Octava Jornada

18 DE SEPTIEMBRE DE 1683

Al día siguiente me desperté transido de una especie de inquietud febril. No obstante las largas reflexiones en las que Atto y yo nos habíamos explayado esa noche y lo poco que de nuevo había dormido, estaba completamente alerta y listo para la acción. Lo cierto, sin embargo, es que tampoco sabía muy bien qué podía hacer: los misterios sinfín que invadían la posada impedían, al menos por el momento, tomar una resolución. Presencias amenazadoras o inalcanzables (Luis XIV, Colbert, la reina María Teresa, el propio Kircher) habían entrado en el Donzello y en nuestras vidas. El flagelo de la peste aún no había dejado de atormentarnos ni de aterrarnos; además, desde hacía días, algunos de nuestros huéspedes mostraban semblantes y conductas incomprensibles y sospechosos. Por si ello no bastase, la gaceta astrológica de Stilone Priàso prometía, para las jornadas siguientes, sucesos desastrosos y mortíferos.

Mientras bajaba las escaleras hacia la cocina, oí, quedo pero desgarrado, el canto del abate Melani:

Infelice pensier, chi ne conforta?

Ohimé! Chi ne consiglia?…

También Atto debía de sentirse perplejo y abatido. ¡Y mucho más que yo! Apreté el paso para no seguir con tan desalentadoras meditaciones. Como siempre, presté mi diligente ayuda a Cristofano en la cocina y en el reparto de las comidas. Había preparado caracoles cocidos y sofritos con aceite, ajo machacado, ajedrea, perejil, especias y una rodaja de limón. El plato gustó mucho a los huéspedes.

Trabajé con ganas, como sostenido por un exceso de calor vital. Tan benéfica disposición de ánimo fue premiada con una noticia igualmente feliz e inesperada.

—Cloridia ha preguntado por ti —anunció Cristofano terminado el almuerzo—. Tienes que ir enseguida a su cuarto.

El motivo de esa llamada (y Cristofano lo sabía) era del todo fútil. Encontré a Cloridia lavándose el pelo, con el corpiño a medias desatado y la cabeza inclinada sobre la tina. La habitación estaba impregnada del efluvio de dulces esencias. Aturdido, oí que me pedía que le echase en la cabeza el vinagre de una ampolla que había en el tocador: lo usaba, según supe después, para abrillantarse la cabellera.

Mientras hacía lo que me había pedido, me acordé de las dudas que había abrigado sobre las palabras que Cloridia había pronunciado al final de nuestro encuentro anterior. Cuando me hablaba de las extraordinarias coincidencias numerológicas entre la fecha de su nacimiento y el de Roma, había mencionado un agravio sufrido que de algún modo estaba relacionado con su regreso a esta ciudad. Tras lo cual me había explicado que había llegado al Donzello siguiendo una virga ardentis, una vara ardiente, llamada asimismo temblorosa o saliente. Cosa que, también por el equívoco gesto con el que había acompañado sus palabras, yo había tomado por una alusión obscena. Entonces me había prometido averiguar qué quería realmente decir. Pues bien, ahora resultaba que la propia Cloridia, al llamarme de improviso, me brindaba la oportunidad que buscaba.

—Pásame la toalla. No, ésa no: la más pequeña, la de lino grueso —me ordenó mientras se apretaba el pelo—. ¿Quieres peinarme? —me preguntó en tono melifluo—. Tengo el cabello tan rizado que no puedo desenredármelo sola sin arrancármelo.

Acepté encantado hacer tan grato servicio. Cloridia se sentó de espaldas a mí, todavía con los lazos del corpiño sueltos, y me explicó que debía empezar por las puntas, para luego ir subiendo hasta las raíces del pelo. Juzgué que era el momento adecuado para pedirle que me contase qué la había llevado hasta el Donzello, y le recordé lo que me había adelantado la vez anterior. Cloridia aceptó.

—¿Qué es, pues, la vara ardiente y temblorosa, doña Cloridia? —inquirí.

—«Tu vara y tu cayado, ellos me sosiegan» —recitó—. Salmo veintidós. —Lancé un suspiro de alivio—. ¿No lo conoces? Es un simple ramo ahorquillado de nogal, de no más de un año, de un pie y medio de largo y del grosor de un dedo. Se llama también vara de Palas, caduceo de Mercurio, varilla de Circe, vara de Aarón, báculo de Júpiter. Y, además, vara divina, brillante, saliente, trascendente, fugaz, superior: nombres, todos ellos, dados por los italianos que trabajan en las minas de azogue de Trento y del Tirol. La comparan con la vara augural de los romanos, quienes la empleaban en lugar del cetro; con la vara de la que se valió Moisés para hacer manar agua de la roca; con el cetro de Asuero, rey de persas y medos, de quien Ester obtuvo cuanto pedía no bien besó el extremo de aquél.

La lúcida y singular exhibición doctrinal de Cloridia no había hecho más que empezar. En efecto, como recordaba perfectamente, ella no era una simple meretriz, sino una cortesana: y no había mujeres que supiesen compaginar tan bien las artes del amor con la erudición.

—La vara se usa desde hace más de doscientos años para descubrir los metales, y desde hace un siglo para el agua. Pero eso lo sabe todo el mundo. Desde tiempo inmemorial, en cambio, se emplea para capturar criminales y asesinos en muchos países lejanos: en las tierras de Idumea, Sarmacia, Getulia, Gotia, Retia, Rafia, Hibernia, Silesta, Baja Cirenaica, Marmarica, Mantiana, Confluencia, Prufuik, Alejandría Mayor, Argentorate, Frigia, Galatia, Cuspia, Livonia, Casperia, Sérica, Brixia, Trapezunte, Siria, Cilicia, Mutina, Arabia feliz, Malignes en el Brabante, Liburnia, Esclavonia, Oxiana, Panfilia, Garamantes y, por último, en Lidia, que se denominaba olim Meonia, donde están los ríos Hermes y Pactolo, tan celebrados por los poetas. En Gedrosia, un asesino fue perseguido más de cuarenta y cinco leguas por tierra y más de treinta por mar hasta ser arrestado. Con la vara identificaron el lecho en el que había dormido, la mesa en la que había comido, sus servilletas y sus vasijas.

Supe así por Cloridia que la misteriosa vara actúa merced a la porosidad de los cuerpos, que se desprenden perpetuamente de partículas impalpables a través de continuas emanaciones. Entre los cuerpos visibles y los seres inconcebibles existe, en efecto, un tipo medio de agentes volátiles, sumamente tenues y activos, llamados corpúsculos, o partículas de la materia, átomos, materia sutil. Dichos corpúsculos son muy misteriosos pero de enorme utilidad. Pueden ser una emanación de la misma sustancia de la que se originan; o bien son una tercera sustancia, que transporta la virtud de la materia irradiante a la materia absorbente. Los espíritus animales, por ejemplo, tienen una tercera sustancia, que el cerebro (que es su receptáculo) distribuye por los nervios y desde éstos a los músculos para producir los distintos movimientos. Otras veces, en cambio, esos corpúsculos están en el aire que circunda la materia irradiante, que aprovecha dicho aire como vehículo para dejar su huella en la materia absorbente.

—Así, verbigracia, actúan la campana y el badajo, que da impulso al aire próximo, que a su vez impulsa otro aire, y así sucesivamente, hasta que llega a nuestro oído, que recibe la sensación del sonido —me aclaró la cortesana. Pues bien, esos corpúsculos eran los que producían la simpatía y la antipatía, y también el amor—. La búsqueda del ladrón y del asesino se funda en la antipatía. Una vez, en el mercado de Amsterdam, vi cómo unos cerdos se pusieron a gruñir rabiosamente en cuanto un matarife se les acercó, y, hasta donde se lo permitía la cuerda que los sujetaba del cuello, trataron de acometerlo. Ello porque habían percibido los corpúsculos de otros gorrinos que el matarife acababa de pasar a cuchillo: corpúsculos que habían impregnado la ropa del hombre, agitando el aire que lo rodeaba y perturbando a la piara de los cerdos vivos.

Por ese mismo motivo, como supe no sin estupor, la sangre de un hombre asesinado o sólo herido (o la de una mujer que haya sufrido violencia) se pone en movimiento y se traslada de la llaga al malhechor. Los espíritus y corpúsculos que manan de la sangre de la víctima envuelven al autor del crimen y se agitan intensamente por el horror que ha causado un hombre tan cruel y sanguinario, y facilitan a la vara la tarea de seguirlo y encontrarlo.

Ahora bien, aunque el delito se haya cometido de forma indirecta y a distancia, por encargo, digamos, o por actos y decisiones que han causado la muerte y heridas a uno o a muchos, la vara puede encontrarlos siempre que salga del lugar donde el crimen se ha perpetrado. En efecto, el espíritu de los culpables es agitado por las alarmas mortales que causa el horror de semejante crimen, y por el miedo eterno del último suplicio que, como dicen las Sagradas Escrituras, vela siempre ante la puerta del alma depravada.

Fugit impius nemine persequente, el impío huye, aunque nadie lo siga —citó Cloridia con inesperada doctrina, alzando la cabeza y mirando con ojos centelleantes.

Del mismo modo, era la antipatía la causa de que una cola de lobo, colgada en la pared de un establo, impidiese a los bueyes comer; que la vid no tolerase a la col; que la cicuta se mantuviese alejada de la ruda y que, pese a ser el jugo de la cicuta un veneno mortal, no hiciese el menor daño si, después de haberlo bebido, se tomaba el jugo de la ruda. Como también había antipatías irreconciliables entre el escorpión y el cocodrilo, el elefante y el puerco, el león y el gallo, el cuervo y el buho, el lobo y la oveja, el sapo y la comadreja.

—Pero, como ya he dicho, los corpúsculos producen también simpatía y amor —continuó Cloridia, que enseguida recitó:

Hay nudos secretos, hay simpatías,

cuyo dulce acuerdo crea en las almas armonías,

haciendo que se amen y se dejen envolver

por ese inexplicable no sé qué.

—Pues bien, querido, lo inexplicable son en realidad los corpúsculos. Según Giobatta Porta, hay, por ejemplo, gran simpatía entre la palmera macho y la palmera hembra, entre la vid y el olivo, entre la higuera y el mirto. Y es por simpatía por lo que un toro enfurecido se aquieta al momento si es atado a una higuera; o por lo que un elefante se pacifica a la vista de un carnero. Y sabe que, según Cardano —dijo suavizando la voz—, la lagartija siente simpatía por el hombre, y que le gusta mirarlo y buscar su saliva, que bebe con avidez.

Mientras hablaba, Cloridia había doblado un brazo hacia atrás para cogerme la mano con la que la peinaba y hacer que me pusiese a su lado.

—Del mismo modo —continuó con idéntico tono—, el cariño o secreta atracción que de forma imperiosa experimentamos por ciertas personas desde la primera vez que las vemos, es fruto de los espíritus o corpúsculos que el otro emite y que se fijan suavemente en el ojo o en los nervios, hasta que llegan al cerebro, procurando una sensación agradable. —Con las manos trémulas, en ese momento le pasaba el peine por las sienes—. ¿Y sabes una cosa? —añadió con voz persuasiva—. Esa atracción tiene el magnífico poder de hacernos ver al objeto de nuestros deseos como un ser de lo más perfecto y valiente.

A mí nadie me podría ver jamás perfecto, de eso estaba seguro, me repetía mentalmente tratando de dominar la violenta emoción. Mientras, era incapaz de pronunciar palabra.

Cloridia apoyó levemente la cabeza en mi pecho y suspiró.

—Ahora tienes que desenredarme el pelo de la nuca, pero sin hacerme daño: ahí los mechones están más entrelazados, pero a la vez son más frágiles y sensibles.

Hizo entonces que me sentase delante de ella, en su alto lecho, y, boca abajo, puso su cabeza sobre mi regazo, mostrándome el cuello. Aún aturdido y confuso, sentí en las ingles el calor de su respiración. Con la mente en blanco, seguí peinando sus rizos.

—Todavía no te he explicado cómo usar la vara con provecho —dijo despacio mientras se acomodaba mejor—. Has de saber, ante todo, que la naturaleza no tiene un solo mecanismo para todas sus operaciones, y que es la única que puede explicar el movimiento de la vara. Lo primero que hay que hacer es mojar la punta en una materia, húmeda y caliente a ser posible, como la sangre u otros humores, que tenga que ver con lo que se busca. Ello porque el toque descubre a veces aquello que los ojos no pueden. Luego hay que coger la vara entre dos dedos y ponérsela a la altura del vientre. Puede también colocarse en equilibrio sobre el dorso de la mano, pero yo no considero eficaz ese método. A continuación hay que proceder lentamente hacia donde pensamos que está lo que buscamos. Se debe ir hacia delante y hacia atrás, de arriba abajo, hasta que se levante la vara, lo que nos dará la certeza de que la dirección tomada es la correcta. La inclinación de la vara, en efecto, es lo mismo que la inclinación de la aguja de la brújula: responde a una atracción magnética. Con la vara, lo importante es no actuar nunca bruscamente, para evitar que se rompa el volumen de vapores y exhalaciones procedente del lugar buscado y que, impregnando la vara, la elevan hacia la dirección debida. De vez en cuando conviene sujetar con las manos los dos cuernos situados en la base de la vara, pero sin apretarlos demasiado, y de manera que el dorso de la mano mire hacia abajo y cuidándose de que el extremo de la vara se mantenga siempre bien erguido, apuntando hacia su meta. Has de saber, además, que la vara no se mueve en las manos de todos. Se precisa un don especial, y mucho arte. Por ejemplo, no se mueve en las manos de quien tiene una transpiración de materia tosca, ruda y abundante, por cuanto tales corpúsculos rompen la columna de los vapores, exhalaciones y humos. Pero a veces ocurre que la vara tampoco se mueve en las manos de quien ya la ha usado con éxito. Por supuesto, es algo que a mí nunca me ha pasado. Sin embargo, puede haber algo que altere la constitución de quien debe manejar la vara y que haga que su sangre se fermente con más violencia. Algo en la comida o en el aire puede crear sales acres o ácidas. O bien un trabajo demasiado arduo, las vigilias nocturnas o el estudio, pueden provocar una transpiración acre o fuerte que de las manos pasa a los intersticios de la vara y confunde el camino a la columna de los vapores, impidiéndole moverse. Ello porque la vara actúa como catalizador de los corpúsculos invisibles, a la manera de un microscopio. Si vieras qué espectáculo cuando por fin la vara llega…

En ese momento Cloridia dejó de hablar, pues Cristofano había llamado a su puerta.

—Me ha parecido oír un grito. ¿Os encontráis bien? —preguntó jadeante el médico, que había subido corriendo las escaleras.

—No ha pasado nada serio. Nuestro pobre mozo se ha hecho daño mientras me ayudaba, pero ya se ha repuesto. Os saludo, don Cristofano, y gracias —respondió Cloridia con sutil hilaridad.

En efecto, yo había gritado. Y ahora yacía, transido de placer y de vergüenza, sobre el lecho de Cloridia.

Ignoro cuándo y cómo me despedí. Sólo recuerdo la sonrisa de Cloridia y la tierna palmada que me dio en la cabeza antes de cerrar la puerta.

Embargado por sentimientos opuestos, me escabullí a toda prisa en mi cuarto para cambiarme de pantalones: no podía correr el riesgo de que Cristofano me viese tan obscenamente manchado. Era una bella tarde templada, y casi sin darme cuenta me dormí medio vestido en mi jergón.

Al cabo de una hora me desperté. Fui a la habitación del abate Melani para preguntarle si necesitaba algo: la verdad es que sentía pena por él al recordar su desgarrado canto de esa mañana y no quería que se sintiese solo. Sin embargo, lo encontré de buen humor:

A petto ch’adora

è solo un bel guardo.

È solo un bel guardo![19]

Me recibió con muestras de regocijo y yo lo miré sin entender.

—Me parece que esta mañana, ejem, he oído a alguien sufrir en lontananza. Has asustado a Cristofano, ¿sabes? Estaba en la puerta conmigo cuando te hemos oído, arriba, en la torreta de Cloridia…

—Ay, mas no creáis, don Atto —me defendí enrojeciendo—, doña Cloridia no…

—Ya, claro —dijo el abate poniéndose serio de repente—, la rubia Cloridia no ha hecho nada: «Apetto ch’adora» le basta una mirada seductora, como supo decir el seigneur Luigi, mi maestro.

Me alejé profundamente avergonzado y detestando a Melani con todas mis fuerzas.

En la cocina encontré a Cristofano, pálido y de lo más inquieto.

—El inglés está mal, muy mal —dijo en cuanto me vio llegar.

—Pero todas las curas que le habéis dispensado…

—Nada. Un misterio. Mis prodigiosos remedia, inútiles. ¿Entiendes? Bedford se muere. Y nosotros ya nunca saldremos de aquí. Todos desahuciados, todos —replicó hablando a trompicones, con una voz irreconocible.

Preocupado, reparé en sus enormes ojeras y su mirada vacía y perdida; además de hablar a trompicones, casi prescindía por completo de los verbos.

En efecto, la salud del inglés no había mejorado nada y el paciente no había recobrado la conciencia. Miré a mi alrededor: la cocina estaba patas arriba. Recipientes, frascos, hornillos encendidos, alambiques y frascos de todo tipo copaban los muebles, la mesa, las sillas, los rincones, el pasillo y hasta el suelo. En la chimenea hervían los dos calderos y varias ollas: con horror vi puestas al fuego las mejores reservas de manteca, de carne, de pescado y de frutos secos de la bodega, atrozmente mezcladas con malolientes preparados alquímicos. En la mesa, en el escurreplatos, en el aparador y en las repisas de la despensa abierta había una infinidad de escudillas de aceites y montoncillos de polvos de distintos colores. Al lado de cada escudilla y de cada polvo había una etiqueta: cedoaria, galanga, pimienta blanca, pimienta negra, semillas de enebro, cortezas de cedro y de naranjo, salvia, albahaca, mejorana, bayas de laurel, poleo, genciana, calamento, hojas de saúco, rosas rojas y rosas blancas, espicanardo, cubeba, romero, menta, cinamomo, calamatus odoratus, camedrio, epítimo, ayuga, zahina, maris, thuris albi, áloe pático, semillas de artemisa, madera áloe, cardamomo, aceite de laurel, gálbano, goma de hiedra, incienso, clavos de olor, consuelda mayor, nuez moscada, jengibre, díctamo blanco, benjuí, cera nueva amarilla, trementina fina y cenizas del fuego.

Me volví hacia el médico para pedir explicaciones, pero me contuve: pálido y con la mirada perdida, Cristofano no paraba de moverse de un extremo a otro de la estancia, haciendo mil cosas sin terminar ninguna.

—Tienes que ayudarme. Nos jugaremos el todo por el todo. Las malditas nacencias de Bedford no se han abierto. Ni siquiera han madurado, las muy asquerosas. Así que vamos a darles un tajo y sanseacabó.

—¡Ay, no! —exclamé, pues sabía perfectamente que el corte de las bubas no maduras puede ser letal para el apestado.

—Si no lo hacemos, de todas formas morirá —zanjó el asunto Cristofano con inusitada dureza—. Éste es el plan: primero debe vomitar. Pero prescindamos de los chipirones imperiales. Necesitamos algo más fuerte, mi aromáticum, por ejemplo: para enfermedades así intrínsecas como extrínsecas. Dos dracmas en ayunas y a vomitar se ha dicho. Suelta el cuerpo. Despeja la cabeza. Y hace esputar. Señal de que acaba con todas las enfermedades. Recipe! —gritó de pronto Cristofano, haciéndome dar un respingo—. Azúcar refinado, perlas majadas, musgo, croco, madera áloe, cinamono y piedra filosofal. Misce y convertido todo en pastillas, que son incorruptibles: milagrosas contra la peste. Reducen los humores grandes y corruptos que generan las nacencias. Alivian el estómago. Y alegran el corazón.

Pobre Bedford, me dije. Sin embargo, ¿qué alternativas teníamos? Todas sus esperanzas de salvarse estaban depositadas en Cristofano y en nuestro Señor.

El médico, abrumado por la inquietud, impartía una orden tras otra sin darme tiempo a cumplir ninguna, y repetía mecánicamente las recetas que debía de haber leído en los textos de práctica médica.

—Segundo: elixir vitae para vigorizar. Un gran éxito aquí en Roma, en la peste del año cincuenta y seis. Abundantes virtudes: sana una larga serie de enfermedades pésimas y malignas. De índole sumamente penetrante. De propiedades desecantes, alivia todos los puntos afectados por cualquier morbo. Protege todas las cosas corruptibles; resuelve el catarro, la tos y la cerrazón de pecho, así como otros males similares. Cura y sana cualquier especie cruda de úlcera pútrida y elimina todos los dolores causados por la frigidez, etcétera. —Durante un instante pareció titubear, con la mirada en el vacío. Justo cuando me disponía a prestarle ayuda, continuó—. Tercero: píldoras contra la peste del maestro Alessandro Cospio da Bolsena. Imola, mil quinientos veintisiete: gran éxito. Bolo arménico. Terra sigillata. Alcanfor. Cincoenrama. Áloe pático. Cuatro dracmas de cada cosa. Todo mezclado con jugo de coles. Y un escrúpulo de azafrán. Cuarto: medicamento por vía oral del maestro Roberto Coccalino da Formigine. Gran médico en Reggio de Lombardía en mil quinientos. Recipe! —volvió a gritar con voz ahogada. Me mandó entonces que hiciese una infusión de eléboro negro, sen, coloquíntida y ruibarbo—. El medicamento por vía oral del maestro Coccalino vamos a introducírselo nosotros por el culo. Sí. De ese modo se encontrará a medio camino con las píldoras del maestro Cospio. Y juntos harán frente a esa asquerosa peste. Y venceremos, ya verás.

Acto seguido subimos al cuarto de Bedford, que estaba más muerto que vivo. Allí, no sin espanto, ayudé a Cristofano a ejecutar todo lo que tenía previsto.

Al final de las cruentas operaciones la habitación parecía un matadero: el revoltijo de vómito, sangre y excrementos ofrecía un espectáculo repulsivo y mefítico. Procedimos al corte de las nacencias, untando en las llagas jarabe acetoso con aceite filosoforum que, según el médico, le habría quitado el dolor.

—Y, por último, vendamos con el esparadrapo gratiadei —concluyó Cristofano, resoplando rítmicamente.

Claro, me dije, eso era lo que hacía falta, la gratia dei, la gracia de Dios, porque el joven inglés no había ofrecido ninguna reacción a la terapia. Indiferente a todo, no se había movido siquiera para gemir de dolor. Cristofano y yo lo miramos atentamente, esperando en balde una señal, ya fuese buena o mala.

Con los puños apretados, el médico me pidió con un gesto que lo acompañase enseguida a la cocina. Sudado y sin dejar de mascullar, empezó entonces a moler sin orden ni concierto un montón de aromas. Los mezcló y en una retorta los puso a cocer con un aguardiente muy fino sobre un hornillo de aire a fuego muy lento.

—Ahora tendremos agua, aceite y flema. ¡Y todo por separado! —anunció con énfasis.

Muy pronto la retorta comenzó a destilar un agua lechosa que luego se volvió humeante y amarillenta. Cristofano vertió el líquido en un recipiente de hierro hermético.

—¡Primera agua de bálsamo! —exclamó agitando el recipiente con alegría exagerada y grotesca. Luego atizó el fuego bajo la retorta, donde había puesto a hervir un líquido que se transformó en un aceite negro como la tinta—. ¡La madre del bálsamo! —anunció Cristofano pasando el jugo a un frasco. Elevó entonces el fuego al máximo, hasta que salió de la retorta toda la sustancia—. ¡Licor de bálsamo: milagroso! —proclamó eufórico al tiempo que me tendía el líquido en una botella con los otros dos remedios.

—¿Llevo esto al cuarto de Bedford?

—¡No! —gritó escandalizado, mirándome de hito en hito y con el índice apuntando hacia lo alto, como se hace con un perro o con un niño.

Tenía los ojos abiertos de par en par e inyectados de sangre.

—No, chico, no es para Bedford. Es para nosotros. Para todos. Tres aguardientes fantásticos. Finísimos.

Puso en mi mano la retorta todavía caliente y, con rústico frenesí, apuró una copa del primer licor.

—Pero ¿para qué sirven? —pregunté cohibido.

Por toda respuesta llenó la copa con el segundo preparado, que bebió de un trago.

—¡Para quitarse el miedo del cuerpo, ja, ja! —dijo mientras se echaba al coleto una copa del tercer aguardiente y la llenaba por cuarta vez. Me obligó entonces a brindar con la retorta vacía que tenía en la mano—. ¡Así, cuando nos lleven a morir al lazareto, ni siquiera nos daremos cuenta! ¡Ja, ja, ja!

Dicho esto, lanzó la copa hacia atrás y eructó un par de veces con fuerza. Quiso caminar, pero las piernas se le enredaban. A continuación, con el rostro atrozmente blanco, se dejó caer al suelo, donde al cabo perdió el sentido.

Llevado por el terror, iba a pedir ayuda, pero el instinto me detuvo. Si cundía el pánico, la posada habría quedado sumida en el caos y nos expondríamos a ser descubiertos por el centinela de turno. Fui corriendo, pues, en busca del abate Melani. Así, con gran cautela (y enorme esfuerzo) logramos trasladar al médico hasta su cuarto, situado en el primer piso, casi sin hacer ruido. Le conté al abate la agonía del joven inglés y el estado de confusión en el que se hallaba Cristofano antes del soponcio.

Mientras tanto, el médico yacía blanco e inerte en su lecho, acezando ruidosamente.

—¿Agoniza, don Atto? —inquirí con un nudo en la garganta.

El abate Melani se inclinó para escrutar el rostro del enfermo.

—No: ronca —respondió divertido—. Siempre he sospechado que Baco desempeñaba un papel importante en los brebajes de los médicos. Ha trabajado demasiado. Dejémoslo dormir, pero no lo perdamos de vista. La prudencia nunca sobra.

Nos sentamos junto a la cama y en voz baja Melani volvió a preguntarme por Bedford. Parecía muy preocupado: la perspectiva del lazareto era cada vez más tangible y horrenda. Analizamos las posibilidades de fuga por los subterráneos, para concluir que, tarde o temprano, de todos modos nos habrían capturado.

Desconsolado, procuré pensar en otra cosa. Así, recordé que no había limpiado las excrecencias del pobre apestado. Con un gesto le dije al abate que si me necesitaba estaría allí al lado, en la habitación del inglés, y fui a ocuparme de la ingrata tarea. Cuando regresé, encontré a Atto dormido en una silla, los brazos cruzados, las piernas estiradas sobre el asiento que yo había dejado vacío. Me incliné sobre Cristofano: estaba profundamente dormido y su rostro había recuperado algo de color.

Ligeramente tranquilizado, acababa de acurrucarme en un rincón, al borde del lecho, cuando oí un murmullo. Era Atto. Incómodo en las dos sillas, tenía un sueño agitado. Su cabeza se balanceaba rítmicamente. Los puños, doblados sobre el pecho, apretaban el encaje de las mangas, y el reiterado gemido recordaba a un niño enfurruñado por la regañina de su padre.

Agucé el oído: con respiración jadeante y entrecortada, como si fuese a sollozar, Atto hablaba en francés.

—Les baricades, baricades… —gimió dormido.

Me vino a las mientes que Atto, con sólo veinte años, había tenido que huir de París durante los tumultos de la Fronda con la familia real y su maestro, el seigneur Luigi Rossi. Ahora farfullaba sobre barricadas: quizá estuviese reviviendo en sueños las revueltas populares de aquellos días.

Me pregunté si no sería conveniente despertarlo y librarlo de aquellos malos recuerdos. Bajé con sigilo del lecho y acerqué mi cara a la suya. Por primera vez tenía la posibilidad de contemplar a Atto desde tan cerca, sin estar a merced de su mirada alerta y censoria. El rostro del abate, hinchado y marcado por el sueño, me conmovió: las mejillas, lampiñas y ya flácidas, revelaban la soledad y la melancolía del eunuco. Un antiguo mar de sufrimiento en medio del cual el hoyuelo altivo e iracundo del mentón seguía buscando, cual náufrago, mantenerse a flote reclamando reverencia y respeto para el diplomático de Su Majestad Cristianísima. Justo cuando la emoción estaba a punto de desbordarme, el propio abate me hizo volver a la realidad.

Baricades… mistérieuses, mistérieuses. Baricades. Mistérieuses. Les baricades… —murmuró de improviso.

Desvariaba. Inexplicablemente, sin embargo, aquellas palabras me dejaron turbado. ¿Qué eran para Melani aquellas barricadas? Barricadas mistérieuses. Misteriosas. ¿Qué me recordaban esas dos palabras? Era como si el concepto no me resultase nuevo…

En ese preciso instante, Atto empezó a despertar. En su semblante no quedaba el menor rastro de toda la aflicción que acababa de manifestar en sueños. Es más, al verme delante esbozó una sonrisa y enseguida canturreó:

Chi giace nel sonno

non speri mai Fama.

Chi dorme codardo

è degno che mora[20].

—Así me habría regañado el seigneur Luigi, mi maestro —bromeó al tiempo que se desperezaba y se rascaba aquí y allá—. ¿Me he perdido algo? ¿Cómo se encuentra el médico? —preguntó luego al verme distraído.

—No ha habido novedades, don Atto.

—Creo que te debo una disculpa, chico —dijo pasados unos segundos.

—¿Por qué, don Atto?

—Bueno, a lo mejor no he debido burlarme de ti de esa manera esta tarde, cuando estábamos en mi cuarto. Por lo de Cloridia, quiero decir.

Respondí que no tenía necesidad de disculparse. Lo cierto, sin embargo, era que estaba tan sorprendido como contento por el reconocimiento del abate Melani. Así, con el ánimo mejor dispuesto, le conté todo lo que me había revelado Cloridia, extendiéndome sobre la mágica y asombrosa ciencia de los números, que ocultan el destino de todos. A continuación le hablé de los poderes indagadores de la vara ardiente.

—Comprendo. La vara ardiente es un tema, cómo diría yo, inusitado y apasionante —comentó Atto— en el que Cloridia es, sin duda, muy experta.

—Ah, veréis, estaba lavándose la cabeza y me había mandado llamar para que le desenredase el cabello —dije en respuesta a la sutil ironía de Atto.

O biondi tesori

inanellati,

chiotne divine, cori,

labirinti dorati…[21]

Me apostrofó cantando en voz baja. La cara se me puso roja de rabia y vergüenza, pero enseguida fui subyugado por la belleza de aquella aria, esta vez entonada sin el menor asomo de burla.

… tra i vostri splendori

m’è dolce smarrire

la vita e moriré[22].

Me dejé transportar por esa melodía de amor: me quedé arrobado por la imagen de la cabellera rubia y rizada de Cloridia, y me acordé de su voz. Empecé a preguntarme qué podía haber llevado a Cloridia al Donzello. Ella misma me había dicho que había sido la vara ardiente. También me había dicho que la vara se mueve por «antipatía» o por «simpatía». ¿Cuál era, pues, su caso? Había llegado a la posada siguiendo el rastro de alguien que le había causado una grave afrenta, y de quien quizá se quería vengar. ¿Y si, ¡oh, hermosa hipótesis!, Cloridia había llegado hasta el Donzello guiada por el magnetismo que nos hace descubrir el amor, a lo que, por lo visto, la vara era sumamente sensible? Comencé a anhelar que ése fuese su caso…

Su tutto allacciate,

legate, legate

gioir e tormento![23]

El canto de Atto, en homenaje al dorado cabello de mi morena cortesana, servía de contrapunto a mis divagaciones.

Por lo demás, continuaba diciéndome en mis reflexiones amorosas, ¿acaso no era verdad que Cloridia me había brindado desinteresadamente aquellos momentos de… abandono sin mencionar en ningún momento el dinero, como hiciera (¡ay!) al final de la última consulta onírica?

Mientras así razonaba, y Atto, arrastrado por el torbellino del canto, no podía contener su voz, Cristofano abrió los ojos.

Con el entrecejo fruncido, contempló al abate pero no lo interrumpió. Tras un instante de silencio, le dio las gracias por haberle prestado ayuda. Lancé un suspiro de alivio: a juzgar por su mirada y el color del rostro, el médico estaba restablecido. El habla, de nuevo fluida y normal, terminó confirmándome su buen estado de salud. Había sido una crisis pasajera.

—Seguís teniendo una voz espléndida, señor abate Melani —comentó el médico cuando se hubo levantado y mientras recomponía su atuendo—. He de decir, con todo, que no habéis sido prudente al dejar que os oyeran los otros huéspedes de esta planta. Confiemos en que Dulcibeni y Devizé no me pregunten qué hacíais cantando en mi cuarto.

Tras agradecer de nuevo a Melani su diligente ayuda, Cristofano se dirigió conmigo al cuarto de al lado para visitar al pobre Bedford, al tiempo que Atto regresaba a su habitación, situada en el segundo piso.

Bedford yacía, como siempre, inmóvil. El médico movió la cabeza.

—Me temo que ha llegado el momento de comunicar a los otros huéspedes las condiciones de este desventurado joven. Si ha de morir, tenemos que impedir que en la posada se desencadene el pánico.

Estuvimos de acuerdo en que era mejor avisar antes al padre Robleda para que pudiese administrarle la extremaunción. Evité referir a Cristofano que ya una vez, requerido por mí, Robleda se había negado a dar el Santo Óleo al joven inglés por miedo al contagio: se trataba de un protestante y, por tanto, de un excomulgado.

Llamamos, pues, a la puerta del jesuíta. Sabía muy bien cómo iba a reaccionar el medroso Robleda a la mala noticia: tartamudeando por la agitación, se pondría a despotricar contra la ineptitud de Cristofano. Para mi sorpresa, nada de eso ocurrió.

—¿Cómo? ¿Aún no habéis intentado curar a Bedford con el magnetismo? —le preguntó Robleda al médico no bien éste acabó de detallarle la triste situación.

Cristofano se quedó de piedra. Entonces Robleda le recordó que, según el padre Kircher, toda la creación estaba regida por el magnetismo, hasta el punto de que el docto jesuíta había dedicado un libro para explicar la doctrina, y había esclarecido de una vez para siempre que el mundo no era sino una gran cadena magnética en cuyo centro está Dios, primero y único magneta original, hacia el cual todo objeto y todo ser vivo se sienten irremisiblemente atraídos. ¿O es que el amor (tanto el divino como el humano) no es expresión de una magnética atracción, al igual que todo tipo de fascinación? Los planetas y las estrellas, como todo el mundo sabe, están sujetos al recíproco magnetismo; pero también la fuerza magnética impregna los cuerpos celestes.

—Bueno, así es… —intervino Cristofano—, conozco el ejemplo de la brújula…

—… que ayuda a los navegantes y a los viajeros a orientarse, por supuesto —le contestó Robleda—. Pero hay mucho más.

Estaba, por ejemplo, el magnetismo que ejercían el Sol y la Luna sobre las aguas, tan evidente en las mareas. Como también era fácil cerciorarse de la universal vis attractiva en las plantas, con sólo observar la irregularidad de las nervaduras y los anillos en las secciones de los troncos de los árboles, que dan fe de la influencia de fuerzas externas sobre su crecimiento. Merced al magnetismo, las plantas, a través de las raíces, absorben de la tierra el alimento que las mantiene con vida. La misma fuerza magnética vegetal triunfa también en el boramez, que, sin duda, el médico no desconocía.

—Sí, en efecto… —titubeó Cristofano.

—¿Qué es? —inquirí.

—Verás, chico —respondió el jesuíta con tono paternal—, se trata de la célebre planta de las tierras tártaras, de la cual, al percibir magnéticamente la presencia de ovejas, brotan admirables flores en forma del animal.

De igual modo actúan las plantas heliotropas, que siguen magnéticamente el camino del Sol (como el girasol, con el que el padre Kircher había hecho un extraordinario reloj heliotrópico), y las plantas selenotropas, cuyas yemas siguen a la Luna. Pero también los animales son magnéticos: dejando de lado ejemplos tan conocidos como los torpedos y las ranas pescadoras, el magnetismo animal se puede observar claramente en el anguis stupidus, la enorme serpiente que vive inmóvil bajo tierra y atrae hacia sí las presas, casi siempre ciervos, que con la mayor calma envuelve en sus anillos y devora, deshaciendo lentamente en la boca las carnes y hasta los duros cuernos. Por último, ¿no es acaso magnética la facultad con que los peces antropomorfos, también llamados sirenas, atraen al agua a los desventurados marineros?

—Comprendo —dijo Cristofano levemente confundido—, pero nosotros tenemos que curar a Bedford, no devorarlo o capturarlo.

—¿Es que creéis que los remedios medicinales no actúan por virtud magnética? —preguntó Robleda con hábil retórica.

—No sé de nadie que se haya curado así —observé yo dubitativo.

—Bueno, la terapia, desde luego, ha de aplicarse donde los otros remedios hayan fracasado —se defendió Robleda—. Lo importante es no perder de vista las leyes del magnetismo. Primum, cúrese el mal con todo tipo de hierba, piedra, metal, fruto o semilla que tenga semejanza de color, forma, cualidad, tipo, etcétera, con el miembro enfermo. Obsérvense las cognaciones con los astros: plantas heliotrópicas para los tipos solares, plantas lunares para los lunáticos, y así sucesivamente. A continuación, el principium similitudinis: los cálculos renales, por ejemplo, se curan con pedrezuelas de vejiga de cerdo o de otros animales que disfrutan de ambientes pedregosos, como los crustáceos o las ostras. Ídem para las plantas: la condrila, cuyas raíces tienen tubérculos y protuberancias, cura espléndidamente las hemorroides. Por último, hasta los venenos pueden servir de antídoto. Asimismo, la miel es perfecta para tratar la picadura de la avispa, las ancas de rana se usan para apositos contra las picaduras de araña…

—Ahora entiendo —mintió Cristofano—. Sin embargo, no se me alcanza con qué terapia magnética debemos tratar a Bedford.

—Si es muy simple…, con la música.

El padre Robleda no abrigaba dudas: como había explicado con absoluta claridad el padre Kircher, el arte magnético de los sonidos formaba también parte de la ley del magnetismo universal. Los hombres de la antigüedad sabían que los estilos musicales eran capaces de estimular el alma por medio del magnetismo: el estilo dórico inspira templanza y moderación; el lidio, apropiado para los funerales, incita al llanto y la lamentación; el misolidio suscita conmiseración, piedad y otros sentimientos de esa especie; el eólico o jónico provoca sueño y torpor. Además, si se frota el borde de un vaso con la yema de un dedo húmeda, aquél emite un sonido que se propaga magnéticamente a todos los vasos colocados a su lado, siempre que sean idénticos, provocando una coral resonancia. Por último, el magnetismus musicae posee también muy poderosas capacidades terapéuticas, que se manifiestan fundamentalmente en el tratamiento del tarantismo.

—¿El tarantismo? —pregunté mientras Cristofano por fin asentía.

—En la ciudad de Taranto, en el reino de Nápoles —me explicó el médico—, abunda una especie de araña de gran nocividad, a la que denominan tarántula.

Su picadura, contó Cristofano, produce efectos espantosos, por no decir más: la víctima estalla primero en una carcajada incontenible, revolcándose y retorciéndose sin tregua. Luego se yergue y eleva el brazo derecho como si fuese a desenvainar una espada, a la manera de un gladiador que se prepara solemnemente para el combate, y se exhibe en una ridícula serie de gesticulaciones para enseguida tirarse de nuevo al suelo poseído por la hilaridad. Con la mayor alharaca, vuelve entonces a hacerse pasar por general o caudillo, tras lo cual experimenta un irresistible deseo de agua y de refrigerio, y si se le da un cántaro lleno de agua, introduce la cabeza y la sacude frenéticamente como los pájaros que se lavan en una fuente. Echa luego a correr hacia un árbol, trepa a su copa y allí se queda, a veces durante varios días. Por último, se deja caer al suelo extenuado, se envuelve entre sus rodillas y se pone a gemir, a suspirar y a dar puñetazos contra la tierra desnuda como un epiléptico o un lunático, suplicando que caigan sobre su cabeza castigos y desgracias.

—Pero ¡es terrible! —comenté aterrorizado—. ¿Y todo eso por la picadura de una tarántula?

—Por supuesto —confirmó Robleda—. Y no hablemos de otros efectos magnéticos inauditos… La picadura de las tarántulas rojas hace que la cara de la víctima enrojezca completamente; verde deja la picadura de las tarántulas de ese color; las de rayas, ídem; las acuáticas provocan sed; las que viven en sitios cálidos, cólera, y así sucesivamente.

—¿Y cómo se tratan las picaduras? —pregunté cada vez más intrigado.

—Después de perfeccionar los conocimientos de ciertas aldeas tarentinas —dijo Robleda buscando en sus cajones y mostrando luego con orgullo una hoja—, el padre Kircher elaboró un antídoto.

TONUM FRIGIUM

Este pecho es un címbalo de amor,

los toques son los sentidos móviles, y diestras

cuerdas los llantos, suspiros y dolores.

Rosa es el corazón mío herido de muerte,

flecha es el hierro, claros son mis ardores,

martillo es el pensamiento, y mi sino.

Maestra es mi dueña, que a todas horas

cantando canta alegre mi muerte.

Leímos con perplejidad y recelo aquellas palabras incomprensibles. Robleda advirtió enseguida nuestras dudas:

—No, no es magia. No es más que un poema que los aldeanos suelen cantar, al son de varios instrumentos, para neutralizar magnéticamente el efecto del veneno de la tarántula. El antídoto principal no es el poema, sino la música: la llaman tarantela, o algo parecido. Pero fue Kircher quien encontró, tras largas investigaciones, la melodía más adecuada.

Nos enseñó entonces otra media hoja ajada, repleta de notas y pentagramas.

—¿Y con qué se toca?

—Bueno, los aldeanos de Taranto la interpretan con tímpanos, liras, cítaras, címbalos y flautas. Y, naturalmente, guitarras, como la de Devizé.

—¿Insinuáis que Devizé podría curar a Bedford con esa música? —dijo bastante desconcertado el médico.

—Oh, no. Por desgracia, esa música sólo vale para las tarántulas. Habría que usar otra cosa.

—¿Otra música? —pregunté.

—Habrá que hacer pruebas. Dejaremos que elija Devizé. Pero recordad, hijos míos: en los casos desesperados, la única ayuda verdadera procede del Señor. Ya que todavía nadie ha inventado un antídoto contra la peste —añadió el padre Robleda.

—Tenéis razón, padre —oí decir a Cristofano mientras me acordaba vagamente de las arcanae óbices—. Y quiero confiar plenamente en las teorías de vuestro cofrade Kircher.

El médico, como él mismo reconocía, ya no sabía a qué santo encomendarse. Y aunque esperaba que, tarde o temprano, sus tratamientos surtiesen un efecto benéfico en Bedford, era incapaz de privar al moribundo de aquel desesperado recurso. Así pues, me comunicó que por el momento no informaríamos a los otros de las penosas condiciones del inglés.

Más tarde, cuando servía la cena, Cristofano me refirió que había fijado con Devizé una cita para el día siguiente. El músico francés, cuyo cuarto estaba pegado al de Bedford, sólo tendría que tocar su guitarra en la puerta del inglés.

—¿Hasta mañana por la mañana, entonces, don Cristofano?

—No, he fijado la cita con Devizé justo antes del almuerzo. Es la mejor hora: el sol está alto y la energía de las vibraciones musicales podrá expandirse al máximo. Buenas noches, chico.