NOTAS
El Donzello
La posada del Donzello existió realmente. He podido localizar su exacta ubicación gracias a los Stati delle anime (el censo que cada año hacían en Pascua los párrocos de Roma) de la antigua parroquia de Santa Maria in Posterula, la pequeña iglesia situada en las cercanías de la posada. En el siglo XIX, la iglesia y la plazuela a la que daba nombre desaparecieron por la construcción de los diques del Tíber; sin embargo, se han conservado los censos que cada año llevaban a cabo los párrocos de Santa Maria in Posterula, que hoy pueden consultarse en el Archivo Histórico del vicariato de Roma.
La antigua posada se hallaba precisamente donde señala el mozo: en un palacete del siglo XVI, al principio de la via dell’Orso, hoy en los números 87 y 88. La entrada principal es un bello portal almohadillado; al lado destaca la amplia puerta de arco oblongo que en 1683 llevaba al comedor de la posada, y que en la actualidad es la entrada de una tienda de antigüedades. Hace unas décadas, el edificio fue comprado y restaurado por una familia que sigue habitándolo y alquila algunos de sus apartamentos.
Con una serie de pesquisas en el registro de la propiedad, he podido comprobar que desde 1683 hasta hoy el edificio de la via dell’Orso ha sufrido algunos cambios, que sin embargo no han variado sustancialmente su aspecto original. Las ventanas de la planta baja y del primer piso, por ejemplo, ahora carecen de rejas; el desván se ha convertido en el tercer piso, con una amplia terraza. Las ventanas que dan al callejón que hace esquina con la via dell’Orso han sido tapiadas, pero aún se distinguen. La torreta donde se habría hospedado la cortesana Cloridia se ha convertido en un ático. En los restantes pisos se han conservado sólo las paredes maestras, mientras que los tabiques han cambiado varias veces en el transcurso de los siglos. Tampoco ha sobrevivido el cuartito que ocultaba la escalera secreta de acceso a los túneles subterráneos: en su lugar se construyó ex novo, en tiempos más recientes, un grupo de apartamentos.
Así pues, la posada está ahí, como si el tiempo nunca hubiese pasado. Con un poco de imaginación, bajo aquellas antiguas ventanas quizá podríamos oír la voz airada de Pellegrino y los refunfuños del padre Robleda.
El tiempo ha sido piadoso con otros documentos, que han resultado decisivos para mis investigaciones. En el Fondo Orsini del Archivo Histórico capitolino, he encontrado un valioso registro de los huéspedes del Donzello hasta el año 1682. El volumen, que protegen unas toscas guardas de pergamino, fue titulado por una mano insegura Libro en el que han sido anotados todos los que se han alojado en la posada de la señora Luigia de Granáis Bonetti all’Orso. En el interior, una nota manuscrita confirma que la posada era llamada «del Donzello».
En el registro de los huéspedes se descubren muchas coincidencias sorprendentes. El mozo, en efecto, cuenta que la dueña del Donzello, doña Luigia, expiró de muerte violenta como consecuencia de la agresión de dos gitanos.
Pues bien, el registro de la posada se interrumpe bruscamente el 20 de octubre de 1682. Y parece que, alrededor de esa fecha, la posadera Luigia Bonetti sufrió realmente un grave accidente: de ella, en efecto, no se vuelve a saber nada hasta el 29 de noviembre, día de su fallecimiento (he podido verificarlo en las partidas de defunción de la parroquia de Santa María in Posterula).
Pero eso no es todo. No daba crédito a mis ojos cuando en el registro de los huéspedes del Donzello leí algunos nombres sumamente familiares: Eduardus Bedford, de veintiocho años, inglés; Angelo Brenozzi, de veintitrés años, veneciano; y, por último, Domenico Stilone Priàso, de treinta años, napolitano: todos ellos huéspedes de la posada entre 1680 y 1681. Los tres jóvenes, pues, eran personas de carne y hueso y efectivamente estuvieron en el Donzello en la época de doña Luigia, antes de que llegase el mozo.
También he buscado rastros del mozo, en cuyas memorias, lamentablemente, no revela su nombre, y de su amo, Pellegrino de Grandis.
El mozo afirma que Pellegrino lo toma a su servicio en la primavera de 1683, cuando éste, llegado de Bolonia con su mujer y sus dos hijas, se aloja temporalmente cerca del Donzello, «a la espera de que el palacete quedase libre de unos inquilinos de tránsito».
Pues bien, todo corresponde. En los Stati delle anime he encontrado que, en aquella primavera, en el palacete del Donzello había algunas familias en régimen de alquiler; un poco más adelante aparece por primera vez un tal Pellegrino de Grandis, bolones, cocinero, con su mujer Bona Candiotti y dos hijas. Los acompañaba un mozo de veinte años, de nombre Francesco. ¿Se tratará del mozo enano de la posada?
Al año siguiente, en el palacete del Donzello hay de nuevo otros inquilinos: señal de que los daños del hundimiento que el mozo describe al final del relato fueron reparados, pero Pellegrino no continúa como posadero. Y ya no hay más rastros de él ni de su joven ayudante.
Personajes y documentos
El médico marquesano Giovanni Tiracorda, nacido en Alteta, un pequeño pueblo de la provincia de Fermo, fue uno de los arquiatras pontificios más célebres, y trató varias veces a Inocencio XI. Como he podido constatar (en esta ocasión, también gracias a los Stati delle anime de Santa Maria in Posterula), vivía, efectivamente, en la via dell’Orso, cerca de la posada, con su esposa Paradisa y tres doncellas. Su figura regordeta y jovial, tal y como la describe el mozo, coincide fielmente con la caricatura que de él hizo Pier Leone Ghezzi, hoy conservada en la Biblioteca Vaticana. También los libros, los muebles, los adornos y el plano de la casa de Tiracorda que describe el mozo corresponden, hasta en los mínimos detalles, con el inventario de los bienes anejo al testamento del médico que he podido consultar en el Archivo Estatal de Roma.
Hasta el carácter caprichoso de su esposa Paradisa parece responder a la verdad. En el Archivo del Pió Sodalizio dei Piceni de Roma, en efecto, están depositados los pocos documentos que se salvaron del saqueo perpetrado por las tropas napoleónicas instaladas en la Urbe. Entre ellos, he consultado un legajo de demandas presentadas contra Paradisa tras la muerte de su marido. A partir de algunos exámenes periciales, se deduce que la mujer ya no estaba en posesión de sus facultades mentales.
En las dos visitas que hice a la pequeña ciudad marquesana de Fermo, pude encontrar bastantes rastros del apellido Dulcibeni. Lamentablemente, sin embargo, no hallé ningún documento del siglo XVII en el que constase un solo Pompeo. Con todo, he confirmado la existencia en Nápoles de un importante círculo de jansenistas, tal vez el mismo al que perteneció Dulcibeni.
En el Archivo Mediceo de Florencia he podido comprobar casi toda la historia de Feroni y Huygens: a su regreso a Toscana desde Holanda, Francesco Feroni pretendía concertar un matrimonio aristocrático para su hija Caterina. La muchacha, sin embargo, estaba perdidamente enamorada del brazo derecho de su padre, Antonio Huygens de Colonia, tanto que había enfermado «de fiebre continua, luego convertida en terciana». A pesar de ello, Huygens siguió trabajando para Feroni, y a la postre acabó dirigiendo la filial de su empresa en Livorno. Por lo que parece, tampoco en este caso las memorias del mozo han mentido.
Por lo que respecta al médico sienes Cristofano, sólo he encontrado datos de su homónimo padre, el bien conocido director de Sanidad Cristofano Ceffini, que efectivamente estaba ejerciendo durante la peste de Prato en 1630. Asimismo, dejó un Libro della Sanità, con una lista de las prescripciones que los oficiales sanitarios debían observar en caso de peste.
Luigi Rossi, maestro de Atto Melani, vivió en Roma y en París, donde fue amigo y mentor del joven Atto. Todos los versos que el abate Melani canturrea están tomados de sus canciones. El seigneur Luigi (como aparece en las partituras originales diseminadas en las bibliotecas de toda Europa) nunca se cuidó de imprimir sus aclamadas obras, que los soberanos de entonces incluso se disputaban. Así, Luigi Rossi, a pesar de que en el siglo XVII era considerado el mayor compositor de Europa, cayó en el olvido apenas empezada la nueva centuria.
Aunque sólo he conseguido encontrar en las tiendas dos grabaciones con sus canciones amorosas, la suerte ha estado de mi parte: y es que esas grabaciones contienen precisamente los pasajes que canta Atto, de modo que he podido escuchar cautivado aquellas asombrosas melodías.
La gaceta astrológica de Stilone Priàso, que tanto atormenta al mozo del Donzello, fue publicada el mes de diciembre de 1682 y se puede consultar en la Biblioteca Casanatense de Roma. Con suma inquietud —lo confieso— he descubierto que su autor había realmente predicho que la batalla de Viena tendría lugar en septiembre de 1683. Estimo que es un misterio destinado a permanecer.
En la Biblioteca Casanatense, gracias a la profesionalidad y extrema cortesía de los bibliotecarios, he podido encontrar también el manual astrológico de donde está sacado el horóscopo de aries que Ugonio, durante la navegación por los canales subterráneos, recita a Atto y al mozo. El pequeño tratado fue publicado en Lyon en 1625, justo un año antes del nacimiento del abate Melani: Livre D’Arcandam Doctevr et Astrologve traictant despredictions d’Astrologie. Pues bien, en el caso de Atto Melani, los vaticinios de Arcandam se cumplieron con inaudita precisión, incluida la duración de su vida: ochenta y siete años, como predecía el astrólogo.
Atto Melani
Todas las circunstancias de la vida de Atto Melani recogidas en el relato del mozo son auténticas. Cantante castrado, diplomático y espía, Atto estuvo primero al servicio de los Médicis, luego de Mazzarino y por último del Rey Sol, pero también de Fouquet y de un número indeterminado de cardenales y de familias nobles. Su carrera de castrado fue larga y gloriosa, y su canto fue efectivamente celebrado —como él mismo se jacta ante el mozo— por Jean de La Fontaine y Francesco Redi. Además de ser citado en todos los principales diccionarios musicales, el nombre de Atto figura en la correspondencia de Mazzarino y en la obra de algunos memorialistas franceses.
El físico y el carácter de Atto están asimismo bastante bien descritos por el mozo: para comprobarlo, basta detenerse ante el monumento funerario erigido en su honor por sus herederos en la capilla Melani de la iglesia de San Domenico en Pistoya. Si miramos hacia arriba, topamos con los ojos avispados del abate, y reconocemos el despectivo torcimiento de los labios y el hoyuelo impertinente del mentón. En sus memorias, el marqués de Grammont dice que Atto, de joven, era «divertido, y en absoluto tonto». Podemos, en fin, leer las muchas cartas del abate, dispersas como disiecta membra por los principales archivos de los principados de toda Italia, para asombrarnos de su veta alegre e irónica, chismosa y sumamente aguda.
En su correspondencia constan muchas de las enseñanzas que imparte al mozo, empezando por su docto (y más que discutible) razonamiento en virtud del cual era del todo lícito para un rey cristiano aliarse con los turcos. También la guía de las maravillas arquitectónicas de Roma, que el abate redacta en su habitación del Donzello entre una aventura y otra, dista en apariencia de ser una invención. En efecto, la guía de Atto es extraordinariamente parecida a un manuscrito anónimo en francés, publicado por vez primera en 1996 por una pequeña editorial romana, bajo el título de Espejo de la Roma barroca. El anónimo autor del manuscrito era un abate culto y acomodado, buen conocedor de los asuntos políticos y con influencias en la corte papal, misógino y profrancés. Parece un retrato del abate Melani.
Y no sólo eso: el autor de la guía debió de estar en Roma entre 1678 y 1681. El caso de Atto, que efectivamente vio a Kircher en 1679.
Como la guía de Atto, también el Espejo de la Roma barroca quedó inconcluso. El autor abandonó la obra cuando describía la iglesia de Sant’Attanasio dei Greci. Increíblemente, Atto Melani interrumpe en el mismo punto la redacción de su guía, fulgurado por el encuentro con Kircher. ¿Una simple casualidad?
Por otra parte, Atto conocía realmente a Jean Buvat, el escribano que —como se lee en el relato del mozo— despachaba en París su correspondencia, imitando perfectamente su letra. Buvat era copista de la Biblioteca Real, muy hábil descifrador de pergaminos y excelente calígrafo. También trabajó para Atto, que lo recomendó —aunque inútilmente— al prefecto de la Biblioteca para un aumento de sueldo (cfr. «Mémoire-journal de Jean Buvat», en Revue des bibliothéques, oct.-dic. de 1900, pp. 235-236).
Sea como fuere, a Buvat la historia le ha reservado mejor suerte que a Atto: mientras que el abate Melani ha pasado al olvido, Buvat desempeña un papel relevante en El caballero de Harmental, de Alejandro Dumas padre.
Atto y Fouquet
He encontrado una pequeña biografía de Atto (Archivo Estatal de Florencia, Fondo Tordi, n. 350, f. 62) escrita unos años después de su muerte por su sobrino Luigi, quien cuenta que Atto fue amigo de Fouquet, como se lee en las memorias del mozo. El superintendente, según el sobrino de Atto, sostuvo con el abate Melani un intenso carteo. Ahora bien, lo cierto es que de ese epistolario no he podido encontrar el menor rastro.
¿Cuáles fueron, pues, las verdaderas relaciones de Atto con el superintendente?
Cuando Fouquet fue arrestado, Atto se hallaba en Roma. Como también se recuerda en las memorias del mozo, el abate huye de la cólera del duque de La Meilleraye, el poderoso heredero de Mazzarino, que, al ver que el castrado se entromete demasiado en su casa, le pide al rey que lo exilie. En París, sin embargo, corre el rumor de su implicación en el escándalo Fouquet.
Desde Roma, en otoño de 1661, Atto escribe a Hugues De Lionne, ministro de Luis XIV.
Es una carta dolida (que he podido encontrar en el Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores en París, Correspondance politique, Roma, 142, f. 227 y ss., el original está en francés), en la cual la grafía nerviosa, la atormentada sintaxis y los errores ortográficos delatan toda su angustia.
Roma, el último día de octubre de 1661
Me decís que mi mal no tiene remedio, y que el rey sigue irritado conmigo.
Así no habéis hecho sino comunicarme mi condena a muerte y ser inhumano, pues, conociendo mi inocencia, no me habéis consolado al menos un poco, ya que no ignoráis cuánto adoro al rey y la pasión con la que siempre he querido servirlo como es menester.
Ojalá Dios me hubiese impedido amarlo tanto, y que hubiese estado unido más al señor Fouquet que a él: así sería al menos castigado justamente por un crimen cometido por mí, y no tendría que lamentarme sino de mí mismo. En cambio, ahora soy el joven más miserable del mundo, porque nunca podré consolarme, ya que no estimo al rey como un gran príncipe, sino como una persona por la que sentía el arrebato de un amor tan grande como el que puede concebir un ser humano. No aspiraba sino a servirlo como es menester, y a ser digno de su agradecimiento, sin esperar nada a cambio, y os puedo decir que no me habría quedado tanto tiempo en Francia, aun viviendo el señor cardenal [Mazzarino], de no ser por el amor que sentía por el rey.
Mi alma no es lo bastante fuerte para soportar tan enorme desventura.
No me atrevo a quejarme, pues no sé a quién debo achacar semejante desgracia, y aunque estimo que el rey comete conmigo una gran injusticia, no puedo siquiera pronunciar palabra, porque con razón le ha sorprendido saber que he mantenido correspondencia con el señor superintendente.
Ha tenido buenos motivos para creerme pérfido y malvado, al saber que envío al señor Fouquet los borradores de las cartas que escribo a Su Majestad. Con razón condena mi conducta y los términos de los que me sirvo para escribir al señor Fouquet.
Sí, mi pobre De Lionne, el rey me ha tratado justamente declarándoos que está descontento de mí, pues la mano que ha traicionado todas sus cartas merece ser cortada, pero su corazón es inocente, y mi alma no ha cometido ningún fallo: he sido siempre fiel al rey, y si el rey quiere ser justo, ha de condenar la mano, pero absolver lo demás, ya que la mano se ha equivocado por el exceso de amor que mi corazón ha profesado al rey. Se ha equivocado porque he albergado demasiados deseos de volver a su lado; porque padecía estrecheces, abandonado por todos; y porque creía que el superintendente era el mejor y más fiel ministro del rey, quien le manifestaba su bondad más que ningún otro.
Éstos son los cuatro motivos que me han inducido a escribir de aquel modo al señor Fouquet, y en mis cartas no hay una sola palabra que no pueda justificar, y si el rey quiere tener la bondad de concederme esta gracia, que jamás le ha sido negada a ningún criminal, haced que se revisen todas mis cartas, que se me interrogue, que se me encarcele antes de responder, para ser castigado, o para obtener el perdón, si lo merezco.
Se puede comprobar que las cartas por mí escritas al señor Fouquet son de los días en los que caí en desgracia, lo que demuestra que no lo conocía de antes.
Asimismo, en dichas cartas no se puede encontrar ninguna prueba de que él me haya dado nunca dinero, o de que yo me contase entre aquellos que de él recibían una pensión secreta.
Por medio de las cartas que me escribió puedo demostrar fácilmente toda la verdad, y que él, conociendo qué me impulsaba a escribirle, me decía (no sé si con sinceridad o sólo por agradarme) que mediaría a mi favor ante el rey, y que quería cuidar mis intereses.
Adjunto a ésta una copia de la última carta, la única que he recibido desde que estoy en Roma. Si deseáis el original, sólo tenéis que pedírmelo…
Así pues, Atto confiesa: cuando escribía al rey, pasaba a escondidas el borrador de las cartas al superintendente. Eran cartas de un agente de Francia, y estaban dirigidas nada menos que al soberano: un pecado mortal.
Atto, sin embargo, niega que lo hiciese por dinero: se había puesto en contacto con Fouquet sólo porque había caído en desgracia, esto es, cuando estalló la ira del duque de La Meilleraye, y necesitaba un sitio donde ocultarse (tal y como cuenta Devizé en las memorias del mozo).
Para demostrar lo que dice, Atto adjunta la copia de una carta que le escribe Fouquet. Se trata de un documento conmovedor: el superintendente escribe al castrado el 27 de agosto de 1661, pocos días antes de su arresto. Es una de sus últimas cartas como hombre libre.
Fontainebleau, 27 de agosto de 1661
He recibido vuestra carta del primero de este mes con la del señor cardenal N.
No os he escrito antes por culpa de un resfriado del que acabé de curarme ayer, y que me ha obligado a guardar cama durante quince días.
Me dispongo a partir pasado mañana con el rey hacia Bretaña, y me ocuparé de que los italianos no vuelvan a interceptar nuestras cartas: hablaré con el Señor de Neaveaux en cuanto llegue a Nantes.
No estéis inquieto por vuestros intereses, pues me cuido mucho de ellos, y, aunque en los últimos días mi indisposición me haya impedido despachar con el rey como suelo, no he dejado de testimoniarle el celo con que cumplís su servicio, y él está muy contento.
Esta carta os la entregará el señor abate de Crécy, en quien podéis confiar plenamente. He leído con agrado lo que me comunicáis de parte del señor cardenal N., y os ruego que le digáis que no hay nada que no quiera hacer por servirle. Asimismo, os ruego que transmitáis mis saludos a madame N.; me postro a sus pies y me declaro su servidor.
La confusión en la que me encuentro en vísperas de un viaje tan importante me impide responder con más detalles a todo el contenido de vuestra carta. Enviadme un informe sobre todo lo que se os debe de vuestra pensión, y estad seguro de que no omitiré nada para demostraros todo el aprecio que os tengo y mi enorme deseo de serviros.
De ser cierto que Fouquet escribió en estos términos a Atto (el original, si existió, se ha perdido), no se puede tachar de brillante la idea de tratar de exculparse enseñando esas líneas al rey. Lo que hay entre el castrado y el superintendente es muy ambiguo, el clima que los rodea está impregnado de sospechas: cartas interceptadas, emisarios de confianza, un cardenal N. (¿tal vez Rospigliosi, el amigo de Atto?) y una misteriosa madame N. (¿tal vez Maria Mancini, sobrina de Mazzarino, ex amante del rey que también se encontraba en Roma en aquellos días?).
Pero lo más sospechoso son los manejos que Atto y Fouquet tienen con el rey. El primero le pasa secretamente su correspondencia con Luis XIV al segundo, quien, a su vez, recomienda al amigo al soberano. Está, además, esa pensión de Atto para cuyo arreglo Fouquet le promete ayuda…
A pesar del escándalo en el que se vio enredado, Fouquet no traicionó a su amigo. Durante el proceso, cuando le preguntan por sus relaciones, el superintendente responde con evasivas, con lo que libra a Atto de la cárcel: este extremo he podido confirmarlo en las actas de la vista oral, y coincide plenamente con lo que Devizé refiere a los huéspedes del Donzello.
Los últimos años de Atto Melani
En sus últimos años, el castrado debió de sentirse abrumado por la soledad. Quizá por ello vivió aquella etapa postrera en su casa de París, en compañía de dos sobrinos, Leopoldo y Domenico. Por lo mismo, puede ser cierto lo que cuenta el mozo en su manuscrito, a saber, que le ofreció llevárselo consigo.
En su lecho de muerte, Atto mandó que todos sus papeles fuesen empaquetados y trasladados a la casa de un amigo de confianza. Sabía que durante su agonía la casa se llenaría de curiosos y aprovechados, ávidos de sus secretos. También es probable que se acordase de la vez que, como relata el mozo, él mismo había entrado a hurtadillas en el despacho del menos previsor Colbert…
La dedicatoria inicial
Rita y Francesco me dijeron que habían encontrado las memorias del mozo entre los papeles de Atto. Pues bien, ¿cómo acabaron ahí? Para saberlo hay que leer con atención la misteriosa dedicatoria inicial, la dedicatoria anónima, sin remitente ni destinatario, que precede al relato del mozo:
Señor:
Al enviaros estas memorias que he hallado por fin, me atrevo a esperar que Vuestra Excelencia reconozca en mis esfuerzos por satisfacer vuestros deseos el exceso de pasión y amor que siempre me ha deparado felicidad, cuando he podido testimoniarlo a Vuestra Excelencia.
En las últimas páginas de su relato, el mozo, corroído por los remordimientos, escribe a Atto ofreciéndole nuevamente su amistad. De pasada, sin embargo, revela también que ha redactado un diario y unas memorias detalladas de los hechos acaecidos en la posada.
El mozo dice que Atto nunca respondió, e incluso teme por su vida. Pero nosotros sabemos que el avispado abate salió bien librado y vivió aún muchos años, así que tuvo que recibir aquella carta. Es más, me imagino el primer destello de placer en su rostro cuando vio aquellas líneas, luego el miedo, y por último la decisión: encargar a uno de sus fíeles agentes que fuese a Roma para apoderarse de las memorias del mozo antes de que cayesen en malas manos. Aquellas páginas contenían demasiados secretos, y lo acusaban de los más horrendos crímenes.
Así pues, la dedicatoria anónima se la habrá escrito a Atto su agente, tras cumplir el encargo. Por eso Rita y Francesco me dijeron que habían encontrado las memorias del mozo entre los papeles de Melani.
¿Atto y el mozo no se volvieron a ver? Quién sabe. Siempre cabe la posibilidad de que el abate Melani, embargado por la nostalgia, ordenase un buen día a su valet de chambre preparar los baúles de viaje porque tenía que partir urgentemente a la corte de Roma…