Séptima Jornada

17 DE SEPTIEMBRE DE 1683

En aquellos días cargados de emociones, no dejaba de recordar a veces un edificante imperativo que solía repetirme, como se estila con los niños, la vieja que tan amorosamente me había educado e instruido: nunca dejes un libro a medias.

Con la mente puesta en tan sabio precepto, me decidí a la mañana siguiente a concluir la lectura de la gaceta astrológica de Stilone Priàso. Mi escrupulosa educadora me había enseñado algo muy atinado: más vale no leer un libro que leer sólo una parte, pues así se guarda una memoria parcial y se yerra en el juicio. Las páginas siguientes quizá me ayudarían a calibrar mejor, me decía, el alcance de los oscuros poderes que hasta entonces había atribuido al misterioso librito.

Al despertar, además, me sentí menos agotado que en las mañanas anteriores. Había conseguido dormir bastante tras las incursiones y fugas de la casa de Tiracorda y la persecución de Dulcibeni que nos había forzado a recorrer de nuevo todo el túnel C, hasta el riachuelo subterráneo. Y, en especial, después de los sorprendentes descubrimientos sobre Devizé (y su misterioso rondó) que el abate y yo habíamos hecho durante el trayecto de regreso hacia la posada.

Mi mente era reacia a meditar otra vez sobre aquella intrincada historia. Ahora, empero, se me presentaba la ocasión de terminar de leer la gaceta astrológica que los saqueadores de tumbas le habían robado a Stilone Priàso, y que aún guardaba bajo mi jergón.

Aquel pequeño volumen de pronósticos parecía haber predicho con exactitud los sucesos de los meses pasados. Pero en ese preciso momento quería saber qué nos iba a deparar el futuro.

Leí, pues, las previsiones para la tercera semana del mes de septiembre: los días que estaban a punto de llegar.

Los vaticinios que conjeturan los astros, esta semana los dará, en primer lugar, Mercurio, como receptor de las dos Luminarias en sus domicilios, que, por hallarse en la tercera casa unido al Sol, promete viajes de príncipes, tránsito de muchos correos y varias embajadas regias.

Júpiter y Venus buscan reunir en el trígono ígneo una asamblea de virtuosos para pactar una liga o una paz de suma importancia.

Enseguida fijé mi atención en los «viajes de príncipes y de muchos correos» y en las «embajadas regias», y no me cupo ninguna duda: hablaban de los despachos en los que se daba cuenta del resultado de la batalla de Viena, que había alcanzado ya el instante decisivo.

En efecto, muy pronto multitud de mensajeros a caballo, tal vez guiados por los propios soberanos y príncipes que habían participado en la lucha, recorrerían Europa para dar la noticia en Varsovia a los tres días, a los cinco en Venecia, a los ocho o nueve en Roma y París, y aún más tarde en Londres y Madrid.

Una vez más, el autor de la gaceta había acertado de lleno: había anticipado no sólo la gran batalla, sino también la frenética difusión de las noticias que tendría lugar al día siguiente del enfrentamiento final.

Y la «asamblea de virtuosos para pactar una paz de suma importancia» de la que hablaba la gaceta astrológica, ¿no sería acaso el tratado de paz que seguramente sería signado entre vencedores y vencidos?

Proseguí con la lectura de la cuarta y última semana de septiembre:

Pésimas noticias de los enfermos podrían oírse en esta cuarta semana, ya que dispone de la sexta casa el Sol, quien ha curado a Saturno, por lo que reinarán cuartanas, fluxiones, hidropesías, tumefacciones, ciáticas, podagras y dolores por cálculos. Dispone, empero, de la octava casa Júpiter, que pronto devolverá la salud a muchos pacientes.

Iba a haber, pues, más amenazas contra la salud: fiebres, problemas de circulación de los humores, excesos de agua en el estómago, dolores en huesos, piernas y vísceras.

Ahora bien, pese a ser amenazas graves, tampoco eran insuperables. Lo peor, en efecto, estaba todavía por llegar:

Harto violentos pueden ser los primeros avisos de esta semana, pues ha de enviarlos Marte como señor del ascendente, quien, hallándose en la octava casa, puede hacernos sentir la muerte de hombres mediante venenos, hierro o fuego, o con armas de fuego. Saturno, en la sexta casa, gobernador de la decimosegunda, promete la muerte de algunos nobles encerrados.

Las últimas palabras me dejaron sin aliento. Arrojé la gaceta lejos de mí y, con los puños apretados, dirigí al Cielo una sentida súplica. Ninguna otra lectura marcaría quizá tanto mi alma como aquellas escasas y crípticas líneas.

En efecto, se preparaban hechos «violentos», como la «muerte de hombres mediante venenos, hierro o fuego, o con armas de fuego». «Nobles encerrados» iban a morir: algunos huéspedes del Donzello eran caballeros, y, desde luego, todos estábamos encerrados por la cuarentena.

Si precisaba una prueba de que aquella gaceta (¡obra diabólica!) anticipaba la verdad, ahora la tenía delante: hablaba de nosotros, encerrados en el Donzello por la peste, y de la muerte de algunos de los caballeros alojados en la posada.

Muerte violenta, también por veneno: ¿acaso el superintendente Fouquet no había sido envenenado?

Sabía que no era de buen cristiano caer en la desesperación, aun en la desgracia más trágica. Ahora bien, mentiría si dijese que encaré con viril dignidad aquellas revelaciones inauditas. Nunca, pese a mi condición de expósito, me había sentido tan abandonado como entonces, a merced de astros que desde hacía incontables siglos, tal vez desde el principio de su curso, habían decidido mi destino.

Abrumado por el terror y la desesperación, cogí el viejo rosario que me había regalado la devota mujer que me había criado, lo besé apasionadamente y me lo guardé en el bolsillo. Recé tres padrenuestros y comprendí, bajo el temor de las estrellas, que había dudado de la divina Providencia, a la que todo buen cristiano debe reconocer como su única señora. Experimenté la apremiante necesidad de purgar mi alma y de recibir el consuelo de la fe: tenía que confesarme ante el Señor. Y en la posada, gracias a Dios, podía contar con una ayuda.

—Pasa, hijo, haces bien en purificarte el alma en estos momentos difíciles.

No bien oyó el motivo de mi visita, Robleda me recibió en su cuartito con enorme benevolencia. El secreto de la confesión me soltó el corazón y la lengua, y honré aquel sacramento con entusiasmo y ardor.

Una vez que Robleda me hubo dado la absolución, me preguntó por el origen de esas dudas por las que tanto me culpabilizaba.

Sin decir nada de la gaceta, le recordé al jesuita que tiempo atrás me había hablado de las predicciones relativas al Papa angélico, y que dicha conversación me había hecho reflexionar largamente sobre el tema del sino y la predestinación. Durante aquellas meditaciones había averiguado que, a juicio de algunos, la influencia de los astros puede determinar las cosas terrenas, las cuales, por lo tanto, pueden preverse adecuadamente. Sabía que la Iglesia rechazaba ese postulado, propio de las doctrinas que se deben condenar. El médico Cristofano me aseguraba, sin embargo, que la astrología ayudaba mucho a la práctica médica, y que por eso mismo era buena y útil. Por todo ello, debatiéndome entre esos opuestos dictámenes, había pensado pedir luz y consejo a Robleda.

—Muy bien, chico, siempre hay que acudir a la Santa Madre Iglesia para afrontar las multiformes incertidumbres de la existencia. Es comprensible que aquí, en la posada, con todos los viajeros que pasan, hayas oído hablar muchas veces de las ilusiones que entre los espíritus simples venden magos, astrólogos y nigromantes de todas las raleas. Pero no has de dar crédito a todo lo que llega a tus oídos. Hay dos astrologías: una falsa y otra verdadera. La primera procura vaticinar, sobre la base de la fecha de nacimiento de los hombres, sus hechos y comportamientos futuros. Como sabes, es una doctrina mendaz y hereje que fue prohibida hace mucho tiempo. Está luego la auténtica y buena astrología, que busca investigar el poder de las estrellas por medio de la observación de la naturaleza en aras del conocimiento, y no para hacer predicciones. Pues es muy cierto que las estrellas influyen en las cosas de la tierra.

En primer lugar, argumentó Robleda feliz de poder hablar y exhibir su ciencia, estaban el flujo y el reflujo de las mareas, conocidas por todos y fruto de la oculta virtud de la Luna. Lo mismo había que decir de los metales situados en las profundas entrañas de la Tierra, donde no llega luz ni calor solar, y que por ende deben ser generados por la influencia de las estrellas. Y muchas otras experiencias (que él podía citar ad abundantiam) difícilmente eran explicables si no se reconocía la intervención de influjos celestes. Hasta la modesta plantita de menta poleo, según refiere Cicerón en el De Divinatione, sólo florece el día del solsticio de invierno, el más corto de todo el año. La meteorología ofrece otras demostraciones del poder de los objetos celestes sobre los terrestres: cuando surgen y se ponen las siete estrellas ubicadas en la cabeza de la constelación de Tauro, que los griegos llamaron Hiades, suele llover con abundancia. ¿Y qué decir de los animales? Es sabido que cuando la Luna mengua y vuelve a crecer, las ostras, los cangrejos y otros animales de esa especie pierden fuerza vital y vigor. Por otra parte, lo que Cristofano había dicho era verdad: Hipócrates y otros médicos muy entendidos ya sabían que en los solsticios y equinoccios tienen lugar dramáticas mutaciones de las enfermedades. Sobre todo aquello, dijo el jesuíta, coincidían el angélico doctor Santo Tomás, Aristóteles en las Meteore y muchos filósofos y autores, entre los que se contaban Domingo de Soto, Iavello, Domenico Bagnes, Capreolo y muchos otros. Añadió, por último, que yo podía descubrir mucho más sobre el particular leyendo La verdadera y falsa astrología, sabio y verídico volumen de su cofrade Giovanni Battista Grassetti, salido hacía pocos meses de la imprenta.

—Pero si como decís la astrología buena no se contrapone a las enseñanzas de la religión cristiana —objeté—, debería entonces existir una astrología cristiana.

—Claro que existe —me respondió Robleda complacido por el alarde de conocimientos que estaba haciendo—. Es una lástima que no tenga aquí conmigo el Zodíaco cristiano fidedigno o los doce signos de la divina predestinación, libro de purísima doctrina debido al ingenio de mi cofrade Hieremia Drexelio y publicado en esta santa ciudad hará casi cuarenta años.

En dicho volumen, me explicó Robleda, los doce signos de la tradición astrológica eran sustituidos por otros símbolos de la verdadera y única religión: un cirio ardiente, un cráneo, un copón de oro de la eucaristía, un altar desnudo y descubierto, un rosal, una higuera, una planta de tabaco, un ciprés, dos lanzas unidas con una corona de olivo, un látigo de cuerdas, un ancla y una cítara.

—¿Ésos serían los signos zodiacales cristianos? —pregunté demostrando asombro.

—Son algo más: cada uno de ellos es el símbolo de valores eternos de la fe. El cirio ardiente representa la luz interior del alma inmortal, pues está escrito: Lucerna pedibus meis verbum tuum et lumen semitis meis; el cráneo simboliza la meditación de la muerte; el copón de oro, la frecuencia de la confesión y de la comunión; el altar… Mira, se te ha caído algo al suelo.

Al sacar el rosario del bolsillo se me habían caído algunas de las hojas halladas por Ugonio y Ciacconio.

—Ah, no es nada —intenté mentir—. Es una…, una curiosa especie que me regalaron hace unas semanas en el mercado de la piazza Navona.

—Déjame verla —dijo Robleda casi arrancándome de la mano una de las hojas. Estuvo un rato dándole vueltas maravillado—. ¡Qué extraño! —exclamó por fin—. ¿Cómo habrá llegado hasta aquí?

—¿Por qué?

—Es de una planta que no crece en Europa. Viene de lejos, de las Indias Occidentales, de Perú.

—¿Y cómo se llama?

—Mamacoca.

A continuación, el padre Robleda me contó la sorprendente historia de la mamacoca, insólita planta que tendría mucha importancia en los sucesos de los días siguientes.

Lo primero que me dijo fue que, una vez conquistadas las Indias Occidentales y derrotados los salvajes (creyentes de religiones falsas y dados a la blasfemia), así como empezada por los misioneros jesuitas la santa obra de evangelización, se pasó enseguida al estudio de las innumerables variedades vegetales del Nuevo Mundo. Un universo infinito: pues si Dioscórides, en su antiguo y autorizado Materia medica, menciona un total de trescientas plantas, el médico Francisco Hernández, en los diecisiete volúmenes de su Historia natural de las Indias, había llegado a contar más de tres mil especies vegetales.

Sin embargo, aquellos maravillosos descubrimientos ocultaban serios peligros. Así, para los colonizadores era imposible distinguir entre plantas y drogas, entre infusiones y venenos, y, en la población indígena, entre médicos y nigromantes. En las aldeas menudeaban los brujos que juraban, merced a los poderes de hierbas y raíces, ser capaces de invocar al demonio o adivinar el futuro.

—¡Como los astrólogos! —exclamé, esperando descubrir alguna relación con los hechos acaecidos en el Donzello.

—No, aquí la astrología no tiene nada que ver —replicó Robleda defraudando mis expectativas—. Estoy hablando de cosas mucho más graves.

Según los brujos, en efecto, cada planta se podía usar de dos modos: para curar una enfermedad o para ver al diablo. Y, en las Indias Occidentales, al parecer abundaban sobre todo las plantas apropiadas para el segundo fin.

Se decía que el donanacal (creo que así pronunció el padre Robleda el exótico nombre), que los indígenas llamaban «seta maravillosa», daba al que lo tomaba el poder de tener trato con Satanás. Lo mismo se pensaba de las semillas de oliuchi y de otra seta, el peyote. Por otro lado, los brujos empleaban una planta denominada pate para escuchar los falaces oráculos del Infierno.

La Inquisición decidió entonces quemar los campos en los que se cultivaban las plantas prohibidas y, de vez en cuando, también a algún brujo. Sólo que los campos eran demasiado grandes, y los brujos demasiado numerosos.

—Se empezó a temer por la integridad de la doctrina cristiana —murmuró Robleda con voz afligida, agitando la hoja de mamacoca delante de mi nariz, como para ponerme en guardia contra el Maligno.

A causa de las plantas malditas, prosiguió, hasta los salvajes cristianizados y bautizados decían blasfemias contra el sagrado nombre de los doctores de la Iglesia. Los había, por ejemplo, que afirmaban que San Bartolomé había ido a América sólo para descubrir plantas de poderes milagrosos, y que Santo Tomás también había predicado en Brasil, donde había encontrado árboles cuyas hojas eran veneno mortal, pero que él las había tostado al fuego y convertido en un fármaco milagroso. Además, los indígenas convertidos a nuestra fe utilizaban ciertas drogas potentes durante la oración, algo que, naturalmente, la doctrina prohíbe. En una palabra, se extendieron nuevas herejías, inusitadas y muy peligrosas.

—Incluso había quien enseñaba nuevos Evangelios —dijo Robleda con voz temblorosa, devolviéndome asqueado la hoja como si estuviese apestada—. En esos Evangelios blasfemos —continuó, santiguándose— se decía que Cristo, en cuanto se hizo adulto, tuvo que huir porque los diablos lo habían acometido para quitarle el alma.

María, después de volver a su casa y no encontrar a su hijo, montó en un asno y salió en su busca. Sin embargo, muy pronto se perdió, entró en un bosque y, a causa del hambre y la desesperación, se sintió desfallecer. Jesús la vio entonces en ese estado y acudió en su ayuda: bendijo un arbusto de mamacoca situado a escasa distancia. El asno fue atraído por el arbusto y ya no quiso apartarse de allí; María comprendió así que el arbusto había sido bendecido para Ella. Masticó, pues, unas hojas, y como por ensalmo dejó de notar hambre y cansancio. Prosiguió el viaje y llegó a una aldea, donde unas mujeres le ofrecieron comida. María dijo que no tenía hambre y enseñó el ramo bendito de mamacoca. Luego tendió una hoja a las mujeres, diciendo: «Sembradla, y veréis que echará raíces y engendrará un arbusto». Las mujeres hicieron lo que había dicho María, y a los cuatro días nació un árbol repleto de frutos. De los frutos brotaron las semillas para el cultivo de la mamacoca, a la que desde entonces son devotas las mujeres.

—Pero ¡es una monstruosidad! —comenté—. Blasfemar así contra la Virgen y Nuestro Señor Jesucristo, decir que se alimentaban de las plantas de los brujos…

—Tienes razón, una monstruosidad —dijo Robleda enjugándose el sudor de las mejillas y de la frente—. Pero no te lo he contado todo.

Las especialidades prohibidas, en efecto, eran tan numerosas que bien pronto a los colonizadores (incluidos los jesuitas, dijo Robleda con resignación) el asunto los sobrepasó. ¿Quién podía distinguir con seguridad entre oliuchi y donanacal, peyote y cocoba, pate y cola, iopo y mate, guaraná y mamacoca?

—¿La mamacoca se usaba también para la oración?

—No, no —contestó algo azorado—. Servía para otra cosa.

Las hojas de aquel arbusto de aspecto inocente, dijo el jesuíta, tenían el admirable poder de eliminar el cansancio, de suprimir el hambre y de dar euforia y vigor. Además, la mamacoca, como habían constatado los propios jesuitas, disminuye los dolores, devuelve la fuerza a los huesos rotos, calienta los miembros y cura las viejas heridas que comienzan a tener gusanos. Por último (y eso era quizá lo más importante, añadió Robleda), gracias a la mamacoca, los peones, los jornaleros y los esclavos eran capaces de trabajar durante muchas horas sin cansarse.

Así, entre los conquistadores hubo quien pensó que, en lugar de extirpar el flagelo, era más conveniente aprovecharlo. La mamacoca permitía que los indígenas soportasen esfuerzos indescriptibles; y las misiones jesuitas de las Indias, observó Robleda, tenían constante necesidad de mano de obra.

El consumo de la planta fue, pues, legalizado. A los trabajadores indígenas se les pagaba con las hojas de la planta, que para ellos valían más que el dinero, que la plata e incluso que el oro. El clero obtuvo el permiso de imponer diezmos sobre el cultivo, y muchas rentas de sacerdotes y obispos se pagaron gracias a la venta de la mamacoca.

—Pero ¿no era un instrumento de Satanás? —objeté boquiabierto.

—Bueno, verás… —titubeó Robleda—. La situación era complicada en grado sumo y había que elegir. La concesión de mayor libertad a los indígenas en el uso de la mamacoca suponía la construcción de más misiones, la posibilidad de civilizarlos mejor. Dicho de otro modo, era un medio para ganar un número cada vez mayor de almas a la causa de Cristo.

Volví de un lado a otro la pequeña hoja sobre la palma de una mano. La froté, me la acerqué a la nariz y la olí. No tenía nada de particular.

—¿Y cómo puede haber llegado esta hoja a Roma? —pregunté.

—Es probable que un buque español llevase un cargamento a Portugal. Desde allí puede haber ido hasta Génova o Flandes. No sé decirte más: he reconocido la planta porque un cofrade mío me mostró hace tiempo una, y después la he visto varias veces representada en las cartas de los misioneros de las Indias. Tal vez sepa más quien te la diese.

Justo cuando iba a despedirme reparé en que me faltaba averiguar algo.

—Sólo una pregunta más, padre. ¿Cómo se consume la mamacoca?

—¡Hijo, espero que no se te haya pasado por la cabeza probarla!

—No, padre, no es sino una curiosidad.

—Por regla general, los salvajes la mastican después de haber amasado las hojas con la saliva y un poco de ceniza. Pero no descarto que se pueda tomar también de otra forma.

Bajé para preparar la comida, no sin antes asomarme rápidamente al cuarto del abate Melani para referirle cuanto me había contado Robleda.

—Interesante, muy interesante —comentó Atto con mirada abstraída—. Aunque, la verdad sea dicha, por ahora no sé adonde puede conducirnos. Habrá que reflexionar.

En la cocina encontré a Cristofano, que, como siempre, no paraba de moverse entre los fuegos y la bodega. Estaba enfrascado en la preparación de los remedios más variados, y francamente singulares, contra la peste que atenazaba a Bedford. En los días previos había observado una mayor acucia en la actividad farmacopola del médico sienes, que a la sazón ya ensayaba con todo. Así, lo había visto saquear incluso la reserva de caza de mi amo, so pretexto de que iba a echarse a perder y de que disimular el mal olor con especias, como hacía Pellegrino, era una costumbre letal para la salud. Así pues, tras apoderarse de perdices pardillas, palomas zuritas, agachadizas, francolines y codornices, las rellenó de ciruelas damasquinas o de guindas, las introdujo luego en una bolsa de tela blanca y, por último, trituró las delicadas carnes en una prensa para extraer un soponcio con el que esperaba reponer al pobre inglés. Hasta entonces, sus intentos de elaborar un remedium eficaz habían resultado fallidos. Pese a todo, el joven Bedford seguía vivo.

Cristofano dijo que había encontrado a los otros huéspedes bastante sanos, con la excepción de Domenico Stilone Priàso y Pompeo Dulcibeni: el napolitano se había despertado con los primeros síntomas del mal de la hormiga en el labio, mientras que el provecto caballero de Fermo había sufrido un ataque de hemorroides, debido, sin duda, a la cena de ubres de vaca. El remedio, me explicó, era el mismo para los dos: así que les prepararíamos un cáustico.

—Mortifica las úlceras pútridas y corrosivas, como los herpes de hormiga y los sarpullidos —sentenció, para enseguida ordenarme—: Recipe un vinagre muy fuerte. —Acto seguido mezcló el vinagre con arsénico cristalino, sal amoniaca y azogue sublimado. Lo majó todo y lo puso a hervir en un frasquito—. Bien. Ahora hay que esperar a que se consuma la mitad del vinagre. Luego subiré a la habitación de Stilone Priàso para secarle las ampollitas con el cáustico. Entre tanto, tú puedes preparar el almuerzo: en la bodega ya he elegido unos paveznos apropiados para las condiciones de nuestros huéspedes. Cuécelos con raíces de perejil hasta que adquieran un color casi leonado, y acompáñalos con una sopita de pan rallado. —Puse manos a la obra de inmediato. No bien estuvo listo el cáustico, Cristofano me dio las últimas instrucciones antes de ir al cuarto de Stilone Priàso—: Necesitaré que me eches una mano cuando atienda a Dulcibeni. Voy, pues, a ayudarte a repartir los platos para que acabes pronto y para que los huéspedes de esta posada no te tengan de chachara, como suelen, más de la cuenta —concluyó con un tono expresivo.

Una vez concluida nuestra tarea, fuimos a dar de comer a Bedford. A continuación pasamos a ocuparnos de mi amo, que nos dio bastante trabajo. Pellegrino no acogió con agrado el efluvio de la comida mundificativa que el médico había hecho expresamente para él, y que en realidad tenía el aspecto de una curiosa papilla grisácea. La lenta y progresiva mejoría de las últimas horas no ponía en entredicho mi esperanza de su total recuperación. Olió la papilla, miró luego a su alrededor, apretó la diestra y la levantó, apuntando rítmicamente el pulgar extendido hacia la boca. Era el inconfundible gesto con el que Pellegrino solía manifestar el deseo de un buen trago de vino.

Estaba a punto de invitarlo a ser más razonable y paciente aún durante unos días, cuando Cristofano me detuvo con una mano.

—¿No te has percatado de su mayor presencia de ánimo? Ánimo llama a ánimo: podemos permitirle perfectamente que beba medio vaso de vino tinto.

—Pero ¡si bebió a voluntad hasta el día que cayó enfermo!

—Por eso mismo. El vino, en efecto, debe beberse con moderación: nutre, ayuda a digerir, produce sangre, anima, suaviza, alegra, clarifica y aviva. Ve, pues, chico, a por un poco de vino tinto a la bodega —dijo con cierta impaciencia en la voz—, que a Pellegrino le sentará muy bien una copita. —Ya bajaba yo las escaleras, cuando el médico añadió a gritos—: ¡Otra cosa! ¡Procura que esté fresco! En Mesina, utilizar la nieve para refrigerar el vino y la comida hizo que cesaran las fiebres pestíferas causadas por la opilación de las primeras venas: desde entonces, cada año mueren mil personas menos.

Tranquilicé a Cristofano: además de pan y de odres de agua, con regularidad se nos abastecía también de nieve prensada.

Volví de la bodega con una pequeña garrafa de buen tinto y un vaso. No bien lo hube llenado, el médico me explicó que la culpa de mi amo había sido el consumo inmoderado de vino, que hace al hombre enajenado, necio, lujurioso, lenguaraz y homicida. Bebedores moderados, en efecto, habían sido Augusto y César; mientras que entre los beodos desaforados se contaban Claudio Tiberio Nerón y Alejandro, quien cogía tales cogorzas que a veces tenía que dormir dos días seguidos.

Dicho lo cual, agarró el vaso y bebió más de la mitad de un solo trago.

—No está mal: recio y generoso —dijo, elevando el vaso y observando el hermoso color rubí de las pocas gotas que quedaban—. Y, como decía, la justa dosis de vino invierte los vicios de la naturaleza y, así, al hombre impío lo vuelve pío; al avaro, liberal; al soberbio, humilde; al perezoso, diligente; al tímido, audaz: transforma la taciturnidad y la flojera de la mente en astucia y en facundia. —Apuró el vaso, lo llenó de nuevo y enseguida se lo echó al coleto—. Eso sí, nunca se ha de beber después de hacer las funciones corporales o el acto sexual —me advirtió mientras con el dorso de una mano se secaba los labios y con la otra se servía una tercera dosis—. Es mejor beber después de comer almendras amargas y coles, o bien, después de la comida, membrillos, dulce de membrillo, granos de arrayán y otras cosas astringentes.

Luego, por fin, dio también algún sorbo al pobre Pellegrino.

Fuimos entonces al cuarto de Dulcibeni, que pareció levemente contrariado al ver que yo acompañaba a Cristofano. No tardé en entender el motivo: el médico le había pedido que se descubriese las partes pudendas. El viejo huésped me miró de reojo y rezongó. Comprendí que había turbado su intimidad, y me di la vuelta. Cristofano le aseguró que no tendría necesidad de exponerse a mi mirada, y que, por supuesto, no debía avergonzarse de él, toda vez que era médico. Acto seguido le rogó que se pusiese a horcajadas en la cama, acodado, para poder así acceder mejor a sus almorranas. Dulcibeni, si bien a regañadientes, hizo lo que Cristofano le pedía, aunque no sin antes proveerse de su tabaquera. El médico me mandó entonces que me agachase frente a Dulcibeni para que le sujetase los hombros. Faltaba poco para que Cristofano empezase a ungir las hemorroides con su cáustico, y por un movimiento brusco del paciente podía derramar el líquido sobre los dídimos o el bálano, lo que los dañaría rápidamente. Cuando el médico lo previno, Dulcibeni reprimió a duras penas un estremecimiento y tomó nerviosamente una pizca de su inseparable polvillo.

Cristofano emprendió la operación. En un primer momento, como era de prever, Dulcibeni se sacudió por el escozor y prorrumpió en gemidos breves y de lo más contenidos. Para distraerlo, el médico buscó conversación, preguntándole de qué ciudad era oriundo, por qué había llegado al Donzello desde Nápoles y así sucesivamente, esto es, todo cuanto por prudencia yo aún no había tratado de sonsacarle. Dulcibeni (como el abate Melani había acertadamente augurado) respondió a todo con monosílabos, dejando que los temas de conversación se agotasen solos y sin ofrecer el menor indicio que pudiese resultarme útil. Hasta que el médico mencionó el asunto candente de aquellos días, o sea, el asedio de Viena, y le preguntó qué se contaba en Nápoles.

—No lo sé —respondió lacónico, como esperaba.

—Pero si se habla desde hace meses, y en toda Europa. ¿Quiénes van a ganar, según vos? ¿Los fieles o los infieles?

—Ambos y ninguno de los dos —dijo con palmaria impaciencia.

Me pregunté si también en esa ocasión, una vez que saliésemos de su cuarto, Dulcibeni entablaría un arrebatado soliloquio sobre aquello que ahora le provocaba, como quería fingir, tanto tedio.

—¿Qué queréis decir? —insistió, empero, Cristofano mientras sus manipulaciones arrancaban un gritito ronco a Dulcibeni—. En una guerra, si no se firma un tratado, siempre hay un vencedor y un vencido.

El paciente se irguió y yo tuve que agarrarlo por la nuca para que se estuviese quieto. No sé si fue el dolor lo que lo sacó de quicio: el hecho es que, por esa vez, Dulcibeni prefirió un interlocutor de carne y hueso a su imagen reflejada en el espejo.

—¡Qué sabréis vos! Todo el mundo habla de cristianos y otomanos, de católicos y protestantes, de fieles e infieles, como si los fieles y los infieles existiesen realmente. Cuando lo cierto es que todos esparcen por igual la semilla del odio entre los miembros de la Iglesia: aquí los católicos romanos, allí los galicanos, y acullá otros. Pero la codicia y la sed de dominio sólo se profesan fe a sí mismas.

—¡Haced el favor! —replicó Cristofano—. ¡¿Cómo podéis decir que los cristianos y los turcos son iguales?! ¡Si os oyese Robleda!

Pero Dulcibeni no lo escuchaba. Al tiempo que aspiraba rabiosamente el contenido de la tabaquera, parte del cual, sin embargo, caía al suelo, a ratos su voz se teñía de ira, como en respuesta al dolor que Cristofano le estaba causando al quemarle las hemorroides. Mientras lo tenía sujeto, procuraba no mirarlo mucho, lo que no resultaba precisamente fácil en la posición en la que me hallaba.

En un momento dado, el austero paciente empezó a despotricar contra los Borbones y los Habsburgo, pero también contra los Estuardo y los Orange, como ya lo oyera durante su áspera y solitaria invectiva contra sus matrimonios incestuosos. Y en cuanto el médico, como buen toscano, se puso a defender a los Borbones (emparentados con el gran duque de Toscana, su príncipe), Dulcibeni replicó con una encarnizada diatriba especialmente dedicada a Francia.

—¿Cómo ha acabado la antigua nobleza feudal, emblema y orgullo de aquella nación? Los nobles que hoy abarrotan Versalles no son sino los bastardos del rey. Conde, Conti, Beaufort, el duque de Maine, el duque de Vendóme, el duque de Toulouse… Príncipes de la sangre, los llaman. Pero ¿de qué sangre? La de las putas que yacieron en el lecho del Rey Sol o en el de su abuelo, Enrique de Navarra.

Este último, prosiguió Dulcibeni, había marchado sobre Chartres sólo para poseer a Gabrielle d’Estrées, que antes de entregarse pretendía que su padre fuese nombrado gobernador de la ciudad, y obispo su hermano. Gabrielle d’Estrées consiguió venderse a peso de oro al rey, a pesar de que antes había pasado por el lecho de Enrique III (el viejo d’Estrées había obtenido por ello seis mil escudos), por el del banquero Zamet, por el del duque de Guise, por el del duque de Longueville y por el del duque de Belleguarde. Y todo eso no obstante la ambigua fama de su abuela, amante de Francisco I, del papa Clemente VI y de Carlos de Valois.

—No sorprende, pues —dijo—, que los grandes feudatarios de Francia, en su afán por purgar el reino de aquellas vilezas, apuñalasen a Enrique de Navarra. ¡Sólo que ya era demasiado tarde! Desde entonces, el poder ciego de los soberanos los despojaría y aplastaría sin piedad.

—Me parece que exageráis —replicó Cristofano alzando los ojos de su delicada operación y observando con preocupación a su exaltadísimo paciente.

Yo también, en efecto, creía que exageraba. Estaba, sin duda, extenuado por las dolorosas quemaduras causadas por el cáustico. Ahora bien, las mesuradas y casi distraídas objeciones del médico no justificaban la colérica reacción de Dulcibeni. El temblor como febril de sus miembros sugería, en realidad, que el anciano sufría un singular estado de excitación nerviosa. Y ni las repetidas tomas de la tabaquera lo pacificaban. Me prometí referírselo todo, y cuanto antes, al abate Melani.

—Vuestras palabras —añadió Cristofano— hacen pensar que no hay nada bueno ni en Versalles ni en ninguna otra corte.

—¡Me mencionáis Versalles, precisamente Versalles, donde a diario se ofende la noble sangre de los padres! ¿Qué ha sido de los antiguos caballeros? Ahí los tenéis, todos amontonados por el Rey Cristianísimo y su usurero Colbert en el mismo palacio, todos ocupados en despilfarrar sus rentas entre bailes y partidas de caza, en lugar de defender los feudos de sus antepasados.

—Pero, al proceder así, Luis XIV ha puesto fin a las conjuras —protestó Cristofano—. ¡El rey, su abuelo, murió apuñalado, su padre, envenenado, y él mismo, de niño, fue amenazado por los nobles insurrectos de la Fronda!

—Es verdad. Sin embargo, de esa manera se ha apoderado de sus riquezas. Y no ha comprendido que los nobles, antaño diseminados por toda Francia, aunque amenazaban al soberano, eran al tiempo su mejor protección.

—¿Qué queréis decir?

—Para que un soberano domine bien su reino, precisa contar con un vasallo en cada provincia. El Rey Cristianísimo ha hecho lo contrario: ha reunido a toda la aristocracia en un solo cuerpo. Y un cuerpo tiene un solo cuello: cuando llegue el día en que el pueblo quiera cortárselo, con un solo golpe bastará.

—¡Vamos! Es imposible que eso ocurra —exclamó Cristofano con fuerza—. El pueblo de París jamás cortará la cabeza a los nobles. Y el rey…

Dulcibeni continuó, ya sin prestar atención a su interlocutor.

—La Historia —prorrumpió con una violencia que me sobresaltó— no se apiadará de esos chacales coronados, infanticidas y alimentados de sangre humana. De esos malvados opresores de un pueblo de esclavos al que han masacrado cada vez que cualquiera de sus bajas pasiones incestuosas ha incitado su furia homicida.

Había pronunciado cada sílaba con inflamado furor, los labios lívidos y crispados, la nariz completamente empolvada por las numerosas inhalaciones.

Cristofano renunció a rebatirlo: asistíamos, al parecer, al desahogo de una mente ofuscada. Además, el médico ya había terminado su dolorosa tarea y colocó en silencio gasas de fina tela entre las nalgas del marquesano, que con un gran alivio se dejó caer, exhausto, de lado.

Y así se quedó, sin calzones, hasta que nos marchamos.

En cuanto le conté la larga arenga de Dulcibeni, Atto no tuvo dudas:

—El padre Robleda estaba en lo cierto: si Dulcibeni no es un jansenista, entonces no lo es nadie.

—¿Y por qué estáis tan seguro?

—Por dos motivos. Primero: los jansenistas odian a los jesuitas. Y tengo para mí que el parlamento de Dulcibeni contra la Compañía de Jesús, que me referiste unos días atrás, era bastante claro. Los jesuitas son espías, traidores, los favorecen los Papas, y demás: la típica propaganda contra la Orden de San Ignacio.

—¿Queréis decir que es falso?

—Al revés: todo es muy cierto, pero los jansenistas son los únicos que se atreven a decirlo en voz alta. Nuestro Dulcibeni, en efecto, no tiene el menor miedo; tanto más cuando el único jesuíta que hay por estos pagos es el cobarde de Robleda.

—¿Y los jansenistas?

—Los jansenistas dicen que la Iglesia de los orígenes era más pura, como los arroyos que están cerca del manantial. Según ellos, hay verdades del Evangelio que no son tan evidentes como antes. Por ese motivo, para volver a la Iglesia de los orígenes debemos someternos a pruebas muy severas: penitencias, humillaciones, renuncias. Y, mientras soportamos todo eso, hemos de rendirnos a las manos piadosas de Dios, renunciando para siempre al mundo y sacrificándonos al amor divino.

—El padre Robleda me ha dicho que a los jansenistas les gusta estar en soledad…

—Así es. Son proclives a la ascesis, a los hábitos severos e intachables. Supongo que habrás reparado en cómo Dulcibeni bulle de indignación cada vez que Cloridia se le acerca… —comentó con sorna el abate—. Sobra decir que los jansenistas odian a más no poder a los jesuitas, quienes, en cambio, se permiten todo tipo de libertad de conciencia y de acción. Sé que en Nápoles hay un gran círculo de seguidores de Jansenio.

—De modo que Dulcibeni estaba afincado en aquella ciudad por esa causa.

—A lo mejor. Es una lástima que desde el principio, por ciertos asuntos teológicos que ahora no puedo explicarte, los jansenistas hayan sido acusados de herejía.

—Estoy al corriente. Dulcibeni podría ser un hereje.

—Déjalo, lo importante no es eso. Pasemos al segundo motivo de reflexión.

—¿Y cuál es?

—Todo ese odio contra los príncipes y soberanos. Es un sentimiento, ¿cómo decirlo?, excesivamente jansenista. La fijación contra los reyes que cometen incesto, se casan con putas, engendran hijos bastardos; y contra los nobles que traicionan su alto destino y se reblandecen… Son temas que exhortan a la rebelión, al desorden, al alboroto.

—¿Qué concluís de ello?

—Nada. Me parece curioso. ¿De dónde salen y, sobre todo, adonde pueden llevar esas palabras? Sabemos mucho de él, y, al mismo tiempo, demasiado poco.

—Es probable que esas ideas guarden alguna relación con la muerte densa, los hermanos y la granja.

—¿Te refieres a las extrañas fórmulas que oímos en la casa de Tiracorda? A lo mejor: esta noche lo comprobaremos.