Tercera Jornada

13 DE SEPTIEMBRE DE 1683

Por la ventana se filtraban los benéficos rayos del sol, que inundaban todo el cuarto de blancura, irradiando una luz pura y bendita hasta por el rostro sudoroso y sufriente del pobre don Pellegrino, abandonado en su lecho. La puerta se abrió, y por ella se asomó la risueña cara del abate Melani.

—Es hora de irse, chico.

—¿Dónde están los otros huéspedes?

—Todos están en la cocina, escuchando cómo toca la trompeta Devizé.

Era extraño: no sabía que el guitarrista fuese también un virtuoso de ese fragoroso instrumento, y massime no podía entender la causa de que el argentino y poderoso sonido del metal no se oyese en los pisos superiores.

—¿Adónde vamos?

—Hemos de regresar abajo, la última vez no buscamos como es debido.

Entramos de nuevo en el trastero, donde enseguida abrí la portezuela situada detrás del estante. Sentí que el aire húmedo lamía mi rostro. Me asomé de mala gana, alumbrando el principio del pozo con la lámpara.

—¿Por qué no esperamos a que se haga de noche? Los demás pueden descubrirnos —protesté débilmente.

El abate no respondió. Extrajo del bolsillo un anillo, me lo puso en la palma de la mano y me estrechó los dedos entre la alhaja, como para subrayar la importancia de lo que me entregaba. Asentí y empecé el descenso.

No bien llegamos al suelo de ladrillos, tuve un sobresalto. En medio de la oscuridad, una mano se había posado en mi hombro derecho. El terror me impidió así gritar como volverme. Incomprensiblemente, advertí que el abate me invitaba a permanecer tranquilo. Sobreponiéndome con esfuerzo a la parálisis que me atenazaba, me di la vuelta para descubrir el rostro del tercer explorador.

—Acuérdate de honrar a los muertos.

Era don Pellegrino quien, con expresión atormentada, tan gravemente me reconvenía. No hallé palabras para expresar mi desconcierto: ¿quién era entonces el durmiente que había encontrado en su lecho? ¿Cómo había podido Pellegrino trasladarse sin más de nuestro cuarto soleado al oscuro y húmedo subterráneo? Mientras tales interrogantes comenzaban a cobrar forma en mi mente, Pellegrino habló de nuevo.

—Quiero más luz.

De repente noté que me deslizaba hacia atrás: la superficie de ladrillos era de lo más resbaladiza; quizá había perdido el equilibrio, me dije, en el instante de volverme hacia Pellegrino. Fui cayendo poco a poco, pero con todo mi peso, hacia la apertura de la escalera, con la espalda contra el suelo y el vientre hacia el cielo (que desde allí abajo parecía no haber existido jamás). De espaldas, descendí milagrosamente las gradas, sin encontrar ningún obstáculo, aunque tuve la sensación de que pesaba más que una estatua de mármol peperino. La última visión fue la de Atto Melani y Pellegrino asistiendo con flemática indiferencia a mi desaparición, casi como si para ellos fuese ignota la diferencia entre la vida y la muerte. Abrumado por el estupor y la desesperación, me desplomé como alma perdida que, precipitándose al Abismo, conoce su propia condena.

Acudió a salvarme un grito que parecía llegado de algún punto incognoscible de la Creación y que me despertó, sacándome de la pesadilla.

Había soñado, y en el sueño había gritado. Estaba en mi cama, y me volví hacia la de mi amo, que naturalmente seguía donde lo había dejado. Por la ventana no entraban los hermosos rayos del sol, como en la visión onírica, sino la claridad a la vez rosada y azulada que anuncia el alba. El aire cortante del amanecer me había hecho coger frío, así que me tapé mejor, aunque sabía que me costaría dormir de nuevo. De las escaleras llegaba un lejano ruido de pasos, y por si alguien dirigía los suyos hacia la puerta del trastero, agucé el oído. Eran, como intuí con toda claridad, de huéspedes que bajaban a la cocina o a la primera planta. Distinguí a lo lejos las voces de Stilone Priàso y del padre Robleda, que le preguntaban a Cristofano si tenía noticias sobre la salud de don Pellegrino. Me levanté, previendo que en breve el médico llegaría para visitar a mi amo. Sin embargo, el primero que llamó a mi puerta fue Bedford.

Cuando abrí, apareció ante mí una cara pálida, con grandes medias lunas oscuras bajo los ojos, y a los hombros una cálida capa. Bedford, pese a estar muy bien abrigado, temblaba como un junco y hacía esfuerzos tan inútiles como penosos por contener la agitación de su cuerpo. Al momento me rogó que lo dejase entrar, casi con toda seguridad para que no lo viesen los otros huéspedes. Le ofrecí un poco de agua y las píldoras que nos había dado Cristofano. El inglés declinó el ofrecimiento, por cuanto, dijo preocupado, existían píldoras capaces de provocar la muerte en el paciente. Esa respuesta me cogió desprevenido, pero me sentí forzado a insistir.

—Te diré, además —añadió con voz repentinamente desfallecida—, que el opio y los purgantes de los distintos humores pueden incluso causar la muerte, y recuerda siempre que los negros ocultan bajo las uñas un veneno que mata con un simple arañazo. Hay también serpientes de cascabel, como lo oyes, y he leído de una araña que destiló en el ojo de su perseguidor un veneno tan potente que lo dejó durante mucho tiempo privado de la vista…

Parecía febricitante.

—Pero Cristofano no va a hacer nada así —protesté.

—… y esas sustancias —prosiguió como si no me hubiese oído— actúan por virtud oculta, pero las virtudes ocultas no son más que el espejo de nuestra ignorancia.

Noté que las piernas le temblaban, y que para mantenerse en pie tenía que apoyarse en el quicio de la puerta. También sus palabras parecían fruto de un claro delirio. Bedford se sentó en la cama y me sonrió con tristeza.

—El estiércol seca la córnea —proclamó elevando severamente el índice como un maestro que diserta ante unos estudiantes—, la hierba senecio, si se lleva al cuello, sirve para curar las fiebres tercianas. Pero para el histerismo es preciso ponerse en los pies, y repetidas veces, compresas de sal. Por último, para aprender el arte médica, díselo al señor Cristofano cuando lo llames, hay que leer el Don Quijote en vez de a Galeno o a Paracelso.

Luego se tumbó, cerró los ojos, cruzó los brazos sobre el pecho para taparse y empezó a temblar ligeramente. Salí corriendo escaleras abajo para pedir ayuda.

El enorme bubón bajo la ingle, más otro de tamaño muy poco menor en la axila derecha, dejó pocas dudas a Cristofano. Esa vez, por desgracia, nos hallábamos ante un caso de contagio pestífero, lo que obviamente volvía a arrojar sombras negras sobre la muerte del señor de Mourai y sobre el singular torpor que se había apoderado de mi amo. Yo ya no entendía nada: ¿rondaba por la posada un hábil y siniestro asesino, o el conocido morbo de la peste?

La noticia de la enfermedad de Bedford sumió al grupo en un profundo desconsuelo. Sólo disponíamos de un día antes de que los hombres del alguacil volviesen para llamarnos uno a uno. Advertí que muchos me esquivaban, quizá porque yo había sido el primero en entrar en contacto con el inglés cuando el morbo lo atacó. El recelo cundía de nuevo. Ahora bien, Cristofano llamó la atención sobre el hecho de que todos habíamos hablado, comido y algunos incluso jugado a las cartas con Bedford hasta la víspera. Por consiguiente, nadie se podía sentir a salvo. Yo, tal vez por una buena dosis de juvenil temeridad, fui el único que no se asustó enseguida. Vi, en cambio, que los más miedosos de todos, es decir, el padre Robleda y Stilone Priàso, salían corriendo para apropiarse de unos víveres que había dejado al alcance de todos en la cocina y luego dirigirse a sus cuartos. Los detuve, al recordar en ese instante la necesidad de administrarle también a Bedford el sacramento de la extremaunción. En esta ocasión, empero, el padre Robleda no quiso atender a razones.

—Es inglés, y sé que era adepto de la religión reformada. Es un excomulgado, un desbautizado —respondió excitado, añadiendo que el aceite de los enfermos estaba reservado a los adultos bautizados y vetado a los niños, los locos, los excomulgados denunciados, los públicos pecadores impenitentes, los condenados a cadena perpetua y las parturientas, así como a los soldados en formación de batalla contra el enemigo y a cuantos estuviesen en peligro de naufragar.

Me abordó asimismo Stilone Priàso.

—¿No sabes que el aceite santo acelera la muerte, provoca la caída del pelo, hace parir con más dolor y causa ictericia al recién nacido; que mata a las abejas que vuelan alrededor de la casa del enfermo, y que los que lo reciben mueren si bailan en lo que resta del año, y que es pecado hilar en la habitación del enfermo porque moriría si se deja de hilar o si el hilo se rompe, y que los pies no se pueden lavar sino pasado mucho tiempo de recibida la extremaunción, y que hay que tener siempre una lámpara o una vela prendida en el cuarto del enfermo mientras dura la enfermedad, pues si no el pobrecillo muere?

Y, dejándome boquiabierto, desaparecieron para encerrarse cada uno en su habitación.

Al cabo de casi media hora, fui al cuartito del primer piso en el que yacía Bedford para ver en qué estado se hallaba. Creí que Cristofano ya había llegado también, pues el desventurado inglés estaba hablando y aparentemente se encontraba con alguien. Sin embargo, al punto comprendí que el enfermo y yo estábamos solos, y que Bedford en realidad deliraba. Lo encontré terriblemente pálido, con un mechón de pelo pegado a la frente debido al copioso sudor, y los labios tan agrietados que era fácil colegir que tenía la boca reseca y dolorida.

—En la torre… Está en la torre —masculló mirándome con ojos cansados. Hablaba sin ton ni son.

Sin motivo aparente, pronunció una serie de nombres que yo no conocía, y que pude grabar en mi mente sólo porque los repitió varias veces, intercalando entre ellos expresiones ininteligibles en su idioma paterno. Repetía sin cesar el nombre de un tal Guillermo, nativo de la ciudad de Orange, quien supuse sería amigo y conocido suyo.

Cuando me disponía a llamar a Cristofano, temiendo que el mal se pudiese agudizar hasta su fatal desenlace, hete aquí que llegó el médico, atraído por los gemidos del enfermo. Iban con él Brenozzi y Devizé, que se mantuvieron a prudente distancia.

El pobre Bedford continuaba su desquiciado monólogo citando el nombre de un tal Carlos, que según Brenozzi era Carlos II, rey de Inglaterra. El veneciano, que de ese modo demostró poseer un nada desdeñable conocimiento de la lengua inglesa, nos explicó su intuición de que Bedford hacía poco había pasado por los Estados de Holanda.

—¿Y por qué fue a Holanda? —pregunté.

—Eso no lo sé —respondió Brenozzi haciéndome callar mientras intentaba seguir oyendo los desvaríos del enfermo.

—Conocéis muy bien la lengua inglesa —observó el médico.

—Un primo lejano mío, nacido en Londres, solía escribirme por asuntos de familia. Además, aprendo rápido y tengo buena memoria, y he viajado mucho por negocios varios. Fijaos, parece que se siente mejor.

El delirio del enfermo parecía haberse aplacado, y Cristofano nos invitó con un gesto a salir al pasillo. Allí nos esperaban, ansiosos de noticias, casi todos los otros huéspedes.

Cristofano habló sin ambages. El morbo avanzaba de tal modo, dijo, que ya dudaba de su arte. Primero la oscura muerte del señor de Mourai, luego el accidente sufrido por don Pellegrino, todavía en tan lastimoso estado, y, por último, el evidente caso de contagio que ahora se manifestaba en Bedford: todo ello había quebrantado al médico toscano, que ante tamaño cúmulo de mala suerte y de calamidades, admitía que no podía afrontar la situación. Nos miramos unos a otros, pálidos y asustados, durante unos instantes interminables.

Algunos se entregaron a lamentos de desesperación, otros se recluyeron en sus respectivos cuartos. Había quien asediaba al médico para que lo aliviase de sus temores y quien, mudo, se postraba en el suelo con el rostro entre las manos. El propio Cristofano fue a toda prisa a su cuarto, donde se encerró con llave, pidiendo que lo dejasen un rato en paz para consultar algún libro y meditar sobre la situación. Sin embargo, su retirada tenía toda la apariencia de ser más un intento de ponerse a cubierto que de organizar una reconquista. Nuestra forzada reclusión había cambiado la faz de la comedia por la de la tragedia.

A la escena de desesperación colectiva había asistido también, con una palidez mortal, el abate Melani. Pero no había nadie más desesperado que yo. Don Pellegrino, pensaba entre lágrimas, había convertido la posada en su tumba y en la mía, así como en la de nuestros huéspedes. Y ya me imaginaba las escenas de dolor que se producirían a la llegada de su mujer, cuando ésta descubriese con sus propios ojos la cruel obra de la muerte en los aposentos del Donzello. Yo estaba sentado en el suelo del pasillo, frente al cuarto de Cristofano, sollozando y con el rostro arrasado en lágrimas entre las manos, cuando el abate se acercó a mi lado. Acariciándome la cabeza, me susurró, en un flébil canto:

Piango, prego e sospiro,

e nulla alfin mi giova[5].

Esperó a que me calmase, tratando delicadamente de consolarme. Pero luego, a la vista de la inutilidad de esos primeros intentos, me levantó en vilo y me puso enérgicamente de espaldas contra la pared.

—¡No tengo ganas de escucharos! —protesté.

Le repetí las palabras del médico, a las que añadí que seguramente todos padeceríamos atroces sufrimientos al cabo de pocos días, o de unas horas, como Bedford. El abate Melani me agarró con fuerza y me arrastró escaleras arriba hasta el interior de su cuarto. Luego, como yo era incapaz de sosegarme, el abate me asestó una fuerte bofetada, que tuvo el efecto de parar mi gimoteo. Durante unos instantes recuperé la calma.

Atto me rodeó fraternalmente los hombros con un brazo y con pacientes palabras intentó convencerme de que no debía sumirme en la desesperación. Lo importante era ante todo repetir la hábil escenificación con la que habíamos ocultado a los hombres del alguacil la enfermedad de Pellegrino. Si se descubría la presencia de un apestado (uno real, esta vez) en la posada, las inspecciones serían más férreas y frecuentes; podíamos ser deportados a un lazareto improvisado, situado en una zona menos poblada, quizá en la isla de San Bartolomeo, donde había sido aprestado el hospital para los afectados por la gran pestilencia acaecida treinta años atrás. A nosotros dos nos quedaba siempre la vía de escape subterránea, que habíamos descubierto juntos la pasada noche. Melani no negaba que librarse de las pesquisas no iba a ser precisamente fácil, pero de todos modos era una solución factible en el supuesto de que los acontecimientos se precipitasen. Cuando yo casi había recuperado del todo la calma, el abate fue al grano: si Mourai había sido envenenado y si las presuntas bubas de Pellegrino no eran sino petequias, o mejor dicho, dos simples equimosis, por ahora el único que estaba realmente apestado era Bedford.

Entonces oímos que llamaban a la puerta de Atto: Cristofano reclamaba la presencia de todos en las salas de la planta baja. Tenía, dijo, que comunicarnos algo urgente. Cuando llegamos al zaguán, encontramos a todos los huéspedes reunidos al pie de la escalera, si bien, tras los últimos sucesos, a prudente distancia unos de otros. Devizé, en un rincón, atenuaba la gravedad del momento con las notas de su espléndido e inquietante rondó.

—¿Es que ha expirado el joven inglés? —inquirió Brenozzi sin dejar de pellizcarse el apio.

El médico movió la cabeza e invitó a todos a tomar asiento. El entrecejo fruncido de Cristofano ahogó la última nota en los dedos del músico francés.

Yo me encaminé a la cocina, donde empecé a trajinar con ollas y fuegos para preparar la comida.

Una vez que todos se hubieron acomodado, el médico abrió su bolsa, extrajo una gasa, se enjugó concienzudamente el sudor (como hacía siempre antes de comenzar una perorata) y, por último, se aclaró la voz.

—Honorables señores, me excuso por haber abandonado hace un rato vuestra compañía; era menester, sin embargo, razonar sobre nuestro presente estado, y he concluido —dijo en medio del más absoluto silencio—, y he concluido… —repitió Cristofano retorciendo la gasa en la mano— que, si no queremos morir, tenemos que enterrarnos vivos.

Había llegado el momento, explicó, de renunciar de una vez por todas a dar vueltas por el Donzello como si no pasase nada. Ya no podíamos entretenernos unos con otros en amables pláticas, haciendo caso omiso de los consejos que él desde hacía días nos impartía. Hasta entonces el destino había sido demasiado amable con nosotros, resultando las desventuras sufridas por el viejo señor de Mourai y por Pellegrino ajenas a toda forma de contagio. Pero las cosas habían empeorado, y la peste evocada sin razón en un primer instante estaba por fin en el Donzello. De nada valía llevar la cuenta de los minutos pasados por éste o por aquél con el pobre Bedford: eso sólo servía para alimentar el recelo. La única esperanza de salvación era que cada cual se recluyese voluntariamente en su cuarto, para evitar así inhalar los humores de otros, o entrar en contacto con la ropa de los demás huéspedes, et cetera, et cetera. Debíamos recibir cotidianamente friegas de aceites y bálsamos purificadores que iba a preparar el médico, y nos reuniríamos sólo con motivo de las llamadas de los armígeros, como las de la mañana siguiente.

—Dios mío santísimo —dijo dando un respingo el padre Robleda—. ¿Vamos a esperar la muerte en un rincón del suelo, al lado de nuestros propios desechos? Veréis —añadió el jesuita suavizando el tono—, he oído decir que mi cofrade Diego Guzmán de Zamora hizo obras milagrosas de preservación consigo mismo y con otros jesuitas en la peste de Perpiñán, en el reino de Cataluña, con un remedium sumamente agradable a la lengua: excelente vino blanco que se bebía a discreción, en el que se disolvía un dracma de licopodio y medio de díctamo blanco. A todos les daba friegas de aceite de escorpiones y les hacía comer muy bien. Y ninguno enfermó nunca. ¿No sería conveniente que intentásemos algo antes de emparedarnos vivos?

A las palabras de Robleda asentía vigorosamente el abate Melani, para cuyas pesquisas la reclusión habría supuesto un serio obstáculo.

—Yo también sé que el vino blanco de la mejor calidad se reputa un perfecto ingrediente contra la peste y las fiebres pútridas —convino Atto con fuerza—, y aún mejores son los aguardientes y la malvasía. Es célebre en Pistoya el agua que el maestro Anselmo Rigucci adoptó con gran éxito para preservar a los pistoyeses del contagio. Mi padre nos contaba a mí y a mis hermanos que, durante siglos, los obispos encargados de la administración pastoral de la ciudad la consumieron siempre en abundancia, y no sólo por sus efectos curativos. Se componía de cinco libras de aguardiente aromatizado con hierbas medicinales que luego se dejaba reposar, herméticamente cerrada en un frasco, en la catedral, al menos durante veinticuatro horas. Por último, se le añadían seis libras de excelente malvasía. Se obtenía así un estupendo licor, dos onzas del cual el monseñor obispo de Pistoya bebía cada mañana en ayunas detrás del altar mayor, con una onza de miel.

El jesuita chasqueó expresivamente la lengua, mientras Cristofano movía escéptico la cabeza e intentaba en vano tomar la palabra.

—Me parece innegable que tales remedios regocijan el alma —se le adelantó Dulcibeni—, pero dudo que surtan otros y más importantes efectos que ése. Yo también conozco, por ejemplo, un sabroso electuario formulado por Ludovico Giglio da Cremona, durante la peste que se declaró en Lombardía. Se trataba de un excelente condimento, del cual todas las mañanas, en ayunas, se untaban cuatro dracmas en pan caliente: miel rosada y un poco de jarabe acetoso mezclados con agárico, escamonea, turbit y azafrán. Pero todos murieron, y Giglio se libró del linchamiento sólo por la exigüidad del número y de las fuerzas de los sobrevivientes —concluyó lúgubremente el viejo caballero marquesano, dando a entender que en su opinión teníamos muy pocas posibilidades de salvarnos.

—Así es —dijo Cristofano—, como el tan ensalzado cordial y estomacal de Tiberio Gariotto da Faenza. Una locura de maestro confitero: azúcar rosado, diacitrón, cinamomo, azafrán, sándalo y corales rojos, ingredientes que, una vez unidos a cuatro onzas de jugo de cidro, se dejaban reposar durante catorce horas. Luego se mezclaba todo con miel cocida, hirviente y espumada. Y se le añadía la cantidad de almizcle necesaria para aromatizarlo. Pero sabed que Tiberio sí fue linchado. Hacedme caso, no nos queda más remedio que proceder como os acabo de decir…

Devizé, sin embargo, no le permitió acabar.

Monsieur Pompeo y nuestro quirurgo tienen razón: también Jean Gutiérrez, médico de Carlos II de Francia, afirmaba que lo que es bueno para el paladar no puede purificar los humores. Con todo, Gutiérrez había creado un electuario que quizá merecería la pena probar. Pensad que el rey le concedió, por las virtudes de su preparado, una conspicua renta en el ducado de Lorena. Aquel médico, en efecto, juntaba dulzuras como la miel cocida y espumada, veinte nueces y quince higos, con gran cantidad de ruda, absintio, térra sigillata y sal gema. Mandaba que se tomase por la mañana y por la noche media onza cada vez, y que después se bebiese una onza de fortísimo vinagre blanco para incrementar el asco.

Eso dio lugar a una acalorada discusión entre los defensores de los remedios agradables al paladar, encabezados por Robleda, y los defensores del asco como mejor terapia. Yo seguía la discusión casi divertido (a pesar de la gravedad del momento), viendo cómo cada uno de los huéspedes parecía tener a mano la receta definitiva contra el contagio.

El único que continuaba moviendo negativamente la cabeza era Cristofano.

—¡Probad, si queréis, todos esos remedios, pero no vengáis a buscarme cuando se produzca un nuevo caso de contagio!

—¿No podríamos optar por una clausura parcial? —propuso tímidamente Brenozzi—. En Venecia fue célebre un caso análogo, ocurrido durante la peste de mil quinientos cincuenta y seis: se podía transitar tranquilamente por las calles de la ciudad sólo si se llevaba en la mano bolas odoríferas, ideadas por el filósofo y poeta Girolamo Ruscelli. Y es que, al contrario que el estómago, la nariz saca provecho de los perfumes, mientras que la contamina el mal olor: almizcle de Levante, satureja calamintha, clavo, nuez moscada, espliego y aceite de estoraque líquido para hacer la mezcla. Aquel filósofo hacía bolas del tamaño de una nuez con cáscara, que había que llevar siempre sujetas en las dos manos, día y noche, durante todos los meses que duraba el contagio. Fueron infalibles, pero sólo para quienes no las soltaron ni un solo instante; lo que ignoro es cuántos lo consiguieron.

En ese instante Cristofano perdió la paciencia y, puesto en pie, proclamó, en tono mucho más grave y vibrante, que le importaba poco cuánto pudiese agradarnos la reclusión en nuestros aposentos: ese remedio era el último posible, y si no lo aceptábamos, él de todas formas se encerraría en su cuarto. Terminó rogándome que le llevase comida, pues no pensaba salir hasta que todos los demás hubiesen muerto, lo que sucedería muy pronto.

Se hizo un silencio sepulcral. Cristofano continuó entonces anunciando que si al final se decidían a acatar sus instrucciones, sólo él, como médico, podría moverse libremente por la posada para atender a los enfermos y visitar regularmente a los otros huéspedes; iba a precisar, además, un ayudante que se encargase de la alimentación y la higiene de los huéspedes, así como de las friegas y de aplicar correctamente los aceites y los bálsamos preservativos. Pero no se atrevía a pedirle a nadie que se arriesgase tanto. Ahora bien, podíamos considerarnos afortunados en la desventura, dado que entre nosotros había alguien, según le revelaba su larga experiencia como médico, y me miró de soslayo mientras volvía de la cocina, de constitución muy resistente a las enfermedades. Todos los ojos se dirigieron hacia mí: el médico me había cogido del brazo.

—Este muchacho, como todos sus semejantes, es, por su especial condición —prosiguió con fuerza el quirurgo—, casi inmune al contagio.

Y, mientras los presentes daban muestras de estupor, Cristofano pasó a enumerar los casos de absoluta inmunidad producidos en épocas de peste y referidos por los mayores autores. Los mirabilia se sucedían uno tras otro en crescendo, y demostraban que alguien como yo podía ser incluso capaz de beber pus de nacencias (como, al parecer, había acaecido realmente en la peste de tres siglos atrás), sin sufrir daño, aparte de un leve ardor de estómago.

—Fortunio Liceto equipara sus asombrosas propiedades a las de los monopolios, los cinocéfalos, los sátiros, los cíclopes, los tritones y las sirenas. Siguiendo las clasificaciones del padre Gaspar Schott, cuanto más proporcionados tengan estos sujetos los miembros, mayor será su inmunidad al contagio pestilencial —concluyó Cristofano—. Pues bien, todos podemos ver que este chico, en su especie, está bastante bien hecho: espaldas anchas, piernas rectas, cara regular, dentadura sana. Tiene la suerte de contarse entre los mediocres de su clase, y no entre los más desgarbados minores o, dios lo guarde, entre los desdichados minimi. Podemos, por lo tanto, estar tranquilos. Si nos atenemos a Juan Eusebio Nieremberg, los que son como él nacen con dientes, pelo y partes pudendas de adulto. A los siete años tienen barba, a los diez, son fuertes como gigantes y pueden generar hijos. Nieremberg cuenta que vio uno que con cuatro años poseía ya elegantísimas melena y barba. Por no mentar al legendario Popobawa, que acomete y, con sus enormes atributos, sodomiza, cuando están entregados al sueño, a los robustos varones de un islote africano, que de la baldía lucha salen además con contusiones y fracturas.

El primero en aliarse con el médico, que se sentó tembloroso y nuevamente sudado, fue el padre Robleda. La falta de otras soluciones igualmente válidas y el miedo a ser abandonados por Cristofano hizo que los demás se fuesen resignando apaciblemente y de uno en uno a la clausura. El abate Melani no pronunció palabra.

Mientras todos se levantaban para dispersarse por las plantas superiores, el médico dijo que podían pasar antes por la cocina, donde yo les ofrecería una comida caliente y pan tostado. Cristofano me advirtió que debía aguar bastante el vino antes de servirlo, pues así pasaba más fácilmente al estómago.

Sabía lo mucho que los desventurados huéspedes habrían agradecido el consejo culinario de don Pellegrino. Pero yo era el único que quedaba para sacar adelante la posada, y, pese a todos mis desvelos, para preparar las comidas tenía que arreglármelas con semillas en remojo y lo que conseguía encontrar en la vieja despensa de madera de la cocina, sin aprovechar casi nada de la surtida bodega. Solía completar los platos con alguna fruta o verdurita y con el pan de munición que nos entregaban con los odres de agua. Por lo menos así, me consolaba, se ahorraban las reservas de mi amo, ya expuestas al continuo saqueo que perpetraba Cristofano para sus electuarios, bálsamos, aceites, trociscos, elixires y bolas curativas.

Esa noche, sin embargo, para alivio del mal momento, me las ingenié para preparar una sopa de huevo al baño maría con almortas, seguida de albóndigas de pan blando y unas caballas a la sal con hierbas y pasas; y, para terminar, achicorias hervidas con mosto cocido y vinagre. A todo le puse una pizca de canela: la preciada especia de los ricos sorprendería los paladares y reanimaría los espíritus.

—¡Queman! —anuncié con forzado buen humor a Dulcibeni y al padre Robleda, que se habían acercado fúnebremente a echar una ojeada a las achicorias.

Pero no hicieron comentarios, ni vislumbré el menor atisbo de serenidad en sus rostros.

La perspectiva de que mi especial condición pudiera, a juicio del médico, convertirse en un arma contra los embates de la epidemia hizo que experimentase por vez primera la embriaguez del orgullo. Si bien algún particular me había dejado perplejo (obviamente, a los siete años era imberbe y no había nacido con dientes ni con gigantescos atributos), me sentí de pronto un poco por encima de los otros huéspedes. Pues sí, me dije pensando en la decisión de Cristofano, yo podía. Ellos, los huéspedes, dependían de mí. Así se explicaba, además, por qué el médico me había dejado con tanta ligereza dormir en el mismo cuarto que mi amo, cuando éste se hallaba en estado de inconsciencia. De ese modo recuperé un poco el buen humor, que contuve respetuosamente.

A chi vive ogn’or contento

ogni mese é primavera…[6]

Oí canturrear a mi lado. Era el abate Melani.

—Qué carita tan alegre —dijo en tono de burla—. Sigue así hasta mañana: nos hará falta.

El recuerdo de las llamadas del día siguiente me hizo poner de nuevo los pies en la tierra.

—¿Tendrías la bondad de acompañarme a mi triste clausura? —preguntó con una sonrisita cuando acabó de cenar.

—A vuestro cuarto volveréis solo —lo apostrofó Cristofano—. Necesito al chico, y enseguida.

Despedido Atto Melani de ese modo tan brusco, el médico me mandó que lavase los platos y los cubiertos de los huéspedes. A partir de ese momento, dijo, tendría que hacerlo al menos una vez al día. Me mandó buscar dos grandes jofainas, trapos limpios, cáscaras de nuez, agua pura y vino blanco, y me llevó consigo al cuarto de Bedford. Acto seguido fue al suyo, que estaba al lado, para coger la cajita de instrumentos de quirurgo y unas talegas.

Tan pronto estuvo de regreso, lo ayudé a desnudar al joven inglés, que ardía como un caldero en la chimenea y de rato en rato volvía a hablar sin ton ni son.

—Las nacencias están demasiado calientes —observó Cristofano preocupado—. Precisarían un enterramiento.

—¿Eso qué es?

—Es un milagroso y gran secreto que dejó, cuando se hallaba moribundo, el caballero Marco Leonardo Fioravanti, ilustre médico bolones, para sanarse de la peste con brevedad: a quien tiene nacencias hay que enterrarlo entero en una fosa, salvo el cuello y la cabeza, y debe permanecer así doce o catorce horas, pasadas las cuales hay que desenterrarlo. Es un secreto que se puede usar en todos los lugares del mundo, sin interés ni gastos.

—¿Y cuál es su efecto?

—La tierra es madre y lo purifica todo: hace desaparecer todas las manchas de la ropa, ablanda las carnes duras si se las sepulta durante cuatro o seis horas, y no se debe olvidar que en Padua hay baños de barro que curan muchas enfermedades. Otro remedio de gran autoridad consiste en yacer entre tres y doce horas en el agua salada del mar. Pero, por desgracia, estamos recluidos y no podemos recurrir a nada de eso. Así pues, no nos queda más que efectuarle al pobre Bedford una sangría que refresque las nacencias. Antes, sin embargo, hemos de aquietar los humores alterados.

Cristofano extrajo un frasco de madera.

—Son mis chipirones imperiales, muy atractivos para el estómago.

—¿Eso qué significa?

—Que atraen todo lo que hay en el estómago y lo sacan, rompiendo en el enfermo la mala resistencia que podría oponer a la intervención del médico.

Cogió entonces entre dos dedos un trocisco, es decir, uno de esos preparados secos de variada forma que elaboran los boticarios. Tras conseguir, no sin esfuerzo, que Bedford lo tragase, el inglés no tardó en quedarse sin habla y demudó el rostro como si estuviese a punto de asfixiarse: empezó a temblar y a toser, y a echar baba por la boca, hasta que al final regurgitó una materia maloliente en la jofaina que yo rápidamente le había puesto bajo la nariz.

Cristofano escrutó y olió satisfecho el líquido pútrido.

—Prodigiosos, mis chipirones, ¿no te parece? Y, sin embargo, son un compendio de sencillez: una onza de azúcar candi violeta, cinco de lirios y la misma cantidad de cáscara de huevo en polvo, un dracma de almizcle, uno de ámbar gris, y tragacanto y agua de rosas puestos a secar al sol —dijo Cristofano muy pagado de sí mientras se afanaba en contener los vómitos del enfermo—. En los sanos, en cambio, combaten la inapetencia, aunque son menos fuertes que el diacatolicón —añadió—. Es más, recuérdame que te dé algunos para que los lleves cuando repartas las comidas, en el caso de que alguien se niegue a comer.

Una vez limpio y arreglado el pobre inglés, que ahora, con los ojos cerrados, callaba, el médico empezó a practicarle incisiones con sus instrumentos.

—Como enseña el maestro Eusebio Scaglione de Castello a Mare, en el reino de Nápoles, la sangre se extrae de las venas que dan origen a los puntos en que han aparecido las nacencias. La vena de la cabeza corresponde a las nacencias del cuello, y la vena común, a la de la espalda, pero ése no es nuestro caso. A Bedford vamos a sangrarle la vena de la muñeca, que da origen a la nacencia que tiene en la axila. Luego sangraremos la vena del pie, que corresponde al enorme bubón de la ingle. Alcánzame la jofaina limpia.

Me mandó buscar en sus talegas los tarros que tuviesen la inscripción «Díctamo blanco» y «Cincoenrama»; me dijo luego que de cada uno sacase dos pizcas, las mezclase con tres dedos de vino blanco y, por último, que le administrase los preparados a Bedford. A continuación me ordenó que majase en el mortero una hierba llamada de las siete sangrías, con la que tuve que llenar dos medias cáscaras de nuez que el médico usó, una vez terminada la sangría, para tapar rápidamente las incisiones efectuadas en la muñeca y el tobillo del pobre apestado.

—Aprieta bien las nueces con unas vendas. Se las cambiaremos dos veces al día, hasta que le salgan ampollas, que entonces romperemos para extraer el agua venenosa.

Bedford comenzó a temblar.

—¿No le hemos sacado demasiada sangre?

—En absoluto. Está así por la peste, que congela la sangre en las venas. Ya lo había previsto: he preparado una mezcla de ortiga, malva, agrimonia, cardol, orégano, poleo, genciana, laurel, estoraque líquido, benjuí y cálamo aromático para un baño de vapor muy salutífero.

Y de un lío de fieltro extrajo entonces un frasco de cristal. Bajamos a la cocina, donde me mandó hervir el contenido del frasco con mucha agua en el calderón más grande de la posada. Mientras, Cristofano hervía alholva, semillas de lino y raíces de malvavisco, a todo lo cual luego añadiría tocino de cerdo que había sacado de la despensa de don Pellegrino.

Cuando volvimos al cuarto del enfermo, envolvimos a Bedford en cinco frazadas y lo metimos en el calderón humeante que habíamos llevado hasta allí corriendo serios apuros y peligro de quemaduras.

—Ha de sudar todo lo que pueda: el sudor adelgaza los humores, abre los poros y calienta la sangre congelada, con el fin de que la corrupción de la piel no mate repentinamente.

Sin embargo, el desdichado inglés no parecía conforme. Se puso a gemir con creciente fuerza, jadeando y tosiendo, con las manos tendidas y los dedos de los pies estirados en espasmos de sufrimiento. De pronto se calmó. Todo indicaba que se había desmayado. Aún en el calderón, Cristofano empezó a pincharle las nacencias con una sangradera en tres o cuatro puntos, sobre los cuales untó enseguida el emplasto de tocino de cerdo. Terminada la operación, lo colocamos de nuevo en su cama. No hizo el menor movimiento, pero respiraba. Era un capricho del destino, me dije, que a las prácticas médicas de Cristofano tuviese que someterse precisamente su más acérrimo detractor.

—Ahora dejémoslo descansar y confiemos en Dios —dijo el médico con gravedad.

Me llevó a su cuarto, donde me entregó una bolsa con ungüentos, jarabes y sahumerios ya listos para ser administrados a los otros huéspedes. Me ilustró sobre su uso y su finalidad terapéutica, y me entregó unas notas. Determinados remedia eran más eficaces para unas complexiones que para otras. El padre Robleda, por ejemplo, siempre ansioso, estaba expuesto a la peste más mortal, la que atacaba el corazón o el cerebro. En cambio, si atacaba el hígado, el peligro para Robleda sería menor, pues el órgano tal vez se aliviara con las nacencias. Por todo ello, Cristofano me rogó que empezase cuanto antes.

No podía más. Subí las escaleras cargado con aquellos frasquitos que ya aborrecía, hacia mi jergón en el desván. Una vez en la segunda planta, empero, me detuvo el bisbiseo del abate Melani. Me esperaba, oteando con cautela desde la puerta entornada de su cuarto, que estaba al final del pasillo. Me acerqué. Sin darme tiempo a abrir la boca, me susurró en un oído que el extraño comportamiento de algunos huéspedes en las pasadas horas le había hecho reflexionar bastante sobre nuestra situación.

—¿Acaso teméis por la vida de alguno de nosotros? —murmuré súbitamente alarmado.

—Quizá, chico, quizá —replicó a toda prisa Melani, mientras me tiraba de un brazo hacia el interior de su cuarto.

Tan pronto como cerró la puerta, me contó que el delirio de Bedford, que el abate había escuchado a escondidas desde detrás de la puerta de la habitación en la que yacía el apestado, revelaba, sin sombra de duda, que el inglés no era sino un fugitivo.

—¿Un fugitivo? ¿Y de qué huye?

—Es un exiliado, que aguarda días mejores para regresar a su país —sentenció el abate con tono impertinente, tamborileando el índice en el hoyuelo de la barbilla.

Fue así como Atto me refirió una serie de sucesos y circunstancias que en los días posteriores tendrían gran importancia. El misterioso Guillermo que Bedford había mencionado era el príncipe de Orange, candidato al trono de Inglaterra.

Nuestra conversación tenía todos los visos de ser larga: noté que se aflojaba la tensión de hacía un instante.

El problema, explicaba Atto entre tanto, residía en que el rey no había tenido hijos legítimos. Por ese motivo había designado como sucesor a su hermano, que sin embargo era católico, lo que significaba que reinstauraría la Verdadera Religión en el trono de Inglaterra.

—No entiendo el problema —intervine en medio de un bostezo.

—Ocurre que los nobles ingleses, que son adeptos a la religión reformada, no quieren un rey católico y traman a favor de Guillermo, que es un ferviente protestante. Túmbate en mi cama, chico —dijo el abate con voz dulce, señalándome su catre.

—¡Entonces Inglaterra podría volver a ser hereje! —exclamé dejando la talega de Cristofano y echándome sin hacerme de rogar, mientras Atto se dirigía hacia el espejo.

—Claro. Por eso en Inglaterra existen en este momento dos facciones: una protestante orangista, y otra católica. Nuestro Bedford, aunque a nosotros jamás nos lo confesará, debe de pertenecer a la primera —explicó mientras el agudo arco de sus cejas, que yo atisbaba reflejado en el espejo, mostraba la poca satisfacción que el abate estaba obteniendo del examen de su propia imagen.

—¿Y cómo sacáis esa deducción? —pregunté mirándolo con curiosidad.

—Por lo que he podido saber, Bedford estuvo un tiempo en Holanda, tierra de calvinistas.

—Pero en Holanda también hay católicos, sé que algunos huéspedes nuestros han pasado allí largo tiempo, y os aseguro que son fieles a la Iglesia de Roma…

—Por supuesto. Pero las Provincias Unidas de Holanda son también la tierra de Guillermo. Hace diez años, el príncipe de Orange derrotó al ejército invasor de Luis XIV. Y ahora Holanda es la fortaleza de los conspiradores orangistas —rebatió Atto mientras, después de sacar con un resoplido de impaciencia un pincel y una cajita, se pintaba de colorete los pómulos un poco prominentes.

—En una palabra, pensáis que Bedford fue a Holanda a conspirar a favor del príncipe de Orange —comenté procurando no mirarlo demasiado.

—No, no, tampoco exageremos —respondió volviéndose hacia mí después de contemplarse satisfecho en el espejo—. Creo que Bedford es simplemente uno más de los que quiere ver a Guillermo en el trono, entre otras cosas, no lo olvides, porque en Inglaterra los herejes son muy numerosos. Debe de ser uno de los muchos mensajeros entre las dos orillas del Canal de la Mancha, expuesto a que tarde o temprano lo arresten y conduzcan a la cárcel de la Torre de Londres.

—Lo cierto es que Bedford, mientras deliraba, mencionó una torre.

—¿Ves ahora que no estamos lejos de la verdad? —continuó agarrando una silla y sentándose al lado de la cama.

—Es increíble —comenté mientras el sueño se alejaba.

Me sentía cohibido y agitado por aquellos sorprendentes y sugerentes relatos. Conflictos remotos y poderosos entre los reyes de Europa se materializaban ante mis ojos, en la posada donde no era más que un pobre mozo.

—Pero ¿quién es el príncipe de Orange, señor Atto? —pregunté.

—Ah, un gran soldado, lleno de deudas. Eso y nada más —respondió con sequedad el abate—. En cuanto a su vida, sólo puedo decirte que es de lo más monótona e insignificante, lo mismo que su persona y su espíritu.

—¿Un príncipe sin un céntimo? —inquirí incrédulo.

—Pues sí. Y si no se hallase siempre corto de fondos, muy probablemente el príncipe de Orange hubiese ya tomado el trono inglés por la fuerza.

Callé, pensativo.

—Nunca jamás habría sospechado que Bedford era un fugitivo —dije poco después.

—Y aún hay otro fugitivo entre nosotros. Uno que viene de lejos, y también de una ciudad marítima —añadió Melani con una sonrisita mientras yo sentía que su rostro, cada vez más próximo al mío, me apabullaba.

—¡Brenozzi el veneciano! —exclamé levantando de golpe la cabeza de la cama y propinando sin querer un crismazo a la nariz aguileña del abate, que lanzó un gemido.

—Él, él y nadie más que él —confirmó poniéndose en pie y sobándose la nariz.

—Pero ¿cómo podéis estar seguro?

—Si hubieses escuchado con más perspicacia las palabras de Brenozzi, y, sobre todo, si tu conocimiento de las cosas del mundo fuese más amplio, seguramente habrías reparado en una inverosimilitud —respondió con tono vagamente irritado.

—Bueno, dijo que un primo…

—Que un primo lejano nacido en Londres le enseñó el inglés tan bien sencillamente por carta: una explicación algo curiosa, ¿no te parece?

Y recordó cómo el vidriero me había arrastrado a la fuerza por las escaleras y que, casi fuera de sus cabales, me había sometido a una sarta de preguntas relacionadas con el asedio turco y el contagio que podía estar doblegando a Viena, y que luego me había nombrado las margaritas.

Pero no de una flor se trataba, prosiguió Atto, sino de uno de los más valiosos tesoros de la Serenísima República Veneciana, en cuya defensa ésta se desvive, y debido al cual nuestro Brenozzi pasaba por tantos apuros. En las islas situadas en el corazón de la laguna veneciana hay, en efecto, una secreta riqueza que los dux, que desde hace muchos siglos son los jefes de aquella Serenísima República, aprecian sobremanera. En esas islas están ubicadas las manufacturas del cristal y de las perlas, llamadas también, por su nombre en latín, margaritas, cuya elaboración reposa en secretos del arte transmitidos de generación en generación, y de los que los venecianos se sienten orgullosos y, sobre todo, celosos en grado sumo.

—¡Entonces las margaritas que me mencionó y las perlas que puso en mi mano son la misma cosa! —exclamé confundido—. Pero ¿cuánto pueden valer?

—No puedes ni imaginártelo. Si hubieses viajado una décima parte de lo que he viajado yo, sabrías que la sangre de los venecianos se ha derramado, y se seguirá derramando a saber hasta cuándo, sobre esas hermosas joyas de Murano —dijo Melani sentándose al escritorio.

Por tradición, los maestros vidrieros y sus mozos disfrutaban en los meses otoñales de una temporada de permiso. Durante ese tiempo, podían interrumpir el trabajo en sus manufacturas, remozar los hornos en los que se fabricaba el cristal e ir al extranjero para comerciar. Sin embargo, no eran pocos los maestros que se veían entrampados por las deudas, o que se encontraban en apuros debido al periódico estancamiento de los encargos. Así, sus viajes al extranjero se convertían en excelentes ocasiones para huir en busca de mejor suerte. En París, Londres, Viena y Amsterdam, pero también en Roma y en Génova, los vidrieros fugitivos hallaban amos más generosos y un comercio con menos competidores.

Ahora bien, a los magistrados del Consejo de los Diez de Venecia no les gustaba mucho la huida, pues no tenían la menor intención de perder el control sobre aquel arte, que tanto dinero reportaba a las arcas de los dux. Así, confiaron el caso a los Inquisidores de Estado, el consejo especial encargado de vigilar que ningún secreto capaz de causar daño a la Serenísima República se propagase.

No había nada más fácil para los Inquisidores que averiguar si algún vidriero estaba a punto de emprender la fuga. Les bastaba observar si entre los artesanos de la laguna cundía el malestar y si rondaban en las inmediaciones reclutadores de vidrieros, enviados por las potencias extranjeras para ayudarlos a fugarse. Los reclutadores eran seguidos paso a paso, calle a calle, lo que llevaba a los Inquisidores justo hasta la puerta de los que se disponían a escapar. El juego, sin embargo, era peligroso incluso para los imprudentes emisarios de los extranjeros, que no rara vez eran encontrados degollados en algún canal.

Sea como fuere, muchos venecianos conseguían embarcarse, pero también en el extranjero eran pronto descubiertos merced a las redes de embajadores y cónsules de la República de Venecia. Discretos intermediarios enviados por Venecia buscaban entonces, primero con promesas y halagos, convencerlos de que volviesen. A los que habían quebrantado la ley (incluso a los homicidas) se les ofrecía una amnistía. A los que habían huido por las deudas se les ofrecía un aplazamiento de los pagos.

—¿Y los vidrieros regresaban?

—Tendrías que preguntar si «regresan», por cuanto esta tragedia continúa aún hoy, y tengo para mí que está ocurriendo en esta misma posada.

Los que no aceptaban las reiteradas ofertas que les hacía la Serenísima República, prosiguió el abate, eran repentinamente abandonados. Ya no más visitas de intermediarios, ya no más propuestas: y ello para turbarlos e inquietarlos sutilmente. Pasado un tiempo, empezaban las amenazas, los acechos, los daños en los talleres recién fundados, a costa de grandes sacrificios, en tierra extranjera.

Unos cedieron, otros volvieron a huir a nuevos países, llevando consigo el secreto del oficio. Y otros aguantan aún allí donde fueron, reacios a repatriarse. Contra ellos se ensañan los Inquisidores. Sus cartas son interceptadas sistemáticamente. Los parientes que siguen en Venecia reciben amenazas y tienen prohibida la expatriación. Sus mujeres son espiadas y severamente castigadas si se acercan a un muelle.

Cuando los fugitivos ya no pueden más de la desesperación, se les ofrece la repatriación y el confinamiento de por vida en el islote de Murano.

Quien no accede queda al albur de los picarlos y su proceder diestro y oculto. Si cae un rebelde, razonan los Inquisidores, aprenden cien. A la espada, prueba de un final violento, suelen preferir el veneno.

—Por eso nuestro Brenozzi está tan preocupado —concluyó el abate Melani—. El artesano de perlas, de vidrio o de espejos que huye de Venecia encuentra el infierno. Ve asesinos y traiciones por doquier, duerme con un ojo abierto, camina mirando siempre hacia atrás. Y estoy seguro de que Brenozzi ha conocido también las violencias y las amenazas de los Inquisidores.

—¡Vaya, y yo que ingenuamente me asusté por lo que me contó Cristofano sobre los poderes de mis perlitas! —exclamé algo avergonzado—. Sólo ahora entiendo por qué Brenozzi me preguntó, y con cara de pocos amigos, si lo estimaba suficiente: con esas tres perlas quería comprar mi silencio sobre lo que habíamos hablado.

—Por fin atinas.

—Sin embargo, ¿no os parece extraño que haya nada menos que dos fugitivos en esta posada? —pregunté aludiendo a la presencia simultánea de Bedford y Brenozzi.

—No es tan extraño. En estos años no son pocos los que han huido de Londres, y también de Venecia. Es probable que tu amo no sea de los que se preste bien a hacer de espía, y quizá tampoco lo fuese doña Luigia Bonetti, que regentaba la posada antes que él. A lo mejor el Donzello se considera una posada «tranquila», donde puede encontrar cobijo quien huye de serios problemas. Los exiliados suelen comunicarse la existencia de lugares así. Recuérdalo: el mundo está lleno de gente que quiere huir de su pasado.

Entre tanto, me levanté del catre y, tras coger la talega, vertí en una escudilla un jarabe que el médico había recetado para el abate. Le expliqué brevemente qué era, y Atto lo bebió sin protestar. Acto seguido se puso de pie y canturreando empezó a ordenar unos papeles de la mesa:

In questo duro esilio…[7]

Resultaba curiosa la facilidad con que Atto Melani sabía encontrar en su repertorio la arieta adecuada para cada situación. Debía de guardar un afecto muy vivo y tierno, pensé, por la memoria de su maestro romano: el seigneur Luigi, como él lo llamaba.

—Así pues, el pobre Brenozzi está sumamente angustiado —dijo el abate Melani—. Y es probable que tarde o temprano vuelva a pedirte ayuda. A propósito, chico, tienes una gota de aceite en la cabeza.

Con la punta de un dedo limpió la gotita que había en mi frente, con indiferencia se la puso entre los labios y la succionó.

—¿Creéis que el veneno que pudo matar a Mourai tiene algo que ver con Brenozzi? —le pregunté.

—Eso lo descarto —respondió con una sonrisa—. Creo que nuestro pobre vidriero es el único que le teme a eso.

—¿Por qué me preguntó también por el asedio de Viena?

—Dime una cosa: ¿dónde está la Serenísima República?

—Cerca del Imperio, o mejor dicho, al sur, y…

—Con eso es suficiente: si Viena capitula, en pocos días de camino los turcos se extenderán hacia el sur y entrarán en Venecia. Nuestro Brenozzi debe de haber pasado bastante tiempo en Inglaterra, donde aprendería discretamente el inglés por sí mismo, y no por carta. Ahora, probablemente, querría regresar a Venecia, pero se ha dado cuenta de que el momento no es propicio.

—O sea, que está expuesto a caer en manos de los turcos.

—Justamente. Es probable que haya venido a Roma con la esperanza de abrir un taller y estar a salvo. Pero ha comprendido que también aquí reina un miedo enorme: si los turcos vencen en Viena, después de Venecia llegarán al ducado de Ferrara. Cruzarán las tierras de Romana y los ducados de Urbino y Espoleto, una vez pasadas las suaves colinas umbrianas, a la derecha dejarán Viterbo para dirigirse hacia…

—Hacia nosotros —me estremecí, vislumbrando con claridad, quizá por primera vez, el peligro que nos amenazaba.

—Es innecesario que te explique lo que ocurriría en ese supuesto —dijo Atto—. En comparación, el saqueo de Roma de hace siglo y medio sería una insignificancia. Los turcos devastarían el Estado Pontificio, exacerbados en su natural ferocidad. Basílicas e iglesias, empezando por San Pedro, serían arrasadas. Sacerdotes, obispos y cardenales serían sacados de sus casas y degollados, los crucifijos y los otros símbolos de la fe, arrancados y quemados; el pueblo sería depredado, las mujeres, atrozmente violadas, ciudades y campiñas quedarían destrozadas para siempre. Y si llegase ese primer hundimiento, toda la Cristiandad correría el riesgo de ser arrasada por los turcos.

El ejército de los infieles, remontando los bosques del Lacio, aplastaría enseguida el gran ducado de Toscana, luego el ducado de Parma y, pasando por la Serenísima República de Génova y el ducado de Saboya, invadiría (sólo en ese momento pude advertir en el rostro del abate Melani una chispa de auténtico horror) los territorios franceses, rumbo a Marsella y Lyon. Entonces, al menos teóricamente, podría dirigirse hacia Versalles.

En ese instante me sumí nuevamente en la desazón y, despidiéndome de Atto con un pretexto, recogí la talega y salí corriendo hacia las escaleras, en las que no me detuve sino cuando alcancé el breve tramo que conducía a la torreta.

Desfogué entonces toda mi turbación, abandonándome a un desconsolado soliloquio. Estaba prisionero en una posada que, según se sospechaba ya con motivo, albergaba el morbo de la peste. Acababa de serenarme gracias a las palabras del médico, que prefiguraba en mí resistencia a los morbos, y ahora resultaba que según Melani corría el riesgo de salir de la posada del Donzello y encontrar Roma invadida por los sanguinarios fieles de Mahoma. Había sabido siempre que no podía contar más que con la bondad de alma de unas cuantas personas, Pellegrino entre ellas, que compasivamente me había librado de los peligros y las adversidades de la vida; esta vez, en cambio, sólo podía contar con la compañía, ciertamente no desinteresada, de un abate castrado y fisgón, cuyas enseñanzas no eran para mí sino motivo de congoja. ¿Y qué decir de los otros huéspedes de la posada? Un jesuita de temperamento bilioso, un caballero marquesano sombrío y huraño, un guitarrista francés de modales bruscos, un médico toscano de ideas confusas y tal vez peligrosas, un vidriero veneciano huido de su patria, y un supuesto poeta napolitano, además de mi amo y Bedford, que yacían impotentes en sus lechos. En eso estaba, sintiendo como nunca la hondura de la soledad, cuando de pronto mi parloteo fue interrumpido por una fuerza invisible que me proyectó hacia atrás y me tiró al suelo, desde donde descubrí encima de mí a la huésped que había omitido en mi mudo inventario.

—Me has asustado, tonto.

Cloridia, al advertir una presencia extraña detrás de su puerta (en la que efectivamente yo estaba apoyado), la había abierto de golpe, haciendo que cayese de espaldas dentro de su cuarto. Me puse de pie, sin tratar siquiera de justificarme, y me enjugué apresuradamente la cara.

—Además —prosiguió—, hay desgracias peores que la peste o los turcos.

—¿Habéis oído mis pensamientos? —repliqué pasmado.

—Ante todo, no pensabas, pues quien de verdad piensa no tiene tiempo para lloriqueos. Y estamos en cuarentena por sospecha de contagio, y en estas semanas, en Roma, todo el mundo ha soñado, noche tras noche, que los turcos entran por la Porta del Pópolo. ¿Por qué otra cosa podías tú lloriquear?

Me ofreció entonces un plato con un vaso medio lleno de aguardiente y una rosquilla de anís. Con timidez, hice ademán de sentarme en el borde de su alto lecho.

—No, ahí no.

Me levanté instintivamente, volcando la mitad del licor en la alfombra; y, aunque por milagro no se me cayó la rosquilla, inundé el lecho de migas. Cloridia no dijo nada. Farfullé una excusa e intenté poner remedio a la pequeña catástrofe, preguntándome por qué no me regañaba con acritud, como acostumbraba a hacer don Pellegrino y como también hacían los otros huéspedes de la posada (con la salvedad, la verdad sea dicha, del abate Melani, que conmigo tenía una conducta más liberal).

La joven que se erguía ante mí era la única persona de la que cuanto sabía era tan poco como cierto. Mis contactos con ella se reducían a las comidas que mi amo me ordenaba que le preparase y llevase, a las notas selladas que a veces me pedía que entregase a éste o a aquél, a las criadas que sustituía con frecuencia y a las que yo instruía sobre el uso del agua y la despensa de la posada. Eso era todo. No sabía cómo vivía en la torreta en la que recibía a los huéspedes que llegaban por el pasillo que daba a los tejados, y nada era menester saber.

No era una simple meretriz, sino una cortesana: demasiado rica para ser una puta, demasiado codiciosa para no serlo. Y, sin embargo, eso no explica cumplidamente lo que era una cortesana y las artes refinadas que éstas poseían.

Porque todos sabían lo que se hacía en las estufas, los baños de vapor caliente importados a Roma por un alemán y aconsejados para eliminar mediante el sudor los humores pútridos, baños casi siempre regentados por mujeres de mala vida (había una estufa justo a dos pasos del Donzello, por todos reputada la más famosa y antigua de Roma, y que precisamente se llamaba Estufa de las Mujeres); y todos conocían, incluido yo, los comercios que se podían tener con algunas mujeres por Sant’Andrea delle Frate, o en las inmediaciones de la via Giulia, o en Santa Maria in Via. Y se sabía perfectamente que en Santa Maria en Monterone tenía lugar idéntico tráfico hasta en las estancias de la parroquia, y que en los pasados siglos los Pontífices hubieron de prohibir al clero la convivencia promiscua con esa clase de mujeres, y que sin embargo esos vetos fueron muchas veces desobedecidos o sorteados. Por último, para nadie era un secreto quién se ocultaba bajo nobles nombres latinos como Lucrecia, Cornelia, Medea, Pentesilea, Flora, Diana, Victoria, Polixena, Prudencia o Adriana; o quiénes eran Duquesa y Reverendísima, que habían osado robar el título a sus ilustres protectores; como tampoco eran un secreto los anhelos que gustaban despertar Salvaje y Esmeralda, y la naturaleza de Flor de Crema, o por qué Preñada se llamaba así, o la especialidad de Lucrecia la Laceradora.

¿Para qué indagar más? Ya hacía más de un siglo se había hecho un recuento de las clases existentes: meretrices, putas, pupilas, de candil, de vela, de celosía, de bastidor, mujeres del partido o de fortuna, al tiempo que en algunas canciones burlescas se hablaba de dominicales, santurronas, capulinas, güelfas, gibelinas y mil más. ¿Cuántas eran? Las suficientes para que el papa León X pensase, cuando se precisó arreglar la calle que desemboca en la piazza del Pópolo, en imponer un impuesto a las putas, muchas de las cuales vivían en aquel barrio. Bajo el papa Clemente VII, algunos juraban que por cada diez romanos había una mercenaria (además de rufianes y alcahuetes). Por eso mismo, quizá tenía razón San Agustín cuando decía que si desapareciesen las prostitutas, todo zozobraría en el más absoluto desenfreno.

Las cortesanas, en cambio, eran otra cosa. Pues con ellas el pasatiempo amoroso se convertía en ejercicio sublime: en su compañía no se medía el apetito del mercader o el soldado, sino el ingenio de embajadores, príncipes y cardenales. Ingenio, sí: porque la cortesana competía victoriosamente con los hombres en versos, como Gaspara Stampa, que dedica todo un ardiente cancionero a Collatino di Collalto, o como Verónica Franco, que reta, en el lecho y con poesía, a los poderosos de la familia Venier; o como Imperia, la reina de las cortesanas romanas, que sabía plasmar con gracia madrigales y sonetos, y que fue amada por talentos ilustres y opulentos como Tommaso Inghirami, Camillo Porzio, Bernardino Capella, Angelo Colocci y el archirrico Agostino Chigi, además de posar para Rafael y de rivalizar acaso con la mismísima Fornarina (Imperia acabó suicidándose, pero antes de morir el papa Julio II le concedió la absolución íntegra de sus pecados, y Chigi le hizo erigir un monumento). La célebre Madremianoquiere, a la que apodaban así por un imprudente desplante juvenil, sabía de memoria todo Petrarca y Boccaccio, y Virgilio y Horacio y cien autores más.

Pues bien: la mujer que tenía delante pertenecía, como dice Pietro Aretino, a esa estirpe de frescas cuyo boato desgasta a Roma, mientras que las esposas recorren las calles tapadas mascullando padrenuestros.

—¿Tú también has venido a preguntar qué te va a deparar el futuro? —preguntó Cloridia—. ¿Quieres conocer la buena nueva? Mira que lo venidero, y eso se lo digo a todos los que vienen aquí, no es siempre como uno lo desea. —Callé, perplejo. Creía saberlo todo sobre aquella mujer, y sin embargo ignoraba que era capaz de predecir el futuro—. No sé nada de magia. Y has de buscar a otro si lo que pretendes es conocer los arcanos de las estrellas. Pero si nunca te han leído la mano, aquí tienes a Cloridia. O a lo mejor has tenido un sueño y quieres conocer su significado oculto. No me digas que has venido sin ningún deseo, porque no te creería. Nadie viene a ver a Cloridia sin querer algo.

Estaba al mismo tiempo ansioso, emocionado y titubeante. Me acordé de que debía administrarle también a ella los remedios de Cristofano, pero dejé eso para después. En cambio, aproveché al vuelo la ocasión y le conté la pesadilla en la que me había visto caer en la oscura cavidad subterránea del Donzello.

—No, no está nada claro —comentó al final Cloridia moviendo la cabeza—. ¿El anillo era de oro o de metal vil?

—No lo sé.

—Entonces la interpretación es dudosa. Porque un anillo de hierro significa una dicha con una pena. Y un anillo de oro significa gran beneficio. Yo encuentro interesante la trompeta, que es indicio de secretos, ocultos o revelados. A lo mejor Devizé guarda relación con un secreto, que puede conocer o no. ¿Tú sabes algo?

—No, la verdad es que sólo sé que es un ducho intérprete de guitarra —dije recordando la música maravillosa que había oído brotar de las cuerdas de su instrumento.

—Desde luego que no puedes saber nada más; si no, ¿qué secreto sería el secreto de Devizé? —rió Cloridia—. Ahora bien, en tu sueño está además Pellegrino. Tú lo has visto morir y luego resucitar, y los muertos que resucitan significan padecimientos y daños. Veamos, pues: anillo, secreto, muerto que resucita. El significado, insisto: no es claro debido al anillo. Las únicas cosas claras son el secreto y el muerto.

—El sueño presagia entonces desventura.

—No necesariamente. Porque en realidad tu amo sólo está enfermo, se encuentra mal, pero no está muerto. Y enfermedad no significa otra cosa que ociosidad y poca dedicación. Quizá, desde que Pellegrino se quedó sin facultades, temas haber desatendido tus obligaciones. Pero no tengas miedo de mí —dijo Cloridia sacando distraídamente de una cesta otra rosquilla—, que no pienso contarle a Pellegrino que eres un poco desganado. Ahora, yo sí te pido que me cuentes lo que se comenta abajo. Aparte del desdichado Bedford, los demás gozan de perfecta salud, ¿no? —Y con tono indiferente añadió—: ¿Cómo está Pompeo Dulcibeni, por ejemplo? Te pregunto por él porque es uno de los más viejos… —Cloridia volvía a preguntarme por Dulcibeni. ¿Por qué? Me aparté enfurruñado. Ella se dio cuenta—. Tampoco tengas miedo de estar cerca de mí —dijo arrimándome a su lado y descomponiéndome el pelo—. Yo la peste, por el momento, no la tengo.

Me acordé entonces de mi deber sanitario y le referí que Cristofano me había entregado los remedios preventivos que tenía que administrar a todos los sanos. Ruborizado, añadí que debía empezar por el ungüento de violeta del maestro Giacomo Bortolotto da Parma, que se aplicaba en la espalda y las caderas.

Ella calló. Yo sonreí débilmente y agregué:

—Si lo preferís, tengo aquí también las ampollas de Orsolin Pignuolo, de Pontremoli. Podemos comenzar con ellas, dado que en vuestro cuarto hay chimenea.

—De acuerdo —respondió—. Con tal de que no tardes mucho.

Se sentó a la mesilla del tocador. Vi cómo se descubría los hombros y se recogía el cabello bajo una cofia de muselina blanca sujeta con lazos entrecruzados. Yo, mientras tanto, me ocupaba de atizar y meter en un cuenco las brasas ardientes de la chimenea, pensando con rabia en las desnudeces que aquéllas debían de haber velado en las tibias noches de mediados de septiembre.

De nuevo me volví hacia Cloridia. Se había puesto en la cabeza una tela doble de lino y parecía una aparición sagrada.

—Algarrobos, mirra, incienso, estoraque calamita, benjuí, amoníaco, antimonio, todo ello mezclado con agua de rosas finísima —recité, bien instruido por Cristofano, mientras apoyaba rápidamente el cuenco con las brasas en la mesilla y rompía en su interior una ampolla—. Por favor: respirad con la boca bien abierta.

Le bajé la tela de lino hasta taparle toda la cara. Un rato después, el cuarto estaba invadido de un olor penetrante.

—Los turcos hacen sahumerios mucho mejores —murmuró pasado un instante bajo la tela.

—Pero nosotros no somos turcos, aún —respondí torpemente.

—¿Me creerías si te digo que yo lo soy? —me contestó.

—Por supuesto que no, doña Cloridia.

—¿Y por qué no?

—Porque habéis nacido en Holanda, en…

—En Amsterdam, así es. ¿Cómo lo sabes?

No supe responder, pues había descubierto esa circunstancia hacía apenas unos días, al escuchar al otro lado de la puerta de Cloridia una conversación entre ella y un desconocido visitante antes de llamar para entregar una cesta de frutas.

—Es probable que te lo haya dicho una de mis chicas. Sí, nací en tierra de herejes hace casi diecinueve años, pero Calvino y Lutero nunca me han contado entre los suyos. Nunca conocí a mi madre, y mi padre era un mercader italiano muy rico y un poco antojadizo que viajaba mucho.

—¡Oh, qué suerte la vuestra! —dije desde mi condición de simple expósito.

Guardó silencio, y por el movimiento del busto intuí que estaba inhalando profundamente los humos. Tosió.

—Si algún día llegas a tener trato con mercaderes italianos, no olvides una cosa: es gente que siempre deja deudas a los demás y que se queda con las ganancias.

No podía comprender aún hasta qué punto hablaba con conocimiento de causa. En efecto, hubo un tiempo en que el comercio era algo en que lombardos, toscanos y venecianos descollaban tanto que conquistaron, por emplear una jerga militar, las plazas más ricas de Holanda, Flandes, Alemania, Rusia y Polonia. Y nadie los batía en falta de escrúpulos.

Cloridia me contó (yo mismo ahondaría mi conocimiento del tema pasados los años) que la mayoría de aquellos individuos eran descendientes de familias de ilustre alcurnia como los Buonvisi, Arnolfini, Calandrini, Cenami, Balbani, Balbi, Burlamacchi, Parenzi y Samminiati, expertos, desde tiempo inmemorial, en el comercio de tejidos y de granos en el mercado de Amberes, a la sazón el mayor de Europa, así como banqueros y corredores de cambio en Amsterdam, Besanzón y Lyon. En Amsterdam, la propia Cloridia había palpado de cerca la fama de los Tensini, los Verrazzano, los Balbi, los Quingetti, y también de los Burlamacchi y los Calandrini, ya presentes en Amberes: todos, genoveses, florentinos, venecianos, eran comerciantes, banqueros y corredores de cambio, y algunos también agentes de principados y repúblicas italianas.

—¿Y todos vendían semillas? —pregunté acodándome a la mesilla para oírla y para que me oyese mejor.

Empezaba a sentirme cautivado por la descripción de aquellas tierras lejanas, que carecían de lugar en el orbe terráqueo para quien, como yo, no tenía formada una imagen precisa de las costas del norte.

—No, ya te lo he dicho. Prestaban, prestan todavía dinero, tienen muchos negocios. Los Tensini, por ejemplo, son aseguradores y fletadores de barcos, compran caviar, sebo y pieles de Rusia, y proporcionan fármacos al zar. Ahora casi todos son muy ricos, pero algunos de ellos llegaron allá en la más absoluta miseria, unos empezaron como cerveceros, otros como simples tintoreros…

—¿Cerveceros? —inquirí enseguida con escepticismo, pues no podía creer que de esa forma se pudiese hacer fortuna. Tenía la cara casi pegada a la suya. Ella no podía verme, y esa cercanía me infundía enorme seguridad.

—Claro que sí: lo fueron los Bartolotti, que tienen la casa más bonita de toda la ciudad, junto al Heerengracht, y que ahora se cuentan entre los banqueros más poderosos de Amsterdam, accionistas y financieros de la Compañía de las Indias.

Me explicó que desde Holanda, o mejor dicho desde las Siete Provincias Unidas, que tal era el nombre oficial de la República, tres veces al año zarpaban barcos cargados de alimentos y mercancías y oro para comerciar en la ruta de las Indias. Al cabo de varios meses, volvían cargados de especias, azúcar, salitre, seda, perlas, conchas, muchas veces después de haber cambiado seda china por cobre japonés, telas por perlas, elefantes por canela. Y para contratar a la chusma y armar los fluit (así se llamaban los veloces barcos que empleaba la Compañía), el dinero era aportado de manera equitativa por los señores y los poderosos de la ciudad, quienes muchas veces (aunque no siempre) al regreso de los buques obtenían enormes beneficios de las mercancías que llegaban, y con posterioridad otros aún mayores, pues según la religión hereje de aquel pueblo, se premia con el paraíso al que más trabaja y gana, si bien luego no se considera bueno despilfarrar la ganancia, y se estima importante ser frugal, modesto y probo.

—Los Bartolotti, los cerveceros, ¿también son herejes?

—En la fachada de su casa hay una inscripción que reza «Religione et Probitate», señal suficiente de que son seguidores de Calvino, también porque…

Me costaba entender lo que decía: los efluvios del sahumerio quizá estuviesen mareándome.

—¿Qué es un corredor de cambio? —pregunté de golpe no bien me recuperé. Mi curiosidad se debía a que, según Cloridia, algunos mercaderes habían dejado su actividad por aquélla, más lucrativa.

—Es el que hace de intermediario entre quien presta dinero y quien lo recibe prestado.

—¿Y es un buen oficio?

—Si lo que quieres saber es si es buena gente la que a él se dedica, sólo te puedo decir que depende. Lo que sí es cierto es que te haces rico. No sólo rico, sino riquísimo.

—¿Los aseguradores y los fletadores son más ricos?

Cloridia resopló y preguntó:

—¿Me puedo levantar?

—No, doña Cloridia, no hasta que se haya acabado el humo —la detuve.

No quería poner fin tan pronto a nuestra plática. Casi sin darme cuenta, había empezado también a acariciar con un dedo el borde de la tela de lino que le tapaba la cara: ella no podía notarlo.

Suspiró. Y entonces mi exceso de ingenuidad, amén de mi poco conocimiento de las cosas del mundo (así como circunstancias que en tal trance ignoraba sin culpa), soltaron la lengua de Cloridia. Súbitamente, se puso a despotricar contra los mercaderes y su dinero, pero sobre todo contra los banqueros, cuya riqueza era la causa de todas las infamias (aunque he de decir que Cloridia empleó palabras más ásperas y un tono muy diferente) y el origen de todos los males, especialmente si el dinero lo prestaban usureros y corredores, y massime cuando los destinatarios eran los reyes y los papas.

Ahora que ya no tengo el espíritu inculto del mozo sé cuánta razón tenía. Sé que Carlos V compró la elección a Emperador con el dinero de los banqueros Fugger; y que los incautos soberanos españoles, por haber recurrido demasiado a los capitales de los prestamistas genoveses, tuvieron que declarar una vergonzosa bancarrota que arruinó a muchos de sus propios financieros. Por no hablar del discutido Orazio Pallavicino, que pagaba los gastos de Isabel de Inglaterra, o de los toscanos Frescobaldi y Ricciardi, que en los días de Enrique III prestaban a la Corona de Inglaterra y, famélicos, recaudaban las décimas en nombre de los papas.

Cloridia se apartó por fin de las brasas y se despojó de la tela que le tapaba la cabeza, forzándome a dar un salto hacia atrás, colorado de vergüenza. Se arrancó también la cofia, y su cabellera larga y rizada se derramó radiante sobre sus hombros.

Por primera vez se me presentaba bajo una luz nueva e inefable, capaz de borrar lo que de ella había visto —y sobre todo lo que no había visto, pero que me parecía aún más imborrable—, y pude contemplar, con los ojos y creo que también con el alma, el contraste entre la sedosa y refulgente belleza de su piel y los tupidos rizos color rubio veneciano, importando poco en ese momento que los supiese fruto de poso de vino blanco y aceite de oliva, pues servían de marco a sus grandes ojos negros y a las apretadas perlas de la boca, a la nariz redondita y altiva, a los labios risueños, sin más carmín que el indispensable para que no se notase su leve palidez, y al cuerpo pequeño pero fino y armonioso y a la preciosa nieve del pecho, intacta y por dos Soles besada, a los hombros dignos de un busto de Bernini, o al menos a mí me lo parecía, et satis erat, y a su voz, que, aunque alterada y casi tronante por la ira, o quizá justo por eso, me llenaba de lascivos deseos y lánguidos suspiros, de rústico frenesí, de sueños floridos, de olorosos delirios, y casi sentía que podía ser invisible para los demás, gracias a la niebla de deseo que me envolvía y por la que pude ver a Cloridia más sublime que una Virgen de Rafael, más inspirada que una Teresa de Ávila en éxtasis, más maravillosa que un verso del caballero Marino, más melodiosa que un madrigal de Monteverdi, más lasciva que un dístico de Ovidio y más salvadora que un tomo entero de Fracastoro. Y me decía a mí mismo que no, la poesía de una Imperia, de una Verónica, de una Madremianoquiere (cuánto me pesaba en el alma saber que mujeres tan viles, en la Estufa de las Mujeres, apenas a dos pasos de la posada, estaban dispuestas a todo, incluso conmigo, si contaba con dos escudos) jamás podría parangonarse con la suya. Así, mientras aún la escuchaba, con la rapidez de los caballos del cardinal Chigi, recordé todas las veces que había llevado hasta su puerta la tina con agua caliente para el baño, y por mucho que me devanaba los sesos no comprendía por qué, estando ella al otro lado de aquellas pocas tablas de madera, en compañía de una criada que le frotaba suavemente la nuca con agua de talco y espliego, me resultaba entonces tan indiferente como ahora me arrebataba la mente, los sentidos y el alma toda.

Así, absorto, no me daba cuenta (sólo más tarde lo entendería) de lo extraño que era aquel ataque contra los mercaderes por parte de la hija de uno de ellos, y sobre todo lo insólitas que eran esas manifestaciones de horror en la boca de una cortesana.

Aparte de mi ceguera a esas singularidades, a punto estuve de no oír los rítmicos toques de los nudillos de Cristofano a la puerta de Cloridia, quien sin embargo respondió con prontitud a la llamada e hizo pasar al médico. Me había buscado por todas partes. Necesitaba mi ayuda para la preparación de una pócima: Brenozzi se quejaba de un fuerte dolor en la mandíbula y le había pedido un remedio. De modo que, muy a mi pesar, tuve que interrumpir mi primer coloquio con la única huésped femenina del Donzello.

Enseguida nos despedimos. Quise, con los ojos de la esperanza, atisbar en su rostro un punto de tristeza por la separación, lo que no me impidió, mientras cerraba la puerta, descubrir en su muñeca una horrible cicatriz que le llegaba casi hasta el dorso de la mano.

Cristofano me llevó a la cocina, donde me encargó que buscase unas semillas, unas hierbas y una vela nueva. Luego me mandó calentar una olla con poca agua, mientras él reducía a polvo y tamizaba los ingredientes. Por fin, cuando el agua estuvo bien caliente, le echó el triturado, que al momento despidió un perfume muy agradable. En tanto preparaba el fuego para la pócima, le pregunté si era verdad, según había oído decir, que el vino blanco se podía usar para lavar y blanquear los dientes.

—Por supuesto, y obtendrás un perfecto resultado, pero sólo si lo usas para lavarte la boca. Si lo mezclas con caolín, lograrás un efecto fantástico que encantará massime a las muchachas. Has de frotarlo en dientes y encías, mejor con un paño de escarlata, como el que había en el lecho de Cloridia, y sobre el que estabas sentado.

Fingí no entender la doble alusión y me apresuré a cambiar de tema, preguntándole si había oído alguna vez hablar de coterráneos suyos como los Calandrini, los Burlamacchi, los Parenzi y otros (aunque en realidad los que pude recordar sin trabucarlos no creo que fuesen más de dos nombres). Y, mientras me ordenaba que pusiese en la olla la mezcla de hierbas y cera, Cristofano me respondió que sí, que algunos de esos nombres eran asaz conocidos en Toscana (aunque también era verdad que ciertos apellidos habían venido a menos hacía mucho tiempo), y que él mismo conocía a algunas familias porque había tratado a sus secretarios, criados y fámulos. Era especialmente conocido que, ya muchas generaciones atrás, los luqueses Burlamacci y Calandrini habían abrazado la religión de Calvino, y que sus hijos y nietos habían elegido primero Ginebra y luego Amsterdam como su patria, y que sin llegar a tanto los Benzi y los Tensini estaban muy ligados al comercio con Holanda, donde habían comprado terrenos, villas y palacios, hasta el punto de que en Toscana los llamaban «aflamencados». Todo lo que me había contado Cloridia era verdad: muchos de ellos llegaron a Amberes y Amsterdam sin medios, y aprendieron allí mismo el difícil y arriesgado arte del comercio. Algunos hicieron fortuna, se casaron y emparentaron con nobles familias del lugar; otros se arruinaron bajo el peso de las deudas y no se volvió a tener noticias suyas. Y otros murieron en algún barco hundido en los hielos árticos de Arcángel o en las aguas de Malabar. Otros, en fin, se enriquecieron, pero a edad avanzada prefirieron regresar a su patria, donde se granjearon justos honores: como Francesco Feroni, un mísero tintorero de Empoli, que empezó comerciando con Guinea sábanas viejas, sayos morados de Delft, telas de algodón, margaritas de Venecia, mucho aguardiente, vino de España y cerveza generosa. Se enriqueció tanto con sus negocios que en el gran ducado de Toscana ya había ganado gran fama antes de su regreso, pues además fue un excelente embajador del gran duque, Cosme III de Médicis, en las Provincias Unidas. Así, tomada que hubo la decisión de volver a Toscana, el propio gran duque lo nombró su Depositario General, suscitando la envidia de toda Florencia. Feroni llevó a la ciudad pingües riquezas, se compró una magnífica villa en la campiña de Bellavista, y, no obstante la malevolencia de los florentinos, se podía considerar afortunado por haber regresado a su patria y huido del peligro.

—¿El de haberse ahogado con el barco?

—¡No sólo eso, chico! Algunos comercios implican riesgos infinitos.

Habría querido preguntarle a qué se refería, pero la pócima ya estaba lista y Cristofano me pidió que la llevase al cuarto de Brenozzi, situado en el segundo piso. Siguiendo las instrucciones del médico, aconsejé al veneciano que aspirase el sahumerio aún caliente con la boca bien abierta: después de ese tratamiento, el dolor en la mandíbula le disminuiría o desaparecería del todo. Brenozzi debía dejar después fuera de su puerta la olla, para que yo pudiese recogerla. Merced al dolor de dientes me pude librar de su verborrea. Así, volví inmediatamente a la cocina para continuar la plática con el médico antes de que se retirase a su cuarto. Pero allí me encontré, por desgracia, con el abate Melani.

Me costó ocultar mi consternación. Los momentos que había pasado con Cloridia, concluidos con la inquietante visión de su muñeca martirizada, además de su singular diatriba contra los mercaderes, me apremiaban a seguir interrogando a Cristofano. Pero el médico, obedeciendo sus propias prescripciones, se había marchado prudentemente a su cuarto sin esperar a mi regreso. Y en ese momento, para abrumarme más, allí tenía a Atto Melani, al que sorprendí hurgando despreocupadamente en la despensa. Le hice notar que la violación de las disposiciones del médico nos ponía a todos en peligro y que mi deber sería informar a Cristofano. Además, le dije que todavía no era la hora de cenar, pero que no tardaría en satisfacer el apetito de los señores huéspedes, siempre y cuando (continué echando una mirada expresiva a la rebanada de pan que Melani empuñaba) pudiese disponer libremente de la despensa.

El abate Melani intentó disimular su empacho y respondió que estaba buscándome para poder hablarme de ciertas cosas que lo habían alarmado. Sin embargo, al punto lo dejé con la palabra en la boca y le dije que estaba harto de tener que hacerle caso cuando todos nos hallábamos en evidente y grave peligro y aún ignoraba qué era lo que realmente quería y buscaba, y que no estaba dispuesto a prestarme a manejos cuya finalidad no comprendía, y que era hora de que se explicase y aclarase todas las dudas, pues habían llegado a mis oídos algunos comentarios sobre él nada honrosos, y que antes de ponerme a sus servicios quería saber todo lo necesario.

El encuentro con Cloridia debía de haberme dado talentos nuevos y frescos, por cuanto pareció que mis atrevidas palabras pillaron desprevenido al abate Melani. Dijo que le sorprendía que hubiese alguien en la posada que se creyese capaz de deshonrarlo sin tener que desagraviarlo, y sin excesiva convicción me rogó que le dijese el nombre del osado.

A continuación juró que no pretendía abusar de ninguna manera de mis servicios, y afectó sumo estupor: ¿es que ya no me acordaba de que, juntos él y yo, intentábamos descubrir quién era el ignoto ladrón de las llaves de Pellegrino y de mis perlitas? ¿Y que lo que más urgía era descubrir si eso guardaba relación con el asesinato del señor de Mourai, y de qué modo todo se enlazaba —si realmente se enlazaba— con los accidentes padecidos por mi amo y el joven Bedford? ¿Es que no temía más, me reprochó, por la vida de todos nosotros?

A pesar de su incontenible lengua, me daba perfecta cuenta de que el abate estaba embrollándose.

Envalentonado por el éxito de mi improvisada salida, lo interrumpí impaciente y, con una parte del corazón aún en Cloridia, le exigí a Melani explicaciones inmediatas sobre su llegada a Roma y sobre sus auténticas intenciones.

Mientras sentía que el corazón me latía con fuerza en las sienes y me secaba imaginariamente el sudor de la frente por la audacia de esas reclamaciones, a duras penas pude ocultar mi asombro por la reacción del abate Melani. Éste, en efecto, en lugar de rechazar las arrogantes demandas de un simple mozo, de repente cambió de expresión y con la mayor sencillez y cortesía me invitó a sentarme a su lado en un rincón de la cocina, con el objeto de satisfacer mis justas exigencias. Una vez sentados, el abate comenzó a describirme una serie de circunstancias que, aunque próximas a la fábula, debo, a la luz de los hechos posteriores, reputar ciertas y ampliamente verosímiles; por eso mismo, aquí procuraré reproducirlas con la mayor fidelidad posible.

El abate Melani empezó contando que, en los últimos días del pasado mes de agosto, Colbert había caído gravemente enfermo, y que, llegado a la agonía muy poco después, se temía que el deceso fuese a sobrevenir al cabo de poco tiempo. Como ocurre en ocasiones así, es decir, cuando un hombre de Estado depositario de muchos secretos se acerca al final de la vida terrenal, los aposentos de Colbert en el barrio Richelieu se convirtieron de pronto en meta de las visitas más dispares, algunas desinteresadas, otras menos. Entre éstas figuraba la del propio Atto, que, gracias a las excelentes referencias con que contaba ante Su Majestad Cristianísima en persona, pudo introducirse sin excesivos problemas entre las paredes domésticas de su ministro. Allí, la gran confusión de miembros de la Corte que acudían a rendir homenaje al moribundo (o que simplemente hacían acto de presencia), permitió al abate desaparecer hábilmente por un pequeño salón y, una vez que sorteó la ya negligente vigilancia, entrar en las habitaciones privadas del dueño de casa. Lo cierto, con todo, es que bien pudo ser descubierto dos veces por la servidumbre, justo cuando se escondía tras un cortinaje y luego bajo una mesa.

Tras salvarse así por milagro, ya se hallaba en el despacho de Colbert, donde, sintiéndose por fin seguro, comenzó a rebuscar a toda prisa entre las cartas y los expedientes que tenía más al alcance de la mano. Un par de veces tuvo que interrumpir la inspección, alarmado por el paso de extraños en el corredor contiguo. Todos los documentos a los que pudo dar una rápida ojeada parecían casi carentes de interés. Correspondencia con el ministro de la Guerra, asuntos de la Marina, cartas relacionadas con las manufacturas de Francia, notas, cuentas, minutas. Nada fuera de lo común. Y desde la puerta volvió a oír que otros visitantes se acercaban. No podía correr el riesgo de que se difundiese el rumor de que el abate Melani había sido sorprendido, aprovechándose de la enfermedad de Colbert, hurgando clandestinamente entre los papeles del ministro. Así pues, cogió fajos de correspondencia y montones de notas de los cajones del escritorio y de los armarios, cuyas llaves no le costó mucho encontrar, y se los guardó como mejor pudo en los pantalones.

—Pero ¿teníais permiso para hacer eso?

—Para velar por la seguridad del rey, todos los gestos están permitidos —replicó con sequedad el abate.

Ya escudriñaba el corredor en penumbra antes de dejar el despacho (para la visita, el abate había elegido el atardecer, para así valerse de una menor luminosidad), cuando el instinto le hizo ver por el rabillo del ojo, sumido en un rincón, entre un pesado cortinaje de ventana y el grueso costado de un armario de ébano, un velador.

En el mueble había una alta pila de hojas blancas, y encima de aquélla, en difícil equilibrio, un imponente atril de pie muy elaborado. Y, sobre el atril, un legajo atado con una cuerda completamente nueva.

—Daba la impresión de que aún no había sido tocado —explicó Atto.

La enfermedad de Colbert, en efecto, un violento cólico renal, había alcanzado su punto álgido sólo pocas semanas antes. Desde hacía unos días se decía que ya no realizaba ciertas actividades, lo que significaba que el legajo podía seguir a la espera de un lector. Atto se decidió en un santiamén: dejó todo lo que se había guardado antes y se apoderó del legajo. Sin embargo, no bien levantó el paquete, su mirada volvió a caer en la pila de hojas blancas, deformada por el peso del atril.

—Vaya sitio para colocar papel para escribir —me dije para mis adentros, atribuyendo semejante bétise al típico criado idiota.

Con el atril bajo el brazo, el abate quiso echar un rápido vistazo a las hojas aún vírgenes, por si se ocultaba entre ellas algún documento interesante. Nada. Era papel de excelente calidad, muy liso y pesado. Comprobó, empero, que algunas hojas habían sido cortadas de un modo tan cuidadoso como singular: todas tenían la misma forma, como una estrella de puntas irregulares.

—Primero pensé en una manía senil del Colubra. Luego me apercibí de que algunas hojas tenían signos de frotamiento y, en el borde de una de las puntas, estrías muy leves, como de grasa negra. Mi sorpresa aumentó —prosiguió Atto— cuando noté que el enorme peso del atril me estaba entumeciendo el brazo. Decidí, pues, dejarlo en el escritorio, y entonces descubrí con horror que un extremo del delicadísimo encaje de la manga se me había enredado en una tosca juntura del atril.

Cuando el abate consiguió zafar el encaje, éste tenía restos de grasa negra.

«Oh, culebrilla presuntuosa, ¿creías que me la podías jugar?», se dijo Melani con una intuición fulgurante.

Y sin pensarlo dos veces, cogió una de las estrellas de papel aún nuevas. Tras examinarla con atención, la sobrepuso a una de las viejas y la hizo girar rápidamente, hasta identificar la punta precisa. Luego la introdujo en la juntura. Sin embargo, no pasó nada. Nervioso, volvió a intentarlo, pero el resultado fue el mismo. Como la estrella ya se había arrugado, tuvo que coger otra. Introdujo la nueva con suma delicadeza en la juntura, pegando el oído como hacen los maestros relojeros cuando están a punto de disfrutar del primer tictac de la péndola que ellos mismos han devuelto a la vida. Y fue precisamente un leve disparo lo que el abate oyó en cuanto la punta de la hoja rozó el fondo de la ranura: uno de los extremos del pie del atril se había abierto, a la manera de un cajón, descubriendo una pequeña cavidad que contenía un sobre con la efigie de una serpiente.

«Presuntuosísima culebra», dijo para sí el abate Melani ante el emblema del Colubra, que tan sorpresivamente lo acogía.

En ese ínterin, en el corredor Atto oyó un ruido de pasos que parecían acercarse rápidamente. Cogió el sobre, se colocó la chaqueta tratando de ocultar lo mejor posible la protuberancia que formaba el bulto y, escondido detrás de un cortinaje, esperó a que el hombre llegase al despacho. Por fin, alguien cruzó el umbral y dijo, dirigiéndose a otros:

—Ya habrá pasado.

Como no habían visto al abate Melani entrar en la habitación del enfermo, los criados de Colbert estaban buscándolo. La puerta se cerró y el criado volvió sobre sus pasos. Melani salió en absoluto silencio y fue sin prisa hacia la puerta de la calle. Allí saludó a un lacayo con una franca sonrisa: «Se restablecerá pronto», dijo, mirándolo directamente a los ojos mientras ganaba la puerta.

En los días siguientes no corrió ningún rumor de la desaparición del legajo, y el abate pudo leerlo con toda tranquilidad.

—Perdonad, señor abate —lo interrumpí—. Pero ¿cómo descubristeis cuál era la punta de papel que había que introducir en la ranura?

—Muy fácilmente, todas las estrellas de papel ya usadas tenían restos de grasa exactamente en la misma punta. La Serpiente cometió un craso error al dejarlas allí. Evidentemente, en los últimos tiempos sus sentidos habían empezado a ofuscarse.

—¿Y por qué el cajoncito secreto no se abrió enseguida?

—Pensé, absurdamente, en un mecanismo vulgar —respondió Atto con un suspiro— que saltaría en cuanto se tocase el fondo de la ranura con la llave precisa, vale decir, con una punta de papel en un preciso grado de inclinación. Pero subestimé a los maestros ebanistas de Francia, capaces de idear mecanismos de todo punto admirables. En realidad, y ahí residía la importancia de utilizar un material noble como esas hojas de exquisita factura, eran múltiples y muy sensibles mecanismos metálicos situados no en el fondo, sino a lo largo del último tramo de la ranura, y que sólo se ponían en funcionamiento, uno tras otro, mediante un lento rozamiento de ambos lados. —Callé, pasmado—. Tendría que haberme dado cuenta enseguida —concluyó Atto con una mueca—. Las estrellas usadas, en efecto, no estaban manchadas de negro en las puntas propiamente dichas, sino en sus bordes.

Su intuición no lo defraudó: había caído en sus manos, según sus propias palabras, uno de los casos más extraordinarios. El sobre con la cara del Colubra (y recalcó la expresión) contenía correspondencia en latín, enviada desde Roma por un desconocido en el que Melani reconocía, a partir del estilo y otros particulares, a un eclesiástico. El papel estaba amarillento y parecía remontarse a muchos años atrás. En las misivas se hacía referencia a noticias reservadas que con anterioridad el propio informador había comunicado al destinatario. Este último, como se colegía por el sobre, era el señor Superintendente General de Finanzas, Nicolás Fouquet.

—¿Y por qué las tenía Colbert?

—Ya te he dicho que, en el momento del arresto y en los días siguientes, a Fouquet le secuestraron todos los papeles y la correspondencia, así la privada como la relativa a asuntos de Estado.

El lenguaje del misterioso prelado era tan críptico que Melani no pudo entender siquiera la naturaleza del secreto al que aludía. Entre otras cosas, notó que una de las epístolas empezaba por mumiarum domino, pero no logró dar con ninguna explicación.

Sin embargo, la parte más interesante del relato del abate estaba aún por llegar, y ahí la cosa rayaba en lo increíble. El paquete que Atto había encontrado a la vista sobre el escritorio contenía correspondencia muy reciente que, debido a la enfermedad, Colbert aún no había podido despachar. Aparte de algunos documentos sin importancia, había dos cartas de Roma del pasado mes de julio, destinadas con casi absoluta seguridad (como se podía deducir por las fórmulas de respeto) a Colbert en persona. El remitente debía de ser un hombre de confianza del ministro, y refería la presencia en la ciudad de la ardilla sobre el arbor caritatis.

—¿Y…?

—Muy sencillo. La ardilla es el animal del escudo de Fouquet, el arbor caritatis no puede ser más que la ciudad de la misericordia, es decir, Roma. Pues bien, según el informador, el ex superintendente Fouquet fue visto y seguido tres veces: en un lugar llamado piazza Fiammetta, en las cercanías de la iglesia de Sant’Apollinare, y en piazza Navona. Tres enclaves, si no estoy equivocado, de la Ciudad Santa.

—Pero eso es imposible —objeté—. ¿Fouquet no murió en la cárcel de…?

—De Pignerol, sí, hace tres años y en los brazos de su hijo, a quien piadosamente se le permitió estar a su lado en el momento postrero. Empero, las cartas del informador de Colbert, aunque en clave, para mí eran elocuentes: estaba aquí, en Roma, desde hacía algo más de un mes.

Así las cosas, el abate decidió entonces viajar inmediatamente a Roma para resolver el misterio. Había dos posibilidades: o la noticia de la presencia de Fouquet en Roma era cierta (lo que habría desbordado cualquier fantasía, ya que de todos era sabido que el anciano superintendente había muerto de una larga enfermedad después de vivir recluido en una fortaleza durante casi veinte años); o era falsa, en cuyo caso había que averiguar si alguien, un agente infiel, tal vez, estaba difundiendo falsos rumores con el fin de desconcertar al rey y a la Corte, y de ayudar a los enemigos de Francia.

Una vez más advertí que se encendía en los ojos del abate una chispa de júbilo malicioso, una solitaria complacencia, una muda lujuria al contar tan secretos y sorprendentes hechos a alguien como yo, un pobre mozo del todo ajeno a intrigas, confabulaciones y ocultos asuntos de Estado.

—¿Colbert murió?

—Por supuesto, dadas sus condiciones. Aunque no antes de mi marcha. —Colbert, en efecto, como sabría más tarde, murió el 6 de septiembre, exactamente una semana antes de que el abate Melani me contase cómo se había introducido en su casa—. A los ojos del mundo, murió como un vencedor —añadió Atto tras una pausa—, muy rico y poderoso. Compró para su familia los mejores cargos y títulos nobiliarios: su hermano Charles se convirtió en marqués de Croissy y secretario de Estado de Asuntos exteriores; otro hermano, Edouard-Francois, fue nombrado marqués de Maulévrier y lugarteniente general de los ejércitos del rey; su hijo Jean-Baptiste se convirtió en marqués de Seignelay, y es además secretario de Estado de la Marina. Por no mentar a otros hermanos e hijos varones a los que destinó a brillantes carreras militares y eclesiásticas, y los ricos matrimonios que concertó para sus tres hijas, todas ellas convertidas en duquesas.

—Pero ¿no había Colbert puesto el grito en el cielo, acusando a Fouquet de enriquecerse y de situar a sus hombres en todas partes?

—Pues sí, y después se mancilló con el despotismo más descarado. Plagó todo el reino de espías, eliminó y arruinó a los amigos más sinceros del superintendente. —Sabía que Melani estaba refiriéndose también a su propio exilio de París—. Y no sólo eso: Colbert llegó a acumular un patrimonio neto de más de diez millones de livres, sobre cuya procedencia nunca nadie albergó sospechas. Mi pobre amigo Nicolas, en cambio, se endeudó personalmente para recaudar fondos para Mazzarino y la guerra contra España.

—Un hombre astuto, el señor de Colbert.

—Y sin escrúpulos —dijo con vehemencia Melani—. Ensalzado siempre por sus amplias reformas del Estado, está destinado, mal que me pese, a pasar a la Historia. Pero todos en la Corte sabemos perfectamente que cada una de sus reformas se las robó a Fouquet: las operaciones sobre las rentas y las haciendas, la reducción de los impuestos, las desgravaciones, las grandes manufacturas, la política naval y colonial. No es casual que muy pronto mandara quemar todos los documentos del superintendente.

Según me explicó el abate, Fouquet fue el primer armador y colonizador de Francia, el primero que recuperó el viejo sueño de Richelieu de hacer de la costa atlántica y del golfo de Morbihan el centro de renovación económica y marítima del reino. Fue él quien, tras dirigir la victoriosa guerra contra España, descubrió y organizó a los tejedores de la aldea de Maincy, donde Colbert crearía luego las Manufacturas Gobelins.

—Por otra parte, el mundo pudo comprobar rápidamente que esas reformas no eran harina de su costal. Colbert fue, durante veintidós años, interventor general, un título más modesto con el que, para complacer al rey, rebautizó el oficialmente abolido cargo de superintendente. Fouquet, en cambio, había permanecido en el Gobierno sólo ocho años. Y ahí radicaba el problema: mientras pudo, la Serpiente siguió las huellas de su antecesor y el éxito le sonrió. Luego, sin embargo, tuvo que continuar solo el plan de reformas que le robaron a Fouquet tras el arresto. A partir de ese momento, Colbert no daría más que pasos en falso: en la política industrial y mercantil, donde ni los nobles ni la burguesía le concedieron crédito, como tampoco en la política marítima, donde ninguna de sus compañías navales, de las que tanto alardeaba, duró mucho, y ninguna pudo jamás acabar con la supremacía de los ingleses y holandeses.

—Pero ¿el Rey Cristianísimo no se daba cuenta de nada?

—El rey se reserva celosamente sus propios cambios de juicio. Pero parece que no bien los médicos dieron a Colbert por desahuciado, inauguró una ronda de consultas para elegir al sucesor, y que propuso una lista de nombres de ministros de índole y formación asaz distintas a las de Colbert. A quien se lo señaló, cuentan que su Majestad respondió: «Los he elegido justo por eso».

—¿Así que Colbert murió en desgracia?

—No exageremos. Diría, más bien, que todo su ministerio sufrió las continuas iras del rey. Colbert y Louvois, ministro de la Guerra, los dos intendentes más temidos de Francia, tenían escalofríos y sudores cada vez que el rey los convocaba a consejo. Gozaban de la confianza del soberano, pero eran sus dos mayores esclavos. Colbert debió de advertir muy pronto lo difícil que era ocupar el puesto de Fouquet y afrontar todos los días como él las peticiones de dinero que hacía el rey para guerras y ballets.

—¿Cómo se las compuso?

—De la forma más cómoda. El Colubra empezó a acopiar en las manos de una sola persona, el soberano, todas las riquezas que hasta entonces habían pertenecido a pocos. Suprimió innumerables cargos y pensiones, despojó, en una palabra, a París y al reino de todos los lujos privados, y todo terminó en las arcas de la Corona. El pueblo, que antes pasaba hambre, ahora moría de desnutrición.

—¿Colbert llegó a ser más poderoso que Fouquet?

—Mucho más, chico. Mi amigo Nicolás nunca dispuso de la libertad de la que pudo gozar su sucesor. Colbert se metió en todo, intervino en ámbitos que quedaron fuera del alcance de Fouquet, quien casi siempre tuvo también dificultades para actuar en tiempo de guerra. Sin embargo, el pasivo dejado por la Serpiente es mayor que aquel por el cual Fouquet fue designado causante de la ruina del Estado, precisamente él que por el Estado se había arruinado.

—¿Nadie inculpó nunca a Colbert?

—Hubo varios escándalos. Como el único caso de falsificación de moneda ocurrido en Francia en los últimos siglos, en el que estaban complicados todos los hombres del Colubra, incluido su sobrino. O el saqueo y el comercio ilícito de los árboles de Borgoña, o la explotación dolosa de los bosques de Normandía, en la que se hallaba el propio hombre de Colbert, Berryer, que había falsificado materialmente los documentos en el proceso Fouquet. Timos, todos ellos, concebidos para que su familia amasase más dinero.

—Una existencia afortunada, la suya.

—No estoy tan seguro. Se pasó la vida fingiendo que era un hombre integérrimo, acumulando una fortuna que nunca pudo disfrutar. Fue siempre desmedidamente envidioso. Tenía que sudar la gota gorda para que se le ocurriese una idea que no fuese desdeñable. Víctima de su ansia de poder, se hizo con el control de todos los sectores del país, lo que le exigía estar todo el tiempo a la mesa de su despacho. Nunca se divirtió ni un rato, y sin embargo el pueblo lo odiaba. Cada día tenía que aguantar las más funestas iras del soberano. Fue burlado y despreciado por su ignorancia. Esas iras y su ignorancia, en fin, acabaron matándolo.

—¿Qué queréis decir?

El abate rió con ganas.

—¿Sabes qué llevó a Colbert al lecho de muerte?

—Habéis dicho que un cólico renal.

—Así es. Pero ¿sabes por qué? El rey, enfurecido por su última necedad, lo convocó y lo llenó de insultos e injurias.

—¿Por algún error en la administración?

—Mucho peor. Por imitar las competencias de Fouquet, Colbert metió las narices en la construcción de una nueva ala del palacio de Versalles, imponiendo sus opiniones a los constructores, quienes no consiguieron hacerle entender los riesgos de su descabellada intervención.

—Pero ¿cómo es posible que Colbert siguiese obsesionado con Fouquet cuando éste llevaba ya tres años en la cárcel?

—Mientras Fouquet se mantuvo con vida, aunque enterrado en Pignerol, Colbert vivió en el constante terror de que cualquier día el rey lo reintegrara a su puesto. Desaparecido Fouquet, el alma del Colubra quedó transida por la memoria de su antecesor, mucho más brillante, genial, culto, amado y admirado. Colbert tuvo muchos hijos, sanos y robustos; los enriqueció a todos y alcanzó un poder inmenso, mientras que la familia de su adversario fue dispersada lejos de la capital y condenada a luchar perpetuamente contra los acreedores. Ahora bien, la mente del Colubra jamás pudo librarse de la primera y única derrota que le había infligido la Madre Naturaleza, que con desprecio le negara los dones que tan generosamente le había concedido a su rival Fouquet.

—¿Cómo acabó la construcción de Versalles?

—La nueva ala se vino abajo y toda la Corte se rió de él. El rey echó un soberano rapapolvo a Colbert, que, abrumado por la vergüenza, sufrió un violentísimo cólico. Tras pasar varios días gritando de dolor, la enfermedad lo condujo a la agonía.

Me había quedado sin palabras, absorto por el poder de la venganza divina.

—Vos erais realmente un buen amigo del superintendente Fouquet —fue lo único que se me ocurrió decir.

—Me habría gustado ser un amigo mejor.

Oímos que una puerta se abría y enseguida volvía a cerrarse en el primer piso, y que alguien se dirigía hacia las escaleras.

—Más vale que dejemos el campo libre, llega la Ciencia —dijo Atto refiriéndose a Cristofano—. Pero recuerda que tenemos algo que hacer más tarde.

Y fue a agazaparse a toda prisa en la escalera que conducía a la bodega, a la espera de que pasase el médico, para luego escabullirse rápidamente hacia las plantas superiores.

Cristofano había acudido para pedirme que me apresurase a preparar la cena, pues los huéspedes estaban protestando.

—Me ha parecido oír pasos mientras bajaba. ¿Había alguien aquí?

—No, nadie, me habréis oído a mí. Estaba aprestándome con los fuegos —respondí fingiendo que estaba atareado con las ollas.

Hubiera querido retener al médico, pero Cristofano, satisfecho con mi respuesta, volvió al momento a su cuarto, rogándome que sirviese la cena lo antes posible. Por suerte, pensé, se había optado por servir sólo dos comidas al día.

Me puse a hacer una sopa de sémola con alubias, ajo, canela y azúcar, a todo lo cual luego añadiría queso y un poco de hierbas olorosas, además de galletas y medio cuartillo de vino aguado.

Mientras me dedicaba a la sopa, en mi pobre mente de mozo bullían mil turbios pensamientos. El primer lugar lo ocupaba todo lo que me había contado el abate Melani. Estaba conmovido: por fin conocía, pensaba, todas las cuitas presentes y pasadas del abate: hombre capaz de mendacidad y disimulación (¿quién no lo es en alguna medida?), pero nada dado a renegar de su pasado. Su antigua familiaridad con el superintendente Fouquet era la mancha que no habían podido borrar ni su huida juvenil a Roma ni sus sucesivas humillaciones, y que quizá aún entonces era la causa de que el favor del rey le fuese incierto. Pese a ello, seguía defendiendo la memoria de su benefactor. Tal vez hablase tan libremente sólo conmigo, que desde luego nunca podría contar nada a la Corte francesa.

Recordé luego todo lo que el abate había descubierto entre los papeles de Colbert. Con la mayor tranquilidad me confió que había sustraído del despacho del Colubra documentos reservados, forzando los mecanismos que debían protegerlos. Ahora bien, dado el carácter del hombre, eso no me sorprendía, pues ya sabía bastante de él por lo que había oído a otros y por mi trato personal. En cambio, lo que sí me había llamado poderosamente la atención era la misión de la que, según sus propias palabras, se había hecho cargo: encontrar en Roma a su antiguo amigo y protector, el superintendente Fouquet. No debía de tratarse de un asunto nimio para el abate Melani, y no sólo porque hasta entonces todo el mundo creía muerto al superintendente, sino porque además era la persona que, aunque involuntariamente, había involucrado a Atto en el escándalo: y yo parecía, a decir del abate, el único depositario de tan secreta misión, que sólo el repentino cierre de la posada por cuarentena, pensé, había momentáneamente interrumpido. Así pues, cuando me adentré en el túnel situado debajo de la posada, me hallaba en compañía de un agente especial del rey de Francia. Me sentí honrado de que le apasionase tanto resolver los extraños casos acaecidos en el Donzello, entre ellos, el robo de mis perlitas. Es más, él mismo había requerido con insistencia mi ayuda. No tenía ya el menor reparo en entregar al abate la copia de las llaves de los cuartos de Dulcibeni y de Devizé, que apenas en la víspera le había negado. Pero ya era tarde: debido a las disposiciones de Cristofano, ambos, como los otros huéspedes, tenían que quedarse todo el tiempo en su cuarto, lo que impedía cualquier registro. Además, el abate ya me había aclarado la inoportunidad de hacerles preguntas, que sólo habrían servido para despertar sus sospechas.

Estaba orgulloso de compartir tantos secretos, aunque, al fin y al cabo, eso no era nada comparado con la maraña de sentimientos que me había provocado el coloquio con Cloridia.

Tan pronto como terminé de llevar la cena a los cuartos de cada huésped, fui primero a la habitación de Bedford y luego a la de Pellegrino, donde Cristofano y yo nos ocupábamos de dar de comer a los enfermos. El inglés farfullaba palabras incomprensibles. El médico parecía preocupado, hasta el punto de que fue al cuarto de al lado, el de Devizé, para explicarle en qué condiciones se hallaba Bedford y rogarle que dejase, al menos por el momento, de tocar su guitarra. El músico, en efecto, practicaba sonoramente, repitiendo con su instrumento una de sus chaconas preferidas.

—Haré algo mejor —respondió lacónico Devizé.

Y, en vez de dejar de tocar, atacó las notas de su rondó. Cristofano estaba a punto de protestar, mas el encanto misterioso de aquella música lo envolvió, se le iluminó el rostro y, asintiendo afablemente, se fue del cuarto sin hacer ruido.

Poco después, mientras bajaba de la habitación de Pellegrino, en el desván, alguien, en la segunda planta, me llamó con un bisbiseo. Era el padre Robleda, cuyo cuarto estaba pegado a las escaleras. Asomado a su puerta, me pidió noticias de los dos enfermos.

—¿Y el inglés no está mejor?

—Creo que no —respondí.

—¿Y el médico no tiene ninguna novedad que contarnos?

—Creo que no.

Entre tanto, llegaba hasta nosotros el último eco del rondó de Devizé. Robleda, oyendo esas notas, se abandonó a un lánguido suspiro.

—La música es la voz de Dios —se justificó.

Como llevaba los ungüentos, aproveché para preguntarle si tenía un rato para que le administrase los remedios contra el contagio.

Con un gesto me invitó entonces a entrar en su cuartito, y enseguida fui a dejar mis cosas en una silla situada al lado de la puerta.

—No, no, espera, ésa la necesito.

Apresuradamente apoyó en la silla una cajita de cristal con un marco negro de peral, sujeta sobre pequeños y bulbosos pies de plata, en cuyo interior había una pequeña imagen de Cristo, frutas y flores.

—La he comprado en Roma. Es muy valiosa, y en la silla está más segura.

El débil pretexto de Robleda me reveló que sus ganas de charlar, tras largas horas pasadas en soledad, eran tan grandes como su miedo a estar cerca de quien debía tocar a diario a Bedford. Le recordé entonces que tenía que aplicar con mis propias manos los remedios, pero que no debía recelar, dado que el propio Cristofano había hablado de mi resistencia al contagio.

—Claro, claro —se limitó a decir como muestra de cauta confianza. Le pedí que se descubriese el tórax, pues tenía que ungirlo y luego aplicarle un emplasto en la región del corazón, y massime alrededor de la tetilla izquierda—. ¿Y eso por qué? —preguntó turbado el jesuíta.

Le expliqué que tal era la recomendación de Cristofano, como consecuencia de su carácter ansioso, que podía debilitarle el corazón.

Se tranquilizó y, mientras yo abría la bolsa y buscaba los correspondientes frasquitos, él se tumbó boca arriba en el lecho, sobre el cual colgaba un retrato de Nuestro Señor Inocencio XI.

Casi al momento Robleda empezó a quejarse de las indecisiones de Cristofano, así como del hecho de que después de tanto tiempo aún no tuviese una explicación para la muerte de Mourai ni para la dolencia que aquejaba a Pellegrino. Había, además, incertidumbres acerca de la peste de la que era víctima Bedford, lo que bastaba para aseverar, sin sombra de duda, que el médico toscano era incapaz de cumplir su cometido. Acto seguido pasó a quejarse de los otros huéspedes y de don Pellegrino, a los que culpaba de todo. Comenzó por mi amo, quien según él no había cuidado como debiera la higiene de la posada. Dedicó las siguientes críticas a Brenozzi y Bedford, quienes, como habían viajado mucho, bien podían haber introducido en el Donzello aquel sombrío morbo. Por el mismo motivo habló mal de Stilone Priàso (que procedía de Nápoles, ciudad donde el aire era notoriamente malsano), de Devizé (que también procedía de allí), de Atto Melani (cuya presencia en la posada y cuya pésima fama hacían indispensable la oración), de la mujer de la torreta (de cuya habitual estancia allí juraba no haber estado nunca al corriente, pues de lo contrario jamás habría aceptado pernoctar en el Donzello), y, por último, imprecó contra Dulcibeni, cuya aviesa expresión de jansenista, dijo Robleda, nunca le había gustado.

—¿Jansenista? —pregunté, deseoso de saber qué significaba esa palabra que oía por primera vez.

Robleda me explicó entonces sucintamente que los jansenistas eran una secta peligrosísima y perniciosa. Tomaban el nombre de Jansenio, fundador de la doctrina (si se le podía dar tal nombre), y entre sus seguidores se contaba un loco, un tal Pascual o Pascal, que usaba medias empapadas en coñac para calentarse los pies y había escrito unas cartas que contenían graves ofensas contra la Iglesia, Nuestro Señor Jesús y todas las personas honestas, sensatas y con fe en Dios. En ese momento el jesuíta se interrumpió y torció la nariz.

—¡Vaya peste inverecunda tiene este aceite tuyo! ¿Estás seguro de que no es veneno?

Lo tranquilicé sobre la autoridad del remedio, puesto a punto por el maestro Antonio Fiorentino para preservar de la peste en los días de la República de Florencia. Los ingredientes, como me había explicado Cristofano, no eran sino teriaca de Levante hervida con zumo de limones, carlina, imperatoria, genciana, azafrán, díctamo blanco y sandáraca. Entonces me pareció que el mero sonido de los nombres de aquellos simples, amén del suave masaje que había empezado a darle en el tórax, surtía el efecto de arrullar a Robleda, que se olvidó del mal olor. Según ya había observado con Cloridia, los penetrantes efluvios del preparado y los distintos tocamientos que yo efectuaba para aplicar los remedia de Cristofano, pacificaban a los huéspedes hasta lo más hondo de su alma y les soltaban la lengua.

—¿Así que esos jansenistas son casi herejes? —inquirí.

—Más que casi —respondió complacido Robleda.

Tanto es así que Jansenio había escrito un libro cuyas proposiciones el papa Inocencio X, hacía muchos años, había ásperamente condenado.

—Pero ¿por qué, según vos, el señor Dulcibeni pertenece a las filas de los jansenistas?

Robleda me contó que la tarde previa al principio de la cuarentena había visto a Dulcibeni volver al Donzello con unos libros bajo el brazo, libros que probablemente había comprado en una librería de la vecina piazza Navona, donde tales establecimientos menudean. Entre los textos, Robleda había podido vislumbrar el título de un libro prohibido que precisamente era favorable a esas doctrinas herejes. Lo cual, en opinión del jesuíta, era señal inequívoca de la pertenencia de Dulcibeni a las filas de los jansenistas.

—Sin embargo, es extraño que un libro así se pueda comprar aquí, en Roma —objeté—, pues seguramente el papa Inocencio XI habrá condenado a los jansenistas.

Al padre Robleda se le descompuso el rostro. Subrayó que, al contrario de lo que pensaba, el papa Odescalchi había tenido con los jansenistas muchos actos de graciosa atención, hasta el punto de que en Francia, donde el Rey Cristianísimo albergaba hacia los jansenistas el mayor recelo, se acusaba desde hacía tiempo al Papa de culpable simpatía para con los seguidores de esa doctrina.

—Pero ¿cómo es posible que Nuestro Señor papa Inocencio XI sienta simpatía por los herejes? —pregunté estupefacto.

El padre Robleda, tumbado con los brazos bajo la cabeza, me miró de lado con ojillos centelleantes.

—A lo mejor sabes que entre Luis XIV y Nuestro Señor el papa Inocencio XI hay desde hace tiempo una gran desavenencia.

—¿Queréis decir que el Pontífice apoya el jansenismo sólo por perjudicar al rey de Francia?

—No olvides —respondió con socarronería— que un Pontífice es además un príncipe con un dominio temporal que tiene el deber de defender y promover valiéndose de cualquier medio.

—Pero todo el mundo habla maravillas del papa Odescalchi —protesté—. Ha abolido el nepotismo, ha saneado las cuentas de la Cámara Apostólica, ha hecho de todo para ayudar en la guerra contra los turcos…

—Nada de lo que dices es falso. En efecto, ha evitado conceder algunos cargos a su sobrino, Livio Odescalchi, y ni siquiera lo ha nombrado cardenal. De hecho, esos cargos se los ha quedado para sí. —Me pareció una respuesta maliciosa, si bien no negaba literalmente mis afirmaciones—. Como todas las personas hechas al comercio, conoce bien el valor del dinero. Así, se le reconoce que ha sabido invertir bien la herencia que recibió de su tío de Génova. Aproximadamente… quinientos mil escudos, dicen. Sin contar los jirones de varios legados más que ha tenido buen cuidado de disputar a sus parientes —añadió apresuradamente, bajando el tono de voz.

Y, antes de que pudiese sobreponerme a la sorpresa y preguntarle si realmente el Pontífice había heredado tan desmesurada suma de dinero, Robleda prosiguió.

—No se significa por su bizarría, nuestro buen Pontífice. Se dice, pero ojo —enfatizó—, no es más que un chisme, que de joven, por cobardía, se alejó de Como por no hacer de arbitro en un pleito entre amigos. —Calló un instante, y enseguida continuó—: Eso sí, suyos son los santos dones de la constancia y de la perseverancia. Casi a diario escribe a su hermano y a otros parientes para que le den noticias de las posesiones de la familia. Según parece, es incapaz de pasar dos días sin controlar, aconsejar, recomendar… Por otra parte, las rentas de la familia son notables. Aumentaron de improviso con la peste de mil seiscientos treinta, tanto que en Como se cuenta que los Odescalchi se aprovecharon de la mortandad de los apestados y que recurrieron a notarios complacientes para que pusiesen a su nombre las propiedades de los muertos que no tenían herederos. Pero, ¡válgame Dios, no son más que calumnias! —dijo Robleda santiguándose para luego concluir—: Sea como fuere, sus posesiones son tantas que yo creo que han perdido la cuenta: tierras, inmuebles arrendados a órdenes religiosas, cargos venales, adjudicaciones para la recaudación de tributos… Y además muchos créditos, sí, diría que sobre todo préstamos, a muchas personas, incluso a algún cardenal —contó el jesuita con indiferencia, fingiendo interés por una grieta del techo.

—¿La familia del Pontífice se enriquece con créditos? —me sorprendí—. Pero ¡si precisamente el papa Inocencio ha prohibido a los judíos ser prestamistas!

—Ya —respondió de forma enigmática el jesuita.

Y entonces me despidió de pronto, con el pretexto de la oración vespertina. Hizo ademán de levantarse de la cama.

—Lo cierto es que aún no he terminado: ahora os tengo que aplicar un emplasto —le dije impidiéndole moverse.

Siguió tumbado sin protestar. Parecía meditabundo.

Tras echar una ojeada a las notas de Cristofano, cogí un trozo de arsénico cristalino y lo envolví en un poco de cendal. Me acerqué al jesuita y le unté el emplasto en la mamila. Debía esperar a que se secase, para luego licuefarlo de nuevo con vinagre.

—De todos modos, te ruego que no des crédito a todas las malévolas habladurías que se cuentan sobre el papa Inocencio desde los días de doña Olimpia —dijo mientras me ocupaba de la operación.

—¿Qué habladurías?

—Ah, nada, nada: no son más que venenos. Y más potentes que el que debió de matar a nuestro pobre Mourai.

Y luego calló con aire misterioso y, me dio la impresión, sospechoso.

Me inquieté. ¿Por qué había recordado el jesuita el veneno que podía haber asesinado al anciano francés? ¿No era sino un casual parangón, como parecía? ¿O la misteriosa alusión ocultaba algo más y tenía quizá algo que ver con los subterráneos, no menos misteriosos, del Donzello? Aunque yo mismo me taché de tonto por mis temores, enseguida esa palabra —veneno—, tornó a rondarme por la cabeza.

—Perdonad, padre, pero ¿qué queréis decir?

—Más te vale permanecer en la ignorancia —zanjó la cuestión distraídamente.

—¿Quién es doña Olimpia? —insistí.

—¿No me digas que nunca has oído mencionar a la Papisa? —susurró volviéndose a mirarme con asombro.

—¿La Papisa?

Fue así como Robleda, apoyado de costado sobre un codo y con aire de hacerme una enorme concesión, empezó a contarme con voz prácticamente inaudible que el papa Odescalchi había sido nombrado cardenal por el papa Inocencio X Pamphili, casi cuarenta años atrás. El último había reinado con gran fasto y magnificencia, haciendo olvidar ciertos hechos desagradables que se habían producido durante el Pontificado precedente, el de Urbano VIII Barberini. Sin embargo, alguien, y aquí el tono del jesuíta bajó una octava más, pudo observar que entre el papa Inocencio X, de la familia Pamphili, y la esposa de su hermano, Olimpia Maidalchini, fluía una gran simpatía. Se contaba (todo calumnias, faltaría más) que la intimidad entre los dos era desmedida y sospechosa, aun tratándose de dos parientes cercanos, entre los que el afecto, la calidez y muchas otras cosas, dijo clavando durante un fulminante momento su mirada en la mía, son del todo naturales. Ahora bien, tal era la libertad que el papa Pamphili consentía a su cuñada, que ésta pasaba casi todas las horas del día y de la noche en sus aposentos, metía el cuezo en sus negocios y se inmiscuía hasta en los asuntos de Estado: fijaba las audiencias, otorgaba privilegios, se atribuía el honor de tomar decisiones en nombre del Papa… Y no es que doña Olimpia dominase con la hermosura, pues era más bien repulsiva, sino con la increíble fuerza de un temperamento casi viril. Los embajadores de las potencias extranjeras le enviaban continuamente regalos, sabedores del poder que ejercía en la Santa Sede. El Pontífice, en cambio, era débil, sumiso, de humor melancólico. En Roma las habladurías aumentaban sin cuento, y hubo quien le tomó el pelo al Papa enviándole anónimamente una medalla con la cuñada en guisa de Pontífice, con la tiara y todo, y en la cara opuesta Inocencio X, con tocado femenino y aguja e hilo en la mano.

Los cardenales se rebelaron contra tan indecorosa situación y durante un tiempo consiguieron alejar a la mujer, pero al final Olimpia logró recuperar el poder y acompañar al Papa hasta la tumba, y, además, a su manera: durante dos días ocultó al pueblo el fallecimiento del Pontífice, para así tener tiempo de sacar de los aposentos papales todos los objetos de valor. Mientras, el pobre cuerpo exánime quedó abandonado en una habitación a merced de las ratas, sin que nadie hiciese nada por sepultarlo. Al final, las exequias tuvieron lugar entre la indiferencia de los cardenales y las injurias y burlas del pueblo llano.

Pues bien, a doña Olimpia le gustaba jugar a las cartas, y se cuenta que una noche, en una alegre reunión de damas y caballeros a su mesa, un joven clérigo, después de que se retiraran del juego los otros asistentes, aceptó con garbo el reto que le lanzó doña Olimpia. Se cuenta también que alrededor de ambos se congregó mucha gente para asistir a esa insólita contienda. Así, durante más de dos horas los dos se enfrentaron, sin cuidarse del tiempo ni del dinero, brindando a los presentes motivo de gran regocijo; y al final de la velada doña Olimpia volvió a su casa con una suma cuyo monto exacto jamás se ha sabido, pero que todos afirman era inmenso. Asimismo, corre el rumor de que el joven desconocido, que en realidad en casi todo momento tuvo mejor juego que su adversaria, graciosamente se las agenció para enseñar sus cartas a un criado de doña Olimpia, y perder así todas las manos decisivas, sin por otra parte (como caballerosidad obliga) hacérselo notar a nadie, aún menos a la ganadora, sino más bien afrontando con magnífica indiferencia la grave derrota. Bueno, el caso es que poco después el papa Pamphili nombró cardenal a aquel clérigo, que respondía al nombre de Benedicto Odescalchi y obtendría la púrpura con tan sólo treinta y cuatro años.

Entre tanto, yo ya había terminado el masaje con el ungüento.

—Pero recuerda —me advirtió apresuradamente Robleda con voz ya normal, mientras se quitaba el emplasto del pecho—, sólo son habladurías. De hecho, no hay una sola prueba material de aquel episodio.

No bien dejé el cuarto del padre Robleda, al pensar en el coloquio mantenido con aquel sacerdote flácido y monicaco se apoderó de mí una sensación de inquietud que ni yo mismo me podía explicar. No hacía falta un ingenio sobrenatural para comprender lo que pensaba el jesuita: que Nuestro Señor el papa Inocencio XI, en vez de un Pontífice probo, honrado y santo, no era sino un defensor de los jansenistas, que perseguía, además, malograr los planes del rey de Francia, con el que se hallaba enfrentado. Por si eso fuera poco, tenía insanos apetitos materiales, avidez y avaricia, y había llegado a corromper a doña Olimpia para obtener el cardenalato. Ahora bien, si semejante retrato hubiese sido verídico, razonaba yo, ¿cómo podía ser Nuestro Señor papa Inocencio XI la misma persona que había devuelto la austeridad, el decoro y la frugalidad al seno de la Santa Madre Iglesia? ¿Cómo podía ser la misma persona que desde hacía décadas prodigaba limosnas a los pobres de todas partes? ¿Cómo podía ser el mismo que había llamado a los príncipes de toda Europa para que uniesen sus fuerzas contra el turco? Era un hecho que los Pontífices anteriores habían llenado de regalos a sus sobrinos y familiares, mientras que él había interrumpido tan inoportuna tradición; era un hecho que había saneado las cuentas de la Cámara Apostólica; y, por último, era un hecho que Viena estaba resistiendo el avance de la marea otomana gracias a los esfuerzos del papa Inocencio.

No, no era de recibo nada de lo que me había dicho aquel medroso y murmurador jesuita. Por lo demás, ¿no había sospechado yo al momento de lo que decía y no decía, y de la estrafalaria doctrina de los jesuitas que hacía lícito el pecado? Yo también era culpable por haberle prestado atención, más aún, por haberlo animado, a partir de un momento dado, a seguir, cautivado por la casual y enredada alusión que hiciera Robleda al envenenamiento del señor de Mourai. Todo era culpa, pensé con remordimiento, de la manía de Atto Melani por las pesquisas y el fisgoneo, y de mi deseo de emularlo. Estúpida pasión, que ahora me había hecho caer en las redes del Maligno y había aprestado mis oídos para escuchar sus calumniosos susurros.

Regresé a la cocina, donde en la despensa encontré una nota anónima, pero obviamente dirigida a mí:

TRES TOQUES A LA PUERTA - ESTÁTE LISTO