CAPÍTULO XXV
EL castillo de Tesalónica era mayor que el de Gallípoli y se parecía a las fortalezas-palacios de los países de Occidente. Sólo tenía cúpulas doradas y exedras con azulejos orientales en la parte antigua.
El mismo día de la llegada de la princesa se celebró un Te Deum en la catedral. Toda la nobleza de Tesalónica estaba presente y el presbiterio irradiaba luces por entre las nubes de incienso y los cánticos. La reina y su hija entraron bajo palio y fueron a instalarse a un lado del altar mayor, también bajo dosel. La princesa tenía habilidad para hablar disimuladamente y sin que nadie se diera cuenta en medio de los actos más solemnes. Miraba al frente y sin mover los labios preguntaba:
—¿Dónde está el príncipe Miguel? ¿Por qué no ha venido?
La reina madre respondía:
—Acaban de decirme que ha salido para Constantinopla. Se diría que te tiene miedo —añadía conteniendo la risa— y que ha escapado.
Quedaron calladas. El archimandrita de San Demetrio se acercaba asistido por dos diáconos cubierto de oro y sedas y los tres alzaban y bajaban los incensarios dirigiendo nubes de humo oloroso hacia la princesa y la reina mientras en el coro cantaban más de cincuenta acólitos.
—Estos hombres nos van a sofocar —dijo la reina.
Cuando los celebrantes volvieron al altar, la princesa, que no podía contener su asombro, preguntó:
—¿Dices que me tiene miedo Miguel? ¿Y Arenós? ¿Por qué no ha venido Arenós?
Contestaba la reina mirando al frente, rígida y severa, sin mover apenas los labios:
—Salió con Miguel para servirle de escolta hasta encontrar las guardias de Nastogo a cincuenta millas de Constantinopla. Supongo que volverá mañana.
Sin dejar de hablar, la reina vio al otro lado del presbiterio al obispo de Magnetio que la saludaba con una inclinación de cabeza y ella le sonrió. El coro cantaba a pleno pulmón y eso permitía de momento a la reina alzar la voz mientras movía los labios con la actitud del que reza:
—Arenós es un hombre cabal, hija mía. Aunque al principio parece otro como Roger, lleva sobre todos los catalanes una gran ventaja. No seré yo ni serás tú quien consiga atrapar a un hombre como Arenós entre dos puertas en una situación improvisada. Ni por grandeza ni por miseria.
La princesa pensaba: “Mi madre quiere que me interese por Arenós.” Respondiendo a la bendición del obispo de Magnetio, las dos se persignaban. La princesa preguntó:
—¿Y Olga?
—Está entre la gente, debajo del pulpito. ¿No la ves?
Pero la princesa cambiaba de curiosidades.
—Siento que se haya marchado Miguel porque es como un pájaro del color de la tierra que ha volado antes de tiempo. Pero me alegro por otra parte. Más vale así.
—¿Pensabas recibirlo?
—No, eso no.
—¿Por qué?
—No sé, madre. ¿Quiénes son esos dos enanos que acompañan a Olga?
Detrás de la condesa se veía a dos pequeñísimos pajes, uno con la silleta y otro con un benditero y dos escapularios.
—Ah, ésos son dos supervivientes de Rodesto.
Se quedó la princesa sin aliento y un poco después preguntó:
—¿Dices que son de Rodesto?
—Sí, parece que se escondieron en una caja de basuras entre los desperdicios de La casa del gobernador. Y ahí están. Olga siempre encuentra las cosas y las personas que no encuentra nadie. Ahí están.
Pensaba la princesa: “Testigos. Testiguitos. Nunca faltan testigos”. La reina Irene se dio cuenta de que su hija había recibido una fuerte impresión y entendiéndolo mal pensaba: “Esta criatura nunca ha podido tolerar los enanos. Cuando era niña y aparecía alguno en el palacio, salía corriendo y se escondía. Yo creía que el que le llevaron a Gallípoli para cuidar de los animalitos le habría curado de aquella manía, pero veo que no”. Por cierto que ni los enanos ni los titís habían llegado con la princesa. Debían haberse quedado en Casandria.
La princesa, componiendo una expresión recogida y mística porque se daba cuenta de que era el centro de la atención de la gente, se acordaba ahora de los galeotes. No le importaba lo que pudiera sucederles. También Nicodemos era un testigo. No sólo de Rodesto sino de su intriga con Tibaldo. Y le tenía miedo. Simeón era un atrasado mental. Los dos habían estado en Rodesto. Había, pues, cuatro testigos: los dos enanos y los dos galeotes. También eran testigos las doncellas, pero su testimonio se disolvía cada noche en las alcobas de la promiscuidad y no le preocupaba.
Se volvía a mirar a los enanos supervivientes, con recelo. Y veía a Olga, quien creía que las euménidas de Casandria acabarían con los catalanes. No sabía nunca la princesa qué pensar de Olga. A distancia y a través de la relación epistolar le parecía interesante, entretenida y digna de amor. Pero cuando estaban bajo el mismo techo su presencia resultaba confusa y aburrida.
Era ya Olga vieja y los hombres no la tomaban en cuenta. Aquello la hacía descarriar un poco. Nunca había estado muy en sus cabales y su entusiasmo por la princesa ahijada tomaba formas pintorescas. Algunos decían que estaba loca, pero los que la trataban de cerca sabían que tenía una razón sólida y que si descarriaba a veces era porque gustaba usar de una coquetería infantil un poco risible. Aunque era mucho más vieja que la princesa, la imitaba en sus maneras de escribir y hablar.
Seguía el Te Deum. La princesa preguntó a su madre, alarmada:
—¿Es que van a decir también una misa?
La madre disimuló su sorpresa y su regocijo:
—¿A estas horas? No, hija. Además, los curas me conocen y no se atreverían.
En aquel momento el orden del oficio permitía sentarse y las dos lo hicieron con los movimientos reposados y majestuosos que los príncipes aprenden como una parte de su educación natural. Ya sentadas quedaban más de cara al público que al altar. Y la princesa veía entre los concurrentes que llenaban por completo el templo musulmanes, judíos, genoveses atraídos por la curiosidad. Era aquel acto una celebración cívica más que religiosa. Y en el coro gritaban los chantres:
Superflumina Babylonia...
La reina no se sentía del todo segura, en medio de tanta brillantez y de tantas acciones de gracias a la Providencia. Pensaba que tal vez iba a suceder algún hecho inesperado y que muy bien podrían ser todos pasados a cuchillo en una noche. Aquella impresión la compartía la princesa María, quien se decía: “Rocafort conoció su hora crucial la noche que yo le pedí que matara a Tibaldo, el gentilhombre francés. Yo estoy viviendo con mi madre la hora crucial nuestra. Los catalanes están cerca y nadie sabe lo que harán”. Al decir crucial miraba en éxtasis —como concesión a la curiosidad de la gente que llenaba el templo— la cruz del altar y se acordaba del hombre colgado en Culla, que no se murió.
Le gustaba que Miguel hubiera escapado, pero no podía creer que fuera por miedo y, en todo caso, el miedo de Miguel solía cubrirse con pretextos y disfraces. Quería que el Te Deum se acabara para poder hablar libremente con su madre de aquello.
En aquel momento la música era más fuerte y el coro de voces subía, poblando las altas bóvedas y haciendo vibrar las ventanas de colores. Los versos del salmo babilónico eran muy hermosos y la reina suspiraba:
—Esta música me conmueve.
—A mí, no —dijo la princesa—, pero me asusta lo que dicen los cantores. Me parece como si asistiera a mi propio funeral y yo fuera mi propia plañidera.
Luego, sin perder su gravedad hierática y bajando los ojos para que la gente que la viera mover los labios creyera que estaba rezando, preguntó:
—¿Qué pretextos puso Miguel para marcharse?
La reina contestó con un suspiro:
Pretextos demasiado nobles, para lo que acostumbra. Dijo que su presencia aquí era una provocación para los catalanes y que no quería causarnos molestias ni peligros. Eso es noble, la verdad. Tu primo ha cambiado en los últimos tiempos.
—Sí. Los golpes de mangual de Rocafort han debido ablandarle la cabeza.
—Jesús —se escandalizó la reina—, qué cosas se te ocurren. La que no cambia eres tú.
Miraba la princesa a los oficiantes. Todos tenían caras antiguas y el obispo, con su alta mitra y sus guedejas colgantes, parecía salido del álbum de cuero donde tenía ella su retrato en miniatura. Cuando aquellos curas se ponían en éxtasis tomaban expresiones animales. Tenían una especie de espontaneidad selvática y parecían al mismo tiempo farsantes y sinceros. No había contradicción en eso. También los histriones del teatro griego eran farsantes y sinceros.
Pero se aburría y tenía ganas de que todo aquello terminara. A veces sentía la desesperación inevitable de ser princesa. Habría preferido andar entre la gente, ir al puerto, bajar a descalzarse a las playas y correr por la arena caliente que cosquillea en la planta de los pies.
Acabó el Te Deum y todo el mundo acompañó a las princesas en procesión hasta su palacio, donde hubo besamanos. La gente parecía tranquila y sin cuidados a pesar de la proximidad de los ejércitos catalanes. Se decía la princesa que incluso en cosas tan concretas como la guerra lo más importante es la atmósfera moral que acompaña a los hechos. Todos sabían que el ejército de Casandria estaba perdiendo peligrosidad sin saber porqué. Es decir, lo sabía la princesa. Los otros, los nobles, lo olfateaban. El olfato moral de la gente en tiempos de calamidades es muy fino. Y no se equivoca fácilmente. La princesa decía que en tiempos de crisis todo el mundo ventea en el aire los peligros y las seguridades lejanos con un olfato de perro. Y adquieren también sensibilidad —oído, tacto, vista, paladar— de enamorados transidos que adivinan cuándo la amada duerme, vela, camina y, sobre todo, cuando piensa en otro hombre.
Así estaba todo el mundo, entonces, con los catalanes.
Pasaron algunos días sin más novedades que el miedo de la princesa a los enanos de su madrina Olga. La reina Irene dio disposiciones para que se fueran a vivir al torreón del Norte, lejos de la princesa, y no salieran de allí sin un permiso especial. Los pobres enanos se asustaron al saberlo y recordando lo que pasó en Rodesto pidieron que fuera a visitarlos el capellán.
Cuando lo supo la princesa, se quedó pensando: “Para los enanos debía haber una iglesia aparte con dogmas y perdones menudos y un paraíso de juguetería. De muñequería”.
Quiso saber si el capellán había ido y se extrañó cuando le dijeron que sí.
Entretanto regresó Arenós de su viaje como jefe de la escolta del príncipe Miguel. Parecía feliz —según dijo la reina— de haber perdido de vista al hijo del Emperador, no porque su presencia le molestara (si le molestaba, Arenós no lo habría dejado sospechar a nadie) sino porque le parecía que llevaba consigo demasiadas responsabilidades para los demás, especialmente para los que lo custodiaban.
Discreto, como siempre, Arenós no hacía nada por ver a la princesa.
Hubo revistas de tropas y en ellas vio la princesa de lejos al capitán aragonés. Actuaba Arenós de jefe de sus propias fuerzas, pero lo consideraban los griegos como una especie de jefe de estado mayor de la plaza. Hizo Arenós como si no viera a la princesa y en su manera de eludirla había respeto y acatamiento.
—Es ahora más galán —pensó la princesa— que en Cízico y en Gallípoli, pero no se me acercará sí no lo llamo tres veces. Está demasiado enamorado de mí para acercarse antes de que lo haya llamado tres veces por lo menos.
La ciudad estaba en fiestas. Había muchos mercaderes vestidos de colores. Gente rica y amante de la vida. Parecían confiados y felices con sus mujeres e hijos. Había bastante libertad en Tesalónica a pesar de ser una plaza fuerte y tener al enemigo cerca. Los cristianos permitían sus ritos a los judíos y a los musulmanes, de los cuales había una colonia lucida. Los musulmanes no eran del Asia Menor, sino de la India. La libertad ayudaba al comercio y estimulaba la navegación mercantil. Los genoveses tenían también sus factorías y se daban importancia como siempre, entre los pueblos orientales, con sus trajes limpios y de buen corte y sus cabelleras romanas. Arenós, cada vez que veía un genovés, tenía ganas de darle de moquetes, pero se contenía pensando en la princesa y en el orden civil de la plaza.
Los días pasaban sin que la joven viuda hiciera más que recibir correos confidenciales de Casandria con su madre y cambiar impresiones con Olga y con las viejas aristócratas de Tesalónica que llegaban siempre acompañadas de algún cura. El que más frecuentaba el palacio era el obispo de Magnetio, quien recordando sus buenos oficios en el tiempo de la sublevación contra Roger esperaba que le dieran la archidiócesis de Macedonia.
La princesa María lo miraba a veces diagonalmente (esto lo había aprendido de Rocafort) y se preguntaba impaciente y rencorosa:
—¿Cómo se atreve a ponérseme delante?
En el kenourgion había un retrato al temple del príncipe Miguel, hecho pocas semanas antes. La princesa lo contempla un poco irónica. Miguel vestía de corte con un caftán de raso color oro pálido. El caballete roto de la nariz daba a su cara un aspecto menos agudo y también más bondadoso, de perro. Uno de sus ojos tenía todavía en la córnea una vena roja, bien aparente.
—Esa vena —pensaba la princesa— la tendrá ya siempre hasta que se muera.
El obispo de Magnetio hablaba con recelo y temor de la proximidad de los catalanes y la reina Irene creyó tranquilizarlos a todos diciendo:
—Han pedido paso libre para Atenas, los catalanes. Paso libre. ¿Quién va a negarles paso libre? No seré yo.
Al oír esta noticia, el obispo de Magnetio juntó las manos sobre el pecho y alzó los ojos al cielo un instante. La reina dijo que había intervenido cerca de su marido el kan para que los búlgaros les dejaran pasar por sus fronteras montañosas sin salirles al paso. Cuando se trataba de contar magnanimidades y grandezas aparecía siempre el nombre del kan y si se refería a alguna clase de miserias o hechos desairados, el nombre del Emperador. En eso la reina Irene (que, por otra parte, despreciaba al kan, su esposo) no se equivocaba nunca.
Aquella tarde Arenós estuvo en el kenourgion escuchando más que hablando y cuando no tenía más remedio que hablar midiendo como siempre sus palabras. Viéndolo, la reina Irene solía pensar: “Ése ha aprendido a vivir".
Según ella, la mayor parte de la gente se muere de vieja sin haber aprendido esa importante ciencia, es decir, sin acertar a controlar las pasiones y al mismo tiempo a aguzar y cultivar los egoísmos.
Los elogios de la reina Irene no le gustaban a Arenós, quien, oyéndola, pensaba: “Para ella aprender a vivir es aprender a bellaquear”. Tal vez la princesa María estaba pasando por difíciles experiencias también sin aprender gran cosa. Por cierto que la princesa se había retirado de la sala.
Hablaba Olga de la belleza, la frescura y la ligereza que el aire tenía en Bulgaria. Y decía que para ella un kan era más que un rey, aunque menos que un emperador. Se apresuró a decir la reina que el abuelo de Olga tenía, entre otros títulos, el de kan de Mármara, aunque era sólo aquélla una corona honoraria. Olga le agradeció aquella observación con una mirada sostenida y dijo por fin:
—En mi familia todas las coronas son honorarias. Los hombres no han tenido nunca empuje para conseguir tributos y rentas.
Llegó de pronto la doncella Zoé, hizo una reverencia a la reina, con la cual quería decir que necesitaba hablarle aparte, y le dijo que la princesa llamaba a Arenós a sus habitaciones. La reina hizo un gesto de aquiescencia y Zoé fue a decírselo a Arenós, quien salió con Zoé. Los que estaban cerca de la reina se quedaron callados un rato tratando de imaginar lo que aquello significaba. Olga pensaba viendo salir a Arenós:
—Un poco demasiado estevado es ese joven para mis gustos y, sobre todo, para los de la princesa.
Al verse delante de María, Arenós se inclinó:
—Necesito hacerte algunas preguntas —dijo ella—. ¿Piensas seguir al servicio de Andrónico?
—No lo sé todavía.
—Pero tendrás algún plan.
—Los soldados no hacemos planes con mucha antelación.
—¿Eso es todo, Arenós?
—¿Hace falta más? —preguntaba él.
—¿Nunca has pensado que el príncipe Miguel puede odiarte como odiaba a Roger?
—No. Esas cosas son recíprocas y yo lo estimo. Es un príncipe valiente y noble que ha pasado por un período de mala fortuna.
Pareció volver la princesa de pronto a su manera habitual de hablar:
—Los catalanes tenéis los ojos demasiado expresivos. Miguel también, y esa es su mayor dificultad. Tiene ojos de perro. La primera vez que Roger y él se encontraron fue como si se encontraran dos floretes y saltaron chispas. La atención de Roger por la gente de mi casa no era la de un vasallo, sino más bien una curiosidad atenta de viajero. La mirada de Miguel, a pesar de su rango de príncipe heredero, tenía más respeto para Roger que curiosidad. Y los dos se dieron cuenta. La falta de respeto del catalán y el exceso de respeto del griego chocaron, se hicieron evidentes y se produjo en Miguel el odio. Ahí comenzó todo.
Callaban. La princesa añadió:
—Ya sabemos cómo acabó. Es decir, en su conjunto tal vez no ha acabado aún.
También Arenós callaba simulando indiferencia, como si pensara: “Bueno, ¿a dónde va a parar con todo esto?” La princesa le preguntó:
—¿No hay para ti también algo más fuerte que la vida?
—¿Más fuerte que la vida? —preguntó Arenós, sin comprender.
—¿No te gusta desafiar a la muerte y al destino como hacen los otros catalanes?
Arenós no estaba seguro de comprender aún. Por fin dijo:
—No. Yo conozco mis límites. Quiero decir, los límites de la vida, y a ellos me atengo sin querer saber más. Yo soy un hombre ordinario con una ordinariez a veces valiente, a veces incluso temeraria, pero siempre es una vulgaridad honesta. Creo que tengo poca imaginación, lo que tal vez es natural en un soldado. A veces he pensado que podría tener suerte y llegar un día a general, digo, en mi país, pero si no lo consigo seré tan feliz o tan infeliz como ahora. Y eso es todo señora.
La princesa, entre cohibida y decepcionada, repetía:
—Sí, ya veo. Mi madre tiene razón en lo que dice de ti. Eres el hombre más plebeyo y vulgar de todo el ejército catalán.
No era verdad. Su madre no decía aquello.
Se acercaba la reina Irene a las habitaciones de la princesa riendo sin verdadera causa. Era una risa cristalina, descendente, que parecía poner bengalas en los pasillos. Olga la seguía y la sobrina de los Nastogo —que había llegado con la escolta de Arenós— también. La reina se volvió a mirarlas a las tres, confusa, y les dijo:
—Volved con el obispo. No lo dejéis solo. Es un hombre que cuando está solo, llora.
Al ver entrar a la reina Irene, se alegró Arenós. No le gustaba que la princesa quisiera verlo a él a solas. De aquellas pequeñas entrevistas solían surgir incómodos diálogos en los que acechaba el malentendido. Y un malentendido traía otros muchos en cadena. La cadena solía acabar en alguna clase de catástrofe. Arenós tenía encuentros ocasionales con otras mujeres y pensaba en su Justeta, la de Sobrarbe. Pero en el fondo estaba enamorado de la princesa y ella lo sabía. Arenós se conducía de un modo frío y estricto. La princesa preguntó a su madre:
—¿Hay noticias de Nápoles?
Negó la reina con la cabeza, lentamente, sin decir más, tal vez por hallarse presente Arenós. La princesa había oído minutos antes al pie de las ventanas estrépito de caballos que llegaban piafando. Conocía la princesa por las pisadas cuando se trataba de correos oficiales. Nadie maltrataba a los caballos como los correos de la reina, quienes tenían a gala reventar o incapacitar de algún modo a sus bestias para mostrar el celo que ponían en el cumplimiento de su deber. Acabar con un caballo era motivo de orgullo. Aquellos caballos que llegaban un poco antes al pie de sus ventanas le habían parecido un buen augurio.
También la reina Irene había creído lo mismo y acudía a pedirle a su hija que saliera a recibir los correos con ella. Salieron los tres en grupo, lentamente. Arenós miró por una saetera y dijo que se trataba de correos del Emperador. La reina suponía que el Emperador quería saber noticias de los catalanes de Casandria. La reina se permitió bromas contra su hermano, que fueron apagándose a medida que se acercaban los tres a la sala. Arenós escuchaba aquellas bromas contra el Emperador con disgusto —nunca se divertía con el vejamen de alguien que estuviera más alto que él—, pero no decía nada.
No estaba interesada la princesa en los correos de Constantinopla y quería seguir hablando con Arenós. Le pidió que la acompañara en un paseo a caballo por los arrabales. Llevarían una pequeña escolta. Arenós se inclinó, sumiso. Poco después pasaban por las avenidas de las rondas y hablaban castellano en voz alta sin cuidado de ser oídos. Iba la princesa recuperando su ánimo alegre de Gallípoli.
—Entonces —le preguntaba Arenós—, ¿crees que está acabada la campaña de los catalanes?
—No sé —decía ella, preocupada—. Tal vez la aventura de esos ejércitos, la gran aventura, comienza ahora. Mi madrina Olga —añadió riendo— espera que intervengan las euménides. Nunca se sabe.
Arenós no podía comprender que los catalanes y sus aliados salieran de Casandria y se dirigieran hacia Atenas, condado que valía poco en comparación con el Imperio de Andrónico. Pero se alegraba de no tener que afrontarlos en el campo de batalla. La princesa dijo:
—Les falta en Casandria una cabeza con autoridad moral. Esa cabeza podrías ser tú. ¿No lo has pensado?
—No. Yo, no.
—¿Por qué?
A medida que hablaban de aquello Arenós se sentía incómodo y ella se daba cuenta:
—¿Por qué no?
Callaban los dos. Cerca había una abertura que daba comienzo a las trincheras de los arrabales. Fuera de las murallas todas las ciudades de importancia tenían trincheras con albarradas, como en Gallípoli. Desde el caballo estuvo comprobando Arenós que aquellas defensas estaban vacías y sin guarnición. Y no respondía. A la princesa le irritaba que no respondiera.
Quería la princesa galopar hasta un castillete también desguarnecido desde cuya torre se divisaban en los días claros, según decía, las ruinas de Casandria. Dijo Arenós que lo sentía mucho, pero que había prometido a la condesa Olga volver a media tarde. No ignoraba Arenós que cada vez que salía con la princesa María se quedaba Olga pensando: “¿De qué hablarán?” Y ella escribía cartas contando cosas como aquélla al Emperador, al príncipe Miguel y a otros personajes del Imperio. Arenós quería volver a la hora prometida.
Y volvían despacio, sin hablar.
Antes de llegar al palacio, la escolta, que iba unos cien pasos detrás, se les incorporó. Acompañó Arenós a la princesa a sus aposentos y volvió después (declinando la invitación a entrar) en busca de la reina Irene. Lo primero que ella le dijo fue que había noticias de Nápoles. Se lo dijo con el rostro franco y abierto del que comunica una buena noticia. Y añadió:
—Rocafort ya no vive.
Arenós le dijo que consideraría como una merced especial conocer los informes del correo de Nápoles. La reina se levantó, le puso una mano en el hombro y dijo:
—No te basta saber que Rocafort ha muerto sino que quieres conocer los detalles, ¿no es eso? Yo te leeré la carta con mucho gusto aunque te digo, la verdad, esas cosas no son fáciles de leer por segunda vez. La cosa ha sido excesiva y el rey de Nápoles ha ido demasiado lejos. Yo nunca he podido comprender venganzas tan atroces.
Añadió algunas palabras de elogio para Rocafort como soldado. Eran palabras que sonaban a epitafio funeral: “Le está agradecida”, pensó Arenós, “a Rocafort por haber muerto. En cierto modo, es lo que suele pasarnos a todos cuando sabemos que un conocido amigo o enemigo ha muerto. Siempre le agradecemos a alguien que haya dejado libre su puesto en la tierra”.
La reina sacó papeles de una gaveta y se puso a leerlos. La carta del rey de Nápoles decía textualmente lo siguiente: “Es grato a esta cancillería y privanza comunicar a vuestra majestad, a quien Dios bendiga, que la vida de su antiguo súbdito llamado Rocafort y traído a mis prisiones por las galeras del conde Tibaldo ha tocado a su fin. Lo mismo ha sucedido a su hermano, el capitán Gisbert.
”El día que llegaron se les hallaron encima algunos efectos que pasaron a ser registrados como sigue y que no creemos que sean de la mayor importancia para vuestra información. En los bolsillos de Rocafort se halló:
”Un sello de declaración y certificación real, de oro, con corona y nombre de Constantinopla.
"Sesenta ducados de oro.
"Apuntaciones en diversos papeles que dicen, traducidas a la lengua latina: Princesa María, el quinto de Cristopol cuando se gane, con treinta mil ducados.
”Dando al genovés de Fanlo, para Aragón: 20.000 escudos.
”Hacienda de B. Berenguer de E.) a ver y considerar:... 30.000 escudos.
“Acrecentamientos de Ximeliz: 4.500 ducados.
“TAHAFUT YKITAD FALSAFA, que ha pedido Ximeliz a Damasco ”...
"Estas eran las apuntaciones de Rocafort. De la última se puede conjeturar que Rocafort, de acuerdo con Ximeliz, estaba considerando su reniego de la religión cristiana y que Ximeliz le daba textos para convencerlo porque respondió el tal Rocafort a las preguntas del juez que esos libros eran la materia de donde sacó Tomás de Aquino, fraile de Nápoles ahora tan nombrado, sus ideas y no de la revelación de Dios, pero, al parecer, Rocafort se afirmó en su fe de Cristo antes de morir y Dios haya su alma, así sea.
"Tenía en el bolsillo otro papel con una lista de la nueva casa imperial como pensaba componerla cuando se casara con la princesa, lo que comprendemos en esta cancillería que era una ambición disparatada. Y también tenía los nombres de tres personas (sólo las iniciales) a quienes había encargado secretamente de matar en Constantinopla a un capitán aragonés que no se nombra. Los tres individuos habían recibido cada uno doscientos ducados para gastos y la promesa de otros tantos al cumplimiento. (Arenós pensaba: La víctima era yo. La reina también lo suponía, pero no dijo nada. Los dos pensaban en aquel momento que mil doscientos ducados no eran mucho para comprar la vida de Arenós. La reina siguió leyendo): Esos nombres sólo aparecen con la primera letra: Y, A y K. Por lo que dijo Rocafort, no eran catalanes sino griegos” (Menos mal, pensó Arenós).
”De las declaraciones conseguidas por mis escribanos se desprende que Rocafort es el mismo que me retuvo castillos en Calabria y juró tomar otros míos y echarme de mis estados o cortarme la cabeza. También se desprende que había pensado encerrar a la princesa María, que Dios guarde, por loca sandia si no quería casarse con él y declarar públicamente que se había casado con ella cuando estaba en su razón, para tener autoridad con los griegos de Bizancio. Más tarde negó y dijo que esto último era mentira y que no habría hecho nunca nada contra la princesa María, a la que amaba y reverenciaba. Declaró también que estaba dispuesto a apoderarse de Venecia con una armada porque decía que en Venecia y en Génova estaba todo el oro del mundo y el oro es gran señor que manda en las iglesias y en las naciones y en la tierra y en el cielo.
”Otras declaraciones hizo que no son de mayor interés y que no se ponen aquí para evitar el enfado y la prolijidad.
”Acabadas las diligencias fue condenado a muerte y yo, el Rey, decidí que la sentencia se cumpliera lo más vil y cruelmente posible. Que muriera de hambre en su calabozo de la dicha prisión de Capri, que es donde el rey Tiberio, en la antigüedad, tuvo también a algunos enemigos y reos de traición.
”A la misma pena se condenó a su hermano Gisbert, los dos de Cataluña, nacidos en la ribera del Llobregat, según dicen, que no se pudo averiguar por papeles.
”En cumplimiento de la dicha sentencia, al principio los carceleros les negaron el pan y el agua, pero después, cayendo en la cuenta de que sin agua la vida se acabaría demasiado pronto y privaría a la ley de los efectos del riguroso castigo que yo pretendía, se acordó a los carceleros que les dieran agua una vez por día, bastante para no perecer de sed aunque no tanta como ha menester el hombre para no sufrir necesidad.
”Estaban los hermanos en ergástulas separadas, que no se podían comunicar ni por golpes en la pared ni por voces en la noche, aunque gritaban recio los primeros días. Rocafort llamaba a su hermano a grandes voces y le decía en el silencio de la noche: Ramonet, fill de puta. A veces reía a carcajadas como loco. En cambio, Gisbert gritaba: Germh, lladre, qué hi farem amb l'or? y otras cosas que por decirlas en su idioma y no ser expertos nosotros, y además por ahorrar prolijidad, no ponemos.
”En cumplimiento y comisión de la dicha sentencia se les retiró la comida desde el segundo día y no tuvieron ya ninguna y como no se les había comunicado este particular, ellos no sabían lo que sucedía y creían que los carceleros lo sisaban y robaban del haber de la cárcel, según es costumbre en muchas prisiones, por cuya razón los trataban de ladrones y los amenazaban con grandes bramuras.
”Los tres primeros días todo pasó en insultos, de los cuales se tomaba cuenta y relación y no se ponen aquí porque eran palabras descomedidas y de muy mal parecer. Según lo que decía el llamado Gisbert a voces por la noche, parece que tenían pendientes de la justicia dos asesinatos en Cataluña.
”Pasado el cuarto día Gisbert comprendió de qué se trataba y pidió un sacerdote y un Cristo con velas, las cuales no se le dieron por estar hechas de sebo animal y poder cebarse con ellas.
"En el quinto día Rocafort comenzó a comprender también y pidió papel y pluma para escribir el testamento, según dijo, pero escribió a tu majestad y a su alteza imperial, la princesa María, aunque, según escribió, apenas si se entiende nada, y no escribió entonces porque sólo le dimos él papel veinte días después, cuando ya no tenía fuerzas ni cabeza para hacer cosa que valiera y cuando había fallecido ya su hermano Gisbert, que se dio con la cabeza contra la pared y se la rompió por varios lugares como una cáscara de avellana. Matándose, vivió dos semanas menos que su hermano.
"Después de los primeros diez días sin comer, habiendo enflaquecido mucho, Rocafort comenzó a amenazar a todo el mundo y no sólo en la tierra sino en el cielo, que profería amenazas contra el mismo Dios como un poseído y a veces gritaba: Princesa María, me la jugaste como a un cabrón lanudo y la culpa la tuve yo por poner mi cabeza en tus rodillas. Y añadía otras malas palabras que aquí no se ponen por decoro.
"Cuando supo que había fallecido su hermano, como no se le dijo de qué clase de muerte, pensó que había sido de hambre y dijo que Ramonet era flojo y tenía pocos aguantes, que siempre había sido así y que con él las cosas iban a ser diferentes porque todavía había de cortar muchas cabezas en Nápoles.
"Después del día quince se estaba todo el tiempo tirado en el suelo, que apenas se removía procurando dormir para alimentarse con el sueño, y el agua que le daban la bebía en sorbos muy pequeños y la masticaba como si fuera cosa sólida, que es maravilla cómo el hombre busca expedientes para alargar la vida.
”A los veinte días, que fue el viernes de la semana antepasada, ya no podía hablar y entonces fue cuando le dimos el papel que había pedido, que no era de pergamino porque la materia animal podría valerle para cebarse como las velas de sebo a su hermano. Y así con el papel, que era un buen papiro como el presente, se puso a escribir y por si acaso te lo mandamos, aunque leerlo creemos ser imposible. Y no lo hemos dado a peritos en la escritura por si acaso falta al respeto a la casa vuestra, oh, reina Irene, y a la privacía de tu hija, a quien va dirigido”.
Lo que aquel papel escrito por Rocafort podía decir no lo supieron el príncipe Miguel ni Arenós porque la reina Irene se lo había dado a María y no se atrevía a volvérselo a pedir. Pero la carta del Rey de Nápoles no había terminado. Tenía una hoja más en menuda letra gótica que decía:
“Aunque perdió el habla como si el aire le faltara, que tal vez podía hablar pero no se le podía oír, Rocafort parecía tener fuerza todavía en el encarnizamiento de los ojos. Que si alguno hubiera entrado en la ergástula habría sacado energía para estrangularlo. Y el agua se le echaba en una vasija de barro por el respiradero de la puerta.
"Muy sin ánimos tenía flaco el cuerpo, especialmente las piernas, que parecía una notomía (esqueleto) de muerte. Y por el respectivo se puede decir de los huesos de las costillas y de la tripa que estaba hueca y entrada adentro.
"Seis días estuvo echado en el suelo, agonizando y aullando a veces, lo que daba lástima a algunos carceleros que entraron con permiso del juez para echarle agua en la boca y rezarle responsos con el capellán de mi propia casa y a ofrecerle confesión, lo que era ya tarde, y no se le pudo administrar nada sino los santos óleos. En gracia de Dios haya sido recibido, amén”.
Luego el documento decía que esperaba que una parte de la hacienda de Rocafort se destinara a restituir al duque de Nápoles los cuarenta mil escudos que se había visto obligado a pagar a Rocafort tres años antes para recuperar los castillos.
En cuanto a la carta póstuma de Rocafort, sólo la princesa supo lo que decía, si es que pudo entender alguna palabra.
—Murió como un perro —dijo la reina Irene con una luz de acero en los ojos.
Tuvo Arenós palabras de condolencia para Rocafort a pesar de todo. La reina Irene, contagiada de aquella generosidad, añadió:
—No podría calcular el pobre Rocafort que tendría ese fin el día que en Hemmos remató a golpes de mangual al general Georges.
Entretanto, la princesa María consiguió descifrar algunas frases de la carta de Rocafort: “Hoy, a tantos de noviembre —decía— y desta prisión de mi fin... imposible, pero aquellos días cuando... mi amor es lo que me queda como a una rata malamente atrapada en el cepo... que bien me la jugaste princesa, y mi cabeza puerca poco me valió a mí y a los verracos que ganaron Pactio y Branchiallo”.
La princesa se decía a solas: “Se fió de mí. Si se hubieran fiado Roger y Berenguer, no los habrían matado, pero éste se fió y perdió la vida”. Paseaba por su cuarto y volvía a decirse: “¿Por qué treinta y cuatro días de agonía?” Le parecía demasiado cruel.
No quiso ver a nadie más que a su madre en los cuatro días siguientes.
Arenós comenzó a sentir inclinaciones religiosas y andaba la mayor parte del tiempo acompañado del archimandrita de un monasterio próximo. Pero algunas noches se les veía a los dos un poco borrachos.
Una tarde llegaron noticias de Casandria diciendo que el ejército entero de los catalanes iba a pasar junto a las murallas de Tesalónica de paso para Atenas. No pensaban detenerse dentro del Imperio sino seguir día y noche hasta salir de él. Arenós dio instrucciones para que la gente de guerra ocupara sus puestos, se cerraran cuidadosamente las puertas de la ciudad y nadie hiciera la menor demostración al paso de las tropas. Estas iban a llegar frente a Tesalónica a primera hora de la mañana.
La princesa y Arenós se trasladaron al kenourgion en la parte del castillo que daba a las murallas. Era un amanecer gris y nublado, con brisas frías en el aire y barruntos de lluvia. La princesa miraba a Arenós intrigada y decía:
—¿Has podido dormir la noche pasada? Yo no podía cerrar los ojos y veía figuras en el aire. Unas subiendo, otras bajando.
Allí, perdidos en el amanecer, con cantos lejanos de gallos y ladridos de perros —los de las guardias estaban alborotados porque venteaban de lejos al ejército migratorio—, las cosas eran o parecían de una notable simplicidad. Entraban las brisas por los huecos de los miradores almenados. Las brisas del Norte, secas: las del Sur, mojadas y frescas. El cielo estaba nublado. Eran ya las ocho y parecían las seis.
Cuando llevaban más de una hora en aquella parte del kenourgion que daba sobre los exedras, supieron que las tropas estaban a la vista y la princesa tuvo miedo.
—Figúrate —decía a Arenós— que los catalanes lleven baluartes preparados. En un instante pueden caer sobre las almenas. ¿Crees que pasarán esos hombres de largo?
—Cuando las gentes de mi tierra prometen una cosa la cumplen.
Comenzaba a lloviznar. El suelo, que estaba seco y polvoriento, se puso oscuro y húmedo. Sintió Arenós en el aire el olor de cuero de los turcos y el de hierro de los catalanes. Los turcopoles y alanos (porque conservaba el ejército cerca de ochocientos alanos de los que desertaron de Georges) olían simplemente a sudor de caballos. Y se acercaba todo aquel torrente.
En el torreón de la guardia principal estaban izadas dos banderas, una de Macedonia con las armas de la reina Irene y otra de Bulgaria con las del kan Azán. Arenós dijo que sería bueno retirarse hasta un balcón encristalado desde donde verían el desfile mejor y nadie advertiría su presencia, lo que era más importante después de lo que le había pasado a Rocafort en Nápoles.
—¿Tú crees que se han enterado ya? —dijo la princesa, inquieta.
Arenós no contestaba y en su silencio había a veces una gran impertinencia. Fueron al balcón cubierto.
Las vanguardias se acercaban y las formaban jinetes catalanes. Los mandaba el viejo Caldés, quien llevaba al lado un alférez con el estandarte de Rocafort aunque a media asta, lo que quería decir que sabían la noticia de su muerte. La princesa miraba con grandes ojos sombríos sin decir nada.
Iban en la vanguardia con las celadas abiertas, y Arenós reconoció a seis de ellos: Fanlo, el que estaba pagando la deuda de honor de su difunto padre. Ustarroz, pequeño, con cuello de toro, un poco tartamudo. Botas anchas, manos anchas, cintura ancha, hombros anchos. Su tartamudez venía del deseo de dar una impresión de agilidad y listeza. Y su mente era ágil, pero las palabras no le seguían. Lope de Azedo, que solía mandar la guardia principal en Gallípoli, hombre de paradas y reglamentos, con más figura y prestancia que empuje. Pero procedía de un pueblo próximo al de Arenós y solía llamar a los soldados, cuando se enfadaba, “zoquetes” y “camuesos”. Iba también uno de los Fruelas, el llamado Samper, y emparejados con Fruela iban Gavasa, el de los largos escritos sin puntuación, y Lucas de Exea. Al ver a este último, la princesa pensó: “¿Qué habrá sido de Alejandra?”
No conocía Arenós a los otros que formaban la vanguardia o no podía distinguirlos entre las lanzas y las adargas. Sentía Arenós cierta melancolía viéndolos desfilar, fatigados y escépticos, en una ancha y espesa columna que era como un río de hierro. Al fin todos eran gente de su tierra —pensaba Arenós con melancolía—. En las armas mojadas brillaba y azuleaba el cielo gris.
Pasada la vanguardia hubo un trecho sin tropas ningunas, luego una pareja de caballería ligera y después la masa del ejército, formada por cuatro sectores diferentes y separados entre sí: los catalanes y aragoneses, los alanos, los turcopoles y los turcos. La retaguardia la formaban, como la vanguardia, destacamentos catalanes. Arenós pensó: “No se fían todavía de los turcos”.
Iban pasando frente a las murallas de Tesalónica sin curiosidad ni recelo, sin prisa, con ese andar mecánico de las grandes masas reglamentadas. En cada uno de los grupos había al menos un escuadrón con las corazas puestas, por precaución. La princesa decía: “Tampoco se fían de mí”. Y cuando lo pensó, en aquel mismo instante, vio que en lo alto de una pica llevaban una cabeza humana como un fruto amarillo y rojizo. Una cabeza humana como un fruto marchito y lamentable. La princesa hizo un gesto de terror y repugnancia y retrocedió algunos pasos. Destacaba la cabeza, muy alta, contra el cielo gris. Aunque estaba segura en la pica, se movía a derecha e izquierda un poco. Arenós la miraba indiferente. Había tratado de identificarla y no podía. No era fácil identificar las cabezas de los degollados. Seguía lloviznando. Era una lluvia menuda, de otoño, persistente y sin violencia. Sentía Arenós una emoción de desarraigo. Él debía estar con toda aquella gente, pero no hacía más que verlos pasar desde las ventanas al lado de una mujer joven que sentía asco y terror viendo una cabeza cortada. Los dos habían tenido su vida mezclada con la de aquellas gentes. Los dos habían contribuido en alguna forma a sus grandezas y a sus miserias. Y trataba todavía de identificar la cabeza sin conseguirlo.
La ruina de aquel ejército se producía sin catástrofe alguna. Cuando la princesa lo dijo, Arenós comentó:
—No, las catástrofes no nos arruinarían. Los españoles nos alimentamos de catástrofes. Son las victorias las que acababan con nosotros, señora, aunque parezca extraño.
No lo entendía la princesa porque generalmente una mujer, ni siquiera —pensaba Arenós— una mujer como la princesa, entendía cosas como aquélla. Pero al llegar la pica y la cabeza frente a la puerta cerrada de la guardia principal, el ejército se detenía. Todos miraban a las murallas, a los torreones. La princesa tenía miedo:
—¿Qué sucede? ¿Por qué se detienen? ¿Qué buscan? Si la guardia dispara una ballesta, estamos perdidos.
Algunos soldados jineteaban acercándose a la muralla hasta hacerse invisibles desde el mirador de la princesa. Los otros soldados reían. Arenós vio que la pica con la cabeza cortada había desaparecido. Hubo un poco de desorden en la columna. Luego más risas y malas palabras en catalán. Por fin, todos siguieron. La princesa había tenido miedo, verdadero pánico, y Arenós se dio cuenta. Pero el torrente de corazas, yelmos y picas seguía su curso indiferente. Pasaban los caballeros con ruido de enjalmas, de hierros, de adargas y de conteras de lanza. Reconocía Arenós otras caras aragonesas y oyó con emoción palabras de la montaña pirenaica. Bellver miraba las murallas al sesgo y decía:
—No han dejado foraus en o muro.
Otro, a su lado, respondía:
—¿Y qué? ¿No tiés os zaragüelles plenos?
—Tan remplius son que revientan por a bragueta.
—En ta ’lforau de tu prima a cava.
Reían como monstruos joviales y seguían cabalgando. La lluvia, resbalando por las mejillas y las barbas, daba la impresión de que algunos estaban llorando. Veía Arenós a Ventalolla, gran jinete, que se fatigaba de andar a caballo y se apoyaba en la nalga izquierda inclinando el cuerpo de aquel lado.
—A cabalgada ye mellor qu'el barrunto —decía.
Ahora, a medida que pasaban todos miraban a un mismo lugar en las murallas, a un lado sobre los torreones de flanqueo de la guardia principal.
—Abispón fotut —gritó alguien y disparó una flecha hacia lo alto en aquella dirección.
Sentía Arenós en aquella manera de hablar un eco de la vida campestre. Trigales y cogujadas. Eran todos campesinos y caballeros con la gravedad de las labranzas y las majadas. Fruela del Pueyo volvía la cabeza y decía:
—¿Ande está o gaitero?
Y poco después se oía una gaita que otro soldado tocaba detrás, mientras su compañero de al lado decía:
—Echales un buen son a los tesalónicos.
Otros llamaban a grandes voces al alférez de almogávares, Gistain. Todos los almogávares iban a caballo. Fruela, oyendo la gaita, decía:
—Echale una cantata a la suegra del pobre Roger.
Sonaba la gaita torpe y destemplada. Al oírla, otros soldados, más lejos, sacaron también el odre peludo de las montañas de Jaca y Biescas y se pusieron a soplar en él. Había en la lenta columna tres o cuatro gaitas cuyos ecos lejanos se confundían, y los alanos que llegaban detrás de los catalanes también llevaban otra, aunque más pequeña y rústica. Tenían los alanos ojos azules y sus caballos parecían más pequeños y nerviosos. Eran gente de crueldades frías y de codicias de niño. Pasaban lentamente y cantaban a coro una canción que sonaba a nieblas bajas y a cúpulas brillantes y húmedas. Entre la masa de voces, de una melancolía enfermiza, destacaba una sola en falsete, aguda y cómica, haciendo contrapunto.
Y todos seguían pasando. La princesa María lo miraba todo sin parpadear:
—Esos soldados son de Georges, pero Georges está pudriéndose ya bajo la tierra.
A medida que pasaban seguían todos mirando a lo alto, hacia el torreón izquierdo de la guardia. Y hacían comentarios bárbaros y salaces.
Detrás de los turcos llegaban los turcopoles. Estimulados por las gaitas habían sacado sus pífanos y tocaban también. Chirimías y flautas daban una masa que le pareció a Arenós que era la que correspondía a aquel país de campaniles y cúpulas doradas. Ximeliz iba galán y joven en sus ropas de viaje, todo blanco y azul. La princesa dijo una palabra árabe entre dientes: amtila. Todo era amtila entre aquellas gentes, es decir, fantasía y mentira. Parecía seguir hablando consigo misma y añadió:
—Es un mutazil, un hermano de la pureza.
Era una secta de moda entre los turcos. Arenós, que no sabía una palabra de todo aquello, comentó:
—Tal vez por eso va vestido de blanco.
Pasados los últimos turcos llegaba todavía la retaguardia catalana con las armas puestas, pero con la celada colgada del arzón o del brazo. También la lluvia encendía luces grises y azulencas en sus hombreras y en los quijotes de los muslos.
Iban en la retaguardia Juan de la Foz y Feliz Tierz entre los conocidos de Arenós. A Foz lo conocía también la princesa como a uno de los soldados más galanes y corteses.
—Echale una albata a ver si te siente —le dijo Tierz.
El balcón de la princesa estaba abierto a la intemperie por un lado. Sólo tenía cristales por el frente y por el costado norte. La princesa seguía oyendo frases sueltas aquí y allá y Foz guiñó el ojo, sorbió aire por la nariz con un rumor obsceno y contestó a su amigo:
—¿Albata? Mejor un brinco. Un brinco sin gramar.
Rieron los dos. Tierz miró también hacia el balcón, sin ver. La princesa se apartó y entró en el kenourgion seguida de Arenós, que disimulaba la risa. Ella llevaba aquella frase en los oídos —era una de las pocas que había entendido— y dijo:
—¡Miserables!
Quedó un rato en silencio con la respiración acelerada y luego añadió: —Si tuviera esa gente una sola cabeza, sería yo capaz de cortarla con un hacha.
Lo que odiaba más era la risa a coro que siguió a las palabras del soldado Juan de la Foz, habitualmente galán y cortés. Vio Arenós en sus ojos una luz de ira venenosa y pensó con humor: “Tal vez está aprendiendo a vivir, como dice su madre”. La princesa podía tolerarlo todo menos una risa vejatoria y sin respeto. Entretanto, miraba a Arenós y decía para sí: “Rocafort fue el único que me obedeció y su obediencia no le sirvió para nada. Al revés, en la obediencia halló su ruina. Arenós es el único prudente entre los catalanes”. Descubrió de pronto la princesa que la prudencia no le interesaba gran cosa en Arenós. Ni en ningún hombre.
Cuando el ejército hubo pasado salieron a una atalaya desde donde vieron la cabeza cortada en la punta de la pica y ésta prendida en el repecho de una saetera alta, asomando hacia afuera como el asta de un estandarte. La princesa reconoció la cabeza de Nicodemos. “El pobre ha pagado la delación.” Arenós quería salir y llevarse de allí a la princesa, pero ella se negaba y seguía mirando aquellos pobres despojos del galeote. Poco después llegó sobre el asta un cuervo. Luego, un buitre. Después otros dos. Se posaban en la pica y con el peso la derribaron. La cabeza y la pica cayeron abajo y la cabeza rodó por un repecho como una cosa viva perseguida por las aves de presa. Arenós insistía en sacar de allí a la princesa y para convencerla le dijo:
—Tu madre, la reina Irene, estará impaciente queriendo saber noticias sobre el paso del ejército.
—No —dijo ella—. Mi madre duerme.
—¿Es posible?
—Sí, es seguro. Dormirá hasta el mediodía, como siempre. Y no quiere que la despierten.
Peleaban las aves de presa por la cabeza de Nicodemos y se cambiaban fuertes aletazos. Tenía la cabeza una flecha que la atravesaba. La flecha que le disparó un almogávar desde su caballo, sin detenerse, al ver la pica hincada arriba, en la saetera.