescalchi.
Lo demás ya lo sabía: la niña es raptada, y unas manos misteriosas defenestran a Dulcibeni, que sobrevive de puro milagro. Pompeo tiene que huir, mientras que Benedetto Odescalchi es elegido Papa.
—Sin embargo, el Pontífice todavía no ha conseguido que Guillermo de Orange le devuelva su dinero. Estoy seguro, sé cómo son estas cosas. Pero ahora todo se arreglará —concluyó Dulcibeni.
—¿Por qué?
—Es muy sencillo: Guillermo, al convertirse en rey de Inglaterra, buscará la manera de saldar sus deudas con el Papa.
Guardé silencio, confuso y perplejo.
—Eso era lo que justificaba todo vuestro plan —dije luego—, y las visitas a Tiracorda, los experimentos en la isla… El abate Melani tenía razón: no os impulsaba sólo el rapto de vuestra hija. Para vos era como ajusticiar al Papa, cómo diría yo, por traición a…
—… traición a la religión, así es. Vendió, por dinero, el honor de la Iglesia y de la cristiandad. Y, recuerda, el mal del cuerpo no es nada comparado con el del alma. La verdadera peste es ésa.
—Pero vos queríais destruir toda la cristiandad: por eso decidisteis contagiar al Papa durante el asedio de Viena.
—El asedio de Viena…, hay algo más que debes saber. El emperador también tuvo que recurrir al dinero de los Odescalchi.
—¡El emperador! —exclamé.
Se había tratado de una maniobra muy sencilla y llevada también en el mayor secreto. Para financiar la guerra contra los turcos, la casa de Habsburgo había sido subvencionada con fondos de la Cámara Apostólica. Pero, al mismo tiempo, el emperador Leopoldo obtenía préstamos a título privado de los Odescalchi. Como garantía, la familia del Papa recibía azogue, o mercurio, que se extraía de las minas imperiales.
—¿Y qué hacían los Odescalchi con el azogue?
—Simplemente lo revendían a los herejes holandeses. Para ser más exacto, al banquero protestante Jan Deutz.
—Pero ¡entonces Viena se salvó también gracias a los herejes!
—En cierto modo, sí. Pero, sobre todo, con el dinero de los Odescalchi. Y no te quepa duda de que conseguirán que el emperador les devuelva el favor. Y no hablo sólo de dinero.
—¿Qué queréis decir?
—Seguramente el emperador acabará haciéndole algún gran favor político al Papa, o a su sobrino Livio, su único heredero. Espera unos años y verás.